FELINETTE NOVEMBER

- 2023 -


"Siempre fuiste tú"


Capitulo 7: Abrazo.

Cuando volvieron al Congreso, Louis estaba exultante. Ese mismo día, Emma lo había dejado plantado, su padre se había olvidado totalmente de él, habían criticado ampliamente sus trabajos, pero para él, el mundo en ese momento era un lugar precioso, donde la novena sinfonía de Beethoven sonaba a todo trapo.

Caminaba con grandes zancadas, casi saltando. Aferró fuertemente su maletín y un segundo antes de ingresar al Centro de Conferencias, volteó a ver a Emma.

- Después de la charla, prométeme que iremos al cine. -

Emma se sorprendió de su petición, porque el cine ella lo escuchaba sin audio y leyendo subtítulos. Y en casa, con sus padres. Ir hasta una sala de cine sería complicado. Pensó con rapidez, si es que sus cascos canceladores de ruido, serían de utilidad con una película en una sala cerrada. Con sonido dolby surround, luces estrambóticas y retumbos en el suelo. Lo dudó. Y mucho. Pero ya le había fallado a Louis en la mañana, y no quería hacerlo de nuevo.

No quería volver a fallarle. O simplemente, ella no entendía porqué seguía saliendo con él.

No entendía ese chispazo de angustia en su pecho, al pensar que él podría ponerse triste si le decía que no. Tampoco quería volver a ver cómo el padre de Louis lo dejaba de lado.

"No me quiere ni Dios", había dicho Louis hace unos minutos.

Y en el caso de él, eso parecía cierto.

Sin embargo, en el suyo:

" - Eres la persona más importante del mundo para mí, Emma Amelie. - le susurró su padre al oído, un día cuando en el jardín de infantes, un niño le arrancó sus cascos. Emma lloraba, haciendo pucheros, tratando de no gimotear. En silencio. Su padre, estaba inclinado sobre ella, limpiándole las lágrimas. El director les había llamado para que fueran a recogerla. - No llores, cielo. Mamá opina que también podemos ponerte tapones en los oídos. Entre los tapones y los cascos, ya no oirás nada. -

- Pero si hago eso, no escucharé tampoco a mi profesora-, pensó la pequeña Emma.

Quiso rebatirle a su padre esa decisión, decirle que quería jugar con los demás niños, que le encantaba el balón y jugar al escondite. Pero los cascos eran muy grandes y siempre debía sujetárselos con ambas manos a la hora de correr. Así que Emma Fathom siempre fue la primera en ser pillada, la primera a la que metían gol y la primera en tropezarse, haciéndose heridas en las rodillas.

Tuvo miedo de oír ese sonido tan horrible que ella hacía al hablar, así que no dijo nada de eso.

Sus pensamientos se los guardó para sí misma. Sólo tembló más y más, además de ponerse pálida.

Félix Fathom abrazó a su hija con cuidado, la apretó contra sí mismo, la alzó hasta incorporarse totalmente, y acarició su cabello, mientras susurraba canciones de cuna y palabras de amor y consuelo. Félix sintió en su pecho, cómo latía el corazón de Emma, apuradísimo e inquieto. Él también percibió su llanto ahogado y mudo. Era un hombre incólume, hasta cierto punto tranquilo. Pero un desasosiego lo llenó entero. Una angustia se apoderó de su ser. Retuvo a Emma contra sí, por varios minutos. Hubiera querido tenerla así toda la vida, protegida entre sus brazos.

Marinette salió hecha una furia de la oficina del Director.

- Vámonos. - dijo secamente, lo más bajo que pudo.

Sin embargo, a pesar de haberse modulado, Emma dio un respingo y volvió a llorar. Félix la alzó nuevamente.

- Marinette, cielo, dilo más bajito. - insistió Félix prácticamente murmurando.

Marinette se mordió los labios, pidiendo perdón de forma casi inaudible. Ella también parecía estar al borde del llanto.

