Hola, hermosas y pacientes lectoras. Ante todo, he de disculparme con vosotras por la laaaarga tardanza en actualizar. En nueve años que llevo escribiendo fics jamás me había pasado, ni siquiera cuando fui madre. Han habido muchas circunstancias personales , unas buenas y otras malas, que han alejado a mi musa. Primero fue porque no tenía tiempo, entre las vacaciones y la publicación de mi libro, y cuando por fin tuve tiempo... tuve un disgusto familiar grave, así que me sentaba delante del ordenador y nada... Pero gracias a Dios aquí estamos de nuevo, mis chicos y yo.

Gracias a todas las que leéis, compartís y me dejáis vuestro amor con un comentario.

Siento que el capítulo sea algo más corto, pero lo bueno es que el siguiente está parcialmente escrito, así que como mucho (salvo designios del destino), en un par de semanas tendréis el siguiente. Creo que ya será el último, aunque quizá haya espacio para un corto epílogo. Dije en el primer capítulo que iba a ser corto y aun así lo he alargado más de lo que pensaba.

La historia, errores incluidos, es mía. Los personajes no me pertenecen.

A leer :)

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Capítulo 10

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Salgo de la clínica dispuesta a disfrutar del fin de semana. «A menos que me llamen por alguna urgencia relacionada con el trabajo». Intento olvidar eso, no tiene por qué pasar cada fin de semana lo mismo que el previo. Este podremos disfrutarlo los tres: Edward, Renée y yo.

—¡Bella!

No me lo puedo creer, «nube gris» está aquí, haciendo honor a su nombre. De pronto, la soleada tarde de junio parece una tarde invernal. Me pregunto si Michael sabrá que tan solo con oír su voz me entra frío, como si se tratara de uno de esos fantasmas de las películas de terror.

Inspiro con fuerza, me detengo y me giro.

—Michael. —Lo miro mientras se acerca a mí caminando deprisa. Su cara tiene algo que me provoca cierta nostalgia, pero no identifico qué es.

—Hola —dice jadeando un poco y sonriendo—. Estaba esperando a que salieras. —Frunce un poco el ceño y parece estudiarme—. Antes no salías tan tarde.

—Ahora soy la directora —digo con orgullo. Todavía no se lo había comunicado, esperaba decírselo a la cara.

Agranda los ojos y abre la boca.

—Vaya —dice por fin.

—Sí, vaya. —Una parte de mí está haciendo la ola y después un pequeño baile de la victoria, a lo Chandler de Friends. Veo que se recupera y una enorme sonrisa, que me deja descolocada, se extiende por su cara. Ahora sé por qué me genera nostalgia, me recuerda al Michael de antes de que otra persona se cruzara en nuestro camino—. Te felicito —dice exudando sinceridad.

—Ehh… gracias. —De pronto mi sensación de triunfo no lo es tanto. Cuando había imaginado este momento, Michael se volvía así como la bruja verde de la serie «Érase una vez», pero él parece contento de veras. «¡Madura, Bella!»—. ¿Qué haces aquí? No me habías avisado de que venías este fin de semana. —Aprieto los dientes, diciéndome a mí misma que no me va a quitar estos días con mi hija, los necesito.

—Quería hablar contigo en persona —dice con tranquilidad. Ha detectado mi actitud defensiva—. ¿Te apetece tomar algo en ese Starbucks? —Señala el establecimiento que hay en la esquina—. Supongo que puedes avisar a tu niñero —pronuncia las dos palabras con énfasis— de que llegarás un poco más tarde, ¿no?

«El sol está cayendo, el sol está cayendo», me digo a mí misma, pero esta vez soy yo la que se va a volver verde, y no de envidia. Hulk quiere aplastar. Con dos palabras pronunciadas de una forma que no me ha gustado, Michael es capaz de obrar esa magia, que no es blanca precisamente. Inspiro y exhalo centrándome en las sensaciones de mi cuerpo para hacer que se me pase el cabreo, pero me cuesta. El curso de mindfulness no me sirve con mi ex.

