La lluvia arreciaba. Con las gotas golpeando los cristales incansablemente y la inagotable molestia de los truenos rompiendo el cielo encapotado pero también plagado de relámpagos casi de manera permanente desde que se había metido en la cama, a Caitlyn le resultaba imposible conciliar el sueño. Normalmente no le costaba quedarse dormida, aunque en ciertas ocasiones —ocasiones tan concretas y, por desgracia para sí misma, tan ciertamente habituales como aquella noche tormentosa en Piltover— se veía obligada a hinchar el pecho, a pisar el pequeño pero a la vez indiscutible orgullo con el que la habían criado, asomar la cabeza por encima de la colcha de terciopelo y gritar con todas sus fuerzas:
—¡Mamá, quiero agua!
Toda una excusa. Estupenda excusa, sí. De las que hacían eco en el pasillo que comunicaba su alcoba con la de sus padres. Una excusa ridícula aunque también efectiva.
Nada más escuchar los pertinentes pasos en respuesta a su reclamo avanzando desde la deseada habitación que había abandonado no hacía demasiados años por exigencia paterna, Caitlyn se cubrió de nuevo la cabeza con todas y cada una de las capas que conformaban su ropa de cama. Notó las sábanas de seda más frías de lo normal contra la humedad de su mejilla y se pasó un nudillo por la nariz en un intento por disimular la congoja que llevaba sacudiéndola desde bien entrada la oscuridad. Todavía no se acostumbraba a dormir sola.
—¿Caitlyn?
Tras reconocer el tan esperado tono de voz que estaba deseando escuchar, la pequeña ahogó un suspiro al fondo de su pecho y apretó los labios para encarcelar, una vez más, el delatador sollozo que notó treparle garganta arriba. Puede —y solo puede— que le estuviese costando de más eso de decirle adiós a la alcoba de sus padres. Puede —y solo puede— que detestase dormir sola. Puede —y solo puede— que todavía tuviese que acostumbrarse a la ausencia nocturna de la señora Kiramman a pesar de pasarse casi todo el día pegada a sus faldas cuando estaba en casa. Puede —y solo puede— que incluso odiase cada reunión del Consejo cuando ella tenía que irse de su lado. Puede —y solo puede— que añorase profundamente esas noches en las que se quedaba dormida cogida de su mano. Puede —y solo puede— que estemos hablando de una niña que simplemente echaba de menos a su madre.
—Oh, Caity… —volvió a hablar la matriarca, pronunciando aquel mote cariñoso con voz dulce y aterciopelada. Pocas veces se la escuchaba así.
No, definitivamente no le dio tiempo a recomponer su expresión lo suficiente como para engañar a aquellos ojos azules que tan familiares le eran. Ojos que habían escrutado todos y cada uno de sus rasgos nada más nacer, variando desde la más pura hasta la más sincera y protectora inocencia amorosa; ojos que habían examinado con preocupación sus primeros llantos, lidiando angustiosamente con la impotencia de ser primeriza para lograr calmarlos; ojos que, cuando hacía falta, se mantenían en vela noche tras noche hasta que a su pequeño tesoro le bajase la fiebre causada por algún que otro inesperado catarro estacional; ojos que solían presenciar sus infantiles quejas y hasta sus protestas sobre "ser ya mayor"; ojos que le reprendían sin necesitar siquiera una sola palabra cuando era necesario y que también la elogiaban en las situaciones pertinentes; aquellos ojos que, en definitiva, la habían visto crecer: los de su madre.
Agradeció para sus adentros que quien había acudido a su llamada no fuese la niñera, esa muchacha tan buena que a veces se quedaba a pasar la noche cuando los señores Kiramman tenían trabajo pendiente que hacer, tan buena pero que seguía sin ser su madre, al fin y al cabo. A veces, ni siquiera su padre podía suplir la denotada ausencia prácticamente diaria de su figura. En alguna que otra ocasión, la pequeña Cait había escuchado hablar a sus padres y a cierta institutriz sobre aquella peligrosa "mamitis" que parecía estar desarrollando la niña a medida que crecía, una importante cuestión que debían atajar antes de que se convirtiese en un problema a la hora de desarrollarse como persona. Para ser una adulta funcional en el futuro, Caitlyn debía evitar el trato de niña mimada que, ya de por sí, su apellido podía dar a entender.
