Hola, lectoras de mis amores. Esta vez el tiempo ha apretado y ni siquiera he podido contestar las rr, pero aquí tenéis el capítulo prometido. Muchas gracias a todas las que leéis, ponéis la historia en favoritos y seguimiento. Tenéis un rinconcito especial en mi corazón de autora las que os tomáis unos minutos de vuestro tiempo para darme vuestra opinión por aquí; siempre lo he dicho y siempre lo diré, sois la energía que me impulsa.
Según mi musa loca, a esto le quedan tres capítulos como mucho, así que disfrutad.
Gracias a todas.
.
.
Capítulo 4
.
A la mañana siguiente me despierto con una merecida resaca: mis neuronas están tocando los minutos finales de la Obertura 1812, cañonazos incluidos, una y otra vez, y mi boca está como si me hubiera pasado la noche lamiendo una piedra pómez embadurnada en vinagre. Miro la hora; a pesar del malestar, o quizá por él, me he despertado veinte minutos antes de que suene el despertador. Necesito una ducha. Ya. No sé cuánto tiempo estuve en los brazos de Edward anoche, solo recuerdo que me llevó a la cama y yo solita me puse el pijama y me arropé. Lamento no haber estado sobria para disfrutar más del momento. Claro que, si no hubiera venido en ese estado, él no habría sido tan dulce conmigo. Normalmente es tan controlado… Aparte del día que me acarició la mano estando con fiebre y pronunció mi nombre con pasión, no he tenido en ningún momento la sensación de que él comparta mis sentimientos. Cierto que lo he pillado en algún momento aislado de lujuria, como ayer cuando me miró el trasero, pero eso no significa nada.
Hago una respiración profunda y exhalo lentamente. No debería desear complicarme más la vida, y anoche no hice bien bebiendo tanto, no es como si tuviera cero responsabilidades al llegar a casa. Me aproveché de la profesionalidad de Edward. Más bien de su amistad, porque un empleado no hace con su jefe como él hizo conmigo.
Cuando salgo de la ducha me encuentro mucho mejor. Vuelvo a mirar la hora mientras me visto y suspiro con alivio, me da tiempo de desayunar tranquila mientras él y Renée aún duermen. Por lo menos no tendré que enfrentarme a él hasta la tarde, y entonces la vergüenza que siento pasará a un segundo plano comparada con el mal rato de ver a mi ex.
Bien por mí. Hay que ser positivas.
Voy sigilosamente hacia la cocina, parece que ayer nos dejamos la luz encendida.
—Joder —murmuro para mí. Edward está aquí, no sé qué está preparando, pero lleva los auriculares y no se ha dado cuenta de que no está solo. Va sin camiseta y con vaqueros, y por primera vez me doy cuenta de que tiene un tatuaje en la espalda.
Se me acaba de quitar la resaca de golpe.
Como la acosadora que soy, me acerco hasta que veo bien el trazo de la tinta. Es un dibujo étnico, sin nada especial salvo que parece destinado a embellecer su ya gloriosa espalda, marcando sus músculos con cada línea. Creo que cuando estudié anatomía no existían tantos músculos entre el hombro y la columna. Me llama la atención una línea más pálida, es una cicatriz muy larga, de intervención quirúrgica, que recorre su espalda de arriba abajo y hacia fuera. Me estremezco por dentro, eso no fue algo pequeño. ¿Qué le pasó?
De repente se gira y me sorprende mirándolo. Agranda los ojos, después mira la hora en el reloj del horno, parece sorprendido.
—Lo siento, no he mirado la hora. Buenos días, Bella.
¿Por qué se disculpa? ¿Por alegrar mis retinas para todo el día?
Se quita los auriculares y se pone una camiseta que hay tirada sobre una de las sillas de la cocina mientras miro hacia otro lado para que no note que me lo estaba comiendo con los ojos.
—Tienes un tatuaje —susurro, quería darle los buenos días también, pero me ha salido esto. Supongo que las neuronas que han sobrevivido a la resaca están ocupadas almacenando su espalda tatuada en el Fort Knox de mi cerebro.
