¡Buenas tardes! Primero, agradeceros a todas la cálida acogida que le habéis dado a la historia, he visto que todavía hay muchas lectoras del fandom. Solo espero no decepcionaros y que os parezca entretenida, ni más ni menos. En el primer capítulo me di cuenta de que no había puesto la advertencia de +18, pero bueno, aquí está. Mis lectoras habituales ya sabéis que escribo RA, romántica adulta, y eso incluye ciertas dosis de erotismo. Aquí no esperéis mucho lemon, ¿eh? Que el fic es corto.

Os he respondido a todas las que habéis dejado comentario excepto a las que habéis entrado como Guest, pero recibid todas un besazo virtual. Le pediré a Edward que venga a cantaros esta noche para que os durmáis ;).

Sin más, os dejo el siguiente capítulo. Disculpad los errores, os recuerdo que mi correctora está con otro trabajo y no se puede ocupar de este ahora.

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Capítulo 2

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El primer día de trabajo de Edward estoy nerviosa, aunque sé que Renée estará muy bien con él. Nos hemos visto un par de veces más para que se familiarizaran mi hija y él; con la segunda, supernannyman ya tenía más que conquistada a mi hija. Y no solo a ella, mientras los observaba jugar en el suelo de mi salón algo dentro de mi corazón dolió y tuve que levantarme para no dar un espectáculo. En la cocina me serví un vaso de agua mientras me preguntaba cuán diferente sería la vida de mi pequeña si su padre no hubiera sido un rompebragas, sintiéndome estúpidamente culpable (de nuevo) por una situación en la que yo no había participado de forma voluntaria. Además, aunque Michael no me hubiera pedido el divorcio para irse a vivir con su amante, a la que empezó a tirarse con la excusa de que ya no teníamos intimidad, no lo habría visto nunca en el suelo acompañando a nuestra hija en sus juegos. Suspiré recordándome a mí misma que Edward solo era un trabajador. Salí de la cocina al escuchar carcajadas, encontrando a Edward a cuatro patas con Renée agarrada a su cuello. Sonreí y di gracias en silencio por su oportuna llegada a nuestra vida.

Me miro en el espejo del recibidor antes de abrir la puerta. Para ir al trabajo escojo ropa muy formal, aunque eso suponga que parezca más mayor de lo que soy. Abro la puerta y mi niñero está frente a mí con una amplia sonrisa, vestido con una cazadora de cuero, vaqueros desgarrados y camiseta negra. Una de sus condiciones fue vestir como quisiera, y ahora me parece que en lugar de cuatro años más que él tengo cuarenta. Fuerzo una sonrisa, sintiéndome como una «vieja verde».

Contratar a Edward ha sido la mejor y la peor idea que se me ha ocurrido en los últimos meses.

—Todo irá bien, Bella —dice Edward, que interpreta mi tensión de forma errónea—. Renée y yo nos llevamos bien, y sabes que la dejas en buenas manos. Porque lo sabes, ¿verdad? —Me mira fijamente y asiento con firmeza. No quiero que dude ni por un momento de eso—. Bien. Porque no soportaría que me mandaras mensajes cada diez minutos para ver si Renée está bien. Significaría que no confías en mí.

—Confío en ti —le digo un poco ofendida—. ¿Cómo, si no, iba a dejar lo más valioso que tengo en tus manos?

Él asiente, satisfecho.

—Mientras esté a mi cargo también es lo más valioso que yo tengo.

El brillo de determinación en sus ojos me hace imaginarlo saliendo de una ambulancia dispuesto a salvar la vida de alguien, y me da tranquilidad. Le doy un abrazo a mi hija y me voy tras dirigirle una rápida sonrisa a Edward.

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Los días pasan y me acostumbro rápidamente a tener a Edward en mi casa. Me siento más cómoda con él, he aprendido a convivir con su enorme atractivo, como si mis hormonas se hubieran relajado un poco.