- Vámonos Félix. - volvió a decir después de unos segundos. - No volveremos aquí.-

Félix Fathom todavía tenía en brazos a su hija Emma, de apenas seis años. Se sorprendió del veredicto de su esposa. Abrió mucho los ojos, elevó la cejas y la observó fijamente. Pedía una explicación.

Su esposa lo entendió todo, pero no era el sitio ni el momento para hablar de ese tema. Ella se acercó a darle un beso a su niña y juntos, los tres, salieron del jardín de infantes más exclusivo de Londres, para no volver a pisarlo nunca más en su vida.

Emma no sabría hasta mucho tiempo después, cuando tuvo acceso a su informe médico, la razón por la que no volvieron al Jardín.

- "No contamos con la experiencia para tener a un niño especial entre nosotros." - Había escrito el director.

Especial.

Ella se sabía especial.

Su padre se lo decía siempre. Lo muy importante que era, lo muy especial, lo muy amada. ¿Era malo ser especial? ¿Ser amada?

- Te amo tanto, Emma.- le decía su padre todos los días.

Y ella nunca dudó de ello."

Emma sabía que fue difícil criarla, porque ninguna institución la aceptaba de buenas a primeras. Y cuando la aceptaban, las condiciones eran pésimas. O con niños y niñas mucho más especiales que ella. Niños que aún usaban pañal o que no se movían. Hacían muchos ruidos extraños, producto de su falta de crecimiento, y eso a Emma le asustaba mucho. Apretaba aún más sus cascos, se ajustaba sus tapones. Al final, siempre terminaba en casa, odiando ir al colegio.

Algunas veces, incluso le pegaban, la empujaban o tiraban de su pelo.

Había niños y niñas violentos. Así como aquel que le arrancó de propósito sus cascos, solamente para verla llorar y acongojarse ante el sonido del mundo real.

Sus padres la habían cuidado siempre.

Todos los días.

Sin descanso.

Y ahora Louis le contaba que su madre ni siquiera supo cuándo él se fracturó un dedo. Y ahora veía cómo el padre de Louis lo dejaba sin despedirse de él, sin una palabra amable, sin siquiera darle la mano.

¿A Louis también le habrían empujado jugando al escondite, le habrían pillado de primero, le habrían golpeado para quitarle algo suyo? ¿Le habrán dicho "te quiero" al despertar?

Meneó con la cabeza en silencio, lo más probable es que nadie se lo hubiera dicho.

No quería verlo triste, no cómo aquella mañana.

- Sí, Louis. Cine, sí. - murmuró Emma, en un tono imperceptible. Luego, sacó su cuaderno de su bolso y escribió rapidísimo: Pero debo volver temprano, tengo mucho que hacer.

Emma rodeó a Louis y entró, rauda, a la sala donde uno de sus investigadores favoritos iba a dar una sesión. Louis Gabriel Agreste Bourgeois abrió la boca, atónito, y se quedó de piedra en su sitio. Por unos instantes, su corazón dejó de latir, un zumbido nació en sus oídos y sintió que el pecho le iba a explotar de sorpresa.

Ella, de nuevo, le había hablado.

No había usado el cuaderno ni el bolígrafo. Al menos al inicio. Ni había solo asentido con la cabeza.

Había dicho, lentamente por cierto, una frase pequeña y silábica, sin tartamudear y sin dudar.

Le pareció una voz hermosa.

Quizá en otra vida, ella hubiese sido una famosa cantante de ópera, o una actriz de telenovelas, con una voz sensual y empalagosa, pero ahí, ahora, Emma Fathom era una reputada matemática que daba clases grabadas desde el confort de su estudio en su mansión londinense. Prácticamente se comunicaba de forma escrita y con algunos signos básicos.

Louis se sujetó el pecho.

Todas las miserias de su vida, le parecieron una nimiedad.