—Sí. Me lo hice hace años. —Se gira hacia la encimera que, dicho sea de paso, es el escenario de algunas de mis fantasías más calientes con él, y se vuelve hacia mí con un plato lleno de tortitas en las manos. Ahora ya no solo babeo por su espalda tatuada—. Cuando yo era niño y tenía un mal día, mi madre me preparaba tortitas para merendar. Sé que parece un tópico, pero las suyas son las mejores del mundo. —Sonríe y me ofrece el plato—. He usado su receta. Creo que también alivian la resaca —me guiña un ojo y siento tal confusión de emociones dentro de mí que no sé de cual tirar para definir mi estado. Agradecimiento, amor, alivio porque no me haga sentir incómoda tras la escena de anoche.
Nos sentamos a la mesa de la cocina. Hoy me parece algo más íntimo que nunca, después de estar en el sofá en sus brazos siento que la máscara de profesionalidad que intentamos mantener se está resquebrajando. No sé en qué punto estamos, pero está claro que somos más amigos que jefa y empleado. Me asusta la idea de pensar en nada más, así que decido que la friendzone es lo más cómodo. Vamos a seguir por ahí.
—¿Tus padres aún viven en Forks? —Sé que él nació y se crio allí, y que vive en Seattle desde la universidad, pero quiero saber más de él. Es un tema seguro, sí señor.
—Sí. Voy a visitarlos de vez en cuando, y ellos vienen aquí. Los echo de menos.
«Es raro oír a un hombre adulto decir eso», pienso.
—Pareces un hombre familiar.
—Lo soy. Tuve la suerte de tener unos padres cariñosos que me acompañaron en mi crecimiento. Mi madre es maestra en el colegio de Forks. —Levanta los ojos de la tortita, que está cubriendo con tanto jarabe de arce que me están doliendo las muelas. No sé dónde se mete todo ese azúcar—. Ellos fueron los que me inspiraron cuando decidí estudiar pedagogía. Decidí que yo también podría acompañar en su crecimiento a otros niños, con cariño y dedicación.
—¿Y lo de ser enfermero?
—Mi padre es médico, también en Forks. —Me brinda una sonrisa—. Nunca me ha interesado el diagnóstico, pero sí ayudar a las personas en su sufrimiento.
Dios mío. No sé si esto de la friendzone es buena idea. Cuanto más habla, más ganas tengo de quitarle el jarabe de arce de los labios con mi lengua. Me quedo mirando su boca. Hay un silencio breve y vuelvo a mirarlo a los ojos, parece que esté esperando que le devuelva la pelota desde mi lado de la cancha.
—Mis padres están lejos, y los echo de menos —empiezo a explicar—. Cuando el padre de Renée me… me abandonó fui a refugiarme en mi familia, pero ellos viven en Jacksonville, así que no me puedo permitir verlos cuanto quisiera. —Me encojo de hombros mientras desvío la mirada. No ha sido buena idea tocar el tema de Michael precisamente hoy, pero con Edward mi lengua se suelta cada vez con más facilidad. Solo hablando, claro.
Siento la calidez de su mano sobre la mía y de pronto puedo respirar con más facilidad. Me muerdo el labio, la sensación es más que agradable, pero tengo que hablarle de anoche.
—Gracias por ayer. —Miro nuestras manos juntas y es como ver algo familiar, conocido—. Siento... haber llegado en ese estado.
Toma aire y siento como si su mano se acercase más a la mía, su tacto, su calor, todo parece agudizado.
—No me des las gracias, Bella. Estás pasando por un mal momento, necesitabas un amigo.
Lo miro y en sus increíbles ojos verdes hay un brillo intenso que no me parece muy amistoso, pero debo de estar imaginándolo. Parpadeo y de pronto suena la alarma de mi agenda. Nuestra burbuja se pincha y retiro mi mano.
—Tengo que irme. —Le dirijo una rápida sonrisa y me dirijo hacia mi dormitorio, sintiendo el peso de su mirada tras de mí.
.
