Todos dormían en la madrugada, el ruido de los coches y la actividad humana eran ínfimos en la zona departamental.

El frío y el vaho acrecía en el piso 16, en los cuartos amueblados, compartidos y solitarios. Las respiraciones de la familia, los padres, los jóvenes, los niños, los residentes, se enturbian, salen de sus gargantas visibles el hálito con los calentones o termostatos ahora inservibles.

Tiemblan los cuerpos en sus camas como gelatinas en sueños sin darse cuenta de la invasión. Unos cuantos sienten tanta frigidez que, sus huesos comienzan a endurecerse con sus pieles que les duelen, y abren los ojos despertando, viendo las paredes, el techo y el suelo deshaciéndose en una masa morada viscosa, junto a esas ventosas que se oyen comprimir y luego expandirse emergiendo de sus camas, no pudiendo gritar o moverse, ya que algo y el frío los detenía, viendo una silueta larga y negra con brillantes ojos que mira muy dentro de ellos hipnotizándolos, antes de que la carne se despedace.

Se mira de a fuera las ventanas romperse del edificio, las cortinas salir al aire para dar a la noche en presencia de una luna llena. Una gélida percepción en lo que los objetos se comprimen en ese estruendo dentro del edificio, que llena de maderos partidos, astillas, metales rajados, plástico molido y sangre en las habitaciones.

Una calma vuelve tras el incidente. Ya nadie duerme y los de abajo y arriba se despiertan pensando que ya temblando. Pero en medio, en el interior de todo el piso y en su conjunto de cuartos, se ha hecho un desastre a su paso haciéndolo irreconocible, también los habitantes han desaparecido sin dejar rastro, dejando solo las manchas de una masacre.