Es viernes y de camino a casa decido pasar por la tienda de Rosalie. Mi amiga tiene una tienda de artículos eróticos no lejos de mi casa, aunque su principal fuente de ingresos es la venta online de sus productos. Un día, pasando por delante con Renée, salió un perro de dentro de la tienda, un golden retriever, que se acercó a mi hija moviendo la cola. Mi hija empezó a acariciarlo y él se agachó para que le rascara la tripa. Fue un flechazo. Desde entonces, cuando pasamos por delante, es obligado entrar y hacerle fiestas a Brownie, que es el nombre del animal. A fuerza de entrar, Rosalie y yo pasamos de intercambiar frases amables a tratarnos con más confianza. Nunca le he comprado nada, pero siempre me digo a mí misma que algún día.

Puede que ese día haya llegado.

Entro en la tienda y echo un vistazo al mostrador. Rosalie está sentada tras él, dándole «chuches» caninas a Brownie.

—¡Hola Renée, hola Bella! —Antes de oír el saludo de Rosalie, Brownie ya está delante de mi hija, meneando la cola con tanta pasión que tira algunas cajas de huevos. No de huevos de gallina, son… huevos. Nunca le he preguntado a Rose para qué sirven.

Mi hija se abraza al cuello del animal, sobre el que podría montar como si fuera un poni, mientras intento que este aparte sus babas de las mucosas de mi hija. Me gustan los perros, pero sé que esa lengua puede haber estado en sitios no muy recomendables.

—Hola, Rose, hola Brownie. —Saco unas «chuches» para perro que llevo guardadas en mi bolso y le doy unas cuantas a Renée, quien, tras ordenar a Brownie que se siente, empieza a dárselas de una en una.

—Hacía días que no pasabais por aquí —dice Rose—. Brownie os echaba de menos, y yo también. ¿Qué tal va todo?

—Bien, he estado un poco liada. Por cierto, he sacado a mi hija de la «pijiguardería», como tú la llamas, y ahora la cuida una persona.

—Si es alguien de confianza me parece estupendo, Bella.

—Sí, lo es. Es genial, competente, y tanto Renée como yo estamos encantadas. —Noto que me suben los colores. Rose, a la que no se le escapa una, me mira con atención.

—Hay algo que me ocultas.

—No te oculto nada. Oye, por cierto, ¿para qué sirve eso? —digo mientras señalo unas cajas donde pone Shunga.

—Es lubricante. ¿De veras he de explicarte para qué sirve? Aparte de como burdo intento de distracción. En fin, como quieras. Mira, se coge el…

—¡No! —La detengo y miro a Renée—. No sigas.

Mi amiga se ríe.

—No iba a seguir, mujer. Venga, Let it gooooo —canturrea al más puro estilo Elsa, la de Frozen.

Mi hija la mira y sonríe un momento. Luego se sienta en el suelo, dándole «chuches» a Brownie, que está tumbado en el suelo como un maharajá. Por el momento, mi hija no tiene ninguna curiosidad por las cosas que venden en esta tienda salvo una vez me pidió que le comprara unas esposas forradas de felpa rosa. Le dije que aquello no era para jugar los pequeños sino la gente mayor, y se conformó sin más explicaciones. Tampoco es que fuera a dárselas.

—Bueno, verás, la niñera no es tal, es un niñero.

Rose alza las cejas.

—¿Un niñero? Vaya, qué original.

—Sí —le digo, pensativa—. Reconozco que tenía ciertos prejuicios. Es raro, ¿no? Pero supongo que lo mismo se podría decir de mi profesión hace unas décadas, o… no sé —meneo la mano—, de lo que haces tú.

—Eh, yo velo por la salud de la gente, por si no te has parado a pensarlo —dice, haciéndose la ofendida.

—Ya, ya sé. Oye, ¿esto qué es? —señalo una caja encima del mostrador.

—Unas bolas chinas a control remoto. Potencian la firmeza de tu suelo pélvico y evitan escapes de pipí.

—Eh, que yo tengo mi suelo pélvico divino.

—Pues también sirven de preventivo, además de intensificar tus orgasmos.

—¿Cómo de intensos? —La miro entrecerrando los ojos.

—Tan fuertes que creerás que te ha dado la corriente.

—No sabes vender mucho, ¿eh?

—La corriente en plan bueno, mujer. Escucha, deja de despistar y suelta de una vez lo que te callas de tu niñero.

—Vale, vale. —Respiro hondo—. ¿Recuerdas la historia que te expliqué del tío del gimnasio, el que vi desnudo porque me confundí de puerta? —Mi amiga asiente—. Bien, pues es él.

