Un viejo enemigo

Texto de Diego Gutiérrez ( djegogutjerrez)

Ilustración de acid_0N

Uno de abril del I año triunfal

—Doctor, ¿estás bien?

La voz de Jamie sonaba lejana, apagada, y tardó en llegar al cerebro del alienígena mucho más que a sus oídos.

—Podría decirse que sí —respondió el Doctor, aunque su voz no mostraba mucha seguridad—, todo lo bien que se puede estar después de haber vivido en un mundo de ficción, al menos.

La TARDIS acababa de reaparecer, después de haber sido completamente destruida, y…

—¡Doctor! —dijo Zoe, alarmada, mirando a su alrededor.

A pesar de la horrible migraña que lo atenazaba, el Doctor se dirigió a ella, preocupado.

—El hombre, el señor que estaba con nosotros… —comenzó a decir la joven científica, asustada.

—El escritor está de vuelta en su casa, en 1926 —dijo él, ofuscado aún, pero sabiendo que era cierto—. Llegó al País de la Ficción por otro medio, por eso no está aquí con nosotros.

El silencio se impuso, y el Doctor trató de alejar de su mente las sensaciones que aún le perseguían. Cerró los ojos y, por fin, el olor a col hervida y perro mojado se fue desvaneciendo. ¡Qué horrible lugar! Sin embargo, el dolor que le atenazaba la mente no parecía irse. ¿Ese era el precio de usar su cerebro en aquella máquina, en aquel ordenador invasivo? El dolor parecía provenir de murmullos.

—Pero… ¿Dónde es aquí? —preguntó Jamie.

Estaban en la TARDIS, eso estaba claro, por lo que al Doctor le pareció una pregunta estúpida por parte del escocés. Abrió la boca y una sensación de urgencia le calló en el instante. Como si una de las voces le recordara algo. La TARDIS se había reconstruido, sí, pero el lugar en el que estaba justo antes era… Calor, urgencia, peligro.

Zoe fue más rápida que él, y conectó la televisión. En lugar de verse el río de lava que fluía por el inconsciente del Doctor, apareció una sala sobriamente decorada. Los tres respiraron con alivio.

—¿Deberíamos salir a ver dónde estamos? —preguntó Zoe, insegura.

Ella dudaría de la seguridad de la nave después de la última jugarreta, pero él confiaba plenamente en la TARDIS… Aunque nada le aseguraba que aquello podría ser un aterrizaje de emergencia elegido al azar.

Abrió la puerta de madera y salió lentamente, con cuidado, con sus dos acompañantes tras él.

La TARDIS se encontraba en una sala que parecía utilizarse para reuniones: una mesa elíptica, rodeada de sillas sencillas de madera. Un par de cuadros y un crucifijo adornaban el lugar. Se oyeron pasos de zapatos a lo lejos, y una voz cargada de autoridad.

—No quiero apresarlos, quiero que sean exterminados.

El Doctor se paró en seco, y en su mente sonó una voz: «No intentéis capturarlos, tienen que ser exterminados, ¿entendéis? ¡Exterminados!». Dio media vuelta y entró de nuevo en la TARDIS, asegurándose de que Jamie y Zoe le habían seguido antes de pulsar unos botones de la consola de mando.

—¡Doctor! ¿Qué pasa? —preguntó Jamie, con preocupación.

Él negó con la cabeza. Su dolor se había vuelto peor, y la consola no parecía reaccionar debidamente. Lo único que respondía era el salto cercano, de apenas unos años.

—Aquí hay peligro, nos vamos.

Y accionó la palanca.

Veinte de octubre del VI año de la victoria

Los disparos se repetían. Gente muriendo. El odio al distinto, la pura rabia nada contenida que explotaba contra una persona, matándola casi en el acto. La mente del Doctor repasaba sin descanso todo ello, apenas consciente.

—¿Estás bien?

De nuevo aquella pregunta.

El Doctor se irguió. Había caído al suelo al moverse la TARDIS, y su mente batallaba por mantenerse lúcida. Zoe y Jamie estaban a su lado, ambos con un rostro que denotaba profunda preocupación.

—Mejor que otras veces. Si empiezo a tocar la flauta es cuando deberíais empezar a temblar —dijo con una sonrisa forzada.

