Buenos días. De nuevo quiero agradeceros la buena respuesta que le estáis dando a cada capítulo, chicas. Me gusta escribir porque me transporta a otros mundos, pero también me gusta compartirlos con vosotras, y con vuestras respuestas veo que disfrutáis como yo.

Como os dije al principio, el fic está prácticamente escrito, pero es un primer borrador. Cuando subo los capítulos los edito y los amplío, en este he añadido un POV Edward que habéis pedido algunas. Es cortito, pero tendrá que bastar ;). La mala noticia es que otras cosas de la vida requieren de mi tiempo y no podré subir el siguiente hasta dentro de dos semanas, sí, dos.

Aquí tenéis el tercer capítulo, espero que lo disfrutéis. Si no entendéis las referencias al universo Disney o Marvel, y san Google no os responde, mandadme un mensaje y os iluminaré. Las que son mis lectoras habituales sabrán que soy medio friki, y me encanta usar estos temas en mis historias.

Recordad que habíamos dejado a nuestra pareja cenando, el POV Edward empieza ahí.

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Capítulo 3

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Edward

—Descansa, yo recojo la mesa. —Ella abre la boca para protestar, estoy seguro, pero la detengo poniendo un dedo sobre sus labios. Veo que abre mucho los ojos y aspira bruscamente. Retiro el dedo como si su boca fuera incandescente, ha sido un gesto de confianza del que me arrepiento al instante; no debo olvidar que, con ella más que con ninguna otra «jefa» que haya tenido antes, he de mantener la profesionalidad. La inoportuna imagen de Tanya aparece en mi mente y me esfuerzo por apartarla.

—Es… está bien —farfulla. Por lo menos he logrado mi objetivo de evitar discusiones.

Me levanto y cojo las copas de vino vacías. Aprieto tanto el cristal que quizá las rompa, pero me estoy dando cuenta de cuánto he bajado la guardia con Bella y necesito alejarme. Hemos cenado juntos muchas veces, a veces con Renée y a veces solos, pero hoy hay algo en ella que hace que tema perder el control de mis emociones. Quizá es lo vulnerable que la siento, quizá es la forma en que me mira, o quizá haya sido que, al imaginármela introduciendo en su cuerpo las bolas chinas que he descubierto en su cajón, he tenido un arrebato de lujuria tan impresionante que, mientras Renée dormía su siesta, he aliviado mi tensión sexual conmigo mismo en el baño.

Dos veces.

Abro el lavaplatos y coloco los platos sucios mientras me repito a mí mismo que no puedo permitirme sentir esto. El día que vi por primera vez a Bella Swan, en el gimnasio donde acababa de apuntarme, la encontré tan atractiva que le habría pedido salir a tomar algo si no hubiera estado con su amiga. Me dije a mí mismo que yendo al mismo gimnasio tendría oportunidad de volver a verla. Cuando el mismo día se metió en el vestuario masculino... fue como una fantasía sexual hecha realidad, aunque he de reconocer que en mi mente sucia en lugar de ponerse colorada, farfullar y disculparse, por este orden, entraba en el vestuario, se desnudaba y practicábamos todas las posturas del Kama Sutra sin orden alguno. Poco después recibí la llamada de una futura clienta y, llegando al parque donde habíamos quedado, me di cuenta desde la distancia de que esta clienta era, ni más ni menos, mi musa erótica… Parecía una broma. Estuve a punto de darme la vuelta, llamarla y disculparme diciendo que me había salido otro trabajo, pero me detuve a contemplar la escena: madre e hija estaban ensimismadas, una leyendo un libro electrónico y la otra construyendo castillos de arena; de vez en cuando se buscaban con la mirada y se sonreían. A veces la madre acariciaba la cabeza de la niña, otras la pequeña tocaba a la madre en la pierna, como para asegurarse de que seguía allí. De pronto yo no veía nada más que aquella escena, como si la luz se hubiera apagado y un foco iluminara a la dulce pareja.

Sin pensarlo, comencé a caminar de nuevo hacia ellas, seguro de que dejaría de fantasear con esa mujer en cuanto trabajara para ella. La casi convivencia a la que me suele obligar mi trabajo me pone en una situación de «exceso de realidad» que es capaz de terminar con cualquier lujuria.