—Edward tiene un horario, y no me parece bien alargarlo porque a ti te dé la gana —espeto.

Mi ex asiente en modo zen, a él sí que le funciona el dichoso mindfulness o lo que sea que hace o está tomando. Antes, una salida como la que acabo de tener habría desencadenado una discusión.

—Como quieras. Este fin de semana estaré aquí, puedo llamarte y quedamos. Si te parece bien —dice con precaución.

Miro la hora en mi reloj y, tras un breve titubeo, suspiro largamente.

—Espera un momento. Prefiero zanjar el asunto ya. —No quiero volver a verle, así que le mando un mensaje a Edward. Cuando este me responde que no hay problema, miro a mi ex.

—Vamos, pero sé breve —digo sin más concesiones. Cualquiera que nos vea pensará que soy una borde con un tipo tan amable como él, pero, como todo, no se puede juzgar por las apariencias. Cualquier insinuación sobre mi vida privada es un campo de minas, y Michael debería saberlo.

No sentamos en sendos sillones ante un frapuccino, él toma aire para hablar después de darle un largo trago a su refresco.

—Vuelvo a Seattle, Bella —dice clavándome la mirada.

Parpadeo como una atontada.

—¿Qué? ¿Por… por qué?

Él arquea las cejas.

—No es la respuesta que esperaba, pero bueno… Ahora ya lo sabes.

—No te entiendo, Michael.

—Es sencillo… Cometí un grave error.

Se me escapa una risa ácida.

—¿Solo uno?

—Bella… —Suspira y mira hacia su bebida, que sujeta entre ambas manos. Se me ocurre pensar que va a calentar su frapuccino, porque no puedo pensar en cosas más complicadas, ha bloqueado todas mis neuronas—. Lo siento. No voy a borrar el pasado, no puedo, y sé que no estoy en tu futuro, pero quiero estar en el de nuestra hija. —Sus ojos azules vuelven a mí—. Ella y yo rompimos porque… —duda un momento. Me alegra que no haya pronunciado el nombre de la mujer con la que se acostaba—… porque quería que dejara de venir a Seattle para ver a Renée. Quería separarme de mi hija. Me di cuenta de que no era la mujer que yo había imaginado.

Nos quedamos mirando a los ojos por unos breves instantes.

—¿Has encontrado trabajo aquí? —por fin encuentro el aliento suficiente para hablar, mientras cierro los ventanales a la tormenta de emociones que empiezo a sentir.

—Sí, he recuperado el que tenía antes, han ampliado la plantilla. No es un puesto tan prestigioso como el que tenía en Nueva York —se encoge de hombros—, pero está bien pagado y podré estar cerca de Renée.

Lo miro y me dan ganas de preguntarle qué ente lo ha poseído, porque este no es Michael. Y, de pronto, me doy cuenta de que sí lo es, es el hombre con quien me casé. Ya no lo amo, pero ahora por fin recuerdo por qué estaba con él. Yo tampoco soy la joven inocente con la que se casó, hay demasiadas heridas en mi corazón y demasiado profundas como para olvidar, pero sí puedo perdonar... o intentarlo.

—Me alegro por ti —digo en voz baja. Le doy un largo sorbo a mi bebida mientras intento que no me tiemblen las manos.

—Bella… Imagino lo que te pasa por la cabeza, pero no voy a luchar por Renée. No judicialmente —dice, y tan solo oír esa posibilidad hace que se me cierre el estómago y no pueda tragar más. Dejo mi bebida en la mesa y me centro en las gotas de agua que rodean al vaso. Veo que tres confluyen y empiezan a deslizarse hacia abajo. Me muerdo el labio—. Solo quiero que sea feliz, que crezca sana y rodeada de cariño —prosigue—. Y creo que puedo ayudar en eso, aunque me haya dado cuenta tarde.