Por la tarde llego a casa más pronto de lo habitual. Cuando abro la puerta mi hija viene corriendo a abrazarme, como cada día; me agacho para cogerla en brazos y miro por encima de su hombro.
—Michael. —Mi cara se ha quedado rígida como si me hubiera puesto una mascarilla de barro y hubiera dormido con ella puesta. Ha llegado antes de tiempo.
Mi exmarido se me acerca con una sonrisa tan tensa como mi cara. Detrás lo sigue Edward, que parece alerta, como si se estuviera preparando para cualquier cosa.
—Bella —dice mi ex, y saluda con la cabeza—. No sabía que habías contratado a un hombre para cuidar de nuestra hija. —La forma en que dice «hombre» y «nuestra», destacándolo por encima del resto de la frase, hace que la chispa de ira que he podido mantener a raya amenace con expandirse y provocar un incendio de proporciones épicas.
—Edward es un profesional perfectamente cualificado —mastico las palabras—. Es enfermero especializado en cuidados intensivos pediátricos y también pedagogo. Claro que eso no lo sabes, porque no estabas en la entrevista que le hice —espeto. De inmediato me arrepiento de mi exabrupto, no debo hacer esto con Renée en mis brazos.
Michael agranda los ojos.
—¿Y por qué se conforma con hacer de niñero? —inquiere suspicaz.
—Eso no es asunto tuyo —intento suavizar el tono mientras miro a Edward, que tiene la vista clavada en mi ex como si fuera a perforarle la cabeza con los ojos.
Paso por el lado de Michael con nuestra hija bien apretada contra mi pecho. Cuando me acerco a Edward, mi hija tiende sus bracitos hacia él. Creo que nota la tensión entre sus padres.
—Edward, upa —dice, y lo agarra del brazo.
Mi niñero la coge y escanea a mi ex de arriba abajo. Suspiro. Por más que me guste cómo cuida de mi hija, no es su padre. Miro a Edward a los ojos y parece leerme el pensamiento, porque, tras unos segundos, deja a la pequeña en el suelo.
—Hazme saber si lo de mañana sigue en pie, Bella.
No quiero echar a Edward, pero él le da un beso rápido a mi hija, coge su chaqueta de cuero y se dirige a la puerta.
—Vamos al comedor —espeto volviendo a coger a Renée.
—¿Mañana? ¿Qué sucede mañana? —inquiere mi ex.
Edward cierra la puerta de casa con algo más de fuerza de la necesaria después de decir adiós.
—Teníamos programada una excursión —contesto sin volverme—. Vamos a hablar.
Y eso hacemos. Me amarga en la boca cada palabra que uso para convencer a mi hija de que mañana podría pasar un día genial con su padre, noche incluida porque soy así de gilipollas, y que nuestra excursión podrá ser cualquier otro fin de semana. Michael ya sabe que nuestra hija no se va a ir con él a regañadientes, era nuestro trato, y despliega todo su encanto paternal. Como temía, no hace falta demasiado para que ella asienta contenta. Creo que echa más de menos a su padre de lo que yo pensaba, verlo una vez al mes no parece suficiente para ella, pero ¿qué hará él al respecto? Siempre ha antepuesto su trabajo a todo lo demás.
No le he preguntado si ha venido solo, ni siquiera sé si sigue con ella, pero eso ahora no me importa. Me importa que mi exmarido quiera jugar a papá con nuestra hija y ella termine herida si él se aburre. Me preocupa que se lo tome demasiado en serio y me quiera quitar a mi hija. Y me preocupa que tanta preocupación no me deje vivir.
Ajeno a mis miedos, Michael se despide de su hija hasta el día siguiente. Lo acompaño a la puerta, más que nada para asegurarme de que se larga ya y no se queda agazapado a oscuras en alguna habitación como el coco. Ya en la puerta, él se inclina para besarme la mejilla. Me aparto como si se me hubiera acercado una medusa y lo miro frunciendo el ceño.
—¿De qué va esto?
—Solo intentaba ser amable.
—Llegas años tarde, Michael.
