Capítulo 30. Perdón
En lo más alto de una parte de la cordillera, había un lago con una forma de corazón tan perfecta que se decía que las parejas que subían el monte y hacían promesa de amor eterno allí, serían felices para siempre y tendrían muchos hijos sanos. Claro que eso era en primavera, cuando el camino estaba despejado, había flores y animales por todas partes. Ni Zelda ni Reizar habían estado en primavera, y la chica solo conocía esa tradición porque se la contó Maple una vez.
Cuando llegaron, unos pocos días después del incidente con los centaleones, Zelda y Reizar construyeron un pequeño campamento, aprovechando un saliente de una roca que dejaba una zona protegida de la lluvia. Despejaron el suelo, limpiando la nieve y quitando las piedras. Para no congelarse, colocaron hojas y ramas, y estiraron las mantas. Trabajaron en silencio, sin apenas hacerse más que un par de indicaciones. Desde que habían discutido en el claro, no habían hablado mucho. Solo "es tu turno", o "voy a por agua", o "te toca cocinar". Reizar había tratado de iniciar la conversación, pero recibía silencio y un rostro serio en respuesta, y dejó de intentarlo. Saeta, como si supiera que habían discutido por él, se ponía en medio de los dos, y trataba de darle golpes a Reizar en dirección a Zelda, y también a la chica, pero esta le llamaba "pesado" y le apartaba.
– ¿Cómo sabemos que Vestes no ha llegado aún? – preguntó de repente Zelda.
Estaban los dos sentados frente al fuego, viendo cómo atardecía. Reizar se sorprendió de que por fin hiciera una pregunta, no directa con las tareas.
– Le dije que dejara una señal, un símbolo de los ornis, y no está. Eso quiere decir que aún no ha llegado. Se va a alegrar mucho de verte.
Zelda estaba sentada sobre su manta, con las rodillas dobladas, abrazadas a ellas. Acababan de comer conejo asado, que habían cazado esa mañana en un bosque de la cumbre. Reizar se había sentado en una piedra que había deslizado hasta allí con ese propósito. Ofreció hacer lo mismo para Zelda, pero de nuevo la chica le ignoró.
Esta vez, consiguió una respuesta por parte de la labrynnesa:
– Sí, seguro… No hago más que darle problemas.
Reizar cogió un pequeño hueso de la liebre y se lo lanzó. Le dio en la frente, Zelda se quejó y entonces por fin le miró, con algo más que indiferencia. Estaba claramente enfadada.
– No seas crío… – le dijo.
– Mira quién habla. Disculpa, pero estás muy lejos, y quería darte un capón – Reizar le sonrió –. Vamos, pecosa, por favor… Sé que fui muy duro. ¿Me perdonas? – y le dedicó la sonrisa más dulce que tenía, la que usaba para convencer a las chicas de Beele o para que a Tetra se le pasara cualquier enfado.
El pelícaro se sentó a lado de Zelda y le puso la cabeza encima de las rodillas. La pelirroja no tuvo más remedio que dejarle un hueco y acariciarle.
– No me vas a perdonar – dijo Reizar, al ver que seguía callada.
– No es eso… – Zelda abrazó al pelícaro –. Es que tú tenías razón. Me precipité, no lo pensé bien. Menuda mierda de primer caballero que soy, que pone en peligro a los demás. Cuando Link se entere, se enfadará conmigo, y también Saharasala…Todos… Link además parece tan frío…
Dejó de hablar. Hundió el rostro en las plumas rojas de Saeta y siguió así, sin hablar más. Reizar la observó un rato, luego se puso en pie y se sentó a su lado. Le rodeó con un brazo los hombros. Saeta se levantó y les dejó solos, sacudiendo sus plumas y tumbándose a unos metros al fondo de la cueva. Zelda trató de alejarse de Reizar, pero este se lo impidió.
– No sé cómo se lo tomarán los demás, pero yo te ayudaré. ¿De acuerdo, pecosa? Y Link no se enfadará contigo. Se va a alegrar tanto de verte que le volverá a sangrar la nariz.
