Capítulo 28. Regreso a la acción.

Mama Ida era la alcaldesa de Onaona. Si no una alcaldesa como solía ser en el resto del reino, al menos, por ser la más anciana y sabia del lugar, lo era de forma no verbal. Fue ella quien, cuando Zelda le contó que iban a partir esa misma mañana, le dijo que no podían marcharse, así como así.

– Estás aún débil, muchacha.

– Gracias a sus cuidados y ayuda, estoy de nuevo en forma. Reizar me acompaña, y él es un caballero de Gadia. Me protegerá si yo no puedo. Debemos partir cuanto antes, el rey me espera – Zelda miró hacia las aguas. Estaba aún un poco oscuro, el alba empezaba a romper por el este, y el sol iba saliendo de forma lenta –. Cada día que permanecemos en esta aldea, ponemos en peligro a sus habitantes. Cuanto antes salgamos, mejor para todos.

La anciana no quería dar su brazo a torcer, pero acabó cediendo, sobre todo cuando los pescadores dijeron que habían visto algunos barcos sospechosos y algo en el cielo que parecía una nube de piedra. Le regaló a Zelda las prendas que había usado, y además de unas botas viejas, de uno de los pescadores. Aunque hacía calor, la chica volvía a llevar la cota de mallas y la túnica azul. Las mujeres les dieron pan que hacían sin levadura, bastante salado, trozos de pescado seco en tiras, y frutas, metidas en una bolsa hecha con un resto de red.

– Si llegáramos pronto, podría darle a Link una piña o un plátano. Seguro que no ha comido fruta como esta en su vida – dijo Zelda.

Reizar dijo que no podían llevar tantas cosas, que Saeta era fuerte pero tampoco tanto. Aún así, el pelícaro no se quejó cuando subieron los dos, Zelda delante y Reizar atrás. Se abrazó a la cintura de la chica cuando el pelícaro, tras dar un último grito y aceptar otro pescado, batió las alas y salió disparado hacia el cielo rosado del amanecer.

El viaje fue tranquilo. Descansaban por la noche en cuevas que encontraban en los acantilados, lugares pequeños y limpios, con solo algunas espinas y huesos de animales que habían acabado allí. La piedra de este lugar era blanca, muy pura, casi hacía daño a la vista cuando volaban bajo el implacable sol del mediodía. El aire era templado, y solo se encontraron con alguna tormenta, que les obligó a buscar refugio. Pasaron por el cabo Roden, que era más conocido como "Rabo de cerdo", por ser una espiral. Zelda recordó a Link entusiasmado ante una reedición de los mapas que había tenido en su castillo. Le contó que esa espiral se usaba para celebrar un rito del inicio del verano, pero la aldea que lo celebraba, y las gentes que lo hacían, habían desaparecido tiempo atrás. Toda esa parte de la costa estaba casi inhabitada. Durante un gran terremoto ocurrido siglos atrás, los acantilados se alzaron, el mar inundó la zona con olas gigantescas, y los habitantes huyeron al interior de Hyrule.

– Ya, en Gadia se dice que Hyrule está gafado. "Tierra de cataclismo y desdichas" dice una canción. Hay otra que se canta en las posadas, en la que un chico gadiano se declara a una de Hyrule y esta le advierte de que será pobre e infeliz, porque le contagiará su mala suerte.

– Simpáticos, los gadianos – comentó Zelda. Le gustaba, después de tantos días tumbada y sin hacer nada, volver a sentirse tan viva. Canturreaba canciones de Labrynnia, dejando que el aire templado que venía del mar le agitara sus cortos rizos.