Me observa entornando los párpados unos instantes. Aguanto su mirada azul, que parece sondearme.
—Me alegra que hayas podido encontrar a alguien —dice por fin.
Mis ojos se abren como platos.
—¿Alguien?
Su gesto se vuelve burlón.
—Vamos, no me vas a decir que entre Míster Poppins y tú no hay nada. He visto cómo te mira.
Aprieto los dientes y trago saliva antes de contestar.
—Como dice el viejo refrán, cree el ladrón que todos son de su condición. Y ten un poco de respeto y no seas tan sexista, Michael. No le pongas motes estúpidos —digo ignorando la voz de mi conciencia. Qué hipócrita soy.
Michael se encoge de hombros, mete las manos en los bolsillos de sus vaqueros y menea la cabeza a modo de despedida, momentos antes de desaparecer escaleras abajo. Cuando cierro la puerta y apoyo mi espalda en ella, su frase se repite en mi mente: «he visto cómo te mira». Sacudo la cabeza, como si ese gesto me ayudara a quitarme esa loca idea de la cabeza mientras me dirijo al sofá.
«La salida de mañana se suspende, Renée va a pasar el sábado con su padre y no volverá hasta el domingo, lo siento».
Arrojo el móvil a un lado del sofá y me quedo mirando la pared de enfrente. Mañana será un largo día. Podría probar a ir a algún spa, es tarde para avisar a mis amigas, así que tendré que ir sola. Espero un par de minutos a ver si hay respuesta y, al no ser así, me siento culpable de repente. Quizá Edward había cancelado algún plan para estar con nosotras. «Algún plan con una chica», me dice una voz venenosa dentro de mí. Respiro profundamente y vuelvo a coger el móvil, se ha quedado boca abajo y la cámara me observa como un cíclope burlón. Tecleo rápidamente:
«Espero que todavía puedas quedar con alguien, de verdad que lo siento».
Edward ya está escribiendo cuando he terminado la frase.
«Podemos hacer la excursión sin Renée».
Así, en seco. Sin emoticono. Sin que pueda imaginarme si lo dice por compasión, por eso de la friendzone o porque quiere estar a solas conmigo. Con este último pensamiento mi estómago hace una cosa rara dentro de mi abdomen, algo así como un triple salto mortal, no sé si tiene ganas de arrojar todo su contenido hacia arriba o hacia abajo; mi respiración se acelera y mi corazón parece haber recibido una dosis de cafeína en vena.
Me muerdo el labio mientras sopeso la respuesta. Al fin y al cabo, somos amigos. Unos amigos pueden ir de excursión juntos, ¿no?
Antes de que mi Pepito Grillo me detenga, he tecleado la respuesta.
«Sería genial».
«Perfecto. Mañana paso a buscarte a las ocho y media».
Trago saliva, mi ritmo cardiaco parece el de un tren de alta velocidad.
«No es una cita, no es una cita», me digo a mí misma mientras corro a preparar la mochila.
Al día siguiente, Michael llega puntual a buscar a nuestra hija. Resisto la tentación de preguntar a mi ex dónde está su novia, aquella que se tiraba cuando aún era mi esposo. Si fuera una hechicera protegería a mi pequeña con una maldición para que esa guarra no la tocara. Lo miro mientras le pone el abrigo a la pequeña y me doy cuenta de que algo ha cambiado en él. Lo veo más cariñoso que antes, más suelto, como si se hubiera quitado unas invisibles cuerdas que limitaban sus movimientos.
—Ella no viene —dice mi ex mientras le abotona la chaqueta a la peque. Arrugo el ceño, sigo siendo transparente para él—. Lo hemos dejado.
No sé qué decir a eso y no creo que ahora importe, aunque dentro de mí mis ventrículos y mis aurículas bailan el mambo. No es porque quiera volver con él, que no se me malinterprete, pero me alegra que aquella mujer no tenga contacto con mi hija. Abrazo a Renée y la beso en las mejillas y la cabeza mientras aspiro su aroma infantil.
