Buenos días. Perdonad que haya tardado con este, pero el tiempo no da de sí. A ver si hoy puedo contestar los comentarios del anterior, gracias por todos y cada uno de ellos, me hacen muy feliz :).

Como siempre disculpad los errores, cuando mi beta pueda se pondrá con ello.

Ya no queda mucho, me aventuro a decir que como máximo tres. No será una sorpresa para mis lectoras habituales que he fallado en mi apreciación del número de capítulos, y eso que este tenía borrador. Como dice Nury Misú, hay que multiplicar por 1,5 el número de capítulos que digo al principio del fic. Veo que tiene razón (como casi siempre ;) ).

Disfrutad.

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Capítulo 6

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Llegamos a Seattle una hora antes de la que Michael me dijo que traería a Renée. Edward aparca cerca de mi casa y me acompaña hasta el portal. Es una sensación extraña, todo mi cuerpo vibra cerca de él, y los dedos me cosquillean implorando entrelazarse con los suyos mientras caminamos uno al lado de otro, pero tengo que contenerme. Respiro hondo y elevo las manos hasta las correas de mi mochila para soportar la tentación. El silencio entre nosotros es más denso que la nieve que cayó ayer, y me pregunto si él se sentirá igual que yo. Lo miro de reojo: tiene las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos de los vaqueros así que… soy mala, pero espero que sí se sienta como yo.

—Bien, ya hemos llegado —dice.

—Sí.

—Nos vemos mañana, ¿vale?

—Claro. Sigues trabajando aquí, ¿no? —digo mirando sus labios, mi nuevo pasatiempo favorito. Después lo miro a los ojos y lo noto tan lejano que me dan ganas de decirle que me escriba una carta desde donde está, porque no hay cobertura. Noto algo apretarse alrededor de mi garganta y fuerzo una sonrisa—. Hasta mañana.

Él asiente con la cabeza sin hablar, abro la puerta de mi bloque de apartamentos y entro sin mirar atrás, mientras me digo que no debo ser tan insegura. Solo está creando distancia para hacer esto más soportable.

Subo en el ascensor y, una vez dentro de mi casa, me apoyo contra la puerta de entrada y suspiro. Octubre está tan lejos como el puntito del que hablaba Joey de Friends. Para terminar de empeorar mi ánimo tomo plena y súbita conciencia, ahora que estoy en casa, de que mi imprudencia de ayer me podría haber costado cara. No sé qué habría pasado de no llegar a tiempo al refugio, no puedo permitirme tener tan poco seso, mi hija necesita una madre.

Unos golpecitos en la puerta me alertan de que hay alguien fuera. Sin mirar por la mirilla abro y me encuentro a mi niñero. Abro la boca y agrando los ojos.

—Edward, ¿te has olvidado de alg…? —Antes de que diga la «o», estoy apretada entre su duro cuerpo y la puerta cerrada de mi casa, su boca fundida contra la mía en un beso voraz que nada tiene que ver con «esperar hasta octubre». Su lengua me posee, sus manos están en mi trasero, mis piernas enroscadas en su cintura, mis pechos contra su torso, sus gemidos en mis pulmones, su sabor en mis venas… Es una experiencia nueva besar así, con todo el cuerpo. Sin incluir mi cerebro que, molesto como un mosquito en la noche, me zumba que Michael está a punto de llegar.

Como si Edward hubiera escuchado ecos de mi pensamiento, separa su boca de la mía y me mira a los ojos.

—Tenemos que parar —jadea frunciendo el ceño.

Se me escapa una risita tonta. Muy, muy tonta. En serio, creo que este hombre acaba de fundir la mitad de mi materia gris con este beso.

—No fui yo quien empezó. —Sofoco una sonrisa mientras me ayuda a aterrizar con elegancia. Sin embargo, a pesar de que mis pies tocan ya suelo firme, él mantiene ambas manos en mi trasero. Lo miro elevando una ceja acusadora.

—Ah, sí, perdona —se disculpa con mirada canalla.

Mueve las manos hacia delante y las deja sobre mis caderas. Me encanta sentir cómo me sujeta, ahora estoy de buen humor y hasta me apetece bromear.

—Creo que el recibidor de mi casa es una especie de agujero de gusano entre dos dimensiones espacio-temporales.

—A pesar de lo que tu agudo ingenio pretende sugerir, sé demasiado bien que no estamos en octubre. Solo ha sido... un beso de despedida.