Gran error. Bella Swan es perfeccionista, controladora y cabezota, pero también divertida, inteligente, apasionada con su amor a su hija y a su trabajo y, sí, nada en ella le resta ni un ápice a mi fantasía de follarla contra la pared del gimnasio, al contrario: convivir con ella ha extendido esa fantasía a todas las superficies de su casa.

Pero solo son fantasías. Empezando con que no debo liarme con una clienta porque mi imagen profesional se vería seriamente dañada, y terminando con que me da la sensación de que es una mujer que ha sido herida y ha cerrado la puerta a los hombres… todo me grita que vaya con cuidado.

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Bella

El sábado por la mañana, Renée se encuentra mucho mejor. La noche anterior ha seguido con algo de fiebre, pero más baja. Se ha despertado algunas veces por la tos, pero no le duele nada. Edward y yo nos encontramos en la habitación de mi hija, no he respetado mi turno y él me dispara una mirada de desaprobación con una ceja sexy hacia arriba. Sí, hasta sus cejas son sexys, por no hablar de esas largas pestañas y... acabo de darme cuenta de que tiene los ojos demasiado brillantes. Conozco esa mirada y no es precisamente de deseo.

—Edward, ¿te encuentras bien? —susurro.

Él asiente con lentitud y dirige su atención a mi hija.

—Tiene mucho mejor aspecto —murmura—. Creo que hoy podré irme a casa.

Su voz suena ronca hasta en susurros y le pongo la mano en la frente.

—Y una mierda te vas a casa. Tienes fiebre.

—No se ise miedda —corrige mi hija sin abrir los ojos.

Contengo una sonrisa y esta vez soy yo quien le levanta la ceja a Edward.

—Quédate —le pido—. Por favor —casi suplico. Me digo a mí misma que es solo para devolverle parte de lo que ha hecho por nosotras estos días.

—Estoy bien —dice con una voz que desmiente su afirmación. Parece que le hayan pasado una lija por las cuerdas vocales.

Le tomo la mano y tiro de él para arrastrarlo fuera de la habitación de Renée.

—Bella, yo no… —protesta cuando ve que lo llevo hacia la habitación de invitados. Me detengo y le tomo ambas manos, que están ardiendo. En mis sueños eróticos él está caliente, pero no del mismo modo que ahora.

—Déjate cuidar —pido con suavidad—. Es lo menos que puedo hacer por ti después de estos días. No puedo tolerar que estés solo y enfermo en tu casa… a menos que no estés solo.

—No, y no llamaré a Alice para que me cuide, no le quiero dar más trabajo. Ni a ti tampoco.

—No. Me. Das. Trabajo —silabeo sin soltar sus manos. Tampoco es que me vaya a ir por ahí el fin de semana, Renée está convaleciente. Solo espero que no sea uno de esos hombres que, como Michael, parece que se estén muriendo cuando les sube la temperatura una décima, pero si es así me aguantaré y lo cuidaré igual.

Me mira y noto cómo lucha contra sí mismo.

—Está bien —dice por fin.

Siento un extraño placer al arrastrarlo hacia el dormitorio de invitados. No es por nada erótico, simplemente me apetece cuidarlo. En cierto modo me gusta que en este momento vulnerable él, siempre tan capaz y seguro, me ceda el control. Es un deseo profundo e intenso que no entiendo pero que acepto.

Edward pasa el día con mucha fiebre, pero no le duele nada o por lo menos no se queja, solo duerme, como Renée anteriormente. Está claro que este año la vacuna de la gripe no ha sido muy efectiva. Cuando voy a visitarlo por enésima vez, aprovechando que Renée está merendando y mirando la televisión, lo encuentro despierto. Tiene los ojos rojos y el pelo mojado de sudor, la cara congestionada por la fiebre y los párpados pesados, por no decir que en la habitación huele a sudor masculino. Aun así, cuando me mira siento mi corazón estrujarse dentro de mí hasta transformarse en una bola pesada que de pronto estalla en una especie de big bang emocional que parece iluminar mi ser entero.

Dios mío, estoy enamorada de él.

No sé ni cómo ha pasado, pero la realidad de esta emoción me posee con tal intensidad que me aterra. Decido olvidarme de esto ahora y centrarme en él, quien, ajeno a mi terremoto interno, esboza una sonrisa cansada.

—Debería estar solo en casa. Voy a contagiarte.