A medida que fueron remontando el río Teban, dejando a sus espaldas la costa, la pareja fue testigo del cambio en el ambiente. Había una zona de lagos y cascadas, conocido como el bosque de los Zonan. Link le dijo que no sabían gran cosa de ellos, pero que había pilares, estatuas y ruinas con formas de pájaro y de extrañas criaturas de grandes orejas, más que la de los hylians. Solo sabían que la sede de su reino había estado en la región de lagos, y se había quedado con ese nombre. Cuando aterrizaban para descansar, la tierra era húmeda, la hierba alta, y se escondían serpientes y arañas grandes como la mano de la chica. A riesgo de dejar un rastro, no tenían más remedio que cortar la hierba, limpiarla de piedras, y rodearla de un líquido repelente de serpientes ("Hay cosas que no cambian, eh" dijo entre risas Zelda, tras recordar que Reizar fabricaba ese repelente con una hierba llamada pis de gato). La noche que más llovió no encontraron ninguna cueva, y tuvieron que dormir apretados junto al cuerpo de Saeta, que usó su ala derecha para taparles un poco. Fueron testigos, una noche de tormenta, como un rayo partió en dos un enorme árbol.

Según el relato de Reizar, el acuerdo que había llegado con Vestes era que en un mes debían intentar llegar a un punto de la cordillera Tamet, donde había un lago con forma de corazón. Si no les encontraba allí, iría a Onaona. Zelda no quería que la orni viajara de nuevo tantos kilómetros, así que apuraban todo lo que podían, llegando incluso a viajar un trecho por la noche. Saeta era obediente, pero el pobre animal se agotaba. Se preguntó si los pelícaros eran como los caballos, que si les forzaban a correr cuando no podían, se morían de repente, como le pasó a Dújar, el caballo de Kafei. Preocupada por él, Zelda hizo un cálculo rápido, y dijo que podían descansar una tarde entera, sin problemas. Reizar también estaba agotado, pero no dijo nada más que le parecía bien.

Habían encontrado una estructura de piedra, que parecía el resto de un templo en ruinas, pero que tenía algo de techado, rodeada de densa vegetación. Dentro, cabían los tres sentados, aunque Saeta tuvo que plegar las alas. Caía otra tormenta eléctrica, y, mientras comían trozos de pescado seco junto con los últimos plátanos, ya marrones, Reizar y Zelda miraban por encima de la pequeña fogata cómo otro rayo impactaba contra una roca, y salían huyendo de allí una bandada de pájaros pequeños de color rosa. Zelda se arrebujó en la capa de lana gris, se apoyó en la pared, y pidió a Reizar que la despertara para su turno. El chico no dijo nada, se ocupaba del fuego. Zelda se inclinó un poco, y Reizar dejó que apoyara la cabeza en su hombro. Con cuidado de no moverse, la escuchó murmurar en sueños. Se le escapó un nombre, y Reizar tuvo que reprimir sus ganas de reírse.

– Vuelves a llamarle – dijo, en voz alta, pensando que Zelda estaba tan dormida que no le escuchaba.

– Sí, lo sé. Le echo de menos. Solía abrazarme cuando dormíamos, y dejaba las ventanas abiertas para que yo no me agobiara – Zelda no se apartó, y hasta enlazó su brazo al de Reizar, buscando su calor.

– Ay, qué pillines… – dijo Reizar, soltando una carcajada –. Puedo imaginarte a ti como una fogosa incorregible, pero a él… Le veía más tradicional, la verdad.

Zelda se incorporó un poco. Estaba colorada, tanto que se le habían borrado las pecas.

– ¿Fogosa qué? No me seas viejo verde, Reizar.

– Si lo acabas de reconocer, y ese es el motivo por el que Saharasala estaba tan pesado con el tema. Los dos estáis ya encamados.

Zelda respondió dándole un golpe en el hombro y apartándose.

– No es asunto tuyo, mercenario cotilla, pero que sepas que los dos somos... Que no hacemos eso que estás diciendo. Solo dormimos juntos, para no tener pesadillas.

La carcajada de Reizar resonó en la pequeña cueva, despertando también a Saeta. Se detuvo al ver que Zelda le miraba con los ojos verdes cargados de odio.

– Cuando ya pienso que eres una mujer, descubro que no, que sois aún niños. Es muy bonito, que seáis tan inocentes. Al menos, tu padre se alegrará, supongo.

