La lluvia arreciaba. Con las gotas golpeando los cristales pesadamente cada vez con mayor frecuencia y la inagotable molestia del viento silbando desde el exterior, a Caitlyn le resultaba imposible no sentirse igual de encapotada que el propio cielo de aquella tarde tormentosa en Piltover, coronador de la cúpula cristalina bajo la que se encontraba. Normalmente no le costaba concentrarse para leer, aunque en ciertas ocasiones —ocasiones tan concretas y, por desgracia para sí misma, tan ciertamente indeseables como la que estaba viviendo—, se veía obligada a hinchar el pecho, a pisar el pequeño pero a la vez indiscutible orgullo con el que la habían criado, alzar la vista por encima del libro y murmurar con todo el hastío y la mediocridad más absoluta presente en su voz rota:

—Se me ha olvidado traer agua…

Suspiró tan pesadamente como el ritmo de las impertinentes gotas que recorrían los cristales desde el techo hasta el suelo, marcando sendos caminos de húmeda continuidad desde la cumbre de la cúpula.

Se puso en pie.

Abandonó el libro sobre su asiento y echó a andar.

Un paso.

Golpe de muleta.

Dos pasos.

Un par de golpes de muleta más.

Tres.

Golpes de muleta otra vez.

Y se detuvo.

Contemplando la apacible calma en sus ojos cerrados, colocó una mano sobre las de ella y, cuando el frío tacto del mármol tallado le recorrió las yemas de los dedos como una descarga de heladora realidad, ahogó sus lágrimas ante la tumba de aquella que no volvería a consolarla en las noches de tormenta ni una sola vez más.

Miró de reojo las flores que encabezaban la imitación del lecho que el monumento fúnebre pretendía ser: en la parte trasera de la figura, cuidadosamente colocadas y adornadas con indiscutible delicadeza, los ramos naturales comenzaban a decaer y poco tenían que ver con la viveza del césped de fuera. La situación se le antojó como la irónica metáfora de su propia familia: tan firme y honorable de cara al público, pero tan muerta por dentro ahora que su madre no estaba. Su padre había encargado fabricar aquella tumba al modo de los antiguos nobles. Caitlyn todavía no sabía qué opinar sobre el asunto ni tampoco quería: ¿la decoración resultaba excesivamente ostentosa o elegantemente refinada para ella? Sinceramente, prefería no pensar demasiado en ese asunto y, desde luego, no juzgaría ni discutiría las decisiones de un marido tan dolido que no lograba levantar cabeza ni para dar un comunicado de excelencia ante las ruinas del Consejo. Según Tobías Kiramman, su esposa se merecía todo eso y mucho más, pero aunque Caitlyn estaba totalmente de acuerdo, también era consciente de que una tumba más o menos ornamentada o con sus rasgos tallados a la perfección no conseguiría traerla de nuevo a la vida. Sea como fuere, Cait estaba demasiado rota como para opinar frente a él; tenía cosas más importantes en las que pensar, como por ejemplo en el cuerpo que descansaba bajo aquel mármol tan sumamente pulido.

—Mañana las riego, madre.

Rota. Sí, rota; estaba quebrada por entero, partida en dos, hecha pedazos; con el alma tronchada por la mitad como el tallo de cualquiera de las flores a las que les acababa de negar el agua.

"Madre" pensó para sí misma, en silencio, con el pecho ardiendo de impura y ácida angustia. ¿En qué momento sus "mami" a destiempo cuando la veía entrar por la puerta de entrada volviendo del Consejo al anochecer se habían convertido en un seco y distante "madre"? ¿En qué momento sus "mamá, quiero agua" como excusa en mitad de la noche para no llorar más se habían tornado en un respetuoso pero también frío "madre"? ¿En qué momento aquella mujer a la que había amado con todo su egoísta corazón de única hija deseosa de mimos se había transformado en simplemente una figura materna a la que deliberadamente tratar con la formalidad equidistante que el tono de su voz le otorgaba a la palabra "madre" cuando se refería a ella? Esa palabra le taladraba las sienes de parte a parte en cuanto trataba de dedicarle un rato a reflexionar sobre el tema.

Tragó saliva y apretó con fuerza el mango de la muleta al notar que las manos le temblaban. Se pasaba los días entre congoja y congoja, debatiéndose entre controlar ataques de ansiedad y llantos perpetuos hasta el amanecer; todo ello velado por la apariencia de control que debía mantener frente al mundo en aquellos momentos cruciales para Piltover. La guerra que se avecinaba era más importante que los que ya habían perecido en el inicio de la misma, esos cruciales sacrificios que ya no podían hacer nada para librar al resto de la población de un destino tan cruel como el suyo. Ahora ella, su padre y el resto de dirigentes supervivientes —junto a los altos mandos que se habían unido para formar una coalición de combate— debían tomar el relevo del Consejo y hacerle frente a Zaun con todo lo que tenían.

Pero no se trataba de Zaun, no. Y Caitlyn lo sabía.

—Estoy aquí —le murmuró a la tumba en paralelos recuerdos de una noche de tormenta—. No me voy, no me voy —repitió mientras se dedicaba a acariciar los fríos dedos de la marmórea figura. Pero esta vez, esos ojos que antaño fueron tan parecidos a los suyos no estaban ahí para devolverle la mirada; y el silencioso brillo pétreo de unos párpados cerrados fue lo único que obtuvo como silenciosa respuesta.