Y se rio de su propia ocurrencia.
– ¿Cómo has dicho? – Zelda se apartó un poco más –. ¿Le sigue pasando?
– Tengo entendido que sí, cada vez que tiene una visión de esas raras o trata de hacer magia.
– No debería forzarse tanto. Va a acabar enfermando – Zelda miró hacia el lago con forma de corazón. El invierno había congelado sus aguas. Reizar siguió su mirada y entonces le dijo, con un tono jocoso.
– Cuando terminemos la guerra, podéis venir los dos aquí, camino a Onaona, y hacer el juramento. Me encantará ver a los descendientes reales todos pelirrojos y latosos – Reizar se llevó por esto un golpe de Zelda, pero esta no se lo dio con ganas. Le llamó "viejo verde" y "señor mayor casado", mientras se ponía en pie. Reizar le respondió diciendo que era una cría aún, y que ya hablarían cuando por fin dejara de serlo.
Zelda respondió a esto lanzándole una bola de nieve. Le atinó entre los ojos, y Reizar, en lugar de enfadarse, se levantó y le dijo que le había declarado la guerra a Gadia. Zelda salió del refugio, se escondió detrás de una piedra y trató de nuevo golpear al gadiano, pero sin éxito porque este se movió rápido. Una bola de nieve alcanzó a Zelda en la oreja, que se agachó y trató de lanzar otra a su vez. Reizar fue muy rápido, de repente le tenía encima. La derribó sobre la nieve, y, entre carcajadas, dijo:
– ¡Qué lenta! Vas a tener que entrenar, pecosa…
Tenía a Reizar muy cerca, casi abrazándola. La miró a los ojos, y Zelda se quedó paralizada. Quería quitárselo de encima, pero no sabía cómo. Tenía un brazo atrapado bajo el cuerpo de Reizar, el otro libre por encima de la cabeza. Se había estado riendo, y se quedó seria, mientras Reizar también hacía lo mismo. Él le rodeó el rostro con las dos manos. Por un segundo, Zelda se preguntó si trataría de besarla, y no sabía cómo iba a reaccionar. Ante esto, no se le ocurrió otra cosa que cerrar los ojos. Pero, en su lugar, el mercenario se apartó. La ayudó a ponerse en pie, y le dijo:
– Somos unos críos, los dos… Ahora estamos llenos de nieve. Perfecto para alguien que ha salido de una neumonía.
– Estoy bien – Zelda se sacudió la ropa. La capa gris de la madre de Leclas le había mantenido caliente –. Pero no estaría mal volver junto al fuego. Saeta nos mira como si estuviéramos locos.
– Aún no te he escuchado decirlo, pecosa – dijo Reizar, mientras regresaba a sentarse en la piedra. Zelda ocupó su sitio al lado del pelícaro. Se quitó la capa y la dejó tendida en el suelo, para que se secara.
– ¿El qué?
– ¿Me perdonas por haber sido tan borde contigo?
Zelda sonrió, negó con la cabeza y dijo:
– No tengo más remedio, Reizar. Claro que te perdono, aunque no haya nada que disculpar. Te has portado como un buen amigo. Link y yo te damos las gracias.
Reizar respondió con una sonrisa de las suyas y luego dijo que esperaba que Tetra no estuviera preocupada. Los dos miraron el lago helado con la forma perfecta de un corazón, y pensaron en sus respectivas parejas, lejos de allí.
A la mañana siguiente, apareció Vestes con compañía, al fin.
Cuando llegaron, Reizar se había ido a cazar (aunque Zelda, por la cara que tenía, imaginó que también necesitaba algo de privacidad en el bosque). Se había quedado sola, con la compañía de Saeta, sin otra tarea que esperar. Decidió que, puesto que el día anterior Reizar no había tenido ni que sudar para derribarla, necesitaba hacer ejercicio. Había corrido por la zona de la cumbre, dando vueltas hasta que notaba que le faltaba el aliento. Luego, flexiones, levantó una piedra con los dos brazos por encima de su cabeza y trató de lanzarla, y cuando la silueta de las dos ornis tapó el sol, se encontraba en plena sesión de entrenamiento con la Espada Maestra. Imaginaba que tenía un muñeco de paja enfrente, y lanzaba estocadas usando toda la fuerza de su brazo. Le venía bien el ejercicio, quería gastar energía después de la noche tan extraña. Sabía que no era la única que pensaba así.