- Chopin, espero que estés en el cielo. Madre, espero que algún día me quieras. Emma, cásate conmigo. -

Era la plegaria que siempre rezaba al despertar, ante un dios inexistente. Él estaba plenamente seguro que algún día, movería una ficha, y por efecto dominó, Emma y él se encontrarían por casualidad o no, y empezaría su historia de amor. No pudo sino alegrarse por él mismo. ¡Por fin algo le salía bien! ¡Tantos años en terapia habían surtido efecto! ¡Porque se sentía bien consigo mismo!

Su ser entero era un arcoíris de sentimientos, un revuelto de soledad y amor, salpicado de alguna alegría. Y uniendo todo eso, dándole un sentido, ahí estaba Emma. Eso era ella. Todo. Y a la vez, nada.

Quizá era el destino, quererla así, tan intensamente.

Quererla a ciegas, casi sin conocerla.

Descubrirla, conquistarla.

Como si fuera ella un nuevo mundo. Un paraíso.

No había teoría matemática que calculase el impacto del huracán Emma en la vida apacible de Louis Agreste. Era pura entropía, ella era el caos. El amor era el caos. La desesperación, la tristeza y finalmente, la esperanza que ella diga .

- Sí, acepto, Louis Gabriel. Acepto casarme contigo.-

Esas serían las palabras más hermosas que Emma dijese. Le suplicaría de rodillas y la idolatraría como una diosa si la convencía de decirlas. Podría morirse en cualquier instante, luego de esto. Luego del amor, la muerte no era un consuelo, pero le plantabas cara ya sabiendo que te has llevado lo mejor de la vida.

El amor.

Louis, volvió a sí mismo con relativa calma. Buscó la sesión a la que le correspondía ir a él y descubrió, que no era la misma que Emma. Suspiró, todavía en los cielos. Medio flotando, medio muriendo. Y decidió que iría adonde ella fuera. No le importó perderse la otra conferencia, ya la matemáticas no le importaban ni un poquito. Solo ella. Obsesivamente ella. Volvió sobre sus pasos, y se redirigió al salón donde Emma entró. La vio en la lejanía, sentada en una butaca, ajustándose sus cascos canceladores de ruido y preparando una grabadora digital. Louis la contempló en la distancia y pudo ver, vaya si lo vio, cuando un chico joven con gafas y camisa blanca le buscó conversación. Emma, por supuesto, no hizo caso y siguió revisando sus apuntes en su cuaderno. Louis se acercó veloz, y tocó levemente el hombro del chico.

- Ese asiento está ocupado. - le dijo sin elevar mucho la voz.

- Pero sólo quería preguntarle a la doctora Fathom su opinión sobre el último conferenciante. -

Louis mencionó algo como que las matemáticas no contemplaban opiniones en el desarrollo, sino hechos demostrables, resultados concordantes y consecuentes a un problema dado. No había opinión alguna que dar.

El muchacho se fue, no sin antes dirigirle una mirada cargada de antipatía hacia Louis. A éste no le importó y se sentó al lado de Emma, sin hacer ruido.

Emma, por su parte, no se había enterado de nada, porque había abierto otra carta de sus padres. Esta vez, ésta era bastante larga y tenían distintos colores de bolígrafo, como si se hubiera escrito por partes.

"Querida Marinette:

No he podido verte, desde nuestro encuentro en el paso de Calais. Tampoco he podido llamarte.

O no he querido.

Hablar contigo y oír tu voz, se vuelve un lacerante castigo. Un eterno recordatorio del amor que te profeso, de la increíble locura que se apodera de mí cuando te veo. Del calor que me evapora, de la electricidad que me recorre. Muero, sí, y a la vez, vivo.

Cada sensación a tu lado, cada hebra que toqué de tus cabellos, cada trozo de piel que he sentido con mis dedos, cada aliento que he tomado de tus labios, todo, en su conjunto, lo guardo aquí en mi pecho, donde nadie puedo robármelos, ni siquiera tú.