Esta vez mi amiga se queda literalmente boquiabierta.

—¡Joder, qué casualidad! —exclama.

Joer no se ise. Se ise jopé —dice mi hija desde el suelo. Le dirijo una mirada severa a mi amiga.

—¡Lo siento! Es verdad —se excusa con una sonrisa mirando a mi hija, y baja la voz—. Qué pequeño es el mundo.

—Sí, la verdad es que es una casualidad.

—¿Y es tan buen niñero como gua…? —Veo que se queda mirando a la puerta e imagino que ha entrado un cliente.

—¡Edward! —grita mi hija. Mis ojos se abren como platos y mi espalda se vuelve rígida como si me hubiera tragado un palo.

—Buenas tardes, Renée, Bella —oigo la varonil voz de mi niñero.

Miro delante de mí, buscando alguna capa de invisibilidad entre todos los extraños artilugios que hay tras el mostrador. Mis ojos se detienen en un columpio sexual, y luego en un enorme vibrador con forma de U, con una rama más pequeña. No, no hay capas. Rose mira por encima de mi hombro con una sonrisa enorme y noto que mi cara arde. No puedo detener ese incendio, así que mejor admitir mi vergüenza. Otra vez. Me giro y sonrío a mi niñero aparentando naturalidad, pero sé que mi sonrisa es tensa como si me hubieran inyectado sobredosis de bótox.

—Hola, Edward. ¿Qué haces por aquí? —le pregunto en tono casual, como si estuviéramos en la biblioteca, no rodeados de los últimos inventos en beneficio del placer sexual.

—Pasaba por la calle, he mirado adentro y os he visto. —Se encoge de hombros y me sonríe de esa forma que hace que me entren ganas de… de nada. Es mi niñero, jo…pé.

—Rosalie y yo somos amigas, y Renée adora a su perro. —Yo también me encojo de hombros, respondiendo como si él me hubiera hecho alguna pregunta. ¿Por qué narices tengo la necesidad de justificarme? Soy una mujer moderna, y si me da la gana compro toda la tienda, hombre ya.

—Hola, Rosalie. Soy Edward, el niñero de Renée. —Edward saluda a mi amiga con un apretón de manos y después sonríe echando un vistazo al mostrador, donde Rose, sin que me haya dado cuenta, ha tenido la ocurrencia de desplegar una gran cantidad de cajas con esos huevos que no sé para qué sirven. Parece que me está mostrando el género, como si estuviéramos en una extraña granja de placeres sexuales. Noto aumentar el calor en mi cara. ¿Es que no puedo parar de tener situaciones ridículas con este hombre?

Mi niñero tiene la decencia de parecer ajeno a mis apuros y se pone en cuclillas delante de Brownie y de Renée.

—¿Y este quién es? —le dice a mi hija.

Bauni —contesta ella con una sonrisa.

—Hola, Brownie. —El perro lo mira embelesado mientras él le acaricia entre las orejas.

—¿Queres darle «chuches» ? —Renée le tiende la bolsa.

Edward empieza a alimentar al perro y yo no puedo evitar admirar lo bien que se ajustan los vaqueros a su trasero. Dioses, me siento como una pervertida. Miro a Rose, que no tiene tantas manías como yo y está repasando el trasero de Edward sin disimulo, he visto escáneres menos eficientes que sus ojos azules. Frunzo el ceño y carraspeo, molesta.

Qué hipócrita soy.

—¿No quieres comprar nada para tu novia, Edward? —dice mi amiga con todo su descaro.

Él la mira un momento por encima del hombro.

—No tengo novia —dice con sencillez. Soy una estúpida, porque la noticia me hace sentir bien.

—Pues puedo mostrarte cosas para ti —insiste la incontinente verbal de mi amiga. Voy a meterle unos de esos huevos en la boca como no se calle. Como le muestre la muñeca hinchable…

Mi niñero se incorpora y se da la vuelta, una sonrisa ladeada adorna sus labios.

—He dicho que no tengo novia, no que sea célibe —suelta así, sin anestesia—. Por cierto, me han dicho que esos huevos van de maravilla. Encantado de conocerte, Rosalie. Nos vemos mañana, Bella.