—¿Van a ser así cada día? No es que me queje, entiéndeme.

Menea la cabeza con gesto triste y suspira.

—Después de lo de anoche, no debería haberte dejado en el portal de tu casa de esa manera. Ha sido muy frío y he querido corregir mi error. Pero, a partir de ahora…

El sonido del timbre me sobresalta. Abro los ojos desmesuradamente.

—¡Renée y su padre!

Me vienen a la cabeza escenas de películas de comedia, donde la mujer esconde al amante en el armario cuando el marido llega a una hora intempestiva. Lo cierto es que el muy capullo ha llegado antes. Edward no necesita que se lo diga y se mete en la habitación de invitados. Abro la puerta y el amor de mi vida se encuentra frente a mí, y no me refiero a la mitad de su material genético, que está a su lado con forma humana. Renée se agarra a mis piernas y me agacho para tomarla en brazos.

—¡Mami!

—Cariño —murmuro oliendo su cabecita.

Levanto la mirada hacia mi ex. Se le ve relajado y tranquilo, no como un adicto a las anfetaminas como cuando estábamos casados. Incluso se permite el lujo de sonreír, gesto que no le había visto en los últimos meses de nuestro matrimonio.

—Buenos días, Bella.

—Buenos días. Espero que lo hayáis pasado muy bien —me obligo a decir. Dejo a Renée en el suelo para que abrace y bese a su padre, como siempre hace para despedirse de él.

—Sí, muy bien —dice mi ex. Se pone en cuclillas y envuelve a nuestra hija en un abrazo tan tierno que parte del hielo que hay en mi corazón en el lugar que ocupaba antes Michael se deshace.

Antes de levantarse mira hacia mí y su gesto cambia. Parece como si hubiera visto un fantasma.

—Espero que ayer tú también lo pasaras bien —gruñe.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Tienes un chupetón en el cuello —acusa.

Me rozo la piel donde Edward me mordió ayer, no me había dado cuenta de que anoche me había marcado. Mis mejillas se encienden por la indignación.

—¿Me estás echando algo en cara, Michael? —espeto mirándolo con orgullo. Vuelvo a ser Elsa, la reina de hielo.

Mi ex me mira, estoy esperando que saque lo peor de él, a lo que me tiene acostumbrada, pero se limita a observarme fijamente unos segundos para terminar sacudiendo la cabeza de lado a lado.

—No. Solo te pido que tengas cuidado, sobre todo por Renée —dice, dejándome sin palabras—. Adiós, pequeña. —Acaricia la mejilla de nuestra hija, que le responde con una sonrisa, y se marcha.

Cierro la puerta y me apoyo de nuevo contra ella haciendo control de daños. No tiene derecho a juzgarme, lo sé, al mismo tiempo la maldita voz de mi conciencia me ve como quizá él me está viendo ahora, una mujer que se acuesta con el niñero de su hija. Parece… sórdido.

No, no lo es. Sórdido es lo que él hizo. Edward es un hombre maravilloso, que ha aparecido en mi vida en el momento en que más lo necesitaba. Es bueno para mí y para Renée.

Y en ese momento lo veo asomarse al recibidor, y cómo Renée exclama su nombre y se abalanza sobre él, la coge por la cintura y la eleva sobre su cabeza mientras ella ríe y patalea. Una sonrisa escapa de mis labios. Edward tenía razón, hay que esperar. No sé si tanto, pero no es algo que haya que decidir ahora mismo.

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Aunque mi mente me pida esperar y mi corazón esté de acuerdo, mi piel ha probado la dulzura de dormir con alguien que te abrace y esta noche siento una intensa añoranza, como si me hubiera dejado marcada no solo con su boca, sino con todo su ser. Edward se ha disculpado por haberme dejado la huella de su pasión en el cuello, pero yo me acaricio justo esa zona para contener la profunda sensación de soledad que me invade a estas horas de la madrugada. Una vez leí en un relato de Stephen King que la piel a estas horas es más fina, y le doy la razón. Doy la enésima vuelta sobre el colchón y me llevo un susto al ver a Renée al lado de la cama, mirándome con un brazo cerrado sobre su peluche de Winnie Pooh y la otra mano con el pulgar en la boca, iluminada apenas por la luz de la calle que penetra por la ventana. Y yo pensando en Stephen King. Menos mal que no lleva un camisón blanco y el pelo por la cara o me da un infarto.