Un denso silencio nos envuelve, tan denso que los ruidos de la cafetería parecen rebotar contra él.

—Tengo miedo —susurro por fin.

Frunce el ceño.

—¿De qué?

Lo miro a los ojos, de nuevo creo retroceder en el tiempo, y veo de nuevo al hombre del que me enamoré, lo que afloja algo el nudo de mi garganta.

—De que Renée se encariñe contigo más aún y vuelvas a abandonarla —respondo—. O de que algún día la apartes de mí.

Su mano se mueve sobre la mesa y le da un breve apretón a la mía, suficientemente corto como para que no sea desagradable. Aún no llevo demasiado bien que me toque.

—Bella, entiendes que todo esto lo hago por nuestra hija, ¿verdad? No quiero forzar nada, no quiero quitártela, ni siquiera quiero una custodia compartida… aún —dice, y ese aún vuelve a cerrar mi garganta—. Quiero ser un buen padre, y lo estoy intentando. —Me mira fijamente—. Sé que te pido algo difícil, pero ¿me crees?

Lo pienso unos instantes y por fin asiento, aunque una pequeña parte de mí sigue temerosa, alerta.

—Te creo.

Cuando regreso a casa, Edward y Renée están en el suelo jugando a hacer torres con cubos de madera. De pronto me imagino a mí misma arriba de una de esas torres inestables, y me pregunto si no habré subido demasiado y me desmoronaré con facilidad. Tengo todo lo que llevaba tiempo deseando: por fin mi hija tiene un padre de verdad, tengo un hombre maravilloso en mi vida, y he llegado a ser directora de la clínica. No sé por qué tengo esta sensación agridulce que me invade.

Edward se levanta y se acerca a mí, me rodea la cintura con sus brazos y me besa los labios mientras Renée se agarra de mis piernas. Me siento amada, y todo eso barre la sensación desagradable para dejarme envuelta en pura dulzura.

Más tarde, cuando Renée se ha dormido, hablo con Edward de los planes de Michael.

—Me alegra que se haya replanteado las cosas. ¿Y tú? —pregunta él.

—¿Yo qué? —digo a la defensiva. Sé que mi ex ha tenido su iluminación y ha alcanzado el nirvana, Edward también la tuvo hace unos días y decidió no volver a su trabajo anterior. Pero yo no he llegado a ese punto, y no me gusta sentirme presionada.

—Lo sabes. No disfrutas con tu trabajo.

Me levanto del sofá y me dedico a caminar por el comedor. Cuando estoy preocupada, soy como una fiera enjaulada.

—Disfruto, pero de otra manera.

No contesta y lo miro. Me está observando con una mueca que da a entender claramente que no me cree. Me acerco a él, irritada.

—Edward, no puedo dejar mi trabajo. Ahora tú y Renée dependéis de mí.

—Cariño, eso no es cierto. Me he cuidado muy bien yo solito antes de conocerte —dice, dolido. Se levanta y se planta delante de mí, pero no me toca. Sus ojos verdes me miran con intensidad.

—Lo siento, pero sabes lo que quiero decir. Si me quedo sin trabajo tendrías que buscar otro empleo.

Se cruza de brazos y hace una mueca.

—No tendría problemas en encontrar a alguien —dice sin modestia, y estoy segura de que es cierto.

—Entonces Renée y yo nos quedaríamos… con el culo al aire, perdona la expresión. Yo no podría ir en busca de otro trabajo con una niña de la mano.

Por fin acorta la distancia que nos separa, sus manos me agarran los hombros con firmeza.

—¿Cuándo te meterás en la cabeza que ya no estás sola? —dice con suavidad.

—Edward… Yo... lo siento —murmuro. Ahora mis ojos se llenan de lágrimas, porque tiene razón. Estoy tan acostumbrada a luchar sola que lo sigo cargando todo a mis espaldas sin pensar que él me las cubre. (Eso ha sonado raro, pero me entendéis). Él me abraza contra su pecho.

