A David le dio mucho gusto volver a ver a Belle. La apreciaba realmente porque desde que despertó después del accidente no había recibido más que amabilidad, cuidado y respeto por parte de ella. Belle asistió con entusiasmo a Ruth para dejarlo enfundado en un traje exageradamente elegante de color azul turquesa, pantalones negros, botas del mismo color y una banda cruzada en el pecho que estaba adornada con la insignia de su reino.

—Un verdadero príncipe —dijo su madre cuando consideraron que habían terminado. Lo dijo con mucha emoción y los ojos vidriosos, llenos de lágrimas.

—¿A qué se debe todo esto? —preguntó él con una sonrisa en el apuesto rostro, pues podía notar que era una vestimenta especial, nada parecido a las ropas que portaba desde que se enteró que era un príncipe. Jugó un poco con los hilos de oro de la banda.

—Iré por el Rey —informó Belle, dirigiéndose a la puerta por la cual salió.

—Madre. ¿Qué ocurre? —presionó el príncipe a su emocionada madre quien solo le sonreía y lo veía con profundo amor. Volvió a ver a su padre cuando este ingresó a la habitación.

—Buenos días —saludó George a su hijo. El rostro se le iluminó por completo al verlo vestido como príncipe para una ocasión tan especial como lo sería esa.

—Buenos días —correspondió al saludo con amabilidad.

—¿Cómo estás? —preguntó mostrando su interés en David. Desvió la mirada hacia la mujer de la que seguía enamorado a pesar de los años quien asintió, alentando para lo que seguía.

—Bien. Preguntándome qué es lo que traman —respondió, al notar las miradas entre sus padres que sólo le confirmaban que algo sucedía. El Rey juntó las manos por detrás de la espalda.

—Tu madre y yo hablamos anoche y hemos acordado que el día de hoy pediré a Regina su mano en matrimonio para ti —anunció orgulloso, balanceándose un poco sobre los pies.

—¿Cómo? —preguntó sin ser capaz de cerrar la boca por el asombro.

—Hijo, escucha a tu padre —pidió Ruth, pegándose a él, tomándolo de un brazo y sobándole el hombro con la otra mano.

—Sí, verás, como mi hijo legítimo, me corresponde arreglar tu matrimonio —explicó. Había ilusión en sus palabras, pero también nostalgia por todo lo que se perdió de su hijo.

—Pero yo… —trató de debatir, haciendo una pausa para ordenar sus pensamientos. Algo que George aprovechó para convencerlo.

—David, eres un príncipe, heredero al trono del reino del Sol. Tu matrimonio debe ser arreglado por mí —insistió. David negó con la cabeza lo cual lo hizo suspirar, resignado.

—Quiero ser yo quien le pida matrimonio a Regina —habló con firmeza, mirando fijamente al que era su padre.

George y Ruth se miraron a los ojos. El Rey le pedía silenciosamente su apoyo por lo que la ex doncella supo que era momento de intervenir ya que ella conocía al hijo de ambos mejor que nadie.

—No hay nada de malo en esto, David. Tu padre va a comprometerte con la mujer que amas.

Escuchar eso hizo que su corazón doliera por Regina, porque si él se sentía así con la idea, no quería ni imaginar lo que ella sintió cuando le comunicaron que habían concedido su mano al horrible hombre ese que afortunadamente ya no se encontraba entre ellos.

—Amo a Regina, vamos a tener un hijo. Por supuesto que quiero casarme con ella. Ese no es el problema. El problema es que imaginé ese momento entre ella y yo. No contigo de por medio —explicó a su padre quien asintió lentamente mientras en los ojos se le veía reflejada la tristeza. Soltó un largo suspiro porque su intención no era lastimar a sus padres—. Lo lamento. Es solo que no importa que ahora sea un príncipe, sigo siendo un hombre común, un simple pastor a quien nadie tenía el derecho de decirle qué hacer o no —dijo sin saber bien si lo que hacía era defenderse a sí mismo o a esa versión de Regina a quien obligaron a hacer lo que no quería—. Además, acordamos que lo del matrimonio lo veríamos después de la coronación —le recordó a su padre.

—Sí, hijo. Lo dijimos y así debe ser por el bien de Regina, de tu hijo y del reino, pero tu madre ha insistido en que por lo menos el matrimonio esté arreglado, aunque el anuncio se haga después —se defendió el Rey. No era su intención arrojar la culpa sobre Ruth, pero no quería quedar mal con su hijo. Apenas le estaba teniendo confianza y ahora sentía que lo había traicionado.

