FELINETTE NOVEMBER

- 2023 -


"Siempre fuiste tú"


Capitulo 2: Lindas sonrisas

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Incluso en la adultez, Emma Fathom era terriblemente peculiar.

Lo sabía ella, pero no se molestaba en cambiarlo. No lo necesitaba, afortunadamente.

Sabía que era alguien rara y que requería cuidados especiales, además de saberse una niña especial ante los ojos de sus progenitores.

Sabía que la gente la observaba al pasar. Siempre llevaba tapones en los oídos y, si apretaba mucho el ruido ambiental, se ponía también sus cascos canceladores de ruido.

Sus padres, para paliar su característica aversión al sonido, le hablaban lo menos que podían, en voz muy bajita.

Su educación por lo tanto, la realizó en casa, con tutores especializados, logopedas, asistentes y con mucho, mucho amor.

A Emma Fathom la amaban, no había duda de ello.

Sus padres sólo quisieron que saliera adelante, como pudiese, con lo que tuviese.

Por eso, cuando su padre se enteró que ella había decidido ir a la Universidad de Londres, él sólo se limitó a sonreír, se pasó las manos por los ojos limpiándose las lágrimas y la abrazó largamente por unos buenos minutos. Emma no entendió el porqué del abrazo, pero sí comprendió que su padre estaba...feliz. Así que ella también sonrió y respondió al abrazo, tal como su madre le había enseñado.

Marinette Dupain-Cheng también le había enseñado a Emma Fathom a saludar a extraños, aunque en el Congreso de Matemáticos fue extremadamente difícil hacerlo. Sin embargo, no era la única británica en todo ese gentío. Conocía a varios colegas de su profesión, de cuando hizo la carrera y también de cuando hizo el doctorado. Apenas puso un pie en la sala de Conferencias, varios compañeros se le acercaron para presentarse. Alababan su trabajo. Ella sonreía y asentía en silencio, como era lo habitual. Los que la conocían, sabían que no debían hablarle muy alto, que bastaba un volumen muy bajito, sin gritos, para que Emma les prestara atención.

Para los que no la conocían, Emma era alguien especial, inmune a la gente y aislada de los demás. Ella no buscaba amistades. No podía hacerlo, porque había que escapar incluso de su propia voz.

Nadie supo nunca lo que ella tenía.

Pero Emma, sí sabía de algo. Sabía de Matemáticas. Las complejas. Las que no había dios que lo entendiese. Emma se había especializado en unas ecuaciones logarítmicas que a ojos de su padre, eran chino mandarín , y a ojos de su madre, eran de idioma extraterrestre.

Sorteó su exposición presencial de una manera curiosa: Había grabado su conferencia en un vídeo y lo había expuesto en una de las salas. Se había grabado en silencio, resolviendo y exponiendo sus teoremas y había escrito, como si fueran subtítulos, cada uno de sus pensamientos y propuestas para la solución de dicho problema.

En esa exposición, la voz gutural y opaca de Emma Fathom no fue oída, porque jamás pronunció palabra.

Emma permaneció al frente, en el estrado, de pie, de cara al público, con el mentón alzado y con los rizos rubos echados para un lado. Pestañeaba de vez en cuando, y cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, para no cansarse.

Cuando terminó la exposición y empezó la ronda de preguntas, ella pidió varios minutos para escribir las respuestas en un papel y luego proceder a recitarlas. Las recitaba en voz bajita, usando el mínimo de palabras posibles. Le pusieron un micrófono para que así oírla más, pero al cogerlo, el aparato chirrió y Emma se encogió sobre sí misma, como si una espada le hubiese atravesado el abdomen de delante hacia atrás.

Trató de no entrar en pánico: apagó el micrófono con los dedos temblando, y continuó con su plan original de leer en voz...¿alta?. El moderador de la conferencia le daba miradas compasivas y comprensivas ante este sistema alternativo.

Emma escribió y recitó. Y así, varias veces, enlenteciendo su ponencia todavía más. Al final, el moderador, al darse cuenta que Emma Fathom era probablemente la catedrática menos sociable y expresiva entre ellos, dio por concluida su presentación, se escucharon algunos aplausos apagados y Emma procedió a sentarse entre el público, para continuar el programa científico.

Apenas tomó asiento, Emma se sintió muy feliz y relajada, porque ya todo había pasado. Otro paso más en su carrera profesional, había sido dado con relativo éxito.

Un hombre de casi su misma edad se sentó al lado suyo y carraspeó un poco, para hacerse notar. Era bastante rubio, un poco más alto que ella y tenía los dedos de las manos bastante largos y delgados, como si tocara el piano. Emma lo observó de soslayo, preguntándose por qué ese hombre se sentaría con ella, si es que había más asientos libres alrededor. Dedujo que quizá esos asientos eran bastante cómodos y por eso, el hombre estaba ahí.