Nada más lejos de la realidad… ¿o quizás un poco sí?
Con su camisón de dormir y el cabello por fin sin enlacar, libre del peinado austero con el que su asistenta personal la ataviaba cada mañana, la señora Kiramman, esa estricta consejera y leal esposa, parecía una persona completamente distinta: a la tenue luz de la tormenta, la expresión de su habitual rígido semblante —lejos de mostrarse tan inflexible como siempre ante el mundo— se dulcificaba solamente para y por su hija. Llegó con un jarro de cristal lleno de agua en la mano.
—Caity… —murmuró en voz cada vez más baja, a medida que se acercaba.
Nadie la llamaba así, ni siquiera su padre. Cassandra nunca la apelaba con abreviatura delante de los demás y aquella cuestión del pequeño nombre no solía escaparse de más en situaciones familiares. Era algo muy suyo, muy de su madre; casi como un secreto para el que ninguna tenía realmente un motivo o por qué, simplemente ocurría.
Depositó el jarro con el agua sobre la mesita de noche y tomó asiento al borde del lecho con sumo cuidado; más frágil, más vulnerable y más madre que nunca. Observó, no sin cierta lástima, al bulto que temblaba levemente bajo la ropa de cama justo antes de destaparle con cuidado la cabeza, liberando a la pequeña del peso de las mantas, la colcha y las sábanas en todo su opaco conjunto protector. Se inclinó sobre ella buscando sus ojos y, en lugar de encontrar el familiar azul vivaz al que tantas madrugadas le había tocado arrullar con nanas, se topó de frente con dos zafiros rabiosos plagados de lágrimas que se reflejaban en los suyos propios. Era evidente que a su hija no le hacía ninguna gracia sentirse tan impotente ante el terror que le causaba la tormenta. Tan lista y tan orgullosa como siempre, pero todavía tan pequeña y tan frágil; con mucho por aprender y tanto por enfrentar.
Cassandra suspiró sin poder evitar que una tibia sonrisa plagada de ternura se apoderase de la expresión de su rostro.
—¿No querías agua? —lanzó la pregunta en tono socarrón, a sabiendas de cuál sería la inmediata respuesta y, en efecto, la tuvo.
Caitlyn dio un resoplido, frunció el ceño y volvió a cubrirse con la ropa de cama hasta más allá de las orejas, dando un violento tirón —todo lo violento que sus pequeñas manitas le permitieron, por supuesto— y la sonrisa de su madre, antes tierna y calmada, se ladeó levemente hacia un lado casi en un gesto jocoso a la par que retador. La conocía más que de sobra. Al fin y al cabo, era como contemplar una versión infante de sí misma y a veces puede que resultase hasta más desafiante en actitud de lo que ella lo había sido en su niñez; sí, más desafiante y más orgullosa, pero también tenaz e inteligente. Aun así, Caitlyn seguía teniendo sus puntos débiles, puntos que Cassandra conocía de sobra.
—Bueno, si no quieres nada más… tendré que volver a…
Todavía no había acabado de pronunciar aquella falsa intención de marcharse cuando una certera mano diminuta, asomando entre las sábanas, ya se había aferrado a la larga falda de su camisón en un intento por retenerla allí más tiempo.
La señora Kiramman arqueó una ceja, mirando de nuevo el bulto de telas por el rabillo del ojo, e hizo amago de levantarse. Pero los dedos de su hija se tensaron aún con más fuerza contra el tejido de su prenda y, por un momento, fue ella la que tuvo miedo de que se hiciese daño apretando tanto.