En cuestión de segundos, Caitlyn hizo un repaso mental de manera inconsciente por toda su vida; recuerdos que, le costase admitir o no dada la situación, comenzaban en los brazos de su madre. Maldijo para sus adentros los estúpidos últimos años que ahora no tenían sentido alguno, años en los que se había alejado de ella demasiado, durante los que se había permitido marcar una distancia potencialmente abrumadora, años en los que intentaba hacerse valer, demostrarle que estaba más que a su altura y que no se merecía la agobiante sobreprotección con la que el seno familiar la envolvía a cada paso que daba. Durante aquella época, Cait se centró sobre todo en su padre, en afianzar sus lazos con él mucho más de lo que antes había hecho. Cada discusión con su madre evidenciaba la profundidad de una brecha generacional entre ambas dos, pero también sentimental. Cassandra le exigía mucho más de lo necesario, la empujaba contra sus límites de confort, le requería un esfuerzo insano y, en contrario desconcierto para una adolescente Cait, la guardaba como oro en paño frente al mundo y la limitaba en sus acciones sin darse demasiada cuenta. Todos los enfados, todas las riñas, discusiones y choques entre ella y su madre ahora cobraban sentido para la Cait joven adulta que había crecido en el seno de aquella muralla de excesiva protección que eran los muros de su casa y el control de Cassandra. Esos años que le parecían tan indignos, tan sinsentido y tan detestables como nunca antes le habían parecido. Nunca entendió y, por desgracia, como adolescente siempre interpretó la manera severa con la que su madre empezó a tratarla conforme crecía como algo malo. Llegó a pensar que no la quería, que lo único que intentaba era aleccionarla y moldearla a su imagen y semejanza; pero jamás se había parado a pensar en que quizás su madre estaba tratando de protegerla de su propia sobreprotección, de sí misma; quería prepararla para el mundo, pretendía dotarla con las armas suficientes como plantarle cara a Piltover si alguna vez hacía falta y que reconociesen su valor ya no como Kiramman sino como simplemente Caitlyn, que fuese algo más que su apellido. Y ella, como toda cría egoísta incluso cuando ya no lo era, lo había malinterpretado absolutamente todo.

Recordó el momento en que rechazó abiertamente la propuesta de formar parte de la guardia de la casa Talis, esa conveniente propuesta de Jayce que sonó tan falsa como realmente resultó ser. Su madre lo había orquestado todo una vez más y su padre estuvo de acuerdo. Y ahora, pensando en frío, ¿qué no habría dado ella por haber salvado a su madre de la explosión en el Consejo? ¿Qué ingente cantidad de hilos —esos que siempre le reprochaba a Cassandra manejar a sus espaldas— habría movido? ¿Contra cuántos malhechores se habría enfrentado? ¿En qué situaciones se habría enfangado hasta el cuello con tal de evitarle un mal mayor a la gente de Piltover —y por ende a sus padres— incluso después de todos esos años de disputas familiares sobre su propia independencia?

Miró la inmutable expresión del rostro de la tumba y se preguntó, ahora con la madurez suficiente y cosida a golpes por el dolor, "¿qué no habría hecho una madre por su hija?".

Y entonces se dio cuenta de lo mucho que duele comprender lo inútil que es lamentarse por lo perdido cuando no has intentado conservarlo desde el principio.

El repentino rechinar de los goznes en la puerta a su espalda resultó lo suficientemente inquietante como para que Caitlyn alzase el brazo de golpe y llevase —a modo de acto reflejo— la mano al hueco de su espalda donde tantas horas había portado su rifle días atrás, pero no lo encontró.

—Mierda… —siseó entre dientes tras fallar estrepitosamente en el intento de búsqueda y recordó que probablemente todavía seguiría abandonado en cualquier rincón roñoso de aquel antro vende-brebajes de dudosa reputación en Zaun.

Se alejó cojeando como mejor pudo hasta el asiento en el que llevaba apostada gran parte de la tarde —acertadamente situado junto a la puerta de entrada— y se apegó a la pared con la espalda, rogando por que el intruso no comprobase lo que quedaba oculto tras la hoja de la misma cuando consiguiese abrirla. La estaba forzando. Podía escucharlo trastocar la cerradura con lo que parecía el sutil eco metálico de una ganzúa; aunque, todo había que decirlo, se le daba bastante mal.

—¡Ah, joder!

Aquella maldición exclamada a medio camino entre el susurro y la queja al otro lado de la pared consiguió que una de las cejas de Caitlyn se alzase hasta el infinito y más allá.

«No puede ser», pensó. Y lo cierto es que no tuvo tiempo de hacer mucho más antes de que la puerta se abriese de golpe tras una sorda embestida y el torpe sujeto invasor cayese de bruces contra el suelo —no sin el consecuente hombro dolorido que había usado como ariete en una muestra de reveladora e impulsiva fuerza bruta primando sobre la inteligencia—.

—Hostia puta, mi brazo… mi brazo, joder; mi brazo… —refunfuñó esa voz rasgada de la de Zaun, todavía con la boca muy cerca del suelo.

—¿Vi?

—Pastelito… —pronunció el apodo mirándola de reojo, con media cara pegada a las baldosas—. ¿Qué haces ahí?

—Eso debería preguntártelo yo.

Pausa dramática y, todo hay que decirlo, bastante inaudita por parte de ambas.

—No, a ver, a ver… quiero decir… ahí, detrás de la puerta, ¿sabes? Es que te he visto antes y… bueno —intentó explicarse mientras se levantaba sin molestarse en sacudirse la ropa. Estaba empapada por la lluvia, pero algún que otro costroso parche de barro hacía los honores de adornar sus pantalones y aquella chaqueta roja que había robado el primer día que bajó a Zaun con Cait tras su liberación.