Para cuando hubo un receso, Emma se levantó de su asiento intempestivamente, como un resorte, saliendo a toda prisa del salón. Ya tenía bastante de las personas. Así que fue directo a la cafetería y pidió (escribiendo todo en una servilleta) un vaso de agua y una pieza de fruta. El camarero la miró, absorto y anonadado ante tan singular persona, y le pidió sentarse en una mesa, hasta que le llevara su pedido. Ella asintió en silencio.

Apenas se sentó en una minúscula silla, Emma Fathom abrió su bolso y extrajo de ella la siguiente carta, ésta estaba fechada unos meses más después de la primera y no tenía ninguna foto dentro.

"Querida Marinette:

Lamento profundamente todos los problemas que te causo. No es ni por asomo, ningún signo de maldad o egoísmo. No, para nada. Es sólo que extraño en exceso, pasar tiempo contigo. Sé que es incómodo, esto que llevamos, a la distancia. Sé que no es bueno. Pero es lo que tenemos por ahora.

En Londres, las noches son largas, y casi no hay estrellas. No hallo consuelo en el cielo. Es invierno. Hace frío. Estoy tan lejos. Y lo único que tengo es esto, palabras, lamentos, una extensa carta. Una apología a lo que siento. Porque siento algo tan largo y profundo que no sé nombrarlo ni sé qué es. Tan sólo lo tengo. Es lo que me da calor en las mañanas y ánimo durante el día. Y por las noches, sólo tengo tus recuerdos. Las fotos que nos tomamos, las cartas que te escribo. El suave tacto de tus dedos entre los míos. Lo liso de tu pelo. Tu suave aliento. No, Marinette, no olvides que te quiero. No tengo miedo de decirlo. No importa si no es correspondido.

Porque debe ser eso lo que siento por tí. Amor.

Porque el amor, Marinette, no pregunta ni pide permiso. Aparece. Crece. Fermenta y explota.

Porque creo que ya lo sabes, Marinette, no lo puedo ocultar. Sé que es incómodo, inapropiado y fuera de lugar. Pero esta sensación en el pecho, lo que llevo adentro, no es otra cosa más que eso. Espeluznantemente, eso.

Porque yo, Marinette, yo te ..."

- Buenos días, doctora Fathom, ¿puedo sentarme con usted? -

Emma, un poco aturdida por la interrupción, elevó la mirada progresivamente hasta detectar quién la había interrumpido.

Era el mismo hombre que se sentó a su lado en la sesión. Comprobó que era bastante alto y rubio, con ojos espesamente verdes, casi marrones. Se notaba que era más joven que ella, aunque no por muchos años. Vestía pantalones vaqueros y una camisa de algodón de mangas largas. El abrigo lo llevaba colgando de una mano, mientras que en la otra, sostenía una taza de café.

Emma asintió, sin decir ni una palabra, y le permitió sentarse, de nuevo, con ella.

Sin embargo, a ella no le gustaba la compañía de otros. Su madre había insistido todos estos años en que Emma supiera saludar al entrar a algún sitio, a permitir ser acompañada de vez en cuando, especialmente si la reunión era por cuestiones laborables y a intentar, pasar desapercibida, sin generar revuelo por su forma de ser.

A nadie tenía que explicarle su condición.

A nadie tenía que pedirle perdón por ello.

Era una persona peculiar, Emma lo sabía, eso era su fortaleza y su debilidad.

Al no estar sola en la mesa, Emma suspendió su lectura y guardó presurosa la carta. Colgó su bolso en el respaldo de la silla. Bebió de un trago su vaso de agua que ya le habían traído, cogió la pieza de fruta que aún no había comido, y decidió que en los próximos segundos, saldría corriendo de esa cafetería, directo a continuar asistiendo a las conferencias de sus colegas.

No estaba muy interesada en saber porqué ese joven, aparentemente francés, se había sentado de nuevo con ella.

No quería pensar en ello.

- Doctora Fathom, he asistido a su ponencia...-

Inevitablemente, Emma no pudo olvidar lo que acababa de leer. Una carta angustiosa, aunque dulce. Oscura y sincera. De su padre a su madre.

El hombre frente suyo, sonrió ampliamente, ganando más y más confianza.