Lo veo desaparecer por la puerta después de haberse despedido de mi hija.

—Ma-dre mí-a —silabea mi amiga con la vista todavía clavada en la puerta.

—Ya te digo —asiento y suspiro, fijando mi atención de nuevo en Rose—. Oye, ¿se puede saber para qué sirven los puñeteros huevos?

Mi amiga suelta una carcajada.

—Es un masturbador masculino.

—Un…

—Sí, mujer, se usa…

La interrumpo levantando las manos como si fuera a bloquear un balonazo.

—¡No! No quiero saberlo. Si me imagino a Edward usando eso… —noto el calor invadir mi rostro hasta la raíz de mis cabellos— no podré mirarle a la cara. Háblame de las bolas chinas a control remoto, nunca es tarde para cuidar el suelo pélvico.

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Es lunes por la mañana y ya tengo todo preparado para que Edward y Renée vayan a disfrutar de una pequeña excursión. Mi niñero quiere llevarla al Jardín Japonés, así que he metido en la mochila de mi hija su peluche favorito, un cuaderno, lápices de colores, agua y un bocadillo de pan de molde con una pieza de fruta. Me siento un poco envidiosa, pero me es imposible tomarme un día libre esta semana, tengo la agenda repleta. De todas formas, me han prometido que volveremos los tres juntos. La verdad es que yo no habría incluido a Edward, pero Renée me ha pedido que alguna vez salgamos los tres. Me pregunto si no está teniendo ideas raras con él.

Me encojo de hombros, no me extraña que se sienta así. La verdad es que Edward es una maravilla, no podría encontrar a nadie mejor para cuidar de mi pequeña. Por otra parte, algún día tendré que prescindir de él y se me hace duro pensarlo. Renée lo adora y, para qué negarlo, yo también me estoy encariñando con él. Hemos pasado a tener una relación casi de amistad. El «casi» es porque él no deja de ser mi empleado y no debo olvidarlo, aunque me cuesta mucho mantener con él la distancia que me quise marcar al principio.

Me acerco a la cama de mi hija y le toco la cabecita.

—Renée, cariño, es hora de levantarse. ¡Hoy es la excursión!

Normalmente se levantaría de un salto, pero no se mueve. Insisto, le toco la cabeza y la noto caliente. Suspiro, desde que dejó la guardería no había vuelto a pillar ningún virus, pero tampoco es que la tenga en una burbuja; de vez cuando quedamos con su mejor amigo, Jake, que parece una fábrica de mocos, el pobre. Al menos ahora tengo a Edward y ya no tengo que preocuparme por nada. En aquel momento suena el timbre de la puerta.

—Edward —murmuro. Siempre llama a la puerta cuando sabe que estoy, aunque tiene llaves. Lo agradezco, no es que me vaya a encontrar en ninguna situación comprometida, pero bueno. Corro a abrirle.

—Buenos días —dice con una sonrisa. Aunque estoy preocupada por Renée no puedo evitar pensar qué guapo está a primera hora. Bueno, y a última, a todas horas.

—Buenos días, pasa —le franqueo la puerta—, Renée está malita. Voy a verla antes de marcharme. —Suelto el aliento mientras me doy media vuelta y me dirijo a su cuarto—. Tendréis que posponer la excursión.

—Vaya, qué pena —oigo que dice detrás de mí.

Miro la piel de mi pequeña, que no tiene manchas, y su aspecto, que es bueno. La pobre parece que solo quiere dormir.

—¿Te duele algo? —pregunto.

—No, mami —dice somnolienta.

No la molesto más. Aparte de la fiebre no se encuentra mal, recuerdo lo suficiente de mis meses de rotación por pediatría para saber que de momento solo hay que observarla. Le doy un abrazo flojito y un beso en su caliente cabecita.

—Descansa, mi pequeña. Te dejo con Edward, él te cuidará muy bien. Te quiero.

—Y yo a ti, mami —contesta, y mi corazón se ensancha tanto que parece dejar mis pulmones sin aire. Me quedaría con ella en lugar de Edward, pero no puedo. Solo necesita descansar y está en buenas manos. Me pongo de pie y aspiro hondo. Cuando me giro, Edward está en el umbral de la habitación de Renée, observándome en silencio.