—Violet, ¿qué haces aquí?

La pronunciación expresa de su nombre en la voz de Caitlyn con un tono tan extremadamente cortante le encogió el corazón. No se esperaba notarla tan fría, aunque tampoco es que supiera realmente qué le depararía la actitud de su compañera dada la complicada situación.

—Quería verte.

Y el de Cait, tan roto durante días, se recompuso momentáneamente para hacerse añicos nada más escuchar la respuesta de su compañera. No contestó. Se limitó a bajar la mirada y apartarla de Vi con las palabras atoradas al fondo de la garganta. Ni siquiera había caído en el detalle de ayudarla a levantarse antes. Por fin pudo ordenar limitadamente sus pensamientos, lo suficiente como para avanzar un par de pasos hacia el pesado portón y empujarlo hasta que se cerró a su espalda. Debía asegurarse de que la presencia de la Zaunita no levantaba sospechas en la guardia que merodeaba la zona exterior del edificio de la cúpula o —en el mejor de los casos— la echarían a patadas.

—¿Cómo has entrado?

Vi suspiró ante la inquisitiva pregunta. Por un momento tuvo la sensación de que la estaba entrevistando autoritariamente en lugar de simplemente preguntándole. Por un momento —sí, un frío y desgraciado momento—, tuvo la sensación de que el uniforme de Cait pesaba más que el alma de la dulce muchacha con la que había compartido tantas desventuras hacía días.

—¿Me vas a interrogar? —sus impresiones hablaron por sí solas y no pudo evitar que el matiz respondón de su voz sonase impertinente de más.

—Estoy fuera de servicio.

Cait se alejó de la puerta —y también de Vi— sirviéndose de la sujeción de su muleta, pero el intento por demostrar la firmeza de su paso con una pierna que todavía no se curaba le salió penosamente mal y acabó dejándose caer sobre la silla donde tantas horas había pasado sentada —no sin antes retirar el libro que todavía descansaba sobre el asiento en un sagaz acto reflejo—.

—¿Y tu uniforme…? —Vi la contempló de arriba abajo, señalándole con la mirada lo que sus palabras no terminaron de evidenciar: iba vestida de guardia.

—Simple costumbre.

—Qué va —la contradijo sin pensárselo dos veces.

Caitlyn, quien se había afanado por abrir su libro de nuevo y fingir distracción con la lectura, alzó la vista sin molestarse en apartar el mechón de pelo oscuro que le cubría parcialmente un lateral del rostro. Un silencioso pero fiero gesto que Vi supo interpretar perfectamente como mecanismo de alerta.

A la Zaunita se le hizo un nudo en la garganta y se metió las manos en los bolsillos simulando dejadez para ocultar el escalofrío que acababa de recorrerle la espalda por entero. Tuvo que carraspear con cierto disimulo irónicamente poco disimulado para ser capaz de articular palabra alguna tras sentirse gravemente acuchillada por aquella mirada de hielo que, días atrás, le había parecido un verdadero bálsamo sanador donde sumergirse hasta calmar su propia amargura: como el agua, así eran sus ojos y así lo habían sido siempre para Vi desde el primer momento en que la joven de Piltover supo ver a través de ella, a través de su capa de óxido y el escudo de aceite rancio con el que había enclaustrado su alma para dejar de sentir dolor en aquella cárcel con olor a pescado podrido.

—Seguro que tienes ropa más cómoda y… —empezó de nuevo, intentando relajar el tono de la conversación.

—No me conoces.

La manera en la que Caitlyn había cortado su intervención, sin miramiento alguno, sin atisbo general de remordimiento en la ahora casi imperceptible luz de esos ojos que seguían taladrándola, consiguió hacerla sentir completamente vulnerable. Vi solo pretendía guiar la conversación de manera inocente y conseguir que dejase de pensar en lo terrible que era el mundo tan solo por un par de segundos, pero era evidente que esa capacidad para desplazar lo malo que tantas veces había funcionado con Powder no servía en absoluto con la muchacha a la que su hermana había herido en lo más profundo de su ser.

Vi movió los dedos dentro de los bolsillos de su chaqueta y bajó la mirada, huyendo de los ojos de Cait. Atisbó por el rabillo de los mismos cómo su añorada compañera volvía a centrar la vista en las páginas del libro que le descansaba en el regazo.

Silencio.

Silencio solemne, monumental.

Pesado silencio entre ellas y un trueno quebrando el cielo de la tarde para evocar a la perfección la brecha que mediaba justo en medio de ambas.

Se alejó de ella sin decir nada, tan solo caminó arrastrando los pies —como tantas otras veces Cait le había visto hacer—, entre dolida y derrotada o puede que entremezclando ambos sentimientos en una masa difícil de tragar hasta para esa niña Zaunita que había pasado por tanto y cuyas vivencias existenciales le habían hecho madurar de golpe. Vi Avanzó hasta el elegante monumento funerario bajo la nuevamente atenta mirada de ese conocido par de ojos azules que sentía clavados en su nuca.