David volteó a ver a su madre, exigiendo una explicación con la mirada pues no entendía cómo es que de la noche a la mañana quería que todo fuera normal con su rol de príncipe y que él lo aceptara sin problema alguno.

—Hijo, no… No estoy contenta con el hecho de que duermas con Regina sin estar al menos comprometidos. Ella es la Reina, y es como si te estuviera tomando como su amante —expuso la ex doncella su verdadero conflicto.

—Mamá. —David abrazó a su madre con cariño y le besó los cabellos plata. La tomó de los hombros y la alejó lo suficiente para poderla mirar a los ojos—. Agradezco que quieras cuidar mi honor, pero no es necesario. Regina y yo nos amamos. Te entiendo, pero no es así como me siento —le besó la cabeza. La soltó, pero la tomó de la mano. Se dio la media vuelta para encarar de nuevo a su padre—. Acepto que le pidas a Regina su mano para mí —dijo notando la felicidad que se reflejó en el rostro de George. Lo haría porque quería darle ese gusto a su padre. Sin embargo, no desistiría de su postura—. Solo denme un momento para pedirle matrimonio por mí mismo y ya después lo hacemos oficial. Como ustedes quieren que sea.

Ruth y George volvieron a mirarse, ambos alegres por lo que David proponía. Ninguno de los dos veía problema con ello y todos podrían tener lo que deseaban.

—Sí, no tengo objeción —dijo George, feliz.

—Está bien, hijo —acordó Ruth también feliz porque David pasaría a ser oficialmente el prometido de la Reina.

—Gracias. —El príncipe abrazó a sus padres al mismo tiempo—. Los quiero —les dijo, emocionado porque le pediría matrimonio a Regina.

A George se le llenaron los ojos de lágrimas ante la calidez de su hijo. No podía estar más orgulloso de él e inmensamente agradecido con Ruth por haber hecho tan buen trabajo criándolo ella sola.


Regina iba acompañaba de Ruby hacía el salón de asuntos reales para reunirse de nuevo con los tres Reyes. Las jóvenes hablaban alegres durante el trayecto hasta que se encontraron con el caballero Pete y la doncella se fue con él. La Reina negó con la cabeza mientras sonreía por la emoción que le causaba el que Ruby estuviera enamorándose de uno de los más mortíferos de los caballeros blancos. Siguió andando sola cuando de pronto se vio interceptada por Sídney, uno de los antiguos consejeros que por haber jurado lealtad a Regina permanecía ahí a la espera de formar parte o no del nuevo consejo.

El hombre se postró a los pies de Regina, sorprendiendo a la joven por lo repentino y exagerado del acto.

—Mi Reina —dijo, sin atreverse a levantar la cabeza para mirarla—. Solicito me conceda un momento de su tiempo —pidió con fervor a la mujer de la que, en secreto, se encontraba profundamente enamorado.

Sídney jamás había representado un peligro por lo que Regina no se sentía insegura a su lado y, como le había jurado lealtad, no veía problema con escucharlo. Con seguridad le pediría que lo incluyera como parte del consejo.

—Dime, Sídney —pidió Regina con amabilidad.

El hombre se puso de pie con lentitud hasta erguirse completamente y fue cuando se atrevió a posar los ojos sobre la divina imagen de su Reina. Era un sueño estar frente a ella y saber que tenía su atención. Era tanta la euforia que su respiración se aceleró.

—Mi Reina, traigo un mensaje del Sultán —comenzó a decir. Le dolía profundamente saber que jamás sería suya, que sin siquiera tenerla debía renunciar a ella. Lo consideraba injusto, pero ese era el destino y debía aceptarlo.

Regina se sorprendió más no le extrañó puesto que el reino Blanco era aliado de Agrabah y, con la muerte de Leopold, era lógico que quisiera negociar con ella para continuar con los acuerdos entre los reinos.

—Con la finalidad de preservar y fortalecer la alianza entre los reinos, el Sultán le pide su mano en matrimonio —dijo Sídney con brusquedad pues no encontró otra forma para hacerlo. Le causaba repudio pensar en verla desposar a otro hombre que no fuera él.