—¿Olvidas que tengo una hermana niñera que os adora?

Es cierto, en pocos días y con unas cuantas visitas, Alice Cullen y yo nos hemos hecho amigas. Es como si los conociera desde siempre, a ella y a Jasper. Y también es cierto que mi hija los adora y que está encantada de quedarse alguna noche con ellos, pero…

—¿Cómo va a cuidar tu hermana de Renée? —pregunto, esta vez sin rastro de negatividad en mi tono—. Bastante tendrá con el recién nacido, cuando lo tenga.

—Serán unos pocos meses, después podrá ayudarnos. —Me encanta que use ese plural: ayudarnos. Me hace ser más consciente de que no estoy sola—. Además, yo tengo dinero ahorrado y tú también, ¿no? —Me viene a la cabeza todo el dinero que me pasó mi ex como parte de la manutención de Renée y que no he tocado por orgullo. Es mucho dinero. Me dije a mí misma que lo guardaría para la universidad de Renée, pero aún queda bastante para eso, y mal irían las cosas si no nos diera tiempo a ahorrar más. Además, ahora, me guste o no, debo contar con su padre.

No estoy sola, pero me da miedo, todo está cambiando tan rápido que a mi mente y a mi corazón les cuesta asimilar tantas cosas juntas.

—Necesito ralentizar un poco las cosas —verbalizo mirando los ojos verdes de Edward—, algo de tiempo para asimilarlo todo.

—¿Quizá hasta octubre? —Me rodea la cintura con sus brazos, enarca una ceja y me brinda una sonrisa ladeada, hace que tenga que apretar mis muslos al tiempo que mi corazón se acelera. Yo también sonrío, acordándome de lo poco que nos duró la pretensión de abstinencia. Bromeamos, pero sé lo que me quiere decir: cuando el corazón da un paso adelante, a la razón no le queda otra que seguirle. Y mi corazón no está con el trabajo que hago.

—O hasta el año que viene —bromeo yo también. Levanto una mano y le acaricio una mejilla con las yemas de los dedos.

—Quizá pueda convencerte antes de que pase todo ese tiempo —murmura acercándome más a él.

Y con eso mi razón decide correr un tupido velo.

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Días más tarde

Miro la hora en el reloj del ordenador del despacho. La reunión con los representantes de las aseguradoras ha retrasado mi agenda de citas, pero creo que me estoy acostumbrado a esto de la dirección de la clínica; aunque tenga menos tiempo para mis pacientes y mi familia, sigo diciéndome que la tranquilidad económica es fundamental. Apoyo los codos en la mesa y me froto la cara con ambas manos, respirando con serenidad. El sonido del teléfono me despierta de mi intento de relajación.

—¿Sí? —Sé que es la recepcionista, y que me llame a estas horas solo quiere indicar una cosa.

—La señora Clearwater acaba de llegar y pide ser visitada por usted.

Suspiro. Es una de mis pacientes más antiguas. La conozco bien y sé que no vendría a última hora por una nimiedad. Además, hace menos de un año que ha perdido a su esposo, con el que llevaba casada cincuenta años, y no parece capaz de superar el dolor de su falta.

—Adelante, anótela en la agenda.

La anciana entra con cara de circunstancias, más pálida de lo habitual.

—Siento molestarla tan tarde, doctora, pero no me encuentro bien. Me duele la barriga, y me cuesta respirar.

—¿Por qué no ha llamado al servicio de emergencias? —digo ayudándola a sentarse en la camilla.

—Lo había pensado —contesta la mujer—, pero quería probar primero si me podía ver usted.

Hago un rápido cálculo. Contando con que no tenga nada grave, y mi instinto me dice que no es así, voy a retrasarme más de media hora. Si la señora Clearwater tiene algo importante me quedaré con ella hasta que lleguen los paramédicos.

Exploro a la mujer rápidamente. Constantes vitales: pulso, respiración, temperatura… Todo mientras la ausculto. La mujer me dirige una sonrisa frágil y le correspondo antes de llamar a la enfermera que tiene su consulta de al lado de la mía y pedirle que le haga un electrocardiograma.

