Capítulo 4
Richard Hotchner no solía tener ningún motivo real para darle una paliza a su hijo, o a su mujer, en su defecto; sin embargo, esa tarde cuando llegó a casa, la sangre le hervía. Ni siquiera consiguió calmarse cuando se dio cuenta que Aaron no estaba. Eso todavía lo enfureció más.
Se había encontrado en el pueblo al director del colegio; hacía muchos años habían sido compañeros de juergas, aunque con el paso del tiempo, se habían distanciado. Aún así, cuando se veían, se saludaban con cordialidad. Anthony White le había hablado de la obra de teatro que estaban haciendo para fin de curso, y que debía sentirse orgulloso de Aaron, que iba a participar. Tuvo que disimular y decirle que sí, que lo estaba. Notó cómo la ira fluía por sus venas según se iba acercando a casa. No supo qué le había molestado más: que su hijo fuera a participar en la obra del colegio, o que se lo hubiera ocultado.
Cuando llegó a casa y no encontrar a su hijo, se desquitó con su esposa. Sean estaba en casa de un amigo, y aunque no solía preocuparse mucho por eso, lo agradeció.
Respiró agitadamente mirando a Judy tirada en el suelo de la cocina, encogida sobre si misma y sangrado por la nariz. Se enfureció todavía más cuando ella le confirmó que estaba al tanto de lo que estaba haciendo Aaron, y la golpeó todavía con más fuerza.
Escuchó la puerta de entrada, y a Aaron subir corriendo las escaleras. Un par de minutos después, volvió a bajar corriendo, y lo invadió una gran satisfacción cuando vio en su cara la confusión al sentir su puño estrellarse contra su cara y no saber de dónde venía el golpe.
Siguió golpeándolo mientras le gritaba que era un malnacido por mentirle, y un mariquita por querer que la mitad del pueblo lo viera disfrazado diciendo tonterías. Siguió gritando como si estuviera poseído incluso cuando Aaron consiguió zafarse de él y salir corriendo de casa.
Erin suspiró mientras se sentaba a esperar a que llegara Aaron. Habían pasado dos semanas desde que habían descubierto la cabaña, y ya la habían arreglado lo suficiente para que quedara algo más acogedora. Entre los dos habían colocado las tablas en la pared, con las herramientas del señor Hotchner (que Aaron había cogido mientras su padre trabajaba y había devuelto antes de que se diera cuenta que no estaban); habían barrido y limpiando el suelo; Aaron había llevado un par de colchonetas, que les servían para sentarse y tumbarse y ver las estrellas por el enorme agujero del techo; y ella un par de mantas que le había robado a su madre antes de que las llevara al refugio para los pobres y que utilizarían más de cara al invierno. Era su refugio para perderse y olvidarse de sus miserables vidas durante un rato.
Giró la cabeza cuando escuchó la puerta, pero se levantó rápidamente cuando vio al chico. Tenía un labio partido, que seguía sangrando, y el ojo izquierdo comenzaba a hincharse.
-¡Dios mío, Aaron! ¿Qué te ha pasado? -se acercó a él preocupada.
Soltó la bolsa que llevaba, y que hizo un ruido sordo al chocar contra el suelo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y ella lo abrazó. Al principio se tensó, poco acostumbrado a las muestras de afecto, pero luego rodeó su delgado cuerpo con sus brazos y apoyó la barbilla en su hombro. El olor a vainilla del champú de Erin inundó sus fosas nasales, y lo reconfortó. Se separó un momento después. Se limpió las lágrimas no derramadas y se sentó en la colchoneta.
-Ha sido…-se le secó la garganta. Sería la primera vez que lo diría en voz alta. Podría mentir, pero sabía que Erin guardaría el secreto-. Ha sido mi padre.
-¿Tu padre te ha pegado? -murmuró ella, sorprendida por la confesión.
Él asintió, y antes de que se diera cuenta, se lo estaba contando todo. Al terminar, Erin lloraba en silencio. Ninguno dijo nada durante unos segundos, que se hicieron eternos, hasta que ella cogió la botella de agua que había llevado y un trozo de tela limpia que había allí y comenzó a limpiarle las heridas.