—Cuidaré bien de ella, y si me necesitas me quedaré a ayudarte por las noches. No te preocupes por nada —dice cuando me acerco a él. Lo miro a los ojos, que noto más verdes que nunca. Me siento inquieta, es como si viera algo en mi interior, y de pronto me veo intentando adivinar qué es, si ese «algo» le gusta o le disgusta. Me importa lo que piense de mí. ¿Debería importarme?

—Lo sé, gracias —digo acercándome a él. Creo que va a apartarse para dejarme pasar, pero mis cálculos fallan y nuestros cuerpos se rozan un instante antes de que él deje libre el umbral. Siento calor en las zonas que lo han rozado y cierro con fuerza los párpados. No puedo permitirme sentir nada de todo esto, solo lo complicaría todo. Acelero mis pasos hasta llegar a mi chaqueta con la absurda sensación de que él me seguirá, y me giro desde la puerta de casa para ver si lo ha hecho. No, no me ha seguido, y eso me deprime.

Jesús, estoy fatal.

—Adiós, Edward —digo, y no espero a escuchar su respuesta.

El día pasa a ritmo cansino, como cada vez que tengo a la «peque» enferma. Edward me va mandando mensajes de vez en cuando explicando cómo va Renée, cosa que le agradezco. Al final de la mañana, me llama por teléfono: mi hija se pasa el día durmiendo y la fiebre le ha subido mucho. No hay ningún otro síntoma aparte del dolor de cabeza, y eso ya me preocupa.

—Creo que debería verla su pediatra, la doctora Mallory. —Miro la hora con angustia, tengo una reunión importante sobre la plaza para la jefatura cuando termine la consulta, a las cinco.

—Me he permitido llamar a la doctora, tiene un hueco esta tarde a las cuatro y media. ¿Quieres que la lleve yo?

Me siento dividida. Quiero ser yo quien lo haga y al mismo tiempo quiero estar en la reunión. Titubeo unos segundos y al final suspiro.

—Sí, por favor —digo, me despido y cuelgo sintiéndome la peor madre del año.

«¿Por qué?», me digo a mí misma. Si esto lo hiciera un hombre, lo haría sin sentirse mal. Una voz dentro de mí me dice que no todos los hombres, pero sigo con mi silenciosa conversación. Pienso que Edward me juzga, pero en realidad soy yo la que se está juzgando sin necesidad. Me reclino en la silla de mi consulta y tomo varias respiraciones profundas, luchando por alejar el agobio de mí. Si no estuviera tan decidida a no tocar un céntimo del dinero que me pasa Michael y que, por orgullo, meto íntegro en una cuenta a nombre de mi hija, no necesitaría el ascenso. De todas formas quiero, necesito, demostrarle a su padre que puedo conseguir un puesto prestigioso y bien pagado. Mi hija entenderá que no la lleve yo al médico, muchos niños son cuidados por sus abuelos y son ellos los que se encargan de las citas médicas. Y Edward es mejor que muchos abuelos.

Imaginarme a Edward con bastón y gorra hace que sonría para mí misma. Estoy algo enferma porque hasta así me parece sexy.

Cuando llego a casa mi ánimo decae. No son ni las siete y Renée está en la cama dormida; no voy a despertarla, pero me habría gustado darle las buenas noches. Edward está en la cocina haciendo la cena, como cada vez que llego tarde. Me encanta verlo así, entre cazuelas y con el delantal puesto, no sé cómo pero consigue que me sienta más en casa. Michael nunca fue capaz de freír un huevo y yo no suelo tener tiempo para cocinar entre semana, por eso la asistenta que me limpia la casa también me deja la cena preparada. Pero es mucho mejor lo que hace él.

Gira la cabeza mientras remueve una cacerola que huele de maravilla y me sonríe. Dioses, tengo ganas de abalanzarme sobre él. ¡Soy una jefa acosadora! ¡Quiero toquetear y besar a mi empleado! Uso toda mi fuerza de voluntad para controlar mis músculos, que amenazan con dar un salto olímpico para llegar hasta él, y me acerco pausadamente devolviéndole la sonrisa.