—Pásalo muy bien con papá —le digo, aunque con ello me duele la garganta más que la vez que tuve amigdalitis y estuve a cuarenta de fiebre—. ¿Dónde la vas a llevar? —Miro a mi ex.
—Donde ella quiera. Y si no, ya se nos ocurrirá algo.
—¡A la Aguja Espasial!
Mi hija tiene obsesión con ese conocido edificio de la ciudad desde que la llevé en Navidad.
—Muy bien. ¡Pues allá vamos! ¡Volando! —Su padre la toma en brazos y ella se ríe mientras la coloca a modo de Superman y sale por la puerta.
No puedo evitar sonreír cuando los veo, pero esa misma sonrisa se cae de mis labios en cuanto desaparecen de mi vista. Me quedo en el umbral durante unos minutos mirando al lugar por donde ha desaparecido mi pequeña y, aunque debería alegrarme que se vaya feliz con su padre, me siento vacía. Cierro mientras mi pecho se comprime y parece encoger, mi cara se contrae y empiezo a derramar lágrimas.
El timbre me sobresalta mientras me estoy sonando los mocos. Me miro un momento en el espejo del recibidor y observo la imagen que voy a mostrarle a Edward. Me encojo de hombros y suelto un bufido. Esto no es una cita, no tengo por qué fingir que soy una mujer estupenda, perfecta, que no carga una mochila de inseguridades y problemas a sus espaldas. Como muchas personas, joder, y tampoco pasa nada. Soy una mujer dura. Abro la puerta forzando una sonrisa, más tirante que si me hubieran puesto una pinza en cada mejilla.
—Creía que íbamos de excursión, no a matar a Batman —dice Edward muy serio.
Suelto una carcajada.
—Ese chiste no es tuyo —le digo fingiendo indignación.
—Lo sé, pero he conseguido que rieras.
Al escucharle, mi corazón vuelve a bailar, pero ahora se parece más a un hip hop. Nos quedamos mirando fijamente, él lleva un grueso anorak verde caqui colgando del brazo, unos pantalones gris oscuro de montaña y un suéter negro. Su cabello cobrizo está tan deliciosamente despeinado como siempre y sus ojos… hay algo nuevo en sus ojos, es el Edward de siempre pero al mismo tiempo no, como si lo hubiera suplantado un gemelo lujurioso.
—¿Quieres… quieres desayunar o salimos ya?
—Ya he desayunado. ¿Tú… estás preparada? —Me observa preocupado y sé que lo dice con doble sentido.
—Sí, pasa un momento, solo tengo que ponerme las botas de montaña y coger el anorak.
Me aparto y le hago un gesto para que entre, él sonríe de una forma que hace que de nuevo me plantee si esto es buena idea. Solo él puede conseguir que mis sinapsis se bloqueen con ese sencillo gesto. Entra y deja la mochila en el suelo, se vuelve para mirarme de arriba abajo. Llevo vaqueros y un suéter gris perla corto que, lo reconozco, es más sexi que abrigado.
—Espero que lleves ropa adecuada. ¿Has mirado el pronóstico del tiempo?
—He visto que la media de temperatura es de unos diez grados, como aquí. Nunca he ido en esta época del año.
Él asiente.
—Yo sí, varias veces. Era una de las excursiones favoritas de mis padres. No te fíes de la temperatura, la sensación de frío es mucho mayor que aquí por la humedad —explica— y el cielo suele estar nublado. Es mejor ir preparado. Llévate un forro polar o una camiseta térmica por si acaso.
—Sí, papi —digo mientras le hago una mueca, aunque lo que me dan ganas de hacer es sacarle la lengua, porque ha usado conmigo el mismo tono que con Renée.
Me levanta una ceja y me dan ganas de decir: «he sido mala, castígame», pero me muerdo la lengua, como es obvio, y antes de que se me suelte doy media vuelta y me meto en mi habitación para seguir su consejo. Me cuesta un buen rato hasta que me doy por vencida. No encuentro ninguna camiseta térmica, la última que tuve la tiré casi nueva porque jamás la usaba, y ya llevo puesto un jersey, no me cabe un forro polar encima. Confío en que con mi anorak tendré bastante, aunque también es corto. Me favorece más que el grande, el de ir a la nieve, y hoy necesito una dosis extra de autoestima.