Cuando alcanzó las inmediaciones de la tumba, apenas tuvo el valor necesario para levantar la vista desde las marmóreas manos hasta el rostro tallado de aquella mujer que le había otorgado un voto de confianza para hablar ante el Consejo sin siquiera conocerla. La únicas referencias que la madre de Cait había tenido de Vi eran la breve explicación que su propia hija le había dado nada más llegar y la imagen de ambas irrumpiendo en la alcoba de su niña envueltas en suciedad, harapos, pólvora y heridas. A pesar de todo, creyó en su hija y creyó en ella por extensión tanto como para permitirles exponer la verdad de Zaun y de Silco ante la totalidad de un mundo ciego representado eminentemente por Piltover. Le debía tanto y le había devuelto tan poco… concretamente nada; lo menos que podía hacer era proteger lo que más quería.

Le dedicó una mirada por encima del hombro a Caitlyn y, para su sorpresa, se topó con un semblante estupefacto que la observaba con atención desde la lejanía, expectante, probablemente sin saber qué esperar de todo aquello.

Vi giró el rostro una vez más, de nuevo hacia la tumba, sintiéndose capaz esta vez de contemplar el semblante que tan parecido era al de la muchacha de la que se estaba enamorando. Sí, porque aunque odiaba admitirlo, esa era la realidad.

«No lo haré mejor que tú, pero voy a cuidártela», pensó no solo para sí misma, sino también en secreta confesión con la difunta consejera. Vi frunció el ceño y apretó los puños aferrando con fuerza el contenido de uno de sus bolsillos.

—Lo prometo —añadió, esta vez dejando escapar un suave murmullo de entre sus labios justo antes de extraer por completo de su chaqueta aquello que tanto se había afanado por no fastidiar en el horrible trayecto desde Zaun hasta Piltover.

Caitlyn se sacudió ligeramente en el asiento sin poderlo remediar, inevitablemente nerviosa al detectar el movimiento de las manos ajenas en la distancia, confusa, prácticamente aturdida por lo que estaba viviendo; fue entonces cuando sus ojos atisbaron lo que parecía un destartalado y diminuto ramo de flores medio alicaídas asomando del bolsillo ya prácticamente descosido de la chaqueta de Vi justo antes de que la susodicha lo depositase sobre la tumba de su madre, encima de sus manos.

Ahogó un sordo jadeo de angustia y bajó la cabeza para clavar su mirada en el libro una vez más al notar que las comisuras de la boca comenzaban a temblarle en un gesto que precedía al siempre traicionero y delatador llanto.

Un par de lágrimas atrevidas se deslizaron pómulo abajo hasta acabar estrellándose y diluyéndose —tan lánguidas y poco vívidas como su alma— sobre la página acartonada del viejo libro de cuentos con el que, durante tantos años de protegida infancia, Cassandra había logrado entretener a su pequeña Caity los días festivos en los que el Consejo le concedía libre permiso de descanso.

Vi se apartó de la tumba cabizbaja. Haciendo ademán de girarse para darle la espalda al monumento y acercarse a la que había sido su compañera en los bajos fondos de Zaun, supo interpretar perfectamente —incluso con tanta distancia de por medio— los leves estremecimientos de su cuerpo y la crispada curva de sus hombros. Caitlyn estaba llorando. Cero dudas. Suspiró, se sacudió levemente las manos antes de relegarlas de nuevo a la profundidad de sus bolsillos —uno de ellos, en el que había portado el improvisado ramito, todavía manchado con el verdín que habían segregado los tallos de las flores recién arrancadas de los jardines más próximos a Piltover— y caminó hacia ella sintiendo la tenaza de la angustia presionar el centro de su garganta. No sabía cómo abordar aquel encuentro, todavía no había sido capaz de mantener una conversación mínimamente sosegada y normal con ella.

Cait no levantó ni un ápice la mirada cuando las embarradas y reconocibles botas de Vi se plantaron frente a sus propios pies, asomando por encima de la línea de las páginas del libro en su visión superpuesta. Sorbió por la nariz con elegante disimulo —o eso intentó— y se retiró del rostro el húmedo rastro de las lágrimas con el nudillo del dedo índice. Sus gestos se habían vuelto más protocolarios de lo normal. Intentaba marcar distancia inútilmente con aquella actitud de recta disciplina y modales de señorita que, desde luego, para Vi no venían a cuento en absoluto.

—Eran para ti, ¿sabes? —intervino la zaunita—. Pero creo que dejándoselas a ella me he adelantado a lo que habrías hecho tú —le explicó mirándola desde su altura. Un sentimiento de profunda tristeza reflejado el azul grisáceo de sus ojos y una sombra de inevitable culpabilidad en el corazón.

—¿Me traes flores de muerto? —respondió una angustiada Caitlyn que todavía no era capaz de alzar siquiera un palmo la vista. Sabía que, de toparse con Vi frente a frente, todos y cada uno de los muros de su coraza se desplomarían en cuestión de segundos y, quizás por eso, recurrió a una manera tan sesgadamente grosera de contestarle.

Vi apretó los dientes y frunció el ceño. Resopló a la par que desviaba la mirada para, finalmente, dejar escapar un hondo suspiro dolido. Estaba reprimiendo su rabia, su dolor. Sabía que Cait tenía derecho a adolecerse, pero se sentía inevitablemente señalada por sus cortantes intervenciones y excesiva frialdad. Se preguntó si alguna vez sería capaz de volver a mirarla a los ojos sin sentirse realmente culpable por todo aquello.

—Son como las que le llevo a mi madre.

En aquel momento, justo en aquel preciso momento, la resentida rabia de Caitlyn saltó por los aires como una bomba de cristal, atravesándole de parte a parte al pecho justo al recordar que su actual sufrimiento no era una novedad para Vi. Esa Vi que había perdido a sus padres a la vez, que había presenciado la decadencia de su ciudad, de su familia y también de su hermana; esa Vi a la que ya no le quedaba nada salvo sus propios puños para pelear. Aquel pensamiento le hizo sentirse el ser más inhumano del mundo y no le faltaba razón.