—¿Qué pasa, cariño? —Le acaricio la mejilla mientras enciendo la suave luz de la lamparita de noche—. ¿Has soñado cosas feas? —. No es la primera vez que tiene una pesadilla, así que no cedo a la tentación de echar la culpa a su padre. Pero no puedo evitar tener cierto remordimiento, puede que la tensión que nota entre él y yo le haya provocado sueños desagradables.

—Sí, mami. Había un monstuo en mi amario. ¿Puedo domí contigo?

Lo pienso unos segundos mientras le acaricio la carita. Hace mucho que no acuesto a Renée en mi cama, lo solía hacer cuando estaba enferma para vigilarla mejor. Es un error hacerlo ahora, lo sé, porque mañana querrá volver a hacerlo, y al otro, y al otro… No me importa dormir con mi pequeña de vez en cuando, pero no cada noche. Si alguna vez llegara a hacerse realidad lo de estar con Edward la tendría que sacar de nuestra cama, y no quiero que se sienta desplazada de ninguna manera.

Se me ocurre que mi intuitiva hija ha captado mi necesidad de compañía y ha venido por eso, quién sabe. Exhalo el aliento y sonrío.

—Primero iremos a tu habitación y verás que no hay ningún monstruo. —No quiero darle la razón en sus miedos—. Después vendremos aquí y, solo por esta noche, dormiremos juntitas, ¿vale?

Después del ritual de comprobación nos metemos en mi amplia cama. Es curioso el efecto relajante que me produce tenerla cerca. Oyendo su suave respiración, poco a poco me quedo dormida. Cuando casi me rapta Morfeo, no el de Mátrix sino el dios del sueño, mi hija suelta una carcajada y dice algo que suena como «Edward». Me incorporo y veo que está dormida. Lo que me faltaba, mi hija habla en sueños y me recuerda el hombre que quiero borrar de mi mente para poder dormirme. Suspiro y, poco a poco, me quedo dormida de nuevo.

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Los días pasan, mayo nos deja y llega el mes de junio, y con él la cercanía del verano. Michael y yo continuamos nuestra relación tensa, donde yo me obligo a ser flexible por el bien de mi hija; tan flexible que dejo a Elastigirl como una aprendiza. Viene todos los fines de semana que no tiene guardia y, aunque son previsibles, a veces hay cambios de última hora como el del fin de semana en Olympic. Por otra parte, Michael no ha vuelto a hacer referencia a mi chupetón ni a una posible relación entre Edward y yo. En cambio, su amabilidad me resulta mosqueante. Parece que de un momento a otro vaya a volver a intentar besarme la mejilla, pero si se atreve le daré un rodillazo en la entrepierna. Me lo tomo con calma porque veo lo feliz que es mi hija con su padre. Parece que está aprendiendo a ejercer como tal, no me ciega tanto el rencor como para ignorarlo.

Y Edward… tiene la voluntad más férrea que he visto jamás. Mantiene las distancias con cordialidad y es fuerte por los dos, aunque a veces me derrito de placer cuando lo sorprendo mirándome como si yo fuera comestible.

Hoy, por fin, es el día de mi presentación del proyecto para la jefatura. Compito para el puesto junto a tres de mis compañeros. Espero que mi proyecto, junto a mi currículo, pueda convencerlos de que soy lo que ellos necesitan.

Renée se ha levantado pronto, quizá intuyendo que estoy nerviosa. Cada vez me deja más impresionada su capacidad para leer en los demás.

—Mami, ¿cuándo te casas con Edward? —Deja su vaso en la mesa y me sonríe con un «bigote» de leche sobre el labio mientras yo casi escupo el café del desayuno. Dejo la taza en la mesa y miro a mi hija como si hubiera hablado en arameo.

—¿Cómo dices?

—¿Cuándo te casas con Edward? —Se restriega la mano sobre la boca y le paso una servilleta.

—Ten. ¿Por qué dices eso?

—Porque sois novios.

—Hija, tu niñero y yo no somos novios. —De pronto me mosqueo—. ¿Qué te ha dicho papá?

Abre mucho sus grandes ojos marrones, tan parecidos a los míos, y dice:

—¿Papá?

Suspiro y me armo de paciencia, aunque todo lo que tiene que ver con mi ex me la drena, como si fuera un vampiro de paciencia.

—¿Papá te ha dicho que Edward y yo somos novios? —reformulo la pregunta intentando sonar tranquila.

—No. —Sacude la cabeza de lado a lado—. Pero Edward te quere y tú le queres.