No puedo contenerme y alargo una mano temblorosa que paso por su frente, apartando los mechones húmedos y acariciándolo por el camino. Con un poco de suerte no se acordará de esto, y si lo hace da igual, tampoco es que le haya besado con lengua. Veo cómo cierra los ojos, como si mi contacto fuera sedante. Su piel desprende mucho calor.

—No te preocupes por eso.

—Tu… trabajo —murmura, parece a punto de volver a dormirse.

Suspiro. Lo cierto es que si enfermara de gripe justo ahora sería un palo para mis aspiraciones, pero no quiero pensar en eso. No soporto la idea de que esté solo en su casa encontrándose mal. Me levanto y alcanzo una pastilla de paracetamol del estante, que le ofrezco junto con la botella de agua que hay sobre la mesita de noche. Quiero que tome algo antes de volver a dormirse.

—Si el lunes no te encuentras mejor, llamaré a tu hermana. Yo estaré bien. Anda, toma esto. —Lo ayudo a incorporarse lo justo para tomar el comprimido y veo cómo se deja caer de nuevo sobre la almohada con los ojos cerrados. Al instante se queda dormido. No puedo contener a mi mano cuando, por propia voluntad, se dirige hacia su cara y acaricia su rasposa mejilla con las yemas de los dedos. Parece que ahora que mi tacto ha probado su piel quiere más.

De pronto Edward levanta su mano y acaricia la mía. No parece que sea consciente de hacerlo, sigue con los ojos cerrados y con aspecto relajado.

—Bella… —suspira en un tono de voz tan cálido que siento que me derrito—. Mi Bella —repite de nuevo, y el sonido de su voz va directo a mi corazón como una flecha. Me levanto bruscamente, no sé qué hago toqueteando a un hombre dormido.

Un hombre que acaba de suspirar mi nombre como si lo besara.

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Los temores de Edward se quedan en eso, yo me mantengo sana y cuando empieza el lunes todos nos encontramos bien. Reemprendemos la rutina y hemos hecho planes para hacer la excursión que teníamos pendiente el próximo fin de semana. Me doy cuenta de que, cada vez más, pienso en Renée, Edward y en mí como en una pequeña familia. No puedo evitarlo, aunque me digo a mí misma que mis sentimientos son solo un espejismo provocado por mi soledad, la amistad que siento por él y su enorme atractivo. En realidad, no sé cómo es él fuera del trabajo. Distraída, me planteo posibles soluciones a mi intensa atracción por Edward, pero no encuentro nada. Quizá debería dejar de usar las bolas chinas, en el prospecto ponía que, además de fortalecer el suelo pélvico e intensificar los orgasmos, aumentan la libido. No necesito eso cuando tan solo con oler el aroma de mi niñero se enciende la sangre de mis venas.

Jodidas feromonas.

Una llamada inoportuna me despierta de mi ensueño y decido contestar, acabo de terminar con mi último paciente. No literalmente, claro.

Mierda, es Michael.

—Sí —contesto, seca. No sé por qué, pero tengo un mal presentimiento.

—Yo también me alegro de oírte —dice. Como si me importara un excremento su sarcasmo—. Escucha, Bella. Este fin de semana lo tengo libre y tenía pensado ir a Seattle. ¿Podrías… —su tono cambia a uno más amable— podrías dejarme a Renée el sábado?

—No —digo sin pensar—. Imposible.

—Bella, siempre estás diciéndome que tengo que ver más a mi hija, ¿y ahora me vienes con esas? —suena dolido. Ojalá sonara enfadado, burlón, sarcástico, pero no.

Me agarro a lo injusto que es lo que me pide.

—Quedan cuatro días para el fin de semana. ¿Crees que no tengo vida, que no tengo planes? ¿Acaso te parece que sin ti no soy capaz de salir de casa? —estallo al fin. Demasiadas palabras que no pronuncié a su debido tiempo hacen que cada vez que intento hablar con él de forma civilizada pase de Bruce Banner a Hulk en segundos. Quiero gritar «¡Hulk aplasta!».

—Bella… si quieres enfadarte conmigo adelante, lo entiendo, pero no me impidas ver a mi hija. Creo que... —titubea durante unos segundos—, no, estoy seguro de que no he sido un buen padre, y también de que quiero enmendarme. Perdona por no haberte avisado antes. —Trago saliva, Michael parecía ignorar que esa palabra estaba en el diccionario—. Hasta hoy no me han confirmado el cambio de guardia. Por favor, dime si estoy a tiempo de pasar unas horas con Renée.