—¿Qué te ha dicho la doctora? Será un virus, ¿no? Siempre lo es.

—En efecto. Es gripe.

—¿Gripe? ¡Joder, si estamos en mayo! —Me tapo la boca un momento—. Perdona, no quería decir palabrotas. Últimamente estoy dejándolo, ya sabes, jopé, jolines, mecachis y esas cosas.

Ríe mientras se vuelve a concentrar en la cacerola.

—Sí, lo entiendo. Pero conmigo no te cortes. —Se encoge de hombros—. Es una mierda, pero sí, es gripe. Le ha hecho la prueba y ha salido positiva.

Lanzo un suspiro prolongado.

—Pues tenemos para varios días de fiebre.

Frunzo el ceño. Estamos en la recta final para la elección de la dirección de la clínica. En mi escaso tiempo libre tengo que preparar un proyecto basado en la estrategia que mueve en la actualidad a nuestra empresa: ser innovadora y competitiva sin perder de vista los principios sobre los que se fundó, que son prevenir, diagnosticar y tratar a las personas en sus dolencias, agudas o crónicas, acompañándolos a lo largo de su vida. Somos un grupo de médicos de familia acompañados por un estupendo laboratorio y un servicio de radiodiagnóstico muy completo. No somos «superdiagnosticadores» como House, pero por una vida que él salve de forma espectacular y brillante, nosotros salvamos cientos, y con muchísimo menos presupuesto.

Me gusta mi trabajo.

—No tienes que preocuparte. Me tienes a mí —dice Edward por fin.

Lo miro y me doy cuenta de cuán transparente soy para él. Mientras yo estaba perdida en mis pensamientos, ha dejado la cacerola tapada y ha servido dos copas de vino. ¿Cuánto tiempo he estado elucubrando? Me ofrece una copa con una sonrisa.

—Lo sé —le devuelvo el gesto mientras cojo la copa—, pero no me siento bien dejándola a tu cuidado ahora que está enferma —me sincero.

—¿Crees que ella es infeliz por eso? —dice en tono neutro.

Me siento como si estuviera en la consulta del psiquiatra. «Háblame de ti», me dice. Lo imagino con unas gafas resbalando por su nariz, sentado en un sillón y a mí tumbada en el diván. Entonces él se levanta y me empieza a desabotonar la blusa… «Para», me riño a mí misma. Este hombre me va a volver loca y entonces sí me hará falta un médico. Canalizo mis pensamientos a lo que acaba de decir.

—No lo sé. Siento que tengo que ser buena en todo. —Le doy un sorbo al vino. Me sabe a gloria después de un día tan largo.

—Sabes que eso no es posible, ¿verdad? —Se gira un momento para apagar el fuego y me mira muy serio—. Pensar así solo te traerá ansiedad, créeme. Tengo experiencia en querer hacerlo todo perfecto. Creo que tendrías que priorizar. ¿Vamos al comedor? El risotto tiene que reposar un poco para estar en su punto.

—Mi prioridad es Renée —digo mientras le sigo.

Se sienta en una punta de sofá y bebe un sorbo de su copa antes de dejarla sobre la mesita que hay enfrente. Yo le doy un pequeño sorbo a la mía, me da un poco de vergüenza ver que ya he bebido la mitad y él tiene la copa casi llena, pero el vino me está provocando un calorcillo interno muy agradable, aflojando los nudos de ansiedad de los que acaba de hablarme.

—Por supuesto que tu prioridad es tu hija. Te lo repito, por eso estoy aquí. Bella, Renée está perfectamente conmigo, y lo sabes. Céntrate en tus objetivos en el trabajo y en pasar tiempo de calidad con tu pequeña cuando puedas.

—Cuando hablas así sí que pareces supernannyman —le digo sin pensarlo. Creo que el vino me ha soltado la lengua. Mis mejillas comienzan a calentarse, y no es por el alcohol.

Edward frunce el ceño.

—¿Supernannyman? —dice. Antes de que intente darle explicaciones, suelta una carcajada—. ¿Me llamas así?

Me encojo de hombros y me centro en apurar el contenido de mi copa.

—Es una broma privada entre amigas. —Miro hacia la cocina por no ver su cara—. ¿El risotto no estará listo?