.
He estado muchas veces a solas con Edward, pero algo en esta situación hace que me sienta más nerviosa de lo que esperaba. Me retuerzo las manos mientras miro el paisaje urbano de Seattle a través de la ventanilla.
«Solo somos amigos, no sé qué me pasa».
Bueno, sí lo sé: que no tenemos carabina. Las veces que he estado a solas con él, no ha sido realmente así. Renée estaba cerca, aunque fuera en su cama durmiendo. Esta situación es completamente nueva para los dos. Echo un vistazo a su perfil, él parece de lo más tranquilo al volante de su Volvo. Nota que lo miro, vuelve un momento la cara y me sonríe. No una sonrisa tipo Joker, como la mía de antes, sino una auténtica, de oreja a oreja, que se me contagia.
—Espero que estés en forma, porque no voy a subir la montaña a ritmo de caracol —me dice en modo engreído.
—Por supuesto, te voy a dar una paliza. Voy al gimnasio, ¿sabes?
—Por supuesto que lo sé —me dice negando con la cabeza.
Lo miro y su sonrisa no ha cambiado, pero yo trago con dificultad, recordando el momento en que nos vimos por primera vez. Miro el paisaje intentando borrar su imagen de perfecto dios griego de mi mente.
—Te has sonrojado —dice.
—Tienes la calefacción alta —me quejo. Le echo un vistazo y veo que está apretando los labios. Seguro que aguanta una sonrisa, el muy…
—No he puesto la calefacción, Bella. Te has sonrojado por lo del gimnasio, lo sabes perfectamente.
—Entonces deberías dejar el tema —me quejo, molesta.
—Nop. El elefante en el coche no me deja conducir a gusto. Además, me gusta cuando te sonrojas.
Lo dice como podría decirlo una amiga, solo que una amiga no me diría eso.
«¿Qué coño…? ¡Necesitamos un mapa para volver a la friendzone! Dora la exploradora, ¿dónde estás? ¡El mapa, el mapa, el mapa!».
—Pues estarás contento —suelto—, porque desde que te conozco he batido el récord de ridículos.
Suelta una carcajada que adoro. Es adictiva, y en cuando desaparece quiero más.
—A todo el mundo nos pasan cosas de esas, Bella.
—¿Como qué? —enumero con mis dedos—. ¿Equivocarme de vestuario y encontrarte desnudo? ¿Qué me encuentres en el sex shop de amiga? ¿Mostrarte dónde guardo mi aparato de… fisioterapia de suelo pélvico?
—Eso no es nada —insiste él—, de verdad. Le das una importancia que no tiene.
Cruzo los brazos sobre mi pecho.
—A ver, guapo, explícame alguna situación así.
—Quid pro quo, Clarice —sisea.
Imita a Hannibal Lecter tan bien que rio entre dientes. Le hago un gesto con la mano para que prosiga.
—Eso es. Adelante, por favor. Y sin censuras.
Se queda pensando unos instantes hasta que por fin asiente.
—Una vez, en Forks, cuando tenía quince años, mi madre me mandó a la pescadería del pueblo. Era verano y en ella trabajaba una sobrina del dueño, que ya iba a la universidad. Me gustaba mucho.
Me doy cuenta de que estoy apretando los dientes. No puedo evitar una punzada de celos, así de patética soy.
—De momento no veo nada que te haga competir conmigo para el trofeo Ridículo Máximo.
—Espera, mujer impaciente. En aquella época yo era muy tímido con las chicas.
—No puedo creerlo.
Se encoge de hombros.
—Llevaba ortodoncia y gafas. No es algo que te dé confianza en tu sex appeal, sobre todo a los quince. El caso es que, cuando fui a repetir el encargo de mi madre me puse muy nervioso y, cuando por fin pude hablar, pedí «un culo de salmón».