—Claro que le quiero, cariño, es imposible no hacerlo, pero no por eso somos novios o vamos a casarnos, solo somos… amigos. Como tú y Jake —le nombro a su mejor amigo de la guardería.

Mi hija me mira sorprendida.

—¿Como Jake y yo? —Su cabecita le da vueltas un instante a lo que he dicho antes de volver a hablar, esta vez con cara de susto—. ¿No lo veré cada día?

Me cuesta un poco darme cuenta de las conexiones que ha hecho su mente.

—No, cariño, no he querido decir eso. —Suspiro—. Eso no va a pasar. No.

Me paso la mano por la cara y aspiro hondo, esta situación me recuerda uno de los motivos por los que no puedo dejarme llevar por mis sentimientos. Ya tengo bastante con lidiar con un exmarido que a veces parece estar esperando una continuación de la historia, como si fuera un espectador de una película de Marvel cuando ponen los títulos de crédito.

—Ni de coña —digo en voz alta.

—¡Mami! No hables mal.

—Perdona, cariño. —En ese momento llaman a la puerta. Edward sigue sin usar su llave si sabe que estoy en casa.

Me levanto y voy a abrirle. Antes de eso hago tres respiraciones profundas y convoco a todas mis neuronas a una reunión urgente para recordar nuestras clases conjuntas de mindfulness, pero parece que están todas en la retina, dispuestas a hacer la ola cuando lo vean, y han dejado sus puestos de trabajo en el córtex frontal. Así que cuando abro la puerta apenas tengo tiempo de tragar mi baba antes de que salga de mi boca. El Edward de primavera era delicioso, pero el de verano es impresionante.

—Buenos días —dice con una sonrisa, y entra en mi casa, una fantasía hecha carne, vestido con camiseta negra de cuello en pico y unos vaqueros que se agarran a sus caderas como si fueran las manos de una amante. Su cabello cobrizo está más revuelto de lo normal, y me dan ganas de despeinarlo del todo. Desde el episodio de Olympic el aire entre nosotros fluye cargado de partículas deseónicas (están los cationes, los aniones y los deseones, ¿no lo sabíais?).

—¡Edward! —Mi hija corre hasta él, da un salto y él la carga en sus brazos de esa forma que hace que yo tenga una ovulación múltiple. Si ahora me quedara embarazada tendría quintillizos—. Mami dice que no sois novios. —Siempre que leo anécdotas de niños, de esas de «tierra trágame» me hace gracia, pero no me imaginaba metida en una de esas justo hoy.

Cuando Edward me mira elevando una ceja siento tanto calor en la cara que creo que va a saltar la alarma antiincendios. Observo en aquellos dulces labios una sombra de sonrisa pugnando por salir a la superficie.

—Mi hija ha sacado sus propias conclusiones sobre nuestra amistad. —Me encojo de hombros aparentando que no me ha sido difícil decir esta última palabra—. Pensaba que su padre había estado murmurando, pero no ha sido así.

—Tu mami y yo somos buenos amigos, como Jake y tú.

Mi hija resopla.

Pos vaya —dice al tener la confirmación de la otra parte. Me siento un poco mal porque, en parte, la estoy engañando. No quiero que pierda confianza en sus dotes intuitivas, pero ahora no es el momento de explicarle nada, cuando en realidad no existe nada físico entre nosotros dos—. ¿Dónde vamos hoy? —pregunta cambiando radicalmente de tema.

—Luego lo hablamos. Primero tienes que terminar tu desayuno, pequeña —dice Edward con su tono más profesional.

Renée suelta otro resoplido pero asiente y, en cuanto la deja en el suelo, se pone a dar buena cuenta de su tazón de cereales. Suspiro. Me indigna y maravilla a partes iguales que algo que a mí me cuesta discutir durante minutos, a él le resulte tan fácil.

Edward concentra toda su atención en mí.

—Hoy es el gran día. —Hace un movimiento como si fuera a tocarme, pero se detiene en el aire y baja el brazo. Hard limit. Ahora me siento un poco como Christian Grey, pero a la inversa—. Vas a hacerlo genial, estoy convencido.

—Gracias por tu confianza. —Dibujo una temblorosa sonrisa—. Espero que los demás piensen como tú.