-Gracias -dijo Aaron en voz baja cuando terminó.
Erin volvió a sentarse a su lado y apoyó la cabeza en su hombro.
-En un rato tendrás el ojo muy hinchado. Para eso no tengo nada…
-No te preocupes, estoy acostumbrado. Un poco de maquillaje y no se notará tanto.
-¿Nadie se ha dado cuenta de nada nunca? Quiero decir, en algún momento, alguien…no siempre se puede maquillar todo, y ese ojo no te quedará bien y…no sé -se encogió de hombros.
-Creo que la gente ve lo que quiere ver, y no quiere meterse en problemas. Me invento excusas claro, que ni yo mismo me creo a veces, así que prefieren mirar para otro lado.
-Y a tu padre lo tienen en gran estima en el pueblo…
-Sí -susurró el chico.
Erin pensó que estaban perdidos, los dos. El señor Hotchner trabajaba en la ciudad, pero tenía grandes amigos en el pueblo y ya había ayudado a varias personas en apuros, así que estaba segura que si Aaron o su madre alguna vez dijeran algo, nadie los creería.
Y su padre era el médico del pueblo, conocía a prácticamente todo el mundo, era una persona en la que confiaba mucha gente y pasaba lo mismo que con el señor Hotchner. ¿A quién creería la policía, la gente de la calle si alguna vez ella hablara de lo que su padre le hacía cada noche en su habitación? Ni siquiera estaba segura de que su madre la fuera a creer, mucho menos el resto de la gente.
Se separó de Aaron y sintió una presión en el pecho. Comenzó a tener dificultades para respirar mientras empezaba a llorar.
-¿Erin? -el chico se dio cuenta de que algo no iba bien.
Frotó su espalda mientras le daba indicaciones para respirar. Estaba teniendo un ataque de ansiedad. Al cabo de unos minutos, ya respiraba con normalidad, pero seguía llorando. Aaron la abrazó contra su pecho y se apoyó contra la pared. La dejó llorar, sabía que necesitaba soltar todo lo que la estaba ahogando. Cuando estuviera preparada, esperaba que se lo contara, como él había hecho con ella.
Era la primera vez que habían tenido tanto contacto físico entre ellos desde que se habían conocido, y aunque no le molestaba, no estaba acostumbrado. Tenía quince años y se suponía que debía empezar a preocuparse por eso, comenzar a salir con chicas y esas cosas, pero estaba más preocupado por otras cosas.
Cuando Erin se separó de él, un tanto bruscamente, pensó que a ella le ocurría lo mismo.
-Lo siento -susurró frotándose los ojos hinchados.
-Tranquila. Mira, he traído algo que nos puede ayudar a mantenernos en contacto. Eso si sigue funcionando -bromeó. Se estiró un poco y cogió la bolsa que había llevado.
Sacó un par de walkie talkies, y le pasó uno a ella. Le explicó que Paul y él los usaban para hablar cuando estaban separados, hacía años. Había recordado que los tenía guardados en el armario y que tal vez les podían servir a ellos.
-Voy a salir y comprobamos si siguen funcionando ¿vale? -encendió el de ella, le enseñó cómo funcionaba y salió de la cabaña.
Unos minutos después, volvió a entrar.
-Pues es divertido -dijo Erin sonriendo-. ¿Pero tendrá alcance suficiente para que podamos hablar desde nuestras casas?
-Lo tiene, no te preocupes. Es un modelo sencillo, pero de gran alcance.
Un rato después, cuando la noche parecía engullirlos, caminaban despacio hacia casa.
-¿Estarás bien? -preguntó Erin con tristeza.
-No te preocupes por mí, estoy acostumbrado y sé cómo actuar ahora -intentó tranquilizarla él.
Asintió sin mucho convencimiento, y Aaron le dio un apretón fuerte en la mano. Le recordó que hablarían más tarde con el walkie talkie, y se separaron.
Cuando Aaron divisó a lo lejos su casa, deseó poder correr y huir sin mirar atrás.
Continuará…