Suelto una carcajada. Imaginar a Edward en esa tesitura y observar al hermoso hombre en el que se ha convertido hace que, de alguna manera, la anécdota sea aún más divertida. Me cuesta dejar de reír y mi niñero me echa un vistazo con gesto burlón.
—¿Tienes suficiente o necesitas más?
—Más, por favor, ya sabes que últimamente no estoy en mis mejores días. Necesito una recarga de endorfinas.
—Bueno... A ver si recuerdo otra anécdota de la adolescencia, que conste que cada una vale por tres de la edad adulta, ya sabes que esa época es especialmente sensible. —Asiento y hace una mueca con la boca, siempre la hace cuando está pensativo—. Otra vez, con dieciséis años, fui a salir de una farmacia, una con las puertas de cristal tan limpias y transparentes que no me di cuenta de que estaba cerrada. El golpe fue tan fuerte que, a veces, creo que todavía me duele —dice frotándose la nariz con una mano. Me mira—. La farmacia estaba llena. Nunca más volví a entrar en ella. Prefería ir a una que estaba mucho más lejos de mi casa.
Lo miro sonriendo.
—Eso no es divertido, pero me sirve como ridículo.
Seguimos hablando con tanta confianza que, de pronto, me encuentro deseando que me cuente lo de la mujer que lo acosó. ¿Por qué no lo hace? Sé que hablar de eso debe de ser desagradable para él, pero es como si tuviera la necesidad de que lo hiciera… como si el recuerdo de aquella mujer estuviera creando una barrera entre nosotros.
Respiro hondo. No debería permitirme estos pensamientos. La friendzone es segura para todos.
Tras más de dos horas de agradable trayecto nos estamos adentrando en el parque nacional Olympic. Hay un amplio aparcamiento donde Edward deja su Volvo. Antes de salir del automóvil echamos un vistazo al móvil. En este parque hay zonas sin cobertura, y es mejor asegurarse de mirarlo todo bien ahora que aún podemos consultar la red. Me sorprendo, hay una alerta meteorológica que no estaba antes.
—Nieve a última hora del día. —Edward me mira frunciendo el ceño—. No contaba con esto. Quizá deberíamos dejarlo, conozco este clima y a veces da sorpresas desagradables.
—¿Estás de coña? —Levanto las cejas—. No pienso irme a casa. —No ahora, y no por las dos horas y pico de viaje. No quiero estar en casa llorando y pensando lo bien que lo está pasando Renée sin mí. No puedo, no quiero. Pero eso no se lo digo a Edward—. La alerta sale a partir de las nueve de la noche, para esa hora estaremos en Seattle de nuevo.
Me estudia, leo la duda y la preocupación en sus preciosos ojos verdes. Abre la boca como para decir algo, pero al final asiente en silencio. Salimos del coche y el aire fresco me acaricia la cara, junto a los suaves rayos de un sol que aquí arriba es casi inexistente. Es un buen presagio.
.
La helada nieve me abofetea con la fuerza del viento. Mis dientes castañetean como si quisieran romperse, y lloraría si no pensara que las lágrimas podrían congelarse en mis ojos, dificultando mi visión más aún.
—Vamos —la mano de Edward tira de mí con fuerza—, el refugio no está lejos.
El refugio. La palabra hace que mi cerebro se deshiele lo suficiente como para mandar la orden a mis extremidades y moverme. Eso, y la firmeza de la mano de Edward sujetando la mía. Él conoce esta zona, gracias a Dios. En el momento en que se dio cuenta de que el tiempo empeoraba tan rápido que no nos daría tiempo de volver al coche, nos encaminó hacia uno de los refugios para turistas.
Entre las ráfagas de nieve distingo una cabaña, y eso me da fuerzas. En breve llegamos y Edward empuja la puerta. El interior es frío, pero no tanto como afuera, y mi niñero se apresura a poner leña en la chimenea y encenderla. Por supuesto, es un excelente boy scout. Cuando se da la vuelta y me mira, leo el horror en su expresión.