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La reunión con mis compañeros de la clínica transcurre sin problemas. Me doy cuenta de que mi presentación es mejor que la de los demás, lo cual no deja de sorprenderme pues, al contrario que Edward, yo no tengo tanta confianza en mí. Votamos en secreto y espero pacientemente a que termine el recuento. Mi móvil vibra y le echo un vistazo discreto. Hay una foto de Edward y Renée con los pulgares hacia arriba. Aprieto los labios para contener la enorme sonrisa que amenaza con aparecer en mi cara.

—Doctora Isabella Swan —dice la voz de mi jefe. Me lo quedo mirando y tardo dos segundos en procesar que es mi nombre el que ha salido en la votación.

—¿Yo? —es mi inteligente pregunta. Menos mal que mis compañeros no pueden cambiar de idea, o estoy segura de que en este momento se lo replantearían. Mi jefe sonríe, menos mal.

—Reciba mi felicitación más cordial —dice. Mis compañeros asienten y también sonríen—. Dejaré la clínica en sus manos a partir del primero de septiembre. Mientras tanto la pondré al día de todas sus funciones. Le aconsejo ir reduciendo sus horas de consulta para, poco a poco, tomar el mando. Así le dará tiempo de reasignar sus pacientes a otros médicos.

Asiento y agradezco a todos su confianza mientras, en mi interior, hay una especie de nudo que no sé a qué viene; esto es lo que he deseado desde hace meses, representa un ascenso laboral, social y económico. Tengo unas ganas enormes de decírselo a mis seres queridos, pero más aún de restregárselo por la cara a mi ex.

Cuando llego a casa Edward me muestra su alegría por mi ascenso, que le he comunicado en cuanto he tenido un instante para mandarle un mensaje. Mi hija no sabe bien qué ha pasado, pero me da un abrazo y me besa, feliz porque yo lo estoy. Tengo ganas de celebrarlo, y tomo el móvil dispuesta a comunicar la noticia a Angela, a Jessica y a Rosalie. También se lo escribo a mis padres. A Michael prefiero soltárselo a la cara.

Sentada a la mesa del comedor junto a mi peque, siento que debería salir alguna noche con mis amigas, pero eso va a esperar. Cuando se lo he dicho a todo el mundo que me importa me he dado cuenta de quiero celebrarlo primero con mi hija y con Edward. Me doy cuenta de cómo van cambiando mis prioridades. Mi niñero ya se ha marchado a casa, pero puedo mandarle un mensaje. Lo haré en cuanto termine de colorear este dibujo. Renée y yo estamos disfrutando de un momento mamá-hija, de esos que Edward con su voz de supernannyman calificaría de «tiempo de calidad». Sonrío al imaginar su cara de profesional. También tiene otras caras que me gustan más.

—Mamá, Ariel no tene el pelo así.

Ensimismada, me doy cuenta de que estoy pintando el pelo de la Sirenita de color verde.

—Son algas, Renée. Ariel lleva una mascarilla de belleza. —Compongo un gesto divertido para hacerme perdonar, pero mi hija me mira y pone los ojos en blanco. Imita tan bien mi expresión que no sé si estar contenta o asustarme; apenas tiene dos años y medio, pero a veces se comporta como una adulta. Me hago la nota mental de quedar más veces para jugar con los amigos de su antigua guardería, sobre todo con Jake, alias mocoboy. Esta niña necesita más compañía infantil.

—Cariño, ¿recuerdas que teníamos que hacer una excursión con Edward? ¿Qué te parece si la hacemos este fin de semana? Dentro de dos días —aclaro.

—¡Sí! —Aplaude con sus manitas—. ¿Vendrá papá?

Aspiro hondo para luchar con lo que aprieta mis pulmones. Tengo que acostumbrarme a esto, al fin y al cabo, no paraba de quejarme de que su padre no estaba implicado en la crianza. Pero duele.

—No, cariño, papá no viene.

—Vale —sonríe y sigue pintando.

Pienso que para los niños todo es natural mientras la progresión sea a más amor; ahora tiene el cariño de tres adultos para ella. No se le hace extraño, no pregunta, no busca segundas intenciones o tiene miedo a perderlo. Aún es demasiado pequeña para eso, y no quiero que lo aprenda tan pronto. ¿Podrá Michael seguir en su papel de padre? ¿Podremos Edward y yo continuar con nuestra relación profesional a pesar de que se mezclen más sentimientos cada vez?

Me froto la frente y cierro los ojos. Estoy pensando demasiado, como siempre.

—¿Te duele la cabeza, mami?