Durante la noche, había escuchado a Reizar removerse inquieto durante su guardia, sin parar. Al final, Zelda le preguntó si estaba bien, y si necesitaba algo. No quería que ahora el enfermo fuera él. Reizar respondió diciendo que se había acostumbrado demasiado a dormir en buenos sitios, y también al calor de su esposa. Que la echaba de menos. En la oscuridad, le dijo lo mucho que la amaba, pero que él le había traído muchas desgracias. Le contó lo que Zelda ya sabía por Link, que el rey Rober la había desheredado, y que él creía que les había permitido venir a esta guerra como representantes de Gadia por el deseo de que él muriera en alguna batalla. Una princesa, aunque viuda, seguía siendo presentable para volver a casarse, ¿no?
Zelda no le respondió. Se preguntó si, cuando el Triforce cumpliera la maldición, Link volvería a enamorarse, y tuvo un vacío en el pecho que le dio escalofríos.
– Eso no pasará. El rey Rober no sabe lo del hechizo que hicisteis en la Torre, ¿verdad? Link me contó que compartís el corazón. Que, si a ti te pasa algo, ella muere, y al revés – Zelda estaba tumbada boca arriba, con las manos enlazadas en el estómago. Mientras decía esto, escuchó a Reizar ponerse en pie, y acercarse despacio –. Hicisteis un gran sacrificio para salvaros mutuamente. El rey Rober no es tan severo… Creo que, en realidad, está molesto con vosotros, y con razón. A ningún padre o abuelo le gusta perderse la boda de su única hija, ¿verdad?
Reizar se tumbó a su lado. La rodeó con su brazo, atrajo a Zelda hacia él y ella no tuvo más remedio que apoyarse en su pecho. Tras unos segundos en los que le pareció que Reizar iba a decir o hacer algo más, al final el mercenario se quedó dormido. Zelda no se atrevió a moverse, sintiendo que de algún modo estaban los dos jugando con fuego. Recordó las veces que Link la había abrazado y besado, la sensación de amor que la embargaba, y pensó que, si Reizar hubiera tratado besarla, quizá habría correspondido. Lejos de sus parejas, era fácil olvidarse de ellos. En la oscuridad, podían fingir que estaban con Tetra o con Link. Sin embargo, llegó el amanecer, y lo único que sintieron al despertar es que al menos habían dormido por fin de un tirón, sin hacer guardias, y que encima no tenían tanto frío como otras veces. Zelda le dijo que como le comentara a Link alguna vez que habían dormido abrazados, le lanzaría desde lo más alto de la Montaña de Fuego. Reizar dijo que quizá lo haría, solo para ver cómo era Link celoso.
– Uy, insoportable. Con Urbión… – y Zelda se calló. Durante su aventura en el Mundo Oscuro, según le confesó el mismo Link, había estado celoso todo el tiempo. Para ser un príncipe tan amable, fue algo antipático con el sheik, en la época en la que aún pensaban que era un aliado –. Pero no te partirá la cara, eso seguro. Lo haré yo.
Reizar se echó a reír, y cuando marchó a cazar, aún le escuchaba.
Zelda miró hacia arriba, al ver que la sombra que la cubrió. Levantó la mirada, tuvo que hacer pantalla con la mano, y sonrió. Eran dos ornis. Una, con las plumas verdes, era Vestes. La otra, castaña, no la reconoció hasta que se acercó. Zelda estaba tan atenta a la orni que no se dio cuenta de que alguien más había llegado con ellas. Iba a saludar a Nuvem, y preguntarle por su pata, cuando se detuvo en seco.
– Ay, que me aspen… ¡Papá! – y corrió a abrazarle.