—¿Qué? ¡No! —exclamó sorprendida y molesta por el atrevimiento.

La reacción que tuvo fue poco delicada, algo no muy propio de la Reina que era, pero no podía creer que el Sultán de Agrabah estuviera pensando siquiera que había una remota posibilidad de desposarla.

—Estoy enamorada de David y estoy esperando un heredero al trono del reino del Sol —explicó, aunque no entendía por qué debía darle explicaciones al ex consejero.

—El Sultán dice que eso no es impedimento puesto que antes que un heredero del reino del Sol, el hijo que espera es el heredero absoluto al trono del reino Blanco, Majestad.

Regina cerró los ojos, apretó los labios y las manos en puño mientras buscaba las palabras correctas para no provocar una posible guerra innecesaria entre ambos reinos.

—Sídney, dile al Sultán que no puedo aceptar. Mi corazón le pertenece a alguien y es mi deseo desposarlo a él. Es algo que ya está decidido —habló como si fuese un decreto para dejar en claro que era algo que no estaba a discusión.

El consejero apretó los labios, asintió despacio, pensando en cuál sería la reacción de la bella y joven Reina al escuchar lo que diría a continuación:

—Mi Reina, el Sultán ha dicho que, si se niega, habrá sangre derramada.

Regina sintió que se helaba. El Sultán de Agrabah quería declarar la guerra solo porque no aceptaba la propuesta de matrimonio y ni siquiera quería preguntar si la amenaza era contra David, su bebé o ambos.

—Escúchame mi Reina, por favor. El Sultán dice que tomará el reino, que usted será su rehén y la obligará a desposarlo.

—Eso es absurdo —dijo, frunciendo el ceño—. El reino del Sol está con el reino Blanco.

—Buscará aliados. Yo… —relamió sus labios y se mostró ansioso al no ser capaz de controlarse frente a ella—. Entre los planes de varios reinos estaba el arreglar un matrimonio contigo cuando Leopold muriera. Al Sultán no le será difícil encontrar quién lo acompañe en esta lucha por tu mano —explicó, acercándose un poco a ella—. Eres poseedora de una belleza sin igual, mi Reina, y hay una larga lista de prospectos dispuestos a todo con tal de tenerte.

La joven Reina no daba crédito a lo escuchaba y la preocupación comenzó a apoderarse de ella. En caso de que todo eso fuera cierto no solo un reino los estaría atacando sino muchos al mismo tiempo y no tenía idea si entre el reino Blanco y el del Sol eran capaces de contrarrestar un golpe tan fuerte. Aun así, se obligó a mantener la calma para enviar un mensaje sólido al Sultán. Era la Reina ahora y habría de defender el reino Blanco a como diera lugar.

—Sídney, dile al Sultán lo que te he dicho: que no puedo aceptar su propuesta porque ya estoy comprometida en matrimonio con el Príncipe David —habló con firmeza, como si lo que decía fuera la verdad porque en cuanto terminara de hablar con él se iría a arreglar su matrimonio con David para que toda esa estupidez de pelear por su mano terminara.

—¿Qué? No… No —comenzó a decir. El escuchar que estaba comprometida logró desequilibrarlo por completo—. Tú no te puedes casar con él. Él te ha condenado a vivir una vida que no quieres.

—¿Dé qué hablas? —preguntó, retrocediendo un par de pasos porque sentía amenazada su seguridad.

—Sé que tu deseo siempre ha sido ser libre y vivir una vida en paz y feliz, no como la Reina del reino Blanco, casada con el heredero al reino del Sol, viviendo bajo su sombra como con Leopold, dándole todos los hijos que demande de ti. Vente conmigo —propuso, haciendo un rápido movimiento hacia ella consiguiendo tomarla de una mano que de inmediato Regina quitó—. Yo te amo, mi Reina. Prometo que seremos felices —insistió, tratando de agarrarla de nuevo.

—¡Guardias! —llamó Regina a los caballeros y fue cuando Sídney se arrojó sobre ella, envolviéndola entre los brazos que se cerraron a su alrededor como tenazas imposibilitando el movimiento—. ¡Suéltame! —exigió desesperada, temiendo más por su bebé que por ella misma.