—Un poco, cielo —miento para no dar más explicaciones—. Voy a escribir a Edward. Podemos ir al Acuario y, si hace buen tiempo, pasear por Waterfront Park o incluso subir a la noria que hay cerca.

Esta vez tendremos a Renée con nosotros y la situación no será incómoda. Espero que diga que sí. La verdad es que no entra dentro de sus obligaciones acompañarnos al parque un sábado, pero tampoco lo entraba ir de excursión conmigo y lo hizo. Tampoco besarme hasta dejarme sin aliento y lo hizo. Tampoco desnudarme y… bien, ahora sí se me va la cabeza. Voy a invitarle, tengo que dejarme de tonterías.

Le envío el mensaje:

Hola, ¿tienes plan para el sábado? Renée y yo vamos a celebrar mi ascenso. Si quieres venir, te invito a pasar el día con nosotras.

Lo repaso antes de mandarlo, creo que no suena a mujer necesitada, sino a jefamiga. Esa soy yo, si es que eso existe. Espero pasar a ser algo más, pero el tiempo lo dirá, no me voy a poner nerviosa por eso.

Dicen que si te repites muchas veces una mentira te la terminas creyendo, pero en mi caso no funciona. Me retuerzo las manos de puro nervio hasta que recibo la respuesta, que son unos segundos.

Me encantaría.

Y con eso, el aire vuelve a entrar en mis pulmones.

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El sábado a las nueve en punto suena el timbre de mi puerta, esta vez no ha habido excursionus interruptus, pero, hasta que no veo la imponente figura de mi niñero en el rellano de mi casa, no termino de creerme que mi ex no nos vaya a fastidiar el día. Debería apodarlo Nube Gris, si no lo hago es por respeto a mi hija. Abro la puerta con una sonrisa enorme que Edward corresponde. No sé si la mía tendrá el mismo efecto en él, pero lo cierto es que empiezo a segregar endorfinas como si me hubiera dado un chute de alguna droga. Le echo un vistazo descarado de arriba abajo. Esta vez lleva una camiseta blanca de cuello en pico (me declaro fan incondicional de los cuellos en pico) y vaqueros negros. Me lamo los labios y cuando llego de nuevo a sus ojos veo que su mirada se ha oscurecido. Creo que estoy jugando con fuego.

—¿Listas? —su voz sale más ronca de lo habitual y carraspea.

—¡Siiiiiiiiií! —Renée está un pelín alterada, por decirlo así, con la excursión. Viene corriendo desde el comedor mientras prolonga la i y se agarra de la pierna de Edward. Es su nuevo pasatiempo: él camina con ella enroscada en su pierna como un koala, y mi hija se parte de risa.

Lo penoso es que la envidio.

—Solo me falta repasar las cuatro cosas que he metido en la mochila, un momento. —Me dirijo a la cocina y oigo que él me sigue por las carcajadas de Renée. Hago recuento en voz alta de lo que hay en la mochila para asegurarme de que está todo—. Botellas de agua, manta para picnic, muda completa de ropa para Renée, protector solar, tentempié por si tiene hambre, libreta, paquete de toallitas, lápices de colores… ¿qué pasa? —me detengo al ver que él está haciendo esfuerzos para no sonreír.

—Nada, nada —sacude la cabeza. Sus ojos verdes brillan con diversión y me entra un impulso casi irrefrenable de besarle.

Casi. Me cargo la mochila, que está estampada de unicornios y arcoíris, a la espalda. No sé qué encuentra Edward tan divertido, todo son cosas necesarias, y eso que no le he hablado de mi barra de labios, los pañuelos, el cepillo para el pelo, el espejito y los tampones porque se acerca mi periodo.

—Esa mochila pesa, deja que la lleve yo —dice cuando salimos de casa.

Lo miro dubitativa, la verdad es que me he pasado un poco con los trastos.

—¿Te da igual el estampado?

Me levanta una ceja.

—¿Bromeas? No hay nada que atraiga más a una mujer que un hombre con una mochila de unicornios —dice mientras me la quita para ponérsela él. Y, maldito, tiene razón. No sé si cualquier hombre, pero él sí. Es como si llevara un espray de feromonas a la espalda, me lo imagino caminando por la calle como el flautista de Hamelin seguido por hordas de mujeres con los ojos llenos de corazones.

Estoy divagando.

—¿Y tú para qué quieres atraer a las mujeres? —me oigo decir. Y eso es lo que pasa cuando divagas, que tu boca suelta lo que le viene en gana.