– No sé de qué me hablas, mi padre no tiene por qué alegrarse o enfadarse. Soy lo bastante mayor para saber lo que quiero y tengo que hacer. Desde que cruzamos el Mundo Oscuro, no me considero una niña. Nunca me he visto muy infantil, y Link tampoco. Tenemos la edad que tenemos, somos jóvenes, y aún nos queda… – Zelda se quedó callada de repente, tanto que Reizar creyó que había escuchado algo por encima de la tormenta. Él también puso atención, pero excepto la gruesa lluvia y algún trueno alejado, no sabía qué había llamado la atención de la chica. Esta agitó la cabeza y dijo –. Gracias a ti, me he despejado. Voy a tratar de dormir otra vez.

Y se echó sentada, con la cabeza apoyada esta vez en Saeta. Reizar lamentó haber hablado. Echaba de menos la calidez de la chica a su lado. Al menos, por un rato, había podido sentir algo de alivio, como si Tetra estuviera con él. Decidió no molestarla más, y dejar que durmiera, mientras se ocupaba de su turno.

En eso estaba, mirando como la lluvia pasaba de ser unas gruesas gota a una bruma alrededor de ellos, sin truenos ni relámpagos asomando por encima de los altos árboles, cuando esta vez, sí escuchó pisadas. Al principio, tenues, pero luego firmes. Parecían de caballos, al menos unos cuantos. Apagó el fuego echando tierra encima, se acercó a Zelda, le puso la mano en la boca para que no le dijera nada, y, cuando esta abrió los ojos, le señaló al exterior. Zelda asintió, y Reizar se retiró. Vio cómo se echaba la capucha sobre la cabeza, se quedaba agachada, con la mano en la empuñadura de la espada y el Escudo Espejo en la otra mano, mirando hacia el suelo para no reflejar nada. Las altas hierbas que les rodeaban hacían de pantalla, y les permitieron permanecer ocultos. Saeta se había plegado tanto que estaba pegado contra el suelo, bien callado.

Pasaron cuatro centauros. Eran más grandes que los que había visto en el campo de batalla. Uno de ellos, tenía la piel blanca con rayas negras cruzando el lomo, el pecho y el rostro. Lo más raro era esto, precisamente. Zelda estrechó los ojos. Hasta ese momento, ella había visto centauros desde los tiempos que vivió en el Mundo Oscuro. Tenían un rostro humano, bastante desagradable, pero humano, al fin y al cabo. Estos que cabalgaban tenían un morro de bestia y una melena alrededor del mismo. Coronaban sus cabezas unos cuernos grandes y retorcidos. Incluso en la distancia en la que se encontraban, Reizar y Zelda vieron que estaban armados con espadas del tamaño de la chica, y uno de ellos llevaba un arco de color blanco, lo bastante largo y grande como para verlo a distancia.

Pasaron en fila, siguiendo un camino. El último, el que llevaba el arco y cuya piel era roja como la sangre, se giró hacia su dirección. Al mismo tiempo, Zelda y Reizar se pegaron al suelo, y se quedaron quietos. El centauro miró alrededor, sus ojos afilados intentando ver, pero justo en ese momento otro centauro dio un rugido, y al final el rojo siguió el camino. Zelda y Reizar se miraron. Permanecieron en silencio y ocultos un buen rato, atentos a los sonidos del bosque. Volvía a llover con más fuerza que antes, y esto les dio un poco de confianza para hablar en susurros.

– ¿Qué demonios eran? – preguntó Zelda. Reizar se encogió de hombros –. Zant ha encontrado más aliados, maldita sea…

– Es mejor esquivarlos. No sé si puedo con uno, menos con cuatro a la vez.

Zelda miró la empuñadura de la Espada Maestra. No brillaba, pero durante este encuentro, lo había hecho. Suerte que tenía la capa encima, sino los habría delatado.

– Olonk, la chica gorlok que capturé, me dijo algo… Que su pueblo venía de lejos, que alguien les había dicho algo, que habían hecho un pacto, y que por eso estaban aquí – dijo Zelda –. Quizá Zant también ha traído a estos…

– ¿Gorlok? Eso dijo Kandra, cuando nos encontramos, que os habían atacado unos gorloks. No sabía que era eso… ¿Qué hacías tú con uno de ellos?