—¡Bella, tienes la cara azul! —exclama con alarma.
Se levanta en un instante y se acerca a mí. Me había quedado hipnotizada mirando sus hábiles manos y ni siquiera me he quitado la ropa. En realidad, me siento como Ana cuando Elsa le lanzó uno de sus rayos de hielo, solo que en lugar de desmayarme me he quedado así, como un cubito. Creo que solo puedo mover los ojos. No sé si el cerebro se me empieza a congelar también dentro del cráneo, porque hasta para mí resulta absurdo pensar en Frozen en este momento.
Edward coge apresurado mantas y sábanas de un armario que yo ni había visto y prepara el camastro del pequeño refugio. El lugar apenas empieza a calentarse y yo a temblar como si bajo mis pies hubiera un terremoto magnitud tropecientos en la escala Richter. Resulta hasta doloroso.
—¡No te acerques al fuego de la chimenea! Hay que entrar en calor poco a poco —me advierte, ¡como si yo pudiese hacerlo! Ya me gustaría a mí poder moverme—. Vamos, quítate la ropa.
Jopé. La frase que más he deseado oír desde hace mucho tiempo justo en el peor momento, pero yo obedezco. No acierto a sujetar la cremallera por el temblor; Edward se acerca sin dejar su ceño fruncido y me quita el anorak, me toma en brazos y me tumba en el camastro. Otra escena que me había imaginado muy distinta. Allí me quita las botas, los mojados pantalones y los calcetines con eficacia. A pesar de mi obvio estado estuporoso, no puedo dejar de maravillarme de lo rápido que va. Comprueba que no tengo ningún dedo helado, lástima que yo apenas note el tacto de su mano sobre mi piel. De pronto lo veo quitarme el suéter.
—¿Qu-que hacess? —me sorprendo de poder hablar.
Me tapa con un montón de mantas rezongando por lo bajo que no le hice caso con la camiseta polar. Agrando los ojos cuando lo veo quitarse la ropa él también, ahora creo que mis neuronas frozen me están jugando una mala pasada. Contengo el aliento cuando aparta las mantas y se acuesta a mi lado con tan solo unos bóxers puestos. Me mueve a su antojo hasta colocarme de lado y él se acopla detrás de mí, rodeándome la cintura con su brazo.
—No te has quitado la ropa interior —gruñe en voz baja—. Quizá sea mejor así.
Edward y yo estamos haciendo la cucharita. Cierro los ojos y suspiro, concentrada en sentir el intenso calor que irradia su piel. ¡Dios! ¿Cómo puede ser? ¿Es familia de la Antorcha Humana? Una de sus piernas se coloca sobre la mía, y estoy envuelta de Edward Cullen. Suspiro, cierro los ojos y poco a poco mis temblores cesan. La habitación está ya caliente, noto mi cabello secándose, pero ni él me suelta ni yo se lo pido. Cuando por fin dejo de temblar empiezo a notar agujas clavándose por toda mi piel, mi respiración es superficial por el dolor que siento. Edward se aferra más a mí y la suave presión que ejerce alivia algo los pinchazos, pero no deja de ser una pequeña tortura. No sé cuánto tiempo pasa hasta que por fin me quedo dormida.
.
.
A partir de aquí, me he quedado sin ideas.
Es broma (ya veo cómo os reís...). La próxima actu en unos diez días. Dejadme algún comentario si podéis, hermosas.
Notas sobre el capítulo: No sé mucho de música clásica pero la Obertura 1812 de Tchaikovsky es una de mis piezas favoritas, ¡sobre todo los minutos finales con sus cañonazos! Fort Knox, como sabéis, es la reserva donde se guarda la mayoría de oro de EEUU. He usado el término inglés friendzone porque es tan utilizado en mi entorno que lo de "zona de amistad" me sonaba raro. La broma de "matar a Batman" se refiere a que la sonrisa de Bella es tan tensa y falsa como la del Joker y Edward la ha sacado de la serie Big Bang Theory, por si no la habéis visto.
Muchos besos a todas, cuidaos mucho.
Doc.