—Creo que voy a llamar a una ambulancia —digo con suavidad, sin perder de vista el trazado del aparato sobre el papel. Inspiro hondo, porque mi instinto no ha fallado: la mujer tiene un infarto. Los infartos en la gente anciana, sobre todo las mujeres, dan síntomas muy distintos que en gente más joven—. Van a tener que trasladarla al hospital. ¿Tiene a alguien que la acompañe? ¿Un familiar, una amiga?

—Mi única amiga está visitando a su hija en California. —Me mira fijamente pero no pregunta nada, supongo que mi cara lo dice todo—. Mi hijo está en viaje de negocios y mi hija vive en otra ciudad. Tardará en llegar, pero voy a llamarla para que vaya al hospital.

—Perfecto, yo también he de hacer una llamada. Vigílela, por favor, señora Young. Administre clopidogrel, salicilato y morfina según el protocolo de IAM. —Uso las siglas de infarto agudo de miocardio a propósito. La enfermera asiente y me retiro para llamar a Edward y acercar el desfibrilador. La anciana está estable, pero podía fibrilar en cualquier momento—. Hola, cariño. Escucha, voy… voy a tardar un par de horas. Tengo una emergencia y voy a acompañar a una paciente al hospital.

—Ningún problema, Bella. Avisa cuando vuelvas. Te llamaré para que te despidas de Renée.

El alivio inunda mis venas. No sé qué haría sin él y no quiero pensarlo. Suspiro al darme cuenta de que él es más consciente que yo de la situación y asume que voy a tardar más de dos horas. No me extraña que se lleve tan bien con Renée, ambos parecen dotados de un sexto sentido.

—Bien, porque la verdad es que aún no sé a qué hora llegaré.

—No te preocupes, ya me las arreglaré.

—Pásame a Renée. Por si acaso —digo pensando que es mejor que haga todo ahora.

Hablo un par de minutos con mi hija, que está encantada explicándome su día. La insto a hacer caso a Edward e irse a dormir sin rechistar —como si no le hiciera más caso a él que a mí— y le prometo que le daré un beso cuando vuelva a casa, mientras duerme. Lo que ella quiere es que la despierte, pero eso no va a pasar.

Entro de nuevo en mi despacho y reviso a mi paciente, la noto asustada y veo que palidece más aún al oír la sirena de la ambulancia afuera. La enfermera es muy competente y ya le ha colocado una vía.

—Yo la acompañaré hasta el hospital, Sue. —La tuteo, le tomo la mano y ella me la aprieta con fuerza. No la suelta hasta que los paramédicos la colocan en la camilla. Me mira con cara de perdida, pero vuelve a esbozar una sonrisa cuando subo con ella en la ambulancia y me siento a su lado.

—No sé qué haría sin usted, doctora.

Parpadeo varias veces mientras la mujer me aprieta la mano con sus frágiles dedos. Lo cierto es que tengo ganas de llorar, unas ganas inmensas que me atenazan la garganta, pero me siento mal porque la enferma grave es ella, la que está sola es ella, la que necesita de mí… es ella. Es mi propia iluminación, la plena consciencia de que mi trabajo no es solo diagnosticar y tratar a los pacientes, es acompañarlos en el largo camino de la vida. No soy su madre, no soy una guía espiritual… soy la que les da la mano cuando ellos la necesitan. Puedo quedarme, puedo marcharme, soy libre, pero he de pensar bien cualquier decisión, no solo por mí y por mi familia… también por ellos.

Estoy en la sala de espera de la UCI. No me quiero ir sin saber cómo está mi paciente. Levanto los ojos y veo salir al intensivista de guardia. Me mira con gesto extrañado.

—Pensé que se había ido a casa.

—Solo quiero saber cómo se encuentra.