Sin embargo, había algo mal en todo aquello… Los disparos. No eran vestigios inconscientes, sino sonidos reales. Miró la televisión, aún encendida, de la nave: en su pantalla aparecía un lugar rocoso y nevado, donde pequeños puntos —personas, al parecer— parecían estar defendiéndose de algún tipo de ataque con disparos.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Zoe.

—Diez años más tarde, en un lugar algo alejado —resumió el Doctor con rapidez.

—¿Contra quienes luchan? —preguntó Jamie.

—Contra los horribles seres de los que huimos —la migraña de voces le había dado esa respuesta, aunque él mismo no supiera la razón.

El Doctor caminó por la TARDIS, inquieto. En cualquier otro momento, hubiera ido directamente a la batalla, intentando salvar a los hombres que luchaban y caían por su vida, pero las voces se lo impedían.

«Exterminar».

Sí, los estaban exterminando, pero el Doctor no podía hacer nada: si se intentaba acercar a la puerta, el dolor de cabeza aumentaba y le gritaba que era una idea horrible, y que no podía evitar lo que allí estaba ocurriendo.

Sabía a qué se enfrentaba, sabía que eran un peligro para cualquiera a su alrededor y que su sed de conquista no tenía fin. Pero su mente se negaba a darle su nombre. Cada vez que pensaba que lo tenía, sus sienes parecían explotar y se encontraba, de nuevo, en el punto de salida.

—¿Nos iremos? —preguntó Jamie, asustado al ver cómo el Doctor iba y venía en la TARDIS con las manos en sus sienes.

Luchó unos segundos más contra sí mismo y asintió.

—Nos vamos, tan lejos como podamos.

La TARDIS aún no estaba bajo su control. Parecía estar cargándose, lentamente, por lo que necesitaría un par de saltos cercanos más. Tres a lo sumo.

Un botón, el único a su disposición.

Esta vez, la palanca bajó con seguridad y precisión, a la vez que el cuerpo del Doctor.

La TARDIS y él aterrizaron a la vez.

Trienio del Terror

—Sí, estoy bien, estoy bien —dijo el Doctor, automáticamente, levantándose y colocando su chaqueta. Tener que soportar un desmayo cada vez que daban un pequeño salto era aún peor que la migraña. Bueno, casi. El dolor de cabeza estaba acompañado por palabras inconexas y ajenas a él. Su anterior aventura había hecho en él más mella de la esperada, pero no quería preocupar a sus acompañantes, que parecían estar perfectamente. Si así se podía describir a aquellas caras muertas de miedo.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó uno de los dos, el Doctor no estaba seguro de quién.

Miraron la pantalla y vieron una pared de ladrillo gris, enorme y lejana. Delante de ella había unos postes, más de veinte, y en todos y cada uno de ellos, una persona atada.

—¿Qué es eso…? —preguntó Jamie con curiosidad, acercándose al aparato.

Las personas tenían los ojos vendados, algunas trataban de liberarse sin éxito de las ataduras, el resto no se movía. El Doctor podía ver, aun estando sus ojos tapados, la decepción y la impotencia de aquellas personas.

—Zoe —dijo, simplemente, y ella apagó la televisión.

Las voces de su mente que habían gritado hasta ese momento ahora se habían hecho con un altavoz enorme y un megáfono, y le decían que ni se le ocurriera. Pero algo en su ser, la parte de él que había elegido llamarse «Doctor» le obligó a caminar hacia la puerta.

El dolor se hizo peor, así como los murmullos. Y peor. Cada paso era una tortura, pero no era un dolor incapacitante. Aún no.

Estaba a tres pasos de la puerta, y notaba cómo Zoe o Jamie le llamaba, tal vez fueran los dos, pero esas voces estaban fuera de su cabeza. El dolor se convirtió en sonido, ensordeciéndolo.

Dio un paso, y notó que ya no veía nada, solo un granate del color de la sangre que invadía toda su visión. Pero sabía a dónde se dirigía.

El último paso transformó su tacto, y todo él se volvió ardor que le invadía, cayendo al suelo de nuevo, por enésima vez aquel día. No llegó a ver lo cerca que había estado de tocar el pomo y abrir la puerta, afortunadamente, ya que el dolor de comprobarlo, unido al que ya generaba su mente, lo hubiera matado.