Colocó su mano sobre la de la niña, torciendo el gesto en una mueca de resignada comprensión y le acarició los nudillos con suavidad tratando de reconfortarla. Lo cierto es que por nada del mundo quería verla así.
—Tranquila. Estoy aquí —murmuró al notar que el bulto de mantas comenzaba a temblar de nuevo—. No me voy, no me voy —repitió mientras se dedicaba a acariciar cada uno de sus pequeños deditos, destensándolos con asombroso disimulo.
Finalmente, Caitlyn retiró parcialmente la ropa de cama y volvió a asomarse, con el pelo enmarañado y sorbiendo por la nariz. Su rostro era una oda al llanto y los infinitos mocos de parvulario.
Cassandra torció el gesto, simulando una breve mueca de asco.
—Oh, por favor. ¿Pero qué es esto? —Lanzó la pregunta al aire al tiempo en que se llevaba una mano al lateral derecho de su camisón, a la altura del pecho, y sacaba un pañuelo de tela limpio que solía llevar enganchado en el tirante del sostén cuando se iba a dormir—. ¿Tanto quieres un rifle propio que has decidido echarlo por la nariz? —sermoneó la irónica bromista mientras limpiaba a su pequeña.
La expresión en el rostro de Caitlyn fue el perfecto reflejo del anterior gesto de su madre y la siempre firme señora Kiramman tuvo la impresión de que su orgulloso corazón se henchía con la gratitud de poder compartir momentos así con su pequeña. No eran muchos, pero sí importantes. Los guardaría en su memoria y los atesoraría hasta el final de sus días. Incluso si para su hija no resultaban ser recuerdos claves entre ellas dos, para Cassandra lo serían; el crecimiento y la madurez de un hijo debían serlo.
Sabiendo que "su Caity" no estaba dispuesta a reconocer el verdadero motivo del reclamo nocturno plagado de llanto, retiró el pañuelo de su pequeña y arrugada nariz —ahora enrojecida por la llorera—, y presionó su propia frente delicadamente contra la sien de ella. Los ojos de Cait huyeron de los de su madre y se pasó el puño por el mentón en un intento por difuminar el rastro de un par de lágrimas esquivas que hacía poco acababan de escapársele.
Cassandra volvió a sonreír, esta vez con mayor amplitud.
—Me daban miedo las tormentas cuando era pequeña —Hizo una pausa para tomar aire—. Les tenía auténtico pánico —matizó al detectar, por el rabillo del ojo, una discreta mirada de interés por parte de su hija—. Pero dejaré que me guardes el secreto porque sé que a ti no te pasa lo mismo, claro está.
Caitlyn frunció el ceño y tragó saliva en un intento por parecer valiente y reconstruir su orgullosa faceta ante su madre. Si había algo que destacaba en la pequeña, aparte de su tozudez, era su sentido de la protección; sentido que Cassandra conocía más que de sobra.
—¿Por qué? —habló al fin la menudencia hecha carne.
—¿Qué por qué? —La señora Kiramman se fingió confusa, abriendo mucho los ojos y alzando ligeramente el tono de voz—. No lo sé. Todavía no estoy segura.
—Puede… puede que te pareciese… ¿muy grande…? —trastabilló Caitlyn, mirando de reojo la violencia con la que las gotas golpeaban el ventanal de su dormitorio.
—¿Muy grande? ¿Eso crees? —Aprovechó el momento para establecer contacto visual por fin con su pequeña, simulando no haber caído jamás en aquella posibilidad que, de seguro, hablaba más del miedo de Caitlyn que del de cualquier otra persona.
—Sí. —Asintió para reafirmarse en su opinión—. Porque si había truenos y rayos… y relámpagos y… —Agitó brevemente las manitas, tratando de explicarse—. Y tú eras pequeña… pensarías que la tormenta era muy grande.