– La capturé en el lago Hylia, y se me ocurrió que sería interesante saber más. No hablaba bien nuestro idioma, lo único que pronunciaba correctamente era que yo iba a morir – Zelda se mordió el labio –. Los zoras quisieron matarla, pero yo se lo impedí y dejé que se marchara. No sé si fue buena idea – y recordó lo último que había visto en Arkadia, a la chica gorlok cayendo ante los suyos –. Tienes razón, no debemos acercarnos a estas cosas nuevas hasta saber más. Y no creo que podamos capturar uno, así que es mejor seguir el viaje, cuando esté más oscuro. Échate un rato, yo te despierto en una hora, y salimos.

Así hicieron. Era ya noche cerrada, y los dos, recogiendo todo rastro de que ellos habían estado allí, salieron, primero despacio. Estaba oscuro, pero no tanto como para que los dos necesitaran un farol. De todas formas, no habrían podido encenderlo. Debían seguir su camino, a ser posible lo más alto posible. Zelda subió en Saeta, Reizar la imitó, y los dos notaron que el pobre pelícaro temblaba pero se mantuvo en pie.

– Ya no estamos tan lejos del punto de encuentro con Vestes, y entonces será más fácil para él. Vamos – y Zelda le prometió carne de la buena y muchos pescados y manzanas.

Saeta reunió fuerzas, agitó las alas y empezó a ascender, con su velocidad usual. De repente, tanto Zelda como Reizar sintieron un fuerte golpe, algo pesado y rígido les aprisionó, y cayeron a plomo los escasos metros que habían logrado elevarse. El golpe contra el suelo fue duro, solo amortiguado por las altas hierbas. Les estaba rodeando una pesada red de metal. A cada intento de quitársela de encima, Zelda sentía que les cortaba la piel. Saeta gritó de dolor, y se quedó quieto. Reizar cubría a la chica con su cuerpo, intentando que no le hicieran más daño.

Estaban en el centro de un claro. Hacia ellos avanzaban los cuatro extraños centauros, cada uno desde un punto distinto. No solo estaban prisioneros, también rodeados. Zelda apretó los dientes, y tocó la empuñadura de la Espada Maestra. Al hacerlo, escuchó la voz de siempre, la de una mujer que esta vez fue clara.

– Reizar, aparta un poco, y luego vete con Saeta. Dejámelos a mí.

– Ni hablar, pecosa. No podría mirar a Tetra a la cara y decirle que te dejé abandonada con cuatro bestias pardas. Dos para cada uno.

No iba a discutir con él, no en una situación así. Sonrió, le pidió que se apartar un poco para dejarle espacio, y entonces desenvainó. La Espada Maestra soltó un rayo de luz azul, partió la red de metal que les cubría, y la volatizó. Los centauros se detuvieron un poco, sorprendidos, pero uno de ellos apuntó con el arco en dirección a Zelda.

Esta ya no estaba allí. Se había movido por el suelo, rodando, y se levantó de un salto. La flecha que lanzó el centauro se clavó en el sitio donde había estado, a pocos centímetros del ala de Saeta. El pelícaro se puso en pie, y Reizar le dio un golpe en el lomo, como hacía con los caballos para que se alejaran. El animal pareció entenderlo, pero no voló. Trotó lejos del claro, y Reizar vio que lo hacía cojeando.

No había tiempo ahora para preocuparse por el pelícaro, por más que le molestara. El centauro de piel a rayas estaba bajando una pesada hacha en su dirección. A duras penas, Reizar lo esquivó, pero no pudo evitar que le diera con el revés del mango. Notó que le partía la nariz, y vio, a través del velo rojo, que volvía a levantar el filo con la intención de partirle la cabeza en dos.