—Están un poco pachuchas… por el bolsillo —añadió la zaunita decidiendo arriesgarse a mantener una conversación—, pero son las únicas flores que sé dónde encontrar.

Dejó escapar un suspiro cargado de resignación y se apoyó con la espalda contra la pared. Permaneció de pie justo al lado de Caitlyn —quien todavía permanecía sentada y silente por defecto después de aquel fallo dialéctico de hacía un par de minutos—, sacó las manos de los bolsillos y se cruzó de brazos mirando al infinito.

—Violetas —dejó caer.

Cait alzó el mentón de golpe y giró el rostro hacia ella para mirarla nada más escuchar aquello. Asumía que Vi odiaba su nombre, por eso escucharla pronunciar el origen del mismo le pareció remotamente inusual. Una sonrisilla de suficiencia pero impregnada de la más sincera ternura se dibujó en los labios de la de Zaun nada más establecer el tan deseado contacto visual con su compañera de una vez.

—Son sus preferidas —le explicó, aprovechando que tenía la oportunidad para continuar con aquel atisbo de conversación y que Cait parecía algo menos reticente a ello—. Las compraba casi todas las semanas —su sonrisa se ensanchó sin poderlo evitar—. Cuando podíamos permitírnoslo, claro.

Vi hizo una pausa para tomar aire y echó la cabeza hacia atrás hasta toparse contra la pared con un suave e indoloro golpe. Caitlyn la contempló desde su silla en absoluto silencio. Era consciente de los ingentes esfuerzos de Vi por intentar sacarle conversación, pero tuvo la impresión de que aquella muchacha que seguía allí plantada a pesar de sus continuos rechazos estaba más que derrotada.

A Cait la removió por dentro el caer en la cuenta de que Vi había hablado primeramente en presente de su madre, la mención explícita de aquel "son sus preferidas" en lugar de "eran" la dejó reflexionando momentáneamente sobre si a ella le pasaría lo mismo, sobre si esa era una manera inconsciente de aferrarse a la sombra de una persona, a una presencia que continúas sintiendo contigo a pesar de no estar ya; y tuvo miedo, por un momento tuvo miedo real de estancarse y de no ser tan fuerte como Vi, de no caer en esa opción de agarrarse a un clavo ardiendo para mantenerse en pie y reconocerse incapaz de superar la pérdida de su madre.

—Por eso yo seguí llevándoselas hasta que… —no hizo falta matización alguna, Caitlyn sabía perfectamente que se refería a su tumba y no a su madre de por sí—. Bueno... ya sabes, la cárcel y tal. No era fácil recoger flores desde detrás de los barrotes –trató de bromear o, al menos, añadir un matiz socarrón a su comentario para que no doliese tanto pensarlo—. Pero no, no son flores de muerto si eso es lo que te preocupa. —Dejó escapar una suave risilla a pesar de que el contexto no se prestaba demasiado a la sonrisa.

Un silencio sepulcral se adueñó del lugar, recayendo con su habitual y plomiza incomodidad sobre ambas muchachas. Cait, rota por dentro, quebrada hasta el fondo de su alma lidió con una última mota de su estúpido orgullo y se arrepintió de haberle dirigido la palabra a Vi con aquel tono tan impertinente antes de escuchar su explicación.

—Lo siento —murmuró volviendo a huir de sus ojos, avergonzada y nuevamente cabizbaja.

—No lo sientas —se apresuró a contestar su compañera sin darle siquiera tiempo para lamentarse más por lo sucedido—. A partir de ahora tendrás que aguantar muchas memeces sin sentido de todos los que te rodean, así que… la que lo siente por ti… realmente soy yo.

—¿Eh? —Caitlyn la miró de reojo, frunciendo el ceño en denotada muestra de confusión—. ¿Cómo dices?

Con la espalda todavía pegada al mármol y sirviéndose de aquel apoyo para disimular el verdadero temblor de rodillas que la sacudía desde que había cruzado el portón, Vi se dejó caer pared abajo hasta acabar sentada en el suelo con un golpe sordo. El suspiro que acompañó aquel gesto hizo evidente la dejadez de su actitud en ciertas situaciones. Caitlyn no sabía si amaba esos detalles tan diferentes a las estrictas maneras protocolarias siempre fijadas en la alta sociedad de la que procedía o si los aborrecía por inercia, educación o simple costumbre. Fuera como fuese, Vi seguía removiendo en ella algo distinto, algo primigenio y casi visceral: un sentimiento desprovisto de toda lógica y razón que amenazaba con hacer saltar los goznes de su muralla interna, esa con la que había crecido, madurado y que ahora se tambaleaba sin la figura de su madre para reparar las grietas del andamiaje original.

—Te van a decir que estás rota. —Hizo una pausa, frunciendo los labios—. Lo vas a llegar a pensar sobre ti misma. —Tomó una bocanada de aire justo antes de rascarse la nariz con medio puño—. Y te lo vas a creer. —Se encogió de hombros sorbiendo por la nariz—. Es lo más fácil.

Caitlyn se removió en su asiento apretando con fuerza los bordes de la portada del libro entre sus dedos. Vi conseguía llevarla de un extremo a otro en cuestión de segundos.

—No me conoces —pronunció la del Piltover con un tono de voz que volvía a ser tan afilado como al inicio de la conversación.