Hacía tan solo unos cuatro o cinco meses que se habían visto, pero Zelda sintió que habían pasado diez años. Le sorprendió verle tan mayor. Ya era raro verle el cabello encanecido, pero es que, además, tenía bigote. Esto la hizo reír. Su padre la levantó en el aire como si aún fuera una niña. Zelda le dijo, en labryness cerrado:
– ¿Qué es eso que tienes en la jeta? ¿Un gusano?
– Ya tengo cierta edad, mi niña, había que empezar a asumirla – Radge la dejó en el suelo. Le pasó las manos por las mejillas, y acarició el corto cabello –. ¿Qué te ha pasado, por qué te has cortado el pelo? Y estás en los huesos…
Y volvió a levantarla, para demostrar que tenía razón. Zelda no pudo evitar reírse, y llamarle tonto. Cuando la dejó, fue consciente de que todos los allí presentes, incluido Reizar que había regresado, sonreían ante la reunión entre el padre y la hija.
– Me encanta que estés aquí, pero no entiendo cómo…
– Quería verte, no tenía noticias tuyas desde que os fuisteis de Lynn, y estaba preocupado. Cuando esa mujer gerudo vino a pedirme la caracola, le pregunté si podía viajar con ella. Me llevó hasta Termina, no hasta el campo de batalla. He tenido que viajar todo este tiempo, y cuando por fin llegué a Rauru, Link y Leclas me dijeron que estabas desaparecida, que creían que habías enfermado… Ah, Reizar, gracias por encontrarla.
– De nada, señor Esparaván – Reizar le dio la mano –. Ha estado enferma con una neumonía, pero se ha recuperado bien. Sigue siendo una latosa –. Alzó la mano con tres liebres y anunció –. Vamos a preparar la comida, y nos ponemos al día todos.
Nuvem, en cuanto su pata se curó en la fortaleza gerudo, fue hacia el campo de batalla, pero llegó tarde. Al final, se reunió con su princesa y los suyos en Rauru. Vestes contó cómo había dado la noticia de que habían encontrado a Zelda junto a Kandra, que esta había vuelto a desaparecer. Reizar confirmó que, a la semana de llegar a Onaona, con el ambiente cálido y los cuidados de Mama Ida, Zelda había conseguido superar la fiebre.
– Pero tenéis razón, me he quedado demasiado flaca y débil. Estaba haciendo ejercicio para mejorar…
Radge miró hacia un rincón de la cueva. Había un arco de madera blanco, llamativo, y grande. A su lado, un carcaj lleno de flechas. Zelda respondió, antes de que lo preguntara:
– Sí, nos encontramos con unos centaleones o algo así, de camino hacia esta laguna.
– No te enseñé a manejar el arco, no tenías paciencia para él… ¿Por qué…? – empezó a preguntar Radge. Reizar comentó que Zelda lo había usado, y bastante bien, y la chica admitió que le habían enseñado, aunque no era buena. Prefería las ballestas.
– Pensé que… – se quedó callada y luego, admitió –. Que sería un buen regalo para Link. Su cumpleaños ha sido hace casi un mes. El pobre nunca lo celebra en su día, siempre pasa algo que lo impide. Ni el año pasado ni este… Al menos, quería llevarle un regalo.
El grupo soltó una carcajada. Vestes comentó que eran una pareja muy curiosa, y Nuvem usó una expresión orni que no entendieron, pero que hizo reir a su compañera. Reizar dijo que no sabía cuándo era el cumpleaños de Link, y Radge… Radge sonrió a su hija y comentó:
– Ya me he enterado, que cierto señor marqués está loco por cierta labrynnessa… Y sí que pudo celebrarlo, casi a la fuerza. Maple le hizo una tarta de manzana, y le cantaron el cumpleaños feliz, pero en la intimidad, sin decirle nada a la familia de Lord Brant. Si lo hubieran sabido, habrían insistido en un baile y habrían azuzado a sus tres hijas sobre él. Se tiene que quitar a las nobles con matamoscas, pero es demasiado educado…
Si creía que, al bromear con eso, iba a hacer reír a su hija, fue un fracaso. La pelirroja le miró, con los ojos verdes entrecerrados.