—Bien… —me sonríe—… ahora. Ha fibrilado en cuanto ha entrado en la sala. La hemos chispado y ahora está sedada. Creo que usted le ha salvado la vida.

—Gracias.

—No me las dé. —Me mira fijamente—. Mis padres son mayores. Ojalá tuvieran un médico de familia como usted.

En estos momentos me siento como un médico antiguo, de los que visitaban a los pacientes en su domicilio, que estaban de guardia veinticuatro horas al día, y mi admiración va para ellos. Pienso también que hay cosas que son insustituibles y no han cambiado. En las modernas ciudades occidentales de millones de habitantes hay servicios médicos todo el día, siete días a la semana; hay ambulancias, hay telemedicina, pero hay algo insustituible: la compañía de un ser querido cuando estamos enfermos de gravedad. Entonces volvemos a ser unos niños desamparados en busca de su madre.

Una mano se apoya en mi hombro y me giro, sorprendida.

—Edward. —Mi inmensa alegría al verlo se ve interrumpida por la sorpresa—. ¿Y Renée?

—Con Alice. Estábamos en su casa cuando has llamado, se ha quedado con ellos. —Me sonríe y su magia actúa sobre mí, mi corazón late libre y sin presiones. No estoy acostumbrada a que cuiden de mí y, aunque él lleva tiempo haciéndolo, aun se me hace extraño. Supongo que terminaré por aceptarlo.

De pronto me abalanzo sobre él. Necesito sentir su calor alrededor de mi cuerpo.

—Bella, ¿qué sucede? —su voz suena preocupada mientras me rodea con sus brazos.

—Nada, que estoy feliz de tenerte aquí. —Lo miro y correspondo a su sonrisa—. Te quiero.

Arquea las cejas con una cómica cara de sorpresa que se diluye rápidamente en una expresión de felicidad.

—Lo sé —dice parafraseando a Han Solo en El imperio contraataca.

Me abrazo más fuerte a él y aspiro su aroma masculino. Me lo llevaría embotellado para esnifarlo como una adicta. Me imagino a mí misma sacando la botellita con su olor en medio de una reunión e inhalando fuerte mi droga particular.

En este momento me siento como Leia, una princesa que nada tiene que ver con las de los cuentos de hadas y aun así necesita que la rescaten. He estado aguantando contra viento, marea y tempestades en pie, luchando por seguir adelante tras el naufragio de mi matrimonio, por mi hija y por mí, pero ya no puedo negar más la realidad de mis sentimientos: amo a este hombre, y no me gusta el trabajo de directora, frío y burocrático.

Pero sé que ahora no es el momento de tomar decisiones. Me suelto poco a poco del abrazo de Edward y lo miro a los ojos. Vuelvo a dar gracias al hada madrina que lo puso en mi camino y sonrío.

—¿Vamos a casa? —murmura él sondeándome con la mirada, como si no estuviera seguro de qué quiero hacer ahora que por fin he podido soltar las palabras que mi boca retenía con cabezonería.

Asiento con una sonrisa. Me toma de la mano y, sin más palabras, tira de mí con suavidad hacia la salida del hospital. Estoy demasiado cansada como para poner en palabras nada de lo que pasa por mi mente o tomar decisiones, y él me deja mi espacio.

En este momento, creo que solo necesito hacer el amor con él y dejarme llevar por su magia.

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Os aseguro que intentaré que el otro tarde lo menos posible.

Y ahora, como diría un conocido escritor español, "he venido a hablar de mi libro" ;). Si os gusta la romántica histórica y os gusta cómo escribo, en Amazon me podéis encontrar como Maite Aleu y mi novela se llama "Antes de que las hojas caigan". Está disponible en kindle, papel y en kindle unlimited, en todos los mercados de Amazon. Si recibís un mensaje de "nueva historia" esta semana, no hagáis caso, será para anunciarlo a mis lectoras en general, no solo a las de este fic. Luego lo borraré antes de que me castiguen...

Besos a todas, se os quiere.

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