«¡Maldito sea! ¡Cabrón manipulador!», vuelve a gritar mi Hulk interno. No sé si es solo otra forma de torturarme o lo que dice es cierto, pero mi conciencia toma las riendas y me dice que he de consentir. Siempre le he pedido que se implique más y ahora que, al parecer, pretende hacerlo, no se lo puedo impedir. Inspiro y exhalo tres veces lentamente mientras él se mantiene en silencio, esperando mi respuesta. Parece que mi ex esposo haya ido a algún sitio de mindfulness o similar, quizá debería recomendarme alguno.

No, antes me meto las bolas chinas por el trasero que le pido consejo a Michael sobre cómo controlar mi ira.

—Está bien. Tienes razón —me obligo a decir—. Pero solo si Renée dice que sí. Ella ya se había hecho a la idea de la excursión.

—Bella, sabes que dirá que no, para ella soy solo un conocido, no puedo competir contigo.

«Ni siquiera puedes competir con Edward», pienso, y me siento cruel. Debo esforzarme. Debo creer que él lo está haciendo. Es lo justo, aunque me duela.

—De acuerdo, Michael, intentaré convencerla, pero si no lo consigo tendrás la oportunidad de hacerlo tú mismo.

—De acuerdo. Gracias, Bella. Siempre has sido una mujer honesta.

—No me hagas la pelota, Michael, ya te he dado lo que querías —vuelvo a usar mi tono más borde con él—. Adiós.

—Adiós, y de nuevo gracias —dice, y suena feliz. Ni un átomo de sarcasmo impregna su despedida.

Mierda, de verdad necesito tomar la misma droga que él.

De camino a mi casa, mi mente le da vueltas y vueltas a lo que acaba de suceder. Me siento como un hámster de esos que corren sobre una rueda y no llegan a ningún sitio. Por una parte, sería bonito que Michael se implicara más en su papel de padre. Por otra, me estremezco pensando que quizá algún día quiera más de Renée, y se la lleve de mi lado.

Cuando llego a casa estoy de un humor de perros. Intento disimular con Renée, pero no consigo engañar a Edward. Me sigue a la cocina cuando voy a preparar la merienda de mi hija, y eso me irrita. Quiero que se marche ya, hoy he podido salir antes por un par de anulaciones de última hora y quiero estar con la peque.

—¿Sucede algo? —pregunta a mis espaldas.

Mi irritación se esfuma al captar el tono de auténtica preocupación en su voz. No debería de comportarme como un erizo con él, exhibiendo todas mis púas para protegerme. Rebusco en la nevera mientras niego con la cabeza.

—No. Vete si quieres, Edward, ya me encargo yo de Renée. —Normalmente él se queda un rato mientras la niña merienda y entre los dos me explican anécdotas del día, pero hoy… hoy no soy buena compañía.

Oigo un suave suspiro a mis espaldas mientras unto el sándwich y después ruido de roce de ropas. Imagino que se ha ido y entonces me siento fatal, sola, triste, agobiada y un poco trastornada, para qué negarlo. De pronto noto una mano sobre cada uno de mis hombros y me sobresalto. «Está aquí». Hace una presión suave para que me gire y no quiero. No quiero que me vea llorar. La presión es más firme y, entonces sí, me giro y escondo la cara en su hombro para que no pueda ver mis lágrimas, mientras él me abraza con fuerza contra su cuerpo, tan cálido, duro y al mismo tiempo acogedor como siempre había soñado. Las sacudidas de mis hombros por el llanto me delatan, así que no sé a quién quiero engañar, pero ya me siento demasiado vulnerable sin que Edward vea mis ojos hinchados y rojos.

—¿Un mal día? —murmura cuando nota que me calmo.

Su cálido aliento acaricia mi oreja y no tengo fuerzas ni para contestar. Noto su mano arriba y abajo recorriendo mi columna vertebral, relajándome. Me extraña que Renée no haya entrado ya a reclamar su sándwich y, cuando se me ocurre la idea, no quiero que me vea así. Mis manos han quedado atrapadas contra su torso, así que me aparto de él dando un paso atrás. De inmediato me libera. Me giro para terminar con lo que estaba haciendo, evitando sus ojos.