- ...concuerdo en cada punto de su tesis y admiro su trabajo, desde antes...-

¿Acaso sus padres tuvieron problemas antes que ella naciera? ¿No fueron siempre felices? ¡Qué poco sabía de ellos! Emma conocía el exquisito don de su madre para cocinar, y disfrutaba gratamente, cada vez que su padre tocaba el violín. Era uno de los pocos sonidos que podía soportar. Emma veía durante las comidas, cómo se observaban sus padres, el uno al otro, con ojos chispeantes y cariñosos, tiernos y alegres. Por las noches, ella los pillaba abrazados en la cama, mirando las noticias por el televisor. Por las mañanas, no faltaban los besos de buenos días, los abrazos eternos, las caricias subterfugias en lugares no habituales, las risitas de su madre, la sonrisa melancólica de su padre. ¿Hubo un tiempo en el que no tuvieron eso? Y más aún, ¿le importaba?

- ...No sé si sería posible, hablar de su trabajo en otro momento, en...en...un restaurante, por ejemplo, una cena, o una comida...lo que quiera, en realidad. - Con sutileza, sin hacer ningún ruido, el hombre bebió un poco de su café, tragó fuerte y continuó, bajando mucho la voz. - ...Podríamos ir al cine, también. Si quisiera. -

Del matrimonio de sus padres, Emma tenía una foto de la boda, en el recibidor de la mansión. En ella aparecía su madre, en un espectacular vestido de novia, terriblemente largo y con un velo enjaezado de cristales. Y su padre sonriendo a su lado, tomándola de la cintura y dándole un beso en la mejilla. Alguna vez habían celebrado sus aniversarios. Una que otra fiesta, con amigos lejanos que aparecían de aquí y allá. Sin embargo, su madre nunca le había comentado su vida en París. Vivían eternamente en Londres. Incluso ahora, en este viaje, ella se había alojado en un Hotel cercano al Congreso. Sabía que sus abuelos franceses todavía vivían, pero no sabía ni donde encontrarlos, ni siquiera sabía si querían verla.

Su madre nunca hablaba de ellos.

Su padre jamás los mencionaba.

- ...Lo lamento, doctora Fathom, ¿Puedo llamarla Emma? ...Acabo de recordar que no me he presentado...- el hombre exhaló e inhaló varias veces, mientras apretaba el ceño, derrotado. Sin embargo, se las arregló para lanzar una linda sonrisa. - Yo...eh...lamento no haberme presentado de inmediato, es lo primero que debía haber hecho, pero...eh...estoy algo ner..vioso...lo lamento...lo siento...¿Pero podríamos salir en otro momento? No en plan de una cita, sino solo, eh salir...eh, uh, yo soy...-

Emma se puso de pie, interrumpiéndolo. Su inherente curiosidad por lo desconocido crecía sin poder contenerse. Necesitaba saber qué había pasado con sus padres y confiaba en que las cartas halladas en la maleta, le ayudarían a ello, pero claro, también debía escuchar las ponencias del Congreso, que para eso había venido. Así que de otro sorbo, Emma terminó su vaso de agua, cogió su pieza de fruta y se dio la vuelta, dispuesta a marcharse de la cafetería.

- ¿Eso significa un "no"? ¿Doctora Fathom? ¿Emma?. Ay. Mi nombre es...-

Ella entreabrió la boca de sorpresa, al darse cuenta que había estado acompañada todo este tiempo. Lamentó no haberse enterado quién era este chico. Pero no tenía tiempo para ello, llegaría tarde si se demoraba a conversar con este muchacho.

Emma meneó la cabeza de izquierda a derecha, negando, luego levantó la mano para despedirse, y se dio la vuelta, rapidísimo, para salir casi corriendo de ahí.

- ...Mi nombre es Louis Agreste, encantado de conocerla. -

Sus palabras, se las llevó el viento, porque Emma, el huracán Fathom, prodigio matemático pero no social, ya estaba varias metros lejos suyo, sin posibilidad ninguna de que lo escuchase.

Frustrado, Louis Agreste, otro joven matemático adorador del trabajo de la doctora Fathom, se estiró en el asiento, masculló palabrotas en francés y no se percató cuando pateó por casualidad, una silla, la silla golpeó la mesa y la mesa, sacudió su taza de café, cayendo todo el líquido en sus piernas. Se volvió a inclinar hacia delante, rápidamente, para intentar limpiar ese desastre y justo ahí, en ese instante, se dio cuenta que Emma Fathom, la diosa de sus matemáticas, se había dejado olvidado el bolso.

Y entonces, sorprendido y esperanzado, rompió a reír.

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Notas de la autora:

Emma Fathom no tolera el ruido. Louis Agreste no puede estar callado. Muchísimas gracias por leer. Paciencia que poco a poco, iremos avanzando en la historia.

Un fuerte abrazo,

Lordthunder1000