—Tienes razón —admitió su compañera no sin cierta pesadumbre—. No te conozco. —Vi volvió a detener su intervención al tiempo en que alzaba el rostro lo suficiente como mirar a los ojos a la muchacha por la que su pecho latía desbocado incluso en un momento tan doloroso como aquel—. Pero me gustaría conocerte —añadió dedicándole una sincera media sonrisa.

A Caitlyn le pareció que el matiz sinvergüenza que siempre teñía cada gesto o cambio facial en el rostro de Vi cuando hablaban se deshacía en la profundidad del adorable hoyuelo que acababa de marcársele en la mejilla. Podría haberse tomado ese comentario como una ofensa a la situación, a sí misma o incluso a la memoria de su madre, pero en cambio, pudo entender a la perfección que aquella descarada zaunita estaba hablando en serio. Quería conocerla, sí; quería conocerla más y aprender cada uno de sus defectos y virtudes; quería saber más de ella, de su vida, de su modo de entender la sociedad y el mundo; quería comprender cada una de sus cicatrices, de su pasado, de su dolor y de sus bondades; quería darle una oportunidad a alguien que le habían vendido como diferente e inapropiado pero que había resultado ser su verdadera salvación en un universo plagado de indiferencia, tratos viles y juegos de máscaras elegidos siempre al gusto del que paga más Y, sin darse cuenta, Cait acababa de dedicar aquella última reflexión a enumerar todas y cada una de las páginas escondidas de su compañera que ella misma quería desplegar en lugar de pensar en lo que Vi deseaba conocer de ella.

Sacudió levemente la cabeza, sintiéndose saboteada en su fuero interno y tragó saliva sin saber muy bien cómo redirigir la conversación, contestar o simplemente hacerle frente a la atrevida pero dulce sonrisa que acababa de hacer que su mundo entero se echase a temblar en cuestión de segundos.

Silencio de nuevo.

Silencio para ambas.

Silencio para el mundo entero.

Pero al fin y al cabo, igualmente, silencio.

Silencio hasta que Vi fue capaz de volver a hablar, no sabiendo exactamente muy bien cómo podría tomarse Cait lo que estaba a punto de comentarle.

—Siento mucho no haber venido antes… a verte —trastabilló, casi dudó, pero necesitaba contárselo—. He entrado en Piltover haciéndome pasar por ingeniera y… si estoy aquí creo que ha colado más o menos bien, así que supongo que tenéis que mejorar el entrenamiento de vuestros vigilantes.

Caitlyn giró el rostro hacia ella sin pensárselo dos veces, interviniendo sin miramiento alguno en la conversación con la que tanto le estaba costando avanzar. Esta vez no tuvo dudas antes de alzar la voz.

—¡¿Una ingeniera?!

—Sí, bueno, una ingeniera un poco sucia. ¡¿Qué querías que hiciera?!

—¿Una ingeniera roñosa? —Alzó medio labio en un gesto de fingido desprecio —gesto claramente heredado de su madre. Tenía que admitir que, dentro de la desgracia acontecida, imaginar la situación de Vi infiltrándose de esa manera le había hecho gracia.

—Ha sido lo primero que se me ha ocurrido y estaban pasando algunos con pintas de mecánicos cutres comidos de mierda hasta las rodillas con la lluvia, así que pegaba.

—Vi… —Caitlyn dejó escapar un suspiro. Con él casi pareció exhalar el alma del cuerpo—. Los guardias podrían haberte masacrado dos pasos más adelante.

—¿Y qué? —se apresuró a contestar la zaunita en un alarde de lo que Cait consideraba su característico "valiente pero inútil pasotismo", como siempre—. El caso es que ha funcionado y aquí estoy.

La de Piltover se llevó un par de dedos a la sien y negó con la cabeza en un gesto automático.

—¡No me resoples! —se quejó Vi nada más ver su reacción—. Tampoco ha sido tan mala idea. Además, estaban más centrados en olerse el culo los unos a los otros que en vigilar si se colaba alguien, en serio.

—¿Con olerse el culo te refieres a revisar la mercancía que recibimos diariamente en la zona comercial?

—Pues puede.

—Ahám. Entiendo.

—Sí.

—Estupendo.

—Gracias.

Silencio una vez más.

Silencio para ambas.

Silencio para el mundo entero.

Pero al fin y al cabo, inevitablemente, el silencio volvía a aparecer.

Miradas perdidas al fondo de la estancia y gargantas atoradas sin saber muy bien qué decir. La tarde les pesaba como una losa sobre los hombros y el rítmico sonido de la incansable lluvia golpeando violentamente contra el techo de la cúpula no ayudaba a hacerlas sentir cómodas en ningún tipo de sentido. Justo cuando tenían la impresión de que un par de comentarios las acercaban, sus acertadas respuestas en consecuencia terminaban alejándolas de una forma u otra.

¿Agua? Aceite.

¿Aceite? Agua.

Y sal en las heridas mientras seguían necesitando el dolor de lo imposible, de lo suyo, de ellas dos; de la irremediablemente desastrosa mezcla en la que se habían convertido sus vidas tras conocerse.

—Mi madre era como la tormenta —empezó Caitlyn a medio murmullo, alzando la vista al techo de cristal para contemplar el recorrido de la cortina de lluvia a lo largo de los cristales: desde el extremo más alto hasta estrellarse en el suelo para finalizar un elegante descenso que contrastaba irónicamente con la fuerza del agua al caer sobre el mismo.