—Disculpa. He dicho una mujer. —Me mira fijamente y trago saliva. Siento que me tiemblan las piernas. Es aterrador y delicioso al mismo tiempo.

Renée interrumpe el flujo de miradas tirando de mi falda.

—¡Mami, vamos!

Ambos la miramos y, sin decirnos nada, le damos la mano. Siento que las cosas no son tan complicadas como parecen a veces.

Renée disfruta mucho en la visita al Acuario, no la había llevado antes porque era demasiado pequeña, pero hoy está encantada. Es la primera salida larga que hacemos los tres, y Edward parece tan relajado como yo. Si la tensión sexual fuera un dementor, Renée sería nuestro patronus. Ambos estamos pendientes de ella y de que disfrute, y su felicidad es la nuestra. Me siento libre de preocupaciones por primera vez en mucho, mucho tiempo. Sonrío mirando los unicornios de la mochila que lleva Edward y me siento una de ellos, en medio de un arcoíris.

De pronto escucho un grito.

Miro en aquella dirección, ese sonido espeluznante lo ha emitido una mujer con un bebé en brazos. Veo que mete los dedos en la boca del bebé mientras a su lado un niño pequeño, de unos cinco años, empieza a llorar. Hay algunas personas paradas mirando, sin reaccionar. Todo parece suceder en cámara lenta, es un tópico, pero lo veo así. Edward corre hasta allí, arranca al bebé, que está de color azul y no se mueve, de los brazos de su madre y lo pone boca abajo sobre su brazo mientras con la mano del otro le golpea la espalda repetidas veces de forma metódica. Soy vagamente consciente de que alguien a mi lado llama al 911 y pide una ambulancia.

—¿Por qué le pega Edward al bebé? —De pronto me doy cuenta de que mi hija está mirando, pero no quiero irme de allí por si él me necesita.

—El niño tiene problemas y Edward le está ayudando, no son golpes de hacer daño. No mires, cariño.

Mi consejo no funciona, obvio, Renée está fascinada por la escena y yo también. Las acciones de mi niñero son tan precisas que, incluso en esas circunstancias, me doy cuenta de que es un verdadero profesional. Respiro cuando veo que el bebé expulsa una gominola gigante de la boca y empieza a llorar débilmente.

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—Parece que el niño le dio una gominola a su hermano pequeño mientras la madre no miraba. —Edward inspira hondo pasándose la mano por el pelo—. Pobre crío, espero que no se sienta mal. Y la madre tampoco.

Sentados en el césped del parque cercano al Acuario, observo a mi niñero mientras por el rabillo del ojo controlo a Renée, que está durmiendo la siesta a la sombra, a nuestro lado, sobre la manta de pícnic. Mi niñero no me mira, tiene también la vista clavada en Renée, pero sé que una parte de él está muy lejos.

El bebé ha sufrido heridas en la garganta por la bienintencionada reacción de su madre; no se debe meter el dedo en la boca de un niño atragantado si no ves lo que quieres sacar, a ciegas puedes acabar enclavando más lo que le está dificultando la respiración o dañar los delicados tejidos de la garganta, pero en una situación así... uno hace lo que puede. Han tenido mucha suerte por la rápida reacción de Edward. En cuanto han llegado los paramédicos y han tomado los datos de mi niñero por si necesitaban alguna consulta nos hemos retirado, y Renée, qué estaba muy alterada por lo que ha pasado, se ha puesto a llorar. Nos ha costado lo nuestro calmarla, pero al final se ha dormido.

Espero unos minutos, él sigue en silencio, un silencio que no quiero romper. Miro su bello perfil y, más consciente que nunca de que amo a este hombre, no puedo contenerme y alargo la mano para acariciarle la cara. Necesito que vuelva, que comparta conmigo eso que lo mantiene aislado de mí, si es que está preparado. Cuando mis dedos le rozan cierra los párpados y levanta la mano para apretarlos contra su mejilla. De pronto se tumba en el suelo tirando de mí. Me coloca encima de él y yo apoyo mis manos en su torso, y sobre ellas la barbilla, mientras me centro en sus hermosos iris.