Se lo impidió una flecha, que se clavó en el rostro de la bestia. En el rato que Reizar había tardado en recibir ese golpe, Zelda había arrebatado el arco de metal blanco al centauro de la piel roja. Se había montado a su grupa y desde allí le había golpeado con la Espada Maestra, arrebatado el arco y disparado con él. Esto dio tiempo a Reizar para moverse. Como la chica, él también trató de encaramarse a la grupa del centauro. Buscó un punto, que todo ser vivo tiene en el cuello, un lugar donde un golpe era fatal. Clavó la espada hasta la empuñadura, y el animal, con un rugido, cayó de rodillas. Zelda había acabado con el blanco, y ahora atacaba al de piel azul. Este lanzó una estocada circular, y entonces fue testigo de cómo la chica daba un salto hacia atrás, haciendo una pirueta, y, como si estuviera hecha de aire, en un parpadeo, atacaba por debajo al centauro. Reizar se incorporó, levantó su escudo y esperó a que el cuarto atacara, pero no lo hizo. Buscó con la mirada, y se encontró que el animal estaba atrapado en algo que se agitaba a sus pies. Lanzaba gritos agónicos, y ante los ojos estupefactos de Reizar, se convirtió en piedra.

Aunque Zelda había logrado que el centauro que quedaba, de piel azul, pusiera una rodilla en la tierra, este rugió, golpeó con su brazo y lanzó a Zelda al otro lado del claro. Reizar corrió hacia este ser, espada en alto, dispuesto a seguir, y enseguida se encontró que la chica seguía a su lado.

– ¡Por abajo! – le gritó, y Reizar entendió. Se agachó, atacó a las patas, mientras que Zelda volvía a saltar. La Espada Maestra brilló de color azul, cuando asestó un tajo vertical. El centauro tembló, se agitó un poco, y al final cayó.

Zelda aterrizó, miró alrededor, y entonces, envainó.

– Tan duros no eran… ¿Estás bien? Te sangra…

– Me ha roto la nariz, pero no te preocupes – Reizar se limpió con la manga de la túnica.

Antes de que le preguntara si ella estaba bien, la chica dio un grito y corrió por el claro. Al otro lado, bajo un árbol, Saeta estaba tendido. Tenía las alas desplegadas, el cuello largo estirado, en una postura extraña para un pájaro. Alrededor de él había sangre. Reizar corrió para llegar, se agachó junto al animal, mientras Zelda le acariciaba la cabeza y trataba de levantarlo.

En la pata, en lo que era el muslo, había una flecha clavada. Era larga, casi como una lanza. Apretó alrededor de la herida, y vio que sangraba mucho. Debía actuar rápido. Ordenó a Zelda que abriera su mochila, que tenía aún antiséptico para tratarle. Zelda obedeció, tan veloz como había sido con los centauros. Reizar le pidió que encendiera un fuego, todo lo rápido que pudiera, y que calentara su espada. Zelda obedeció, con lágrimas en los ojos, mientras Reizar trataba de tranquilizar al pelícaro. Si se movía mucho, acabaría desangrado.

– Con esta lluvia, la madera no prenderá. Dejad que os ayude.

Quien así había hablado, cerca del oído de Reizar, era una niña. El gadiano la miró, sorprendido porque estaba tan cerca, cuando hacía unos segundos estaba solo. Lo más raro era que esta niña entera estaba hecha de color blanco. Blanca su piel, blanco su cabello, blanco y liso su rostro, sin ojos ni boca. Reizar le había dado su espada a Zelda, y se arrepintió al instante, porque estaba demasiado cerca y no tenía con que defenderse.

Pero la sorpresa se la llevó cuando Zelda dejó lo que estaba haciendo.

– Hazlo, por favor – pidió a la niña.

– Lo haré, le curaré, pero antes quiero que me prometas, Heroína de Hyrule, que tendremos ocasión de hablar con el elegido de la sabiduría. ¿Tengo tu palabra?