Fue cuando los guardias de ambos reinos llegaron y se fueron sobre Sídney, separándolo de inmediato de Regina quien se encontraba agitada por la conmoción y el esfuerzo que hizo para liberarse. Los caballeros fueron bruscos con el consejero, obligándolo a recostarse en el suelo donde fue amenazado por las puntas de las espadas. Los guardias voltearon a verla a la espera de la suerte que ella decidiera para el hombre.

—Embárquenlo a Agrabah. Tiene un mensaje importante para el Sultán —les dijo, viendo como tomaban de los brazos a Sídney para obligarlo a levantarse, permitiendo que lo viera a los ojos—. Dile también que, si se le ocurre atacar, estaré esperando por él —sentenció, dándose la vuelta con la intención de alejarse lo más pronto posible de él.

Un par de guardias trataron de ir tras ella, pero pidió que no lo hicieran, ordenando que fueran con los demás y se aseguraran de que Sídney estuviera muy lejos lo antes posible. Estaba enojada, indignada y preocupada, tanto que no fue consciente que caminó sin aparente rumbo hasta que estuvo al pie de las conocidas escaleras.

Se detuvo un momento a pensar si debía hacerlo o no. George, Midas y Stefan estaban haciendo un buen trabajo aconsejándola, sin embargo, sentía que al menos en esto necesitaba de aquel que conocía mejor que nadie al reino Blanco. Subió los peldaños con calma hasta llegar al área que daba a la celda donde un caballero custodiaba haciendo la reverencia debida en cuanto la vio.

—Majestad —dijo el hombre, agachando la cabeza con respeto.

—Puedes retirarte —habló con amabilidad al guardia que inclinó un poco más la cabeza para después hacer lo indicado.

La figura de Rumpelstiltskin no tardó en aparecer tras las rejas, luciendo saludable y sereno.

—Majestad —hizo la debida reverencia. Se alzó y fijó la mirada en la joven Reina a quien notó algo perturbada—. ¿En qué puedo servirle? —preguntó intentando contener la emoción que el ser requerido le generaba.

—Necesito tu consejo —obvió Regina, avanzando unos pasos hacia él, deteniéndose a una distancia prudente de la puerta y le relató lo sucedido con Sídney.

Mientras le hablaba notaba la serenidad en el rostro del hombre. En ningún momento vio un signo de asombro, sorpresa o indignación. Por supuesto que eso llamó su atención, haciendo que pensara que esa, no era información nueva para él, así que prefirió ser directa.

—¿Sabías algo al respecto? —cuestionó, apretando los labios con coraje cuando lo vio asentir.

—Majestad, su belleza sin igual es invaluable, simplemente única, deseable e inalcanzable. Por supuesto que los consejeros lo sabíamos, pero nunca dijimos nada para no perturbar a Leopold —confesó, pensando en todas las veces que Johanna le dijo que Regina sería la perdición del difunto Rey. Si la mujer tenía razón o no, era algo que ahora jamás sabrían—. Así que no me extraña que el Sultán haya hecho su primer movimiento. Sabe que el reino es frágil en este momento por lo que es de vital importancia buscar solidez. Tiene qué ser antes de que los demás reinos intenten lo mismo.

—Dijo que buscaría aliados para ello —le recordó. Después, torció un poco la boca y frunció ligeramente el ceño—. Crees conveniente que me case con David lo antes posible —dijo como afirmación, mirando fijamente al hombre que asintió.

—Después de la coronación —puntualizó—. Vera, Majestad, es importante que suba sola al trono del reino Blanco para que el reino no se sienta forzado a aceptar una nueva alianza con un reino que cuenta con otros aliados.

El escucharlo decir nueva alianza causó tensión en Regina. En ningún momento había reflexionado en ello. Es decir, en lo que realmente significaba que ella como reina reinante del reino Blanco se uniera en matrimonio con el príncipe heredero al trono del reino del Sol. Sin duda sería algo que tendrían que resolver en un futuro.

—Le dije a Sídney que le comunicara al Sultán que estoy comprometida. —Soltó un largo suspiro que denotaba la molestia consigo misma por el arrebato que tuvo sin consultar antes.

—No ve problema con ello —aseguró Rumpelstiltskin notando el cambio en ella. Necesitaba que la autoconfianza de Regina para la toma de decisiones tomara fuerza a fin de que llegara a ser un monarca excepcional como estaba seguro que lo sería—. Simplemente las cosas deben hacerse mucho más rápido de lo planeado.