A Cassandra se le ladeó la sonrisa al escuchar la poco detallada pero elocuente distinción entre truenos, rayos y relámpagos en boca de su diminuto diccionario andante.
—Pues puede ser… sí. Quizás. —Dejó escapar un suspiro, aportándole credibilidad al asunto—. No lo había pensado.
La estaba llevando a su terreno. Caitlyn terminaría proyectando su temor a través de suposiciones, disfrazando su propio miedo de un interés basado en la búsqueda de la verdad. Así era su hija.
Cassandra reparó en el detalle de que la pequeña volvía a mantener la vista fija en los cristales del ventanal. Desde fuera, la tormenta rugía como si de una bestia indómita se tratase. Hacía años que, como adulta, no presenciaba una lluvia torrencial así de violenta. Era totalmente normal que su niña se sintiese cohibida ante la grandilocuencia de dicha nocturna tempestad, autora de las húmedas formas inconclusas cuya existencia plagaba el vidrio a base de viento y gotas aceleradas. Toda aquella potencia natural se mezclaba con imponentes y aterradores juegos de luces y sombras de la misma índole pero que, como haraganes intrusos, jugaban a colarse desde el exterior, atravesando con sus destellos incluso la opacidad de las largas cortinas para acabar proyectando terrores al pie del ventanal.
En un movimiento totalmente inconsciente, la pequeña se acercó a su madre, apegando la mejilla contra su brazo y sujetándose a él con las manos. Estaba claramente agitada y Cassandra podía notar cómo el intento por mantener la firme voluntad de su hija acabaría quebrándose en cuestión de segundos.
—¿Te das cuenta de lo mucho que te pareces a ellas?
La voz de su madre irrumpió en los oídos de Caitlyn y, a pesar de que había hablado en voz baja, el tono tranquilizador con el que se dirigió a ella se alzó por encima del estallido hambriento de truenos y relámpagos que tanto la abrumaban.
—¿A quién? —casi gimoteó y sus ojos buscaron los de Cassandra con cierta desesperación, pero también esperando encontrar una respuesta a aquella pregunta que, a su parecer, parecía estar fuera de contexto.
—Eres como el agua de tormenta —mencionó la aludida con toda la tranquilidad del mundo y una nota de dulzura perdida en su voz que trasmitía excesiva serenidad y convencimiento.
Caitlyn frunció el ceño y parpadeó un par de veces para intentar librarse de las esquivas lágrimas que le emborronaban la visión del rostro de su madre, imagen que era el bálsamo de tranquilidad idóneo para arrullarla aquella noche.
—¿Las gotitas? —preguntó notablemente confusa, torciendo el gesto para sorber por la nariz con disimulo.
—Uhúm. —Asintió—. Exactamente.
—¿Pero por qué? —Requirió, inquisitiva. Y el brillo de sus ojos adquirió un matiz de curiosidad, sustituyendo al del llanto.
Cassandra hizo una pausa en su intervención y le dedicó una sonrisa a su hija. No sabía cómo se tomaría su niña lo que iba a decirle, pero necesitaba expresárselo de la mejor manera posible para que no la malinterpretase y que, por supuesto, no tomase el camino del orgullo herido.
—Porque son tan pequeñas como tú —murmuró al tiempo en que le retiraba un mechón de pelo empapado por las lágrimas que osaba permanecer pegado a su frente—. Míralas, en el cristal. —Alzó la barbilla, señalándole con el gesto el ventanal, instándola a enfrentarse a la imagen de la que llevaba huyendo, al parecer, toda la noche desde que había empezado a llover—. Si la tormenta ha llegado hasta aquí es porque necesita recoger sus gotas.
Las cejas de la pequeña se alzaron y después se contrajeron en un movimiento difícil de descifrar. Estaba pensando, cavilando, atando cabos e intentando que la metáfora dulcificada e eminentemente infantil que acababa de recibir le cuadrase en sus teorías.
-Entonces… ¿es como si llorasen?