Ni siquiera tú puedes hacer que lo olvide. Ni tu indiferencia, ni tu negación a los hechos: Nos hemos amado, Marinette. Te he tenido aquí entre mis brazos, debajo de mi cuerpo, besándote con delicadeza y abrazándote con furia y..."

Emma frunció el ceño y parpadeó incómoda, dejó de leer por unos instantes, y lamentó leer tan íntima correspondencia. Sin quererlo, sus mejillas se sonrojaron y su corazón empezó a latir de prisa, producto de la vergüenza.

Su madre era muy cariñosa con ella, le daba un abrazo o un beso, o cepillaba un rizo al que le faltase peinar. Siempre había alguna crema que untar en su rostro, o simplemente, una arruga en su blusa que Marinette debía alisar. Su madre permanecía con buen ánimo, aún cuando fuera difícil vivir con una persona como Emma.

Su padre, las sostenía a ambas, cuando su frágil equilibrio diario se rompía. Si algún pastel se quemaba, y su madre, Marinette, huía frustrada, era él quien limpiaba lo quemado y compraba un bizcocho ya hecho. Si alguna flor se le moría en el invernadero, de forma inexplicable y a pesar de los cuidados de Marinette, su padre no permitía que ella se enterase, así que compraba otra flor, totalmente idéntica.

Si Emma se hacía alguna herida al subirse al columpio, Félix Fathom le ponía una tirita y le dejaba un beso en su piel.

Cuando fallecieron cada uno de los gatos que Emma tuvo, fue su padre quien cogió la pala, hacía el agujero en la tierra, y enterraba a los pobres felinos, tan queridos, en el lado más luminoso del jardín. Su madre sembraba rosas alrededor, para marcar la sepultura.

Y cada vez que una rosa florecía, sus padres le decían que eran sus gatitos los que volvían a recordarle que la querían, que la cuidaban, que seguían maullando por ella.

Esos eran los recuerdos que tenía de su padre y su madre.

Su amor, su dedicación, su lucha constante para hacerla salir adelante.

Las veces que ella montó, ya adolescente, en el Metro con su padre, con sus cascos, sus tapones y al borde del pánico, o cada vez que su madre le enseñaba a saludar a las personas, a sonreír sin razón.

Emma recordó su infancia, su mansión silenciosa y sus padres pendientes de ella.

Reunió fuerzas, estiró la carta y empezó a leer de nuevo, saltándose la parte más íntima del relato.

"...Mi matrimonio con Kagami Tsurugi ha sido suspendido, indefinidamente..."

La doctora Fathom no pudo contener la exhalación de tranquilidad que emanó de ella. Louis oía la sesión, pero también miraba de reojo lo que hacía Emma. Le pareció extravagante que su doctora favorita no prestara atención a una ponencia, y en cambio, leyera con avidez una carta antigua.

"...Tú, Marinette, sabes bien por qué..."

¡¿Por qué?!, se preguntó Emma. Necesitaba averiguar, con urgencia, todo sobre Kagami Tsurugi. ¿Seguía viva? ¿Amaba a su padre? ¡Hubiese sido ella su madre! ¡Con un poco de suerte Emma podría haber tenido el pelo liso y oscuro, y no esos rizos que ella odiaba peinarse y ese cabello rubio que parecía los pelos de una escoba vieja! ¡Incluso hubiese tenido un apellido japonés!.

Cielo santo, toda una gama de posibilidades.

Emma apartó la carta y tecleó, convulsa, una búsqueda en Google sobre Kagami Tsurugi.

Aparecieron una serie de noticias, todas dedicadas al mundo de los negocios. Era millonaria, por lo visto, y seguía viva. Buscó imágenes de ella. Era una mujer pequeña y delgada, con una tez de porcelana y ojos muy rasgados, aún más que los de su madre. Y un pelo negro, liso, largo y perfecto.