—Gracias —agradeció al consejero, esbozando una tenue sonrisa. No sabía por qué, pero los consejos de ese hombre le daban seguridad para lo que habría de hacer—. ¿Hay algo que necesites? —preguntó con interés pues por alguna razón quería que Rumpelstiltskin estuviera cómodo a pesar de que se encontraba en una celda.

—No, Majestad —respondió cordialmente. Por supuesto que había algo que necesitaba y eso era salir de esa celda, pero no se lo diría. Confiaba en que la joven Reina por sí sola lo liberaría.


—Hans. Esto es una locura —aseguró Anna mientras veía a su esposo escribir las cartas para algunos reinos en busca de apoyo para ir por Regina. No daba crédito al afán del pelirrojo por poseerla como si fuera un objeto. Todo para usarla como si de una moneda de cambio se tratara.

—Nunca lo entenderás porque jamás vas a tener a todo un reino a tu maldito cargo —arremetió contra su esposa quien últimamente se estaba volviendo insoportable—. Ve a mi habitación y espera ahí. Tengo ganas de follar. Quizá ahora sí puedas quedar embarazada. No me tienes muy contento con eso, Anna. Tú no quedas embarazada y yo necesito un heredero por el bien del reino —masculló sin siquiera voltear a verla.

Anna pasó saliva con dificultad mientras su mirada reflejaba un poco de miedo ante lo que Hans pudiera hacer con ella si eso no sucedía.

—¿No te has ido? —preguntó con fastidio al notar que no se movió—. Tienes hasta que recupere a Regina para quedar embarazada. De lo contrario, me veré obligado a tomar las medidas necesarias.

—¿Acaso me estás amenazando? —preguntó, extrañada por ese cambio en él. Nunca habían estado en desacuerdo, le ayudó con el horrible plan de entregar a Regina en matrimonio a un hombre mucho mayor y ahora, solo porque no había logrado concebir, comenzaba a tratarla mal.

—Tómalo como quieras —respondió, restándole importancia a lo que Anna pudiera pensar.

Plasmó su nombre en la carta que enviaría al Sultán de Agrabah, escuchó la puerta cerrarse de golpe y se recargó en el respaldo, sabiendo que si las cosas seguían así se vería orillado a actuar drásticamente en relación a su esposa.


David deambulaba preocupado por los pasillos del palacio. Tanto él como Ruby, Belle, Killian y algunos otros caballeros se encontraban buscando a Regina después de saber que nunca llegó al salón de asuntos reales. Sintió que el alma le volvía al cuerpo al verla a la vuelta de un largo pasillo que no tenía idea a donde conducía. Corrió para llegar lo antes posible a ella y la envolvió entre sus brazos en cuanto pudo hacerlo.

—¿Dónde estabas? —preguntó, aliviado de encontrarla con bien. Cerró los ojos, aferrándola más contra su cuerpo cuando la sintió abrazarlo con fuerza—. No te encontrábamos por ningún lado —explicó el príncipe, tomándola del bello rostro para darle un beso largo en la frente.

—Estoy bien —dijo para calmar un poco la evidente preocupación del príncipe.

Él se agachó, la tomó de las caderas y depositó un tierno beso en el vientre apenas notorio de la Reina. Se alzó, puso una mano sobre una de las mejillas de Regina mientras la otra la colocó en la espalda baja.

—Me preocupé mucho. Por los dos —aclaró, pasando la mano de la espalda al vientre para acariciarle.

Regina soltó un largo suspiro. Se sentía como en un verdadero cuento de hadas porque era David quien causaba eso en ella. Estaba enamorada hasta las nubes de él, lo amaba con cada fibra de su ser y de su alma. Le sonrió enternecida por el amoroso gesto hacia ella y al bebé que era fruto de ese amor tan profundo que sentían el uno por el otro. Se alzó de puntillas para unir sus labios en un dulce beso y él no demoró en abrazarla de nueva cuenta mientras correspondía.

—Estamos bien —respondió jadeante, mirando los bellos ojos azules de su príncipe, perdiéndose en ellos, olvidándose por completo del mundo entero y de todo lo que sucedía.

David suspiró enamorado y aliviado por la respuesta. La sensación de tenerla entre sus brazos lo hacía sentir como el hombre más feliz del mundo y que nada más importara. Sentía que podía pasarse la vida entera así con ella, pero había algo importante que debía hacer y no podía esperar más.