Mi copa sale volando de mi mano y vuelvo la mirada hacia ella. Edward se ha levantado y tiene una copa en cada mano. Me dirige una mirada intensa, que dura como tres Mississippis y consigue que me remueva inquieta en el sofá. Parpadeo, se me ocurre si él sentirá lo mismo que yo, y de pronto me siento aterrada. Rompo el contacto visual y me levanto con cuidado de no rozar su cuerpo.

—Voy a comprobarlo.

—Me gusta que me llames así —dice, siguiéndome.

—No lo haré más, no es respetuoso con tu oficio. ¿Te parece que ya está? —digo levantando la tapa de la cacerola. Así evito mirarle. Ojalá cambie de tema.

Él se asoma por detrás de mi hombro y suelta un «ajá» de aprobación. Ponemos la mesa en silencio y, una vez sentados, cambiamos a temas de conversación menos personales, devorando el risotto que, por cierto, está tan bueno que me da ganas de gemir y lamer el plato. Es orgásmico. Me niego a beber más vino y él me imita, no quiero volver a meter la pata.

Antes de acostarme voy a echarle un vistazo a Renée. Edward me ha dicho que no ha querido cenar, pero ha aceptado tomarse un vaso de leche. Sigue con fiebre pero duerme tranquila, le doy una beso en la cabecita sin despertarla.

—Dentro de un par de horas vendré a ver como está, no te preocupes, la vigilaré toda la noche —dice mi niñero a mis espaldas.

—Podemos hacer turnos. —Miro el reloj—. Yo vengo a las dos, tú sobre las cuatro y a las seis cuando me levante para ir al trabajo pasaré otra vez a verla.

—Como quieras. —No discute, sé que es consciente de que quiero cuidar de mi pequeña.

Al día siguiente es más de lo mismo. Renée sigue con subidas de fiebre y escasos momentos de bajada, en los que Edward o yo aprovechamos para alimentarla con leche y darle agua, se niega a tomar nada más pero no la intento obligar, aunque me quedo preocupada. Por la noche, Edward y yo volvemos a turnarnos aunque él se enfada conmigo y me insiste en que duerma toda la noche. Al tercer día de fiebre el cansancio comienza a hacer mella en mí, de día apenas paro y de noche tampoco. La mañana del cuarto día estoy en mi consulta y mi teléfono vibra. Al ver que es Edward me disculpo con mi paciente y me aparto a una consulta lateral, que está vacía, para contestar.

—¿Está bien Renée? —digo, la ansiedad impregnando mi voz.

—Sí, Bella, perdona, no quería asustarte. Llevaba sin fiebre varias horas, pero ahora parece que le ha vuelto a subir, estoy buscando el termómetro pero no lo encuentro.

Pienso un momento, esta noche estaba tan cansada que lo he dejado en uno de los cajones de la mesita de noche, y se lo indico a Edward.

—¿En cuál? —me pregunta. Oigo abrirse un cajón.

—En el… —una imagen viene a mi cabeza como un flash. He dejado mis bolas chinas en el tercer cajón, haciéndole compañía al termómetro. Estaba tan cansada anoche que lo dejé ahí mismo, donde acabo de enviar a Edward como si lo hubiera mandado de nuevo a un pueblo con un cartel en la entrada que dice «Riddikulus». Allí vivo yo.

—¿En cuál, Bella? Como siempre, será en el último, es la ley de Murphy.

Murphy no es que sea mi ley, es mi Constitución, por lo menos con Edward. Trago saliva mientras anticipo lo que va a venir, y después suspiro, un largo suspiro como si saliera todo el aire de mis pulmones. Aspiro aire para poder hablar.

—Creo que en el tercero. —Hay un prolongado silencio—. ¿Edward? ¿Lo has encontrado?

Oigo que carraspea.

—Sí, sí. Lo encontré.

Tengo ganas de justificarme, decirle que estoy cuidando mi suelo pélvico, pero para qué.

—Bien, mándame un mensaje en cuanto le tomes la temperatura, ¿vale?

—Ok, hasta luego.

Me despido de él y vuelvo a mi consulta. Mientras termino de escuchar a mi paciente tengo que contener un gemido imaginándome a Edward descubriendo mis bolas chinas. Tengo que centrarme en lo que me cuenta la mujer, que sufre trastorno de ansiedad por la salud, lo que antes se llamaba hipocondría.

