Los personajes de Saint Seiya no me pertenecen, son propiedad de Masami Kurumada y Shiori Teshirogi.


Día 6.


Hoy es el gran día. Primero de noviembre. Día de muertos.

Desde el hotel el ambiente se siente diferente, hay una emoción que se respira, y me contagia. Aún tengo la energía de ayer, tanta que decidí sacar el anillo de su escondite y lo guardé en el bolsillo de mi pantalón.

Aproveché la mañana para comer comida normal, cualquier cosa que no tuviera pan. No odio el pan de muerto, pero he pasado cinco días comiéndolo.

Anoche soñé con un pan de muerto gigante, que me perseguía por las calles de la ciudad hasta que lograba encontrarme y me comía, de un bocado. Me dio un seis punto dos. Estoy seguro que mínimo soy un nueve.

Pude ver a Calvera brevemente durante la tarde, enfrente de su local, y ella me anunció que trabajaría hasta las diez. Sin Calvera, caminar por las calles de su ciudad no es tan emocionante, así que fui al museo y me uní a un grupo de un guía de turistas. Aprendí mucho, tomé aún más fotos, le compré recuerdos a los gemelos y papá, e hice una llamada internacional para Defteros, quien me contestó después del quinto tono, somnoliento; tal y como lo sospeché, él y Asmita se emborracharon la noche anterior.

Discutimos sobre nuestros viajes, me contó sobre lo que hizo antes de que viniera a México, a grandes rasgos, y sobre los lugares que visitaría después, dentro de un par de días, cuando la emoción Halloween se desvaneciera, al igual que sus ganas de emborracharse. Se burló de mí, tonto y enamorado, mientras me preguntaba cuando le daría el anillo a Calvera, cuando sería valiente, cuando sería el momento perfecto.

Como para motivarme, o tal vez molestarme, me contó que Asmita ya le había propuesto casamiento a su novia en la India, pero que, tal vez porque él estaba muy ebrio o era demasiado pronto, ella lo rechazó. Me dijo, con tono tranquilo, que tal vez yo tendría más suerte… o terminaría igual de rechazado.

Si era la segunda cosa, me aseguró que irían por mí y los tres nos iríamos a Montecarlo, a hacer apuestas y olvidarnos de las mujeres por un rato.

Me sonó tentador. Demasiado tentador.

Alrededor de las ocho me llené de valentía y fui a ver a Calvera al bar, camuflajado entre el mar de gente que lo rodeaba, puesto que su madre estaba en la entrada, repartiendo dulces a los niños disfrazados que se paseaban por las calles.

Esperé pacientemente, en una esquina, evitando a su padre y hermano como si tuvieran la peste. Calvera usó un vestido amplio, que parecía antiguo, y tenía el rostro maquillado; iba y venía por el lugar, hablando y bromeando con los clientes. Me reconoció de inmediato, después de dedicarme una mirada de advertencia, la vi sonreír con un ligero tono de diversión.

No intercambiamos más miradas o palabras, pero apenas se acercó la hora de cerrar, Calvera se despidió de su familia y se dirigió a mí, corriendo, me tomó de la mano y me llevó lejos del bar, a la calle, corriendo con el resto de los niños que pedían dulces.

Terminamos paseando por las calles al lado de los pequeños disfrazados, impresionándonos con algunos disfraces. Para pasar el tiempo compramos algunos dulces y se los dimos a algunos niños que caminaban alrededor de nosotros.

Algunos incluso nos cantaron esa pegajosa melodía que le cantaban a las personas para que salieran de sus hogares. Fue divertido, pero sobre todo, disfruté del tiempo que pasé con Calvera, haciendo las cosas que a ella le gustan, simplemente disfrutando de las fiestas de su país.

Hoy casi no hubo pan, para mi suerte; pero ella también lo sabe y me aseguró que mañana nos repondremos.

No sé si preocuparme o alegrarme.