—Te amo con todo lo que soy —susurró contra los labios rojizos que se curvaron en una bellísima sonrisa. La soltó y arrancó con prisa uno de los hilos de oro de la fina y elegante banda que portaba—. Regina, ¿me harías el gran honor de aceptarme como tu esposo? —preguntó, mientras se hincaba en una rodilla, ofreciéndole el delicado hilo como si de un anillo se tratase. El corazón le retumbaba dentro del pecho y esos segundos en los que ella tardó en reaccionar le parecieron una eternidad al príncipe.

—David… —sonrió emocionada porque el apuesto príncipe la había tomado por sorpresa a pesar de que ella tenía la misma intención que él. Se inclinó, lo tomó del rostro y estampó sus labios con los de él en un amoroso beso.

David se puso de pie cuidando de no romper el beso, los delicados brazos de la Reina se enredaron en su cuello y él envolvió la estrecha cintura con los suyos.

—¿Eso es un sí? —preguntó nervioso y Regina rio suavemente al notarlo.

—Por supuesto que sí. Quiero ser tuya y de nadie más —correspondió, prendiéndose de los rosados labios en un beso donde ambos se fundieron hasta que el aire les hizo falta.

—Yo soy tuyo desde el primer instante en que te vi —dijo incapaz de contener la emoción que escuchar esas palabras causaron en él.

Relamió sus labios, buscó la mano izquierda de Regina, tomó el hilo y con mucho cuidado lo ató al fino dedo anular simulando un anillo que sellaba la promesa de entregarse el uno al otro. Tomó la delicada mano, enganchó su mirada con la de ella que estaba cargada de lágrimas y la llevó hasta sus labios para depositar un beso ahí.

—Siento no tener el anillo —se disculpó—. Hoy mismo mi padre te pedirá tu mano en matrimonio para mí —pasó saliva con dificultad porque no podía borrar de su mente el imaginar cómo pudo ser para Regina enterarse del arreglo de su anterior matrimonio. Debió ser horrible—. Yo… pedí que me permitieran proponerte matrimonio antes de ello porque quería que fuera algo entre tú y yo, nada más. Sin protocolos de realeza o alguien que lo arregle por nosotros —terminó con el ceño un tanto fruncido por la seriedad con la que habló. Su expresión se suavizó cuando las delicadas manos tomaron su rostro y un tierno beso fue depositado en sus labios.

—Jamás hubiera imaginado una propuesta de matrimonio tan hermosa como esta, David. Es perfecta —dijo con voz suave y un tanto temblorosa por la emoción. El príncipe era mucho más de lo que había soñado. Era ese sueño que pensó jamás se cumpliría.

—Mi mamá estaba preocupada porque dormimos juntos —le contó, riendo divertido al ver el asombro en el bello rostro de Regina mientras las mejillas se le encendían adorablemente—. Mi padre quiso darle el gusto. Por eso la premura de pedirte matrimonio así —explicó con algo de pena por el dilema de sus padres.

—Nunca fue la intención que tu madre pensara que te estoy tomando como mi amante —dijo, aún sorprendida y un tanto avergonzada, dándose cuenta del impacto que una simple decisión suya tenía. Ruby tenía razón, debía oficializar que David y ella compartirían dormitorio.

David rio al ver a la bella Reina contrariada por el absurdo tema de su honor. Le dio un besito en la sonrosada mejilla, moviéndose hasta dejar su boca junto al oído de Regina.

—A mí no me importa ser tu amante, Majestad —habló con la voz un tanto grave, con toda la intención de provocarla.

Al escucharlo, Regina se llenó de una sensación desconocida hasta el momento. Se estremeció y se echó un poquito hacia atrás para poder verlo directo a los ojos.

—David —le llamó la atención, mirándolo con complicidad y una hermosa sonrisa divertida porque su cuerpo entero fue acaparado por esa sensación que se le anidó en el vientre bajo, ahí donde las ganas siempre se le arremolinaban.

—¿No te gustó? —preguntó, mordiéndose brevemente el labio inferior, conteniendo la emoción que le brotaba del pecho al hacer eso con Regina. Era divertido y bordeaba lo prohibido, volviéndolo excitante a su parecer.