– Uy, seguro que sufre mucho.
– Lo pasa mal, porque es educado y solo tiene ojos para ti. Cuando Vestes nos dijo que habías estado muy enferma, y que aún necesitabas recuperarte, le vi ponerse tan pálido que pensé que se le había parado el corazón. Ese pobre chico bebe los vientos por ti, mi niña, y yo me alegro de que, por fin los dos hayáis reconocido que os gustáis. El amor está en el aire – Radge sirvió un poco más de conejo y se lo tendió a Zelda. Esta empezó a quejarse, porque todos, en cuanto se despistaba, le ponían enfrente más comida.
Para que dejaran de hablar de Link y ella, y no sentir la mirada de Reizar observándola, Zelda dijo:
– ¿Pensáis que podemos irnos a Rauru en cuanto terminemos de comer? Si estáis agotadas, entiendo que queráis partir por la mañana…
– Somos más, y podemos dividirnos mejor. Pasemos la noche aquí, celebremos este encuentro, y charlemos hasta el amanecer – dijo Radge, con una gran sonrisa.
Esa noche, el labrynness hizo la cena: un estofado de hierbas, pescado que Vestes consiguió del río, y hasta patatas, porque Radge había llevado consigo algunos ingredientes que sabía que a su hija le gustaban. Además, sacó una sorpresa que le dio Maple para el postre: galletas de canela. Saeta aceptó la compañía de Radge, porque este fue lo bastante listo para darle las cabezas de los pescados crudos, que le encantaban. Mientras preparaba la cena, con la ayuda de Zelda, Radge dijo:
– Me encanta, otro pelirrojo en la familia. Los pelícaros de las gerudos son bonitos, pero este es impresionante.
– Es un gran compañero de viaje, y más veloz que un caballo – Zelda echó la patata, pelada y cortada en dados, en la olla –. Huele de maravilla. A mí no me sale así, me han dicho que cuando cocino, está incomible.
– Porque eres impaciente, y lo echas todo sin apenas cortar ni pelar. La cocina, como muchas cosas en la vida, requieren práctica y paciencia.
Estaban los dos solos, en el improvisado campamento. Reizar se había marchado otra vez al bosque, esta vez en compañía de Vestes, y Nuvem estaba haciendo una ronda de reconocimiento, para asegurarse de que no había enemigos cerca. Radge terminó de echar los ingredientes, removió con la cuchara de madera y entonces le dijo a Zelda:
– Ven, hija, por favor. Siéntate un momento aquí con tu viejo, tenemos que hablar.
Zelda le miró. Los ojos se le veían más grandes desde que había perdido parte de las mejillas, y las pecas eran más claras que antes. Seguía pálida, y era raro verla así, porque su hija siempre había estado bronceada. La vio limpiarse las manos en el faldón de la túnica que tenía, y se sentó frente a Radge. Estaba muy seria, y el labrynness se arrepintió de haber usado un tono tan solemne.
– Ha pasado algo más, ¿verdad? El médico… Te ha dicho algo de tu corazón. ¿Está peor? ¿Por qué has venido entonces, no deberías estar descansando? – Zelda preguntó, nerviosa. Para que dejara de hacer preguntas, Radge tomó la mano derecha de su hija y la apretó.
– No, estoy bien. Es cierto que hace mucho que dejé de ser ni siquiera un hombre maduro, y los dos sabemos que el Mundo Oscuro desgasta a cualquiera – Radge apretó un poco los dedos –. Cuando tu madre fue… Bien, perderla fue muy duro y he pasado muchos años solo.
– Solo no, conmigo – le interrumpió Zelda.
– Claro, sí, pero tú eres mi hija. Echaba de menos a tu madre. La quise nada más conocernos, en el barco de camino a Lynn. Los marineros son muy supersticiosos con los pelirrojos, casi no la dejaron embarcar, y fui yo quién los convenció de hacerlo. Acabé diciendo que me hacía responsable de ella, y nos pasamos todo el viaje juntos…
– Nunca dices su nombre – susurró Zelda.