Penúltima parada

No notaba el ardor, y ya podía ver. Incluso escuchaba perfectamente las quejas y preocupaciones de sus acompañantes, que le hubieran sonado a gloria en aquel momento de no ser por la migraña, que aún no se había ido del todo. Las voces habían mermado.

—¿Dónde estamos? —Y, esta vez, fue el propio Doctor el que lo preguntó.

Zoe y Jamie se miraron entre sí.

—Le hemos dado a esos botones, al ver que no te recuperabas —dijo Jamie, compungido—, y a la palanca al final.

—Ha sido entonces cuando te has despertado —aclaró Zoe.

Entonces, acababan de aterrizar.

El Doctor se acercó a la consola, y vio que ese salto había sido de casi doce años. ¿Seguirían los…? Dolor de cabeza, de nuevo. «No» le decía «no es así».

¿Seguirían sufriendo aquellas personas?

Estaba seguro de que sí, y de que él no podría hacer nada. Se sentía tan impotente como las sentenciados a muerte que dejó tras sí doce años antes. Dos minutos antes.

Jamie se acercó a la pantalla para encenderla.

—No —dijo el Doctor, alzando la voz. No gritó, pues no hacía falta—. Nos vamos de aquí, no vamos a ver más.

No era la primera vez que huía, pero sí la primera que dejaba atrás a personas que aún podían salvarse.

« Pero es que no pueden» le rebatió el dolor de cabeza, que empezaba a mermar. Las ideas se aclaraban, y sentía que estaba, finalmente, cerca de terminar todo aquello.

El líder

Esta vez el Doctor se mantuvo firme. La migraña se mantenía, pero no llegó a provocarle un desmayo. Habían saltado otra docena de años y, por fin, la TARDIS parecía responder a los controles normales.

—Podemos salir de aquí —dijo a sus acompañantes.

Jamie sonrió, y Zoe parecía estar a punto de llorar de pura alegría: los dos se habían preocupado tanto que el Doctor lamentó de antemano sus siguientes palabras.

—Pero antes quiero ver que hay ahí fuera.

No se molestó en encender el monitor de la nave, sino que salió de ella directamente y lo vio, por fin, al causante de todo.

Conectado a una máquina sin la cual moriría, alimentado por un tubo, su piel demacrada y prácticamente muerto en vida.

—Tú eres… —comenzó el Doctor.

Pero no podía ser. El dolor de su cabeza se hizo casi insoportable, y el Doctor se dio cuenta de que no podía confundir a aquel hombre decrépito con uno de sus mayores enemigos, porque aún no lo conocía. Este pensamiento desapareció de su mente con el dolor.

Sus acompañantes llegaron tras él, y miraron al anciano que agonizaba: su vida artificialmente prolongada, con un reloj de bolsillo en mano que contaba los minutos, si no los segundos, de vida que le quedaban. Él los miró con sorpresa, pero no pudo articular palabra.

—¿Quién…? —comenzó Zoe.

—Estamos en España, en el último cuarto de siglo —dijo el Doctor, simplemente, y volvió a la TARDIS.

Eso pareció refrescar la memoria a Zoe, que conocía la historia perfectamente, y explicó a Jamie lo que había ocurrido. No eran los enemigos que él había temido en un primer lugar, sino otros, mucho más humanos. Habían llegado en el momento en el que se ordenó el bombardeo de Jaén, en el intento de invasión del Valle de Arán y en los fusilamientos masivos. Ahora estaban en la sala de hospital en la que el causante de todo ello moría de viejo.

—Así sois los humanos a veces —dijo con una lágrima en su rostro, caminando hacia la consola de mando—: indistinguibles de los Daleks.

Por eso no había podido actuar: porque hubiera significado cambiar la historia que, por desgracia, tan bien conocía. Sabía quiénes le habían hablado, aunque no conocía a la mayoría: él solo era el segundo.

Pulsó un par de botones, y giró una manivela. Todo funcionaba perfectamente.

—Siempre duele volver a verlo, pero algún día os libraréis de estas sombras, y no volveréis a mataros entre vosotros —aseguró—. Entonces no me necesitaréis más.

Acompañada por una mano firme, la palanca bajó de nuevo, prometiendo una nueva aventura.