—Mucho —le dijo en voz bajita sin dejar de sonreírle porque no podía dejar de hacerlo y es que había tanto de complicidad en esa acción que no sabía cómo manejarlo porque eso la hacía extremadamente feliz. Nunca pensó que podría llegar a tener algo así con su pareja. Buscó los labios de David para unirlos a los suyos en un beso apasionado que no dejaba a dudas el deseo que había despertado en ella.

—Debemos parar —susurró el príncipe, intentando contener su excitación, disfrutando de escuchar los pequeños jadeos que Regina soltaba. Por Dios, si no supiera que los esperaban no dudaría en proponerle tener relaciones ahí mismo.

Ella, con las manos apoyadas en el pecho de David, asintió, cerrando los ojos cuando él depositó un beso en su frente. Se quedaron abrazados en medio del pasillo sin hacer nada, solo disfrutando de estar juntos y del futuro que les aguardaba junto al bebé que tenían en camino. Un pequeño rato después, fueron encontrados por Eugenia.

—Majestad —dijo la mujer mayor, acercándose con discreción a la enamorada pareja. Hizo una reverencia para ella—. Alteza —inclinó la cabeza para el príncipe que se incomodó al instante por no estar acostumbrado al protocolo de realeza—. Los esperan en el salón del trono —anunció esbozando una afable sonrisa.

David y Regina se miraron a los ojos por un momento. Ella asintió volteando a ver a Granny y se tomaron de la mano para comenzar a caminar hacia el lugar indicado con la mujer siguiéndoles de cerca con discreción.

—¿No debo caminar unos pasos tras de ti? —preguntó David en voz baja para que nadie lo escuchara. No sabía si eso era correcto o no y no deseaba ponerla en un dilema enfrente de otros.

—Aún no me han coronado y, cuando haya sucedido, tú podrás caminar a mi lado dentro del palacio porque así lo deseo —dijo, muy satisfecha consigo misma.

El príncipe suspiró enamorado porque eso le recordaba la primera vez que estuvieron en la biblioteca y que ella lo sorprendió con su agradable sentido del humor. Lo divertida, hermosa y entusiasmada que se veía ese día. Llegaron entre risas al lugar donde aguardaban por ellos en calma, ya que un guardia fue quien avisó dónde se encontraban y enviaron a Granny por ellos.

—Majestad —saludaron con respeto los presentes cuando Regina ingresó con David un par de pasos tras ella. Hicieron la debida reverencia para ella quien correspondió al saludo con una leve y elegante inclinación de cabeza, y tomó del brazo al príncipe para confirmar a George y a Ruth que se habían comprometido en matrimonio.

—Regina —le sonrió el Rey del Sol. Estaba ansioso y por demás emocionado por tener la dicha de hacer lo que haría. Era difícil explicarlo, pero para él, lo significaba todo.

David se acercó a ellos, colocándose enseguida de su padre, tal como le indicaron que debía hacerlo. El Rey le dio la pequeña caja que contenía el anillo de compromiso que David eligiera de la colección de joyas de la familia real del Sol. Era una pieza única, de oro y con un diamante exageradamente brillante. En cuanto lo vio le pareció perfecto, porque para él, Regina era así, radiante, capaz de iluminarlo todo, era la personificación del reino de donde provenía: luz.

—Me habría encantado conocer a tu padre y acordar con él el matrimonio entre ustedes dos —dijo George, sonriéndole a la joven Reina con empatía quien asintió despacio a modo de agradecimiento y no le pasó desapercibido lo conmovida que se veía—. Majestad, quisiera pedirle su mano en matrimonio para mi hijo, el príncipe David, heredero legítimo al trono del reino del Sol.

—Sí —respondió Regina apenas el Rey terminó la frase. Lo hizo con una amplia sonrisa, llena de emoción con su padre muy presente en sus pensamientos, diciéndole que lo había conseguido, que se estaba comprometiendo y que se casaría por amor.

Acto seguido David volvió a ponerse en una rodilla, ofreciéndole el bellísimo anillo. Regina asintió feliz, extendiendo la mano para que el rubio colocará la joya en su dedo sobre el hilo de oro que previamente los había comprometido. El príncipe se puso de pie, colocó sus manos sobre las caderas de su prometida quien le colocó las suyas sobre los hombros y unieron sus labios enfrente de las personas que los amaban y de algunos testigos que servirían para confirmar la legitimidad del compromiso entre la Reina del reino Blanco y el príncipe heredero del reino del Sol.