Vi la contempló con atención desde su baja posición, guardando ese incómodo silencio que, cuando se trataba de escuchar a Cait, se convertía en el elemento más preciado que pudiese coexistir con aquella piltie tan supuestamente estirada en apariencia pero que tanto le gustaba.

—Ella era… —continuó aunque tuvo que detenerse un momento para encontrar un término adecuado—. Era extraordinaria.

Vi sonrió con amplitud a modo de respuesta. No quería interrumpirla.

—Y yo una egoísta.

—¿Qué? ¡No! ¿Por qué? —exclamó la zaunita removiéndose en su lugar sin poderlo evitar.

En un gesto inconsciente, Vi apoyó la mano sobre el muslo de su compañera, pero Caitlyn ni siquiera reparó en el detalle; estaba demasiado centrada en pasear la yema de los dedos por las rugosas páginas del libro de cuentos, como si con ello pudiese invocar algún tipo de magia antigua que le devolviese a su madre, realizar uno de esos hechizos maravillosos de los que tanto se hablaban en las historias que Cassandra le había leído cuando era pequeña y que solían lograr auténticos milagros en los relatos para niños que casi siempre necesitaban su final feliz.

—No me di… cuenta. —Apretó los dientes al notar su voz quebrarse antes siquiera de asomarse por completo a su garganta—. N-Nunca pensé que podría echar tanto de menos… —Era incapaz de seguir hablando. Los dedos le temblaron entre las páginas y optó por cerrar el libro para evitar dañar su interior tanto como ya lo estaba el suyo propio.

Vi sintió arder dentro de sí las ganas de abrazarla con todas sus fuerzas, pero la Caitlyn que tenía justo al lado parecía de cristal; era como observar una imponente estatua hecha de hielo en apariencia, pero que estaba a punto de hacerse trizas en mil esquirlas si un mínimo roce de calor humano se atrevía a perturbar el dominio de su propio ser. Tras permitirse varios segundos de duda, optó por apartar el centro de la culpabilidad en la conversación hacia otros menesteres que esquivasen esa absurda manía que parecía haber desarrollado la de Piltover con hacerse sangre una y otra vez.

—Hay… hay un nudo en la garganta cuando tienes que dar una mala noticia. Se te pone así o es que aparece, no lo sé —se corrigió a pesar de que sabía que se estaba explicando fatal—. Tampoco es que te dé mucho a tiempo a pensarlo, pero lo sientes.

Los ojos de Cait, que ya empezaban a lagrimear, se desviaron hacia la mirada de una Vi que, en ese preciso instante, se mantenía absorta contemplando el techo de la cúpula tal y como minutos antes le había pasado a ella.

—Tu madre fue la única persona de Piltover que consiguió ayudarme a deshacer ese nudo antes de hablar con la panda de estirados y contarles lo que había —comentó llevándose una mano al centro de la garganta, rodeando la zona de la nuez casi como si pudiese librarse de la sombra de una soga enredada en torno a su cuello—. Aparte de ti, claro —matizó volviendo a mirarla parar dedicarle una pequeña y socarrona sonrisa esquiva.

El azul nublado en los ojos de Caitlyn recobró un breve atisbo de su brillo habitual tras escuchar aquella apreciación y Vi tuvo la sensación de que aquella estatua de hielo se derretía por el calor humano esta vez, pero no estallaba hecha trizas por el indolente toque de alguien que le mostraba la dura realidad.

—Nos dio una oportunidad ante el Consejo —logró pronunciar Cait después de aclararse la voz con cierto disimulo y de pestañear un par de veces seguidas para evitar que las lágrimas hicieran estragos en su bien ensayada fachada contenida.

—Sí. —Vi estiró una pierna sobre el suelo y encogió la rodilla restante para apoyar el codo sobre la misma—. Se portó como una señora.

—Era una señora —Cait enfatizó el verbo.

—Tienes razón.

No hubo silencio esta vez.

Una risa.

Una única risa para ambas.

Una suave risa para el mundo entero.

Al fin y al cabo, dos risas distintas pero entrelazadas en un mismo latido de corazón, en un solo deseo compartido, en dos almas anhelantes la una de la otra.

La risa era el silencio de su amor.

—Creo que mi madre notó algo —intervino Caitlyn con seriedad pero algo más tranquila tras dejar escapar un largo suspiro al recobrar el breve aliento que había perdido en el risueño momento—. Se dio cuenta.

Vi alzó una ceja, confusa.

—¿A qué te refieres?

—No te habría dejado intervenir en la reunión de no ser por mí.

—Vaaaaya. —Sacudió la cabeza con cierto desdén fingido—. Muchas gracias, pastelito. Eso me tranquiliza much-

—Hablo en serio —la cortó para, precisamente, poder explicarle su razonamiento—. Mi madre nunca ha sido tan permisiva con…

—Con los de abajo, ¿no? —completó Vi.

Caitlyn asintió, desviando la mirada avergonzada al tener que admitir aquello. No podía evitar sentirse horriblemente mal tras descubrir cómo vivía la gente en Zaun y la imagen perturbada que Piltover proyectaba de ellos, como si todos fuesen delincuentes y maleantes, no personas forzadas a subsistir de la única forma que la aristocracia y los pocos ventajosos tratos económicos de los de arriba les permitían.

—Me lo imaginaba —volvió a hablar la zaunita antes de que Cait tuviera que continuar. Prefería ahorrarle el mal trago—. No te preocupes, estoy acostumbrada. —Se frotó la nuca con la mano en un gesto despreocupado—. Por eso lo de tu madre fue especial. Le estaré eternamente agradecida. —Dedicó una fugaz mirada a la marmórea tumba antes de volver a hablar—. Por eso y por dejarme cuidar de ti.