Aquella pregunta pilló desprevenida a Cassandra, pero no lo suficiente como para que su rostro lo evidenciase, así que se limitó a asentir de nuevo, manteniendo la sonrisa.
-Es como si llorasen —confirmó su conclusión para ayudarla a sentir mejor y hacerla partícipe de aquel pequeño momento de iluminada inteligencia. Si conseguía desviar su terror a una ocurrencia casual, el trabajo estaba hecho.
Caitlyn le dedicó una sonrisa a su madre por inmediata inercia, convencida totalmente de haber contribuido al entendimiento mutuo de la teoría expuesta. Con aquel gesto, sus dos pequeñas pero prominentes paletas saludaron a su progenitora como cada vez que daba rienda suelta a su entusiasmo; momentos que, para ser sinceros, Cassandra no podía presenciar demasiado debido a las ausencias diarias de su persona. Formar parte del Consejo implicaba sacrificar demasiadas cosas y la más importante de todas ellas era su hija: su crecimiento, su camino hacia la madurez y, sobre todo, su sonrisa.
—¿Y la tormenta es grande, mamá?
—La tormenta es inmensa, cielo.
Caitlyn señaló a Cassandra con la barbilla, al igual que minutos antes había hecho su madre con el ventanal, y la señora Kiramman supo tomar aquel detalle de su gesto como un halago tierno y profundamente verdadero.
—Como tú, mami.
Nada más escuchar aquello, a la imponente consejera por todos conocida, a la estricta señora de la casa, a la altiva e imperturbable Cassandra Kiramman se le derritió el corazón y sus murallas internas; el bastión de guerra que protegía el siempre inalterable baluarte de su alma, se derrumbó de par en par para hacer hueco a dos ojos azules, un ceño fruncido, unas manitas nerviosas y un mohín orgulloso que tanto se había acostumbrado a amar.
Por una vez en la vida, y sin pensárselo demasiado, se inclinó hacia el rostro de su hija —de su pequeña Caity— para depositar un beso sobre su sien y otro sobre su nariz, atrayéndola contra su propio cuerpo sin sacarla de entre la calidez de las que habían sido sus sábanas protectoras a prueba de monstruos traídos por la tormenta.
A Caitlyn se le escapó una delatadora risilla entusiasmada mientras recibía los inusuales mimos por los que tanto había rogado al principio de la noche. De repente, se irguió y tomando entre sus dedos un extremo de tela suelto del camisón de Cassandra que descansaba sobre el colchón, requirió la atención de su portadora con una sola mirada y un par de tirones.
-¿Y las gotitas de agua usan los truenos para llamar a su madre? —soltó la pregunta sin miramiento alguno, exponiendo una nueva teoría con la que enriquecer la metáfora intuitivamente.
Las cejas de Cassandra se alzaron a la par tras escuchar la plausible determinación en las palabras de su hija. Tan ocurrente como siempre, pero jamás falta de sentido. Su original, aguda e ingeniosa manera de verlo todo nunca dejaba de sorprenderla.
-Efectivamente —afirmó mientras que su mente ideaba mil y un caminos por los que guiar la conversación para que aquel detalle cobrase sentido dentro de su idea inicial. No quería decepcionarla y, por nada del mundo, negarle la posibilidad de sentirse comprendida—. Algún día tú también lo serás y tendrás que lidiar con todo el peso de las gotitas de agua que quieras proteger. Es una gran responsabilidad.
Caitlyn se mantuvo en silencio durante un par de segundos, pensativa momentáneamente hasta que volvió a formular una de sus ocurrentes cuestiones:
-¿Cuando yo sea mamá?
Esta vez Cassandra se echó a reír sin poderlo evitar antes de ofrecerle una respuesta absolutamente sincera, reflejo del verdadero deseo que atesoraba para el futuro de su pequeña:
—No, cariño. Tú serás tormenta sin necesidad de nadie más.
Al fin y al cabo, eran como dos gotas de agua.