—Ya pasó. Gracias.

Hay un largo silencio y, cuando ya no puedo demorarlo más, me giro y veo que él se ha ido silenciosamente. Desoyendo la tristeza que me agobia me dirijo al comedor y fuerzo una sonrisa hacia mi hija. Ella me devuelve el mismo gesto, pero con esa sinceridad que solo los niños tienen, y entonces el mío se vuelve auténtico a pesar del dolor que siento. La quiero más que a nada en este mundo, pero tengo que dejar que en su corazón haya espacio para su padre, si es cierto que él quiere estar ahí.

—Renée. He hablado con papá… —empiezo.

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Ha sido sencillo. Creo que mi hija tiene más conexión con su padre de la que yo imaginaba porque, aunque al principio ha torcido el gesto al decirle que es posible que no vayamos este sábado de excursión, ha asentido sonriente cuando le he dicho que su padre vendrá a verla el viernes por la tarde. No voy a forzarla a nada, además, parte de mí quiere que vea más a Michael, pero otra parte tiene miedo de que le haga el mismo daño que me hizo a mí abandonándome.

Hace ya tiempo que dejé de engañarme: sé que nuestra relación había empezado a decaer antes de tener a Renée y que el nacimiento de nuestra hija solo hizo que sentenciarla, pero aún me duele lo sola que me sentí criando a mi pequeña los primeros meses, aguantando sin ayuda los cólicos, las noches sin dormir y los cambios en mi cuerpo, amén de un ferrocarril de hormonas descarrilando a diario. Michael se pasaba —o eso decía— los días y muchas noches en el hospital, incluyendo los fines de semana. Todavía me siento estúpida cuando recuerdo cómo creí todas sus mentiras, hasta que cometió un error de los de manual: me mandó un mensaje a mi móvil en lugar de al de su amante.

Mi Hulk interior amenaza con despertarse y me digo a mí misma: «El sol está cayendo». Eso me arranca una sonrisa y aleja el malhumor de mí. Cierro el libro que estoy leyendo tumbada sobre la cama y miro el móvil antes de apagar la luz.

«Espero que te encuentres bien. Si necesitas hablar sabes que me tienes aquí».

El mensaje de Edward hace que me cueste tragar saliva. En realidad, no es solo hablar lo que necesito de él. Necesito sus brazos otra vez a mi alrededor, a ser posible sin nada de ropa entre medio de nuestras pieles, lo necesito junto a mí, sobre mí y dentro de mí.

Pero eso no va a pasar.

«Gracias. Puede que no haya excursión. Mañana te explicaré», contesto. Sí, eso es más juicioso que lo que tenía en mente.

Conforme se acerca el día J —de jodido— mi ansiedad presenta niveles difíciles de tolerar. Necesito una noche de chicas. De hecho, el miércoles es Edward quien planta esa idea en mí con un directo:

—Bella, sal con alguna amiga, te hará bien. Yo me quedaré con Renée hasta que vuelvas, no importa la hora.

Asiento y de inmediato mando un mensaje a Angela y a Jessica, instándolas a quedar mañana por la tarde después del trabajo a tomar unas copas. No puedo verlas con toda la frecuencia que me gustaría ya que ambas están felizmente emparejadas, pero ahora lo necesito. Las dos me contestan afirmativamente y mi ánimo se aligera.

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Termino de ponerme el rímel y me miro al espejo. Sonrío dándome la aprobación, este vestido negro de tirantes siempre es un acierto. Me he puesto medias transparentes y zapatos, también negros, de taconazo a sabiendas de que al final de la noche necesitaré un trasplante de pies. Me he pasado la plancha por el cabello para marcar mis ondas y lo he dejado más refulgente que el de Rapunzel cuando se cepilla cantando «Brilla, linda flor».

—Mami guapa —oigo la voz de Renée a mi lado.

—Gracias, cariño.

Me pongo en cuclillas para darle un beso en la mejilla. Se ríe cuando le quito el pintalabios de la piel y me echa los brazos al cuello. Huelo su aroma a inocencia y la aprieto contra mi cuerpo. Hace meses que no salgo con mis amigas y aun así me siento un poco culpable, pero no lo suficiente como para hacerme quedar en casa. Necesito salir o me estallará la cabeza de tanto darle vueltas a la venida de Michael.