Reizar iba a gritarle a Zelda que no era necesario, que él podría curar al pelícaro, pero entonces este soltó otro grito lastimero y dejó caer la cabeza. Puso los ojos en blanco y los cerró. Vio a Zelda apretar los dientes y decir en voz alta:

– Tenéis mi palabra de honor: Link hablará contigo sobre ese pacto. Por favor, cúrale…

La niña sonrió. Pidió a Reizar, con solo un gesto, que retirara la flecha. Reizar buscó primero a Zelda, y esta, con el rostro serio e inmutable, asintió. Obedeció al fin, y nada más tirar de la flecha, un chorro de sangre espesa le dio en el rostro. La niña o lo que fuera se agachó a su lado, posó sus dos manitas y enseguida, la sangre dejó de brotar. Toda la que había derramado el pelícaro fue desapareciendo, como si una fuerza la hiciera regresar de nuevo a su cuerpo, igual que si la sorbiera con una pajita. La nariz de Reizar se colocó sola, con un crujido, y las heridas que Zelda y él tenían en el cuerpo por la red se diluyeron. La niña retiró sus manos, limpias. Saeta se agitó, levantó la cabeza, y se puso en pie de un salto.

– Este es el pago por ayudaros hoy a derrotar a los centaleones y salvar a este pájaro: Link V Barnerak, líder de los sabios y rey de Hyrule y Zelda Esparaván, Heroína de Hyrule, se reunirán conmigo en nombre de todas las criaturas. Dentro de 20 lunas, en el lugar conocido el Bosque de los Huesos, cerca de la muralla de Rauru. Venid solos, no quiero ver a los otros sabios o… – miró a Reizar, y este, que había visto a un centauro desaparecer convertido en piedra, sintió tanto terror que no pudo controlar la mandíbula y le castañetearon los dientes –. Desechos como esto.

Y se volatizó, en el aire.

Saeta se acercó a Zelda y le puso la cabeza a una altura suficiente para que la chica le acariciara. Esta obedeció, le dijo que se alegraba de verle igual, y que ahora le daba un trozo de pescado. Reizar se puso en pie. En el claro, había cuerpos de esas cosas que la criatura había llamado centaleones. Desde luego, ahora que se fijaba, tenían la cara de un león, animal que había visto en un circo cuando pisó Salamance por primera vez.

Zelda le observaba, y le preguntó si se encontraba bien.

– No sé… Dímelo tú – respondió Reizar.

– Estoy perfecta, mejor que nunca. El ejercicio me ha venido bien. No he perdido tanto la forma como creía – y la chica sonrió. Se agachó al lado de unos de los centaleones, y le quitó el carcaj que llevaba. Desechó el espadón por pesado –. Debemos continuar…

– No, no hasta que me digas qué acaba de pasar, y cómo es posible que te hayas movido así… Y qué era esa cosa que nos ha ayudado. ¿Es lo que dijo Laruto, algo de una Sombra que quería hacer un pacto?

La respuesta de la labrynnesa fue encogerse de hombros.

– Lo has escuchado todo y lo has visto. No puedo añadir nada más que tenemos 20 días para llegar a Rauru y hablar con Link.

Reizar apretó los puños. No quería tener que gritar, pero todo su cuerpo se lo estaba pidiendo. Contuvo la voz para decir.

– ¿Te das cuenta de que acabas de comprometer a tu rey a una posible emboscada con una criatura maligna? Y solo para salvar la vida de un pájaro…

A lo lejos, retumbó un trueno. La tormenta volvía a amenazarles. Zelda sostuvo la mirada de Reizar, su rostro inmutable, algo pálido aún por la enfermedad, pero con unas marcas de sonrojo.

– Saeta es mi amigo, un aliado, y tenemos un vínculo. No iba a dejar que muriera aquí, así sin más. No vuelvas a llamarle "pájaro" como si su vida fuera menor por ser un animal. Habría hecho lo mismo por ti, o por cualquiera que hubiera conocido hoy mismo.

– Ya. Es lo que hacen los héroes. Pactos para salvar la vida de los demás, no la propia. Pero en su lugar, has puesto a Link en una picota – Reizar se pasó la mano por el rostro, para limpiarse el agua que empezaba a caer –. Pero discutiremos esto cuando lleguemos a Rauru. Ahora mismo, debemos alejarnos de aquí, no hay tiempo.

El resto del viaje, hasta llegar al punto de encuentro de Vestes, ninguno de los dos habló mucho más.