—Cuando trabajaba como paramédico, tuve un problema grave. —Toma aire y permanece en silencio mientras parece ordenar sus ideas. Por fin, sigue hablando—. Llevaba un tiempo muy cansado, pero no era el tipo de cansancio que se recupera con unas vacaciones. Era un cansancio del corazón. La UCI es un lugar muy duro para trabajar, y la pediátrica más aún. Los turnos como paramédico fueron la guinda del pastel. No escuché a mis compañeros de la UCI cuando me decían que había cambiado, que ya no era el de antes. Me angustiaba cada nueva responsabilidad que me caía encima por pequeña que fuera. Había perdido la confianza en mí, y lo que es peor, empecé a perder la empatía. No tenía cuidado al hablar con los familiares, no me importaban sus sentimientos.

Se calla y asiento. Sé que el síndrome del burnout tiene varias fases, y lo que me explica Edward es la segunda. La tercera y última implica un daño psicológico muy grave y difícil de tratar.

Edward aparta su mirada de mis ojos y observa el cielo. Quizá se sienta mejor si me explica esto sin mirarme, así que muevo mi cabeza de manera que apoyo mi oreja contra su corazón. Sus manos suben desde mi torso a mí nuca y me acaricia con delicadeza. El ritmo de su sereno latido se mezcla con el lejano rumor de conversaciones y risas en el parque. La fresca brisa acaricia mis brazos, y me siento en una burbuja de paraíso.

—Empecé a cometer pequeños fallos, nada importante, pero del tipo que combinados con otros igual de pequeños, pueden llevar al desastre. Mi supervisora de la UCI me aconsejó una baja laboral y ayuda psicológica, pero me negué. De alguna forma pensaba que podría salir yo solo de todo aquello, y que si admitía la derrota me sentiría peor. Hasta que, durante un turno de noche como paramédico, tuve que atender a un adolescente con un traumatismo craneal. Estaba en coma, y lo intubé. —Suspira—. Durante el viaje de vuelta en la ambulancia empezó a tener desaturaciones*. Yo estaba convencido de que era por el traumatismo y me empeñé en no detenernos. —Oigo su corazón acelerarse—. Mi compañero de equipo insistió en parar y comprobar si el tubo endotraqueal estaba en su sitio. Al final, mi compañero me noqueó y vio que él tenía razón. Recolocó el tubo y el oxígeno en sangre se normalizó.

—Te… ¿noqueó?

Su mano desciende a lo largo de mi espalda y vuelve a subir.

—Me golpeó. Me noqueó, literalmente. E hizo bien. Si no llega a ser por él, aquel chico habría sufrido una hipoxia y daños irreversibles.

Permanecemos en silencio unos instantes, pero no quiero que se prolonguen demasiado ahora que por fin ha abierto la caja de los recuerdos.

—¿Te… recomendaron irte, o te fuiste por propia voluntad?

—Hicimos un informe entre los dos donde reconocía mi error. Esta vez mi jefa ordenó que hiciera terapia y me cogiera la baja. Pero ya no volví.

No sé qué decirle, pero sé que es él quien debe llegar a sus propias conclusiones. Aunque una cosa sí que tengo muy clara:

—Estoy segura de que eres un profesional maravilloso, Edward. Lo sé.

No me contesta. Se limita a seguir acariciando mi espalda. Su corazón ha vuelto de nuevo al ritmo normal. Pasan los minutos y siento como cada vez respira más serenamente, tanto que parece que se ha dormido. Me aparto a un lado y me apoyo sobre un codo para observarle.

Está despierto.

Me toma la mano libre, la acerca a su boca y besa mis dedos de uno en uno sin apartar sus ojos de los míos. Es algo inusitadamente erótico. Al terminar, besa la palma de mi mano con la boca abierta, siento la humedad de su lengua recorrer mi piel hasta llegar a la muñeca. El aire se ha vuelto denso y me cuesta respirar. Su mirada verde se vuelve deseo feroz y hace que me paralice. Le echo un vistazo a Renée mientras trago saliva. La pequeña sigue durmiendo.

—Quiero pasar la noche contigo —susurra.

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*Desaturación: bajada de la saturación de oxígeno en sangre.

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Me odiáis, lo sé. Espero no tardar tanto con el siguiente. No me dejéis insultos, ¡que necesito amor!

Una nota: lo del pelo verde de la Sirenita lo escribí hace meses, así que no penséis que tiene relación con las opiniones a favor o en contra de la actriz que han escogido para interpretar a Ariel.

Otra nota: la historia que explica Edward, la del adolescente, está inspirada en un hecho real muy triste que sucedió en EEUU.

Gracias por leer. Gracias por dejar opinión.

Besos

Doc