Cuando miro hacia arriba veo a Edward a través del espejo del lavabo, está en el umbral y juraría que me está mirando el culo. Ni siquiera parpadea, y pasan tantos segundos que de pronto me siento insegura. ¿Y si tengo una mancha o un descosido? ¿Y si él se encuentra mal? Carraspeo y sube la mirada hasta encontrar la mía en el espejo. Sus ojos verdes arden con un fuego que no le había visto hasta el momento. No recuerdo la última vez que un hombre me miró así, como si contuviera las ganas de empotrarme contra la pared. De hecho, no consigo recordar una mirada como esa, capaz de poseerme y hacerme olvidarlo todo. Pasan unos instantes, noto que le cuesta respirar, y a mí también.

—Mamá, caca.

Parpadeo y miro a mi pequeña. Eso sí que es cortar el rollo. Estamos en la operación pañal, y cualquier alarma es rápidamente atendida bajo pena de daños mayores en las prendas de vestir.

—Ya me ocupo yo —la voz de Edward sale muy grave, y carraspea antes de continuar—. Vete o llegarás tarde —termina en tono seco.

No sé qué acaba de pasar pero, como suelo hacer con todo lo que tiene que ver con él, no quiero analizarlo ahora. Además, es cierto que llego tarde. Me despido de los dos, tomo mi chaqueta de cuero negro y me largo precipitadamente. Tomo un taxi que me lleva hasta Canon, una exclusiva coctelería donde podremos charlar y beber tranquilamente. No es el mejor sitio para ir a ligar, pero no es eso lo que buscamos.

Mis amigas me saludan con la mano desde la mesa donde están sentadas disfrutando de un daiquiri de fresa cada una. A Angela la veo una vez a la semana en el gimnasio y ya conoce toda la historia. Con Jessica me cuesta más coincidir y no he podido verla desde antes de contratar a Edward, así que me paso un buen rato poniéndola al día de los últimos acontecimientos. No menciono a ninguna de las dos el ominoso advenimiento de mi ex, no quiero amargarme la velada.

—Entonces estás viviendo una especie de fantasía, ¿no? —opina Jessica tras beber un sorbo del daiquiri—. Tienes un hombre guapísimo en casa que cuida de tu hija, cocina como un chef y encima sois amigos.

Sonrío con tristeza y niego con la cabeza.

—Debería bastarme con eso, pero las cosas son… complicadas. Creo… que me gusta demasiado —disfrazo la verdad, no quiero admitir en voz alta que estoy enamorada de mi niñero, sonaría penoso.

Ambas me miran durante unos largos segundos y, por fin, suspiran al unísono. Resulta inquietante.

—¿Qué pasa? —les pregunto.

—¡Que te quieres tirar a tu niñero! —Jessica abre la bocaza al mismo tiempo que la música en el local cesa y sus palabras parecen resonar.

Echo un vistazo alrededor para hacer control de daños. Por suerte, no hay nadie en las mesas cercanas y los demás clientes parecen enfrascados en sus conversaciones. Seguramente la voz de mi amiga me ha parecido más alta de lo que era en realidad.

—No me lo quiero tirar —protesto. Dicho así, suena muy vulgar—. Me atrae, y creo que yo también le atraigo, por eso es complicado.

—Edward es guapísimo y un gran profesional. —Angela me mira con afecto y parece pensarse mucho sus siguientes palabras—. Creo que deberías mantener la mente fría con él. Es normal que el roce con un hombre así despierte ideas en una mujer, ¿no crees que lo que te sucede debe de haberle pasado otras veces, Bella? Con otras clientas, quiero decir.

—No te entiendo.

Angela aspira con calma y hace una mueca.

—La madre de la última familia con la que trabajó es amiga mía, ¿recuerdas? Edward estuvo con ellos un par de años, tiempo suficiente como para confiarse a ella. —Me tenso, no sé si quiero oír que Edward se acuesta con sus clientas—. Le contó que solo una vez dejó a una familia antes de que terminase su contrato. Fue porque la madre de la niña que cuidaba lo acosaba, sin saberlo su marido, por supuesto. Se quedó sin trabajo y viviendo de sus ahorros hasta que encontró otra familia, mientras aquella perturbada no paraba de amenazarlo con destrozar su reputación si no cedía a sus deseos. No quiso contarle nada más a mi amiga, pero parece que toda la situación fue una pesadilla.