—¿Se encuentra bien, doctora Swan? Está usted un tanto congestionada. —Me mira con sospecha—. No tendrá usted malaria, ¿verdad? ¿Ha estado en zona endémica últimamente?

Mi color no puede ser más encarnado ahora, estoy convencida. Respiro hondo y miro con severidad a mi paciente. Si no fuera porque la conozco hace años, y porque creo que nuestra relación profesional le reporta algún beneficio a su problema, la mandaría a un pueblo apestoso. Mentalmente, claro, el puto juramento hipocrático no me permite hacerlo en voz alta, aunque a veces me pueden las ganas. Me imagino a mí misma testificando ante el comité de ética del juicio final de los médicos, intentando defender mi postura ante Hipócrates y Galeno:

—Señores, hay veces que a una se le termina la paciencia.

Y ellos asienten y me absuelven.

Definitivamente, mi imaginación está desatada.

Por la noche tengo la agradable sorpresa de encontrarme a mi hija con Edward en el sofá, le está contando un cuento y ambos están con las cabezas inclinadas hacia el libro. Siento una alegría tan intensa que duele.

—¡Mami!

La sonrisa de mi hija me deshace. Me acerco a ellos y abrazo a mi pequeña. Ambos me cuentan cómo ha ido el día, me siento muy feliz de ver que, aunque hoy ha tenido también fiebre, mi hija tiene signos de recuperación. Noto que poco a poco deja de hablar y sus ojitos se cierran. La tomo en mis brazos y la llevo a su camita.

—Voy a ducharme, si no te importa —dice Edward a mis espaldas—. La cena ya está preparada.

«Oh, por supuesto que puedes ducharte. ¿Puedo entrar yo contigo?». Ignoro a la loca que me ha poseído y respondo:

—Claro —digo con suavidad para no despertar a mi hija.

Cuando salgo de la habitación de Renée me siento en el sillón del salón, no sé si Edward estará ya en el baño pero no oigo correr el agua. Miro hacia la puerta que da al pasillo y esta vez me siento perjudicada de verdad: Edward va camino del baño quitándose la camiseta de una forma tan sexy que dejaría en ridículo a Jamie Dornan en «Cincuenta sombras». Veo sus vaqueros justo bajo la línea de la cadera, la cinturilla de unos boxers negros sobresaliendo por encima y un abdomen plano y marcado que hace que salive. Me dan ganas de sacar la cámara como si fuera una pervertida, pero, como una estrella fugaz, la imagen es bella pero dura muy poco. Suspiro apoyando la cabeza sobre el respaldo del sillón mientras oigo cerrarse la puerta del baño. Me siento como el tipo aquel de La tentación vive arriba, pero en lugar de mirar a una rubia con las faldas volando miro a un cobrizo que hace que mis bragas vuelen.

Tenemos una cena tranquila, Edward consigue que ría y me olvide de que ha visto mi aparato de fisioterapia del suelo pélvico. Es encantador y siento que se esfuerza en hacerme sentir bien. Es como si le importara de verdad, pero lo cierto es que es un gran profesional y eso es algo que no he de olvidar. No es que piense que está siendo amable conmigo solo porque le pago, pero no debo olvidar que nuestra relación es laboral y así debe mantenerse. No puedo arriesgarme a nada más. ¿Qué haríamos Renée y yo sin él?

Demasiado tarde, me doy cuenta de que ambas nos hemos vuelto dependientes de Edward, que no es un simple empleado al que decir adiós cuando finalice su contrato.

Lo miro a los ojos mientras converso con él sobre trabajo, él me escucha con atención y no deseo otra cosa que tenerlo cerca de mí, lo más cerca posible.

Indecente e íntimamente cerca, si puede ser.

Maldita sea.

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Gracias por leer, y si dejáis comentario me encantará leeros y contestaros. No sé si es internacional, pero en España la expresión «viejo/a verde» se usa para definir, según la RAE, a alguien que conserva apetitos carnales impropios de su edad. El próximo capítulo estará posteado dentro de 7-14 días como mucho (con este he tardado 10).

Besos

Doc