Caitlyn la miró de reojo. Sus cejas se curvaron en un extraño gesto de confusión. Entendía perfectamente la primera línea de pensamiento de Vi: Cassandra, al fin y al cabo, le había cedido la palabra ante el Consejo y había intervenido para que la que habría sido considerada un simple despojo carne de prisión levantase la voz y se hiciese oír frente a las personalidades más importantes de Piltover. Había sido un antes y un después; pero… ¿lo otro?

—Oh, vamos. —La habitual media sonrisa de Vi volvió a asomar a sus labios con descaro—. ¿Vas a intentar convencerme de que tu madre bajó el cañón del rifle cuando nos vio entrar a tu habitación por amor al arte?

—Ohm. —Caitlyn le devolvió la sonrisa de manera fugaz y se retiró un mechón de pelo tras la oreja, ligeramente azorada ante aquel comentario—. Quizás mi padre ayudó en esa parte…

—En ese caso le doy las gracias a los dos. Aunque más a tu madre, que conste —puntualizó Vi, dedicando una breve inclinación de cabeza a la tumba en señal de respeto que no casaba para nada con su postura: medio despatarrada en el suelo—. Pero sí, puede que tengas razón y notase… algo.

Algo.

Y silencio.

Volvía a aparecer el silencio.

Silencio para sus corazones.

Silencio para sus almas.

Pero al fin y al cabo, como no podía ser de otra manera, el corazón hablaba sin cesar; hablaba a base de silencio una vez más.

Vi bajó la mirada visiblemente abochornada, ridículamente roja como un tomate, y se centró en contemplar las vendas sucias de sus nudillos, esas mismas que se había salpicado de barro tras colarse a la carrera por las instalaciones que protegía la seguridad encargada de vigilar la entrada al recinto familiar de los Kiramman.

Caitlyn, de igual modo, clavó la vista en la portada de su libro de cuentos, intentando no pensar en nada, pero a la vez pensando en todo y mucho más. Podía notar el ritmo de su propio corazón en los extremos de las orejas. Dio gracias a llevar el pelo suelto para que el inoportuno sonrojo no la delatara.

—¿Cuántas horas llevas sentada en esta basura de silla? —Fue Vi la que volvió a hablar primero, enciscada en restarle importancia al asunto y decidida a cambiar de tema—. Joder, parece mentira que tengáis pasta.

Dicho así y teniendo en cuenta que estaba rodeada de un recinto funerario acristalado el triple de amplio —o incluso más— que la taberna de Vander, repleto de mármol en la inmensidad de su suelo y de su contenido, con un portón prácticamente blindado y situado en un recinto ajardinado que serviría para dar cobijo a casi la mitad de su barrio en los bajos fondos… la intervención de Vi resultó ciertamente desafortunada. Digamos que la silla no era precisamente nada que valiese la pena criticar solo porque pareciese más barata.

Caitlyn sacudió la cabeza algo resignada, sin hacerle caso a su comentario. Había captado a la perfección la última nota de nerviosismo en la voz de su compañera, así que ni siquiera necesitó preguntarse por qué narices reaccionaba así ante la situación. Estaba claro que tenían mucho que aclarar todavía.

—He perdido la cuenta —le contestó sin pensar demasiado, tal como lo sintió; y, en realidad, no le estaba mintiendo.

—¿Y piensas quedarte aquí mucho más? ¿Sentada en… la-silla-que-parece-una-mierda-pero-que-seguramente-valga-más-que-toda-la-comida-de-varios-meses-en-Zaun-junta?

Las comisuras de la boca de Caitlyn ejecutaron una discreta curva que acabó en el atisbo de sonrisa más fugaz jamás mostrado. Por suerte, los ojos de Vi lo detectaron a la perfección y no tuvo problema en interpretar su silencio como un "Lo necesito".

—¿Quieres sentarte tú? —le ofreció Cait haciendo amago de coger sus muletas.

—No, no, no. —Vi se negó de inmediato, enfatizando su decisión con un exagerado movimiento de manos—. Ni hablar. No hace falta. Estoy bien como estoy.

—¿Estás segura?

—No he estado más segura de algo en mi vida.

Y sin mayor dilación, la Zaunita dejó escapar un hondo suspiro generado en lo más profundo de su pecho y se acomodó junto a ella de nuevo, removiéndose en el sitio hasta encontrar la posición de asiento que le pareció más adecuada.

Caitlyn suspiró a la par. Vació su tensión interna con aquella delicada liberación de sus pulmones al tiempo en que volvía a abrir el libro de cuentos. Le quedaba toda una noche por velar hasta que le fallasen las fuerzas.

—Me quedaré contigo.

La de Piltover alzó la vista momentáneamente al escuchar el absoluto tono resolutivo en la voz de Vi, quien ahora descansaba con la mejilla apoyada contra su muslo y los ojos cerrados. Por un momento, Caitlyn tuvo la impresión de que aquella a veces impertinente zaunita caradura se trasformaba en un verdadero perrito guardián al cargo de protegerla, tal y como la propia Vi había expresado minutos antes en la conversación. El detalle la enterneció hasta límites insospechados y, antes de poder siquiera sopesar sus propias intenciones, llevó una mano hasta su cabeza para acariciarle el pelo.

—Muchas gracias, Vi.

—No es nada, pastelito.

Al fin y al cabo, eran como el agua y el aceite.