– Me cuesta, incluso ahora, que han pasado tantos años, pero si necesitas escucharme decirlo, te diré: amaba a Clara, con todo mi ser. Desde que nos la arrebataron, no he vuelto a pensar en el amor, no hasta hace poco.
Observó a su hija antes de seguir. Zelda le miraba, con la mano aprisionada entre las de su padre. Este esperaba que en cualquier momento se pusiera en pie y se marchara. Debía ser rápido, directo, como solía ser ella.
– ¿Recuerdas a la hija de la profesora Mariposa? Se llama Maripola, es…
– Sí, claro. La loca de los bichos – Zelda le miró con una ceja un poco arqueada –. No, papá… ¿Ella?
– Vino a verme, buscando flores y plantas para atraer abejas y mejorar el sabor de su miel, y yo la ayudé a plantarlas, y… Bien. Ya sabes, cosas que pasan – Radge apretó un poco más la mano de Zelda, que estaba lacia y fría. Zelda le seguía mirando, con una expresión que el botánico conocía. La que su hija usaba cuando no quería que los demás supieran qué le pasaba por dentro. "Ya está, encerrándose en su caja" –. No te voy a dar detalles, solo que no quería prometerme con ella, no sin hablarlo contigo.
Tras unos segundos, en los que el asado hervía en la olla, Radge y Zelda se miraron. Al final, esta sonrió y dijo:
– Claro, sí. Gracias, papá… Me parece bien, y necesitas estar con alguien. Si a ti te hace feliz, me hace feliz a mí – dijo, y trató de confirmar lo que acababa de decir con una sonrisa, pero le salió algo torcida.
– Hija… Ya sé que es muy precipitado, aún ni siquiera nos hemos prometido. Si te parece mal, si no te gusta la idea, entonces no me importará dejarla.
– Anda, no digas tonterías – Zelda se liberó de la mano de su padre y se puso en pie –. Está bien, me alegro. Los Esparaván, con pareja. Ya era hora. Um… Esto no se puede quemar, ¿verdad?
Radge se puso en pie también, y removió un poco el asado. Miró a su hija, de pie y con los brazos cruzados. Le sorprendía verla así, con el cabello por los hombros, y por más que miraba su rostro, no sabía aún muy bien qué pensar. De repente, Zelda cogió su escudo, y dijo:
– ¿Necesitas que haga algo más? Me gustaría ir a dar una vuelta a ese bosque, para hacer ejercicio. Una cosa es que esté flaca, y otra que me engordéis como a un cerdo para la feria.
Radge conocía a Zelda, tan bien, que sabía que necesitaba algo de tiempo para asimilar la noticia. No tenía pensado decírselo nada más encontrarse, pero quería aprovechar ahora que estaban solos. Si esperaba a llegar a Rauru, con todos los que estaban deseando verla de nuevo, no iban a poder charlar tan tranquilos. Le dijo que sí, que fuera, que tuviera cuidado y que volviera para la cena. Zelda sonrió, y se marchó.
Esquivó por los pelos a Vestes, que había regresado acompañada por Reizar. Este le preguntó a Zelda a dónde iba, y esta solo dijo que quería ir al baño, y andar un poco. No tardaría. Vestes abrió el pico para preguntar si quería que la acompañara, pero Zelda no le dio opción. Ya se perdió por el camino que conducía a un pequeño bosque, solo un grupo de árboles, donde esa misma mañana Reizar había cazado liebres u otros animales. Cuando estuvo segura de que estaba lejos, Zelda buscó un árbol, y empezó a practicar con la Espada Maestra. Lanzó tajos a ambos lados, siempre con cuidado de no clavar la hoja en la madera. En su cabeza, repasaba la conversación, y se escuchaba a sí misma diciendo que le parecía bien, que era feliz de saber que su padre había encontrado a alguien. Y era cierto, estaba bien… Sin embargo, cada vez que revivía la conversación, se despistaba y la hoja de la Espada cortaba la madera, dejando tajos cada vez más profundos.