Miro mis puños sobre la mesa, pensando en lo que me ha contado Angela y sus implicaciones. Me apena que Edward haya pasado por eso, y también que no me haya confiado algo así. Por no hablar de que ahora que lo sé mis sueños con él parecen más imposibles que nunca. Al final, tomo mi copa y me la termino de un solo sorbo. Mis amigas me miran con preocupación.

—¿Pedimos otra? —digo con una sonrisa tensa.

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Cuando llego a casa es casi medianoche. Me equivoqué al pensar que me dolerían mucho los pies, con tres daiquiris en mi cuerpo las molestias son soportables. Cuando me levante, a las seis y media de la mañana, me arrepentiré de esto, pero de momento estoy flotando en una nube de fresas y alcohol.

La puerta se abre antes de que meta la llave y me ahorra el trabajo de intentar acertar con la cerradura. Miro hacia arriba y me encuentro a mi niñero escrutando mi rostro. Parece que quiere indagar en mis condiciones mentales.

—Hola, Edward —mi voz ha sonado bastante normal a mis oídos, pero él arquea las cejas con gesto de sorpresa y me cede el paso. Creo que le acaba de llegar mi aliento, si sus ojos fueran un alcoholímetro estaría sonando una alarma.

—¿Cuánto has bebido? —inquiere mientras cierra la puerta.

—Tres daiquiris. —Me quito el bolso y los zapatos dejándolos en el recibidor y suelto un gemido indecente. ¡Qué placer, sentir los pies desnudos! Avanzo por el pasillo hasta llegar al comedor. La casa parece oscilar un poco, pero sin esos instrumentos de tortura en mis pies me puedo mover con bastante seguridad.

A pesar de mi embotamiento siento la presencia de Edward llenando el comedor, mi piel parece más sensible y mi vello se eriza cuando lo noto tras de mí.

—¿Dónde está tu chaqueta? —pregunta con suavidad.

—Mierda. Creo que me la he olvidado en el taxi. —Será por eso que tengo el vello de punta. Me parece que estoy peor de lo que pensaba, el frío de la noche debería de haberme alertado al salir del vehículo.

Oigo un suspiro prolongado, casi puedo sentir su calidez en la desnuda piel de mis hombros.

—Me quedaré esta noche. Creo que será lo mejor para Renée… y para ti.

De pronto el efecto anestésico del ron desaparece y todas las emociones con las que he estado batallando hoy, desde la ansiedad por lo que sucederá mañana cuando venga Michael hasta la lucha interna que tengo con mis sentimientos, parecen explotar a la vez en forma de ira.

—¿Insinúas que no sé cuidar bien de mi hija? —Me giro para clavarle la mirada. Estoy siendo irracional y lo sé, pero no puedo controlarme.

Su gesto se mantiene sereno, aunque alerta.

—No he dicho eso —pronuncia con calma—. Solo que es un poco tarde, no me apetece ir a casa. Si no te importa, dormiré aquí.

Nos quedamos mirando en la tenue luz del comedor. En sus hermosos ojos brilla tanta dulzura que, de pronto, mi ira explosiva se desvanece, pero la explosión ha roto las compuertas de una presa. Otra vez.

—¿Estás llorando? —dice con alarma. Alarga sus manos y sujeta el óvalo de mi cara entre ellas. Dobla sus rodillas para mirarme frente a frente mientras sus pulgares me secan la cara.

—Lo siento, lo siento —farfullo a causa de la tensión en mi garganta, los hipidos y el alcohol. Tengo mocos y me siento patética—. No te vayas —se lo pido como algo general, no solo ahora. Veo su cara borrosa por mis lágrimas, y me parece una eternidad lo que tarda en contestar.

—No voy a irme —afirma, y quiero creer que ha entendido lo que le pedía.

De pronto estoy en el sofá, sentada de lado sobre su regazo y rodeada por sus fuertes brazos. No sé cómo o por qué ha sucedido y dudo que vuelva a pasar, pero mis músculos ceden el poder a los suyos, volviéndose gelatina. Apoyo mi cabeza sobre su hombro, aspiro el aroma de su cuello y me quedo dormida.

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Nos leemos en dos semanas, chicas. Espero que os haya gustado. Vuestros comentarios son alimento para mi musa loca, dejad alguno si podéis.

Besos

Doc