Emma suspiró levemente, al darse cuenta de todo lo que ella pudo haber sido.

Se preguntó, sin embargo, si Kagami Tsurugi hubiese sido amable, paciente y amorosa como lo era su madre, Marinette.

Y en ese instante, Emma se sintió mal por haberlas comparado.

Los aplausos estrafalarios que indicaron el fin de esa sesión, le arruinaron todo el tren de pensamiento. De repente, la conferencia del gran matemático Max Kanté llegó a su fin, y todos se pusieron de pie, vehementes. Verdaderamente sus cascos habían fallado. Emma, se había distraído y no se los ajustó como debía, así que se resbalaron. No la protegieron del ruido. Ella se sujetó los oídos y se dobló en su sitio, hacia delante, apretando los dientes y dejando caer la carta. Cerró los ojos. Una fuerte opresión en el pecho, la inundó por completo.

Empezó a respirar rápido.

La gente no paraba de aplaudir, incluso algunos chiflaban aupando al expositor. Parecía que era un hombre importante, aunque a Louis Agreste eso poco le importó.

- ¡Emma!- exclamó, sin quererlo. Y Emma empeoró, se contorsionó en su asiento e intentó levantarse, pero recordó que la carta se había caído, así que en un último esfuerzo, se estiró para recogerla.

La metió retorciéndola en su bolso y volvió a incorporarse para intentar huir.

Louis la observó al borde del colapso, y desesperado, la fundió en un abrazo y la arrastró afuera del salón. Emma lloraba. En un pasillo algo alejado, Louis encontró un gabinete de la limpieza, donde se guardaban las escobas y fregonas. Metió a Emma adentro, se metió él con ella. Y cerró.

La oscuridad y el silencio los inundó.

La paz volvió.

Sólo se escuchaban los ahogados sollozos en voz muy bajita de Emma Fathom.

Temblaba, como aquel día en el Jardín de Infantes.

Lloraba, como cuando le tiraban de sus bucles dorados.

- ¿Es el ruido? ¿ o son las personas? - le preguntó Louis muchos minutos después. La voz que utilizó para sus preguntas era casi un murmullo extinguido.

Emma al oírlo, se refugió aún más en su pecho. No contestó. Louis siguió exponiendo sus suposiciones.

- Debe ser el ruido. Si te molestasen las personas, ni siquiera podrías haber ido a comer con mi padre y conmigo. Ni siquiera podrías haber asistido a la Conferencia. Y debes escuchar muy bien, porque puedes hablar. Si tuvieras algún problema en el oído, nunca hubieras podido hablar. Así que si no son las personas y escuchas bien...- Louis le dejó un temerario beso en la frente. Como a Emma la besaban a diario, ya sea en la mejilla o en la coronilla, a ella no le pareció ni asombroso ni extraño. - ...debe ser que no soportas el ruido, ni siquiera puedes tolerar la voz de la personas ¿no?. -

Emma asintió, en medio de la oscuridad.

- Increíble. - musitó Louis Agreste. - Eres increíble, Emma. -

Y desde ese instante, Louis la quiso más y más.

La novena sinfonía de Beethoven empezó a sonar, de nuevo, en su cabeza.

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Mi pobre Emma.

Hace mucho tiempo que no me causaba tanta felicidad escribir sobre algo. Son poquitas palabras, pero asi aseguro publicación continua y un fic más largo para completar todo el mes. No sé si llegue a las 30 días o sea más, pero ya vendrá el drama y la perspectiva del felinette a todo esto.

Paciencia, mis lectoras, poco a poco sabremos por qué Tom Dupain y Sabine no le hablan a Marinette. O por qué Félix huyó con ella en moto, para ya, en los últimos capítulos, tener el desenlace sobre mi trío (no penséis mal) Adrien- Marinette - Félix.

Y por último, explicar cómo quedan Emma y Louis.

Gracias por leer y comentar

Muchísimos abrazos.

Lordthunder1000