Dejó el ejercicio cuando se dio cuenta de que había oscurecido, y también que no estaba sola. Vestes estaba allí, observándola, con sus brazos emplumados cruzados sobre su amplio pecho. Zelda soltó un montón de vapor por la boca y nariz, y se giró.
– ¿Ya está el asado? No sabía qué hora es, disculpa… Ahora voy.
La orni asintió, pero no dijo nada. Zelda se pasó la punta de la capa por la cara. Estaba sudando. Sí que se había aplicado bien, y se sentía hambrienta y cansada. Sonrió a la orni y le preguntó entonces por Oreili. La última vez que le vio fue en Sharia. Vestes le contó que su hermano se apuntaba a todas las tareas para expulsar rezagados del ejército enemigo, y que estaba muy ocupado.
– Aunque está mejor, no vuela a la misma velocidad que antes, no de momento. Necesita recuperarse, como tú – Vestes dio un par de saltos –. ¿Estás bien? – y movió la cabeza hacia un lado.
– Sí, claro… ¿Te ha enviado mi padre? – Zelda se encogió de hombros –. Bah, no lo vas a entender, yo…
– Quizá no, quizá sí. Si no me lo cuentas, no podremos saberlo – la orni movió la cabeza hacia el otro lado.
– Es una tontería. Mi padre me ha dicho que, después de tantos años, se ha echado novia – al escucharse decirlo en voz alta, Zelda soltó una risotada –. Ya, me alegro, pero yo no sé qué pensar.
Vestes caminó despacio al lado de Zelda. Tardó tanto en darle una respuesta que Zelda pensó que directamente había decidido no contestar.
– Nosotros nos emparejamos de por vida. Si por desgracia uno de los padres fallece, el otro no vuelve a casarse o a tener pareja, como le pasó a nuestra madre.
– No sabía nada, disculpa Vestes.
– Mi padre falleció cuando Oreili y yo éramos unos polluelos. Mi madre nos crio sola, como muchas madres ornis. Sin embargo, a veces la veo muy triste, y pienso que, si otro orni la hiciera sonreír, me gustaría.
– Tienes razón – Zelda se encogió de hombros –. Es muy sensato, gracias. Estoy bien, pero tengo unas ganas locas de llegar a Rauru y hablar con Link.
La orni soltó algo parecido a un trino, una especie de carcajada que hacían los ornis.
– Reizar ha dicho que dirías eso. Te conoce bien.
"Más de lo que yo quisiera" pensó Zelda.
– Yo también le conozco. Ha sido él quien te ha mandado a ti, para hablar. Mejor que mi padre o él – Zelda sonrió –. Estoy bien, de verdad.
– Lo repites mucho, pero cuesta creerlo. Tienes los ojos muy tristes.
Zelda se detuvo, miró a Vestes y dijo:
– Pues cuéntame algo gracioso, quiero reírme y que todos piensen que estoy contenta.
De nuevo, Vestes tardó un poco en contestar. De repente, le dijo a Zelda:
– Cuando seguíamos tu rastro en Hebra, encontramos la cueva donde estuviste con Gashin… Había una mierda enorme allí, y Leclas nos preguntó directamente si nosotros cagamos así. Oreili se estuvo riendo semanas solo por recordarlo.
– Será burro, el mentecato – y Zelda se echó a reír.
Cuando por fin llegaron a la cena, Zelda le contó a Vestes cuando Urbión, Leclas y ella entraron en el rancho Lon–Lon a robar comida, y se encontraron con un toro. Después, le contó otras situaciones en el Bosque Perdido, igual de hilarantes. Reizar, Radge y Nuvem escucharon estas historias, y compartieron otras. Reizar contó la aventura en el templo de la región inexplorada de Tabantha, y Zelda, a petición de Nuvem y también para alegría de Vestes, repitió cómo llegó a lo más alto de la montaña del Fuego y conoció a Lord Valú.
Entre risas, buena comida y un té bien decente, el grupo pasó la noche y al día siguiente, pusieron rumbo a Rauru.
