«Paraíso sin ti. Ni imagino ni quiero.»

—Ana Rosetti.

Ese día Aioros se había despertado de mal humor.

Mejor dicho, se había despertado totalmente desganado, sin razón aparente. Apenas abrió los ojos, con una pesadez sorprendente, al Santo de Oro se le pasó por la mente la idea de fingir estar enfermo para no levantarse de la cama, quería seguir durmiendo, y sólo la idea de moverse se le hizo increíblemente difícil. Aunque al final lo hizo.

Se sentía como si no hubiese podido dormir en toda la noche, que apenas había logrado descansar una hora y media y su cuerpo protestaba. Apenas había logrado desayunar y la cabeza le dolía en la mesa mientras Seiya parloteaba sin cesar sobre sus amigos o la señorita Saori. No estaba seguro de si consiguió disimular lo suficiente su desánimo o Seiya prefirió no preguntarle al respecto. Pero hubo un momento en que la sonrisa del Pegaso se desvaneció un poco, agradeció por el desayuno y luego de dejar su plato en la cocina se despidió de su maestro y se fue a la casa de Libra, quizá para buscar a Shiryu.

De un momento a otro el sol de Grecia se sentía demasiado picante, los escalones eran más pesados de lo normal, sus compañeros eran más ruidosos y sus propios movimientos durante el entrenamiento eran torpes y lo frustraban. Cuando le tocó hacer pareja de entrenamiento con Shura, se atrevió a mirar a su compañero de pies a cabeza.

Se acordó del niño que solía correr con él durante el entrenamiento porque era demasiado tímido para buscar a sus otros compañeros, el que aquella noche lo miró con rabia y reprimiendo las lágrimas mientras lanzaba contra él el filo de Excalibur, el niño cuyo cuerpo apenas iniciaba su desarrollo ahora transformado en un hombre hecho y derecho, uno que lo miraba con arrepentimiento en los ojos pero el rostro casi siempre gélido. Miró a su alrededor, y todos estaban igual.

Los niños de enormes y brillantes ojos que alguna vez se le colgaban jugando de las alas se habían ido, y en su lugar había hombres que él aún no terminaba de reconocer. Entre Saga y él había una brecha que se esforzó en cerrar durante toda su infancia pero que ahora más parecía un abismo que lo incapacitaba de comunicarse con su compañero de otra forma que no fuese a los gritos. Athena ya no era la bebé que reía en sus brazos sino una mujercita ya en camino a sus quince años. Todos ellos habían crecido tanto.

Y él no pudo estar presente para ver todo esto.

—¡Aioros cuidado!

Aioria gritó muy tarde, porque el arquero no pudo esquivar el puñetazo de Shura en el pecho cuyo impacto fue tal que lo mandó casi volando contra una columna, se le salió un quejido al sentir la piedra áspera contra su espalda.

Aioria gritó muy tarde, porque el arquero no pudo esquivar el puñetazo de Shura en el pecho cuyo impacto fue tal que lo mandó casi volando contra una columna, se le salió un quejido al sentir la piedra áspera contra su espalda.

Shura se le acercó para ver cómo estaba.

—¿Estás bien?

—Sí, lo estoy —murmuró el castaño con la voz ronca. El semblante del capricorniano aparentaba indiferencia, pero sus ojos eran preocupados.

—Estás demasiado distraído. Ni siquiera te defendiste... ¿Seguro que estás bien?

—Estoy bien —contestó Aioros con más brusquedad de la que esperaba mientras se sacudía el polvo—. Creo que el calor me está afectando.

—Pero por lo general no te importa el calor —dijo Shura.

—¡Pues tal vez me he hecho más débil! ¡¿Está bien?!

Shura retrocedió asombrado. Aioros pocas veces alzaba la voz, pocas veces se la alzaba a él y aún más pocas lo hacía por algo tan trivial. Frunció el ceño.

—Relájate que sólo me preocupo.

—No necesito tu compasión, Shura —replicó el arquero y apartó de un empujón a su amigo para irse de ahí.

—¡¿De qué estás hablando?! ¡Oye, Aioros!

Shura persiguió al mayor mientras este atravesaba la arena y subía las gradas para salir del Coliseo. Consiguió agarrarlo por el brazo y notó como el sagitariano se tensaba, a la defensiva.

Ninguno de los dos se daba cuenta de que el resto de la Orden Dorada los observaba sorprendidos y nerviosos por el repentino temperamento de Aioros. En especial Saga, que tenía la mirada fija en su compañero arquero con una atención mejor disimulada que la de los demás.

—No sé lo que te pasa pero no es compasión, Aioros. Sólo estoy preocupado. Tampoco estoy diciendo que seas débil.

—Déjame solo, Shura... Por favor —respondió Aioros. Había bajado la voz, pero su mandíbula seguía temblando.

Shura no quiso decir nada más, sólo musitó un de acuerdo y soltó el brazo de Aioros, que no demoró en marcharse. Sabía que su amigo estaba teniendo uno de esos momentos y que lo mejor era dejarlo tranquilo y actuar como si nada hubiese pasado cuando se sintiese mejor, hasta que decidiera desahogarse. Quiso decirle el clásico mi puerta está abierta cuando lo necesites, pero no lo hizo porque sabía que si Aioros decidía contar con él lo haría sin dudar.

Había requerido muchísimo trabajo para que su amigo castaño decidiese confiarle lo que lo estaba aquejando, el sentirse atrapado entre dos eras distintas sin pertenecer a ninguna, la conciencia del paso del tiempo, la forma en la que de un momento a otro se mostraba tan cauteloso con sus compañeros como si no los conociera. Athena y Shion habían sido el apoyo principal, pero Shura se había quedado ahí respetando en lo que podía el espacio del sagitariano, pasando por alto como Aioros de manera inconsciente se alejaba de él como si siguiese siendo un niño inocente, hasta que Aioros estuvo preparado para sincerarse con él.

Sabía que no había manera de recuperar la vieja amistad luego de todo lo que había pasado, pero apreciaba a su amigo arquero a pesar de todo y estaba dispuesto a forjar lentamente una amistad completamente nueva si era necesario.

—¿Por qué lo dejaste ir sin más? —le cuestionó Saga mientras seguía con la mirada al castaño que se alejaba del Coliseo, igual que la vez que discutieron.

—Necesita un rato solo, Saga —contestó Shura.

Saga no replicó nada, pero en el fondo esperaba que Aioros sí decidiese estar solo o en todo caso, estar con cualquiera menos con ella. Quién sabe lo que podría hacer.

Aioros por su parte, llegó a su templo y sintió que podía respirar tranquilo. Mejor que la última vez en la que sintió que el mismo Santuario lo estaba asfixiando. Sabía que tendría que dar explicaciones, sabía que Saga le cuestionaría su comportamiento, que Aioria trataría de ayudarlo, pero no creía poder soportarlo. No ahora. Estaba confundido, exhausto, con la nostalgia y el sentimiento sordo de la pérdida haciéndole un nudo en la garganta. Empezó a caminar de un lado al otro en la sala, no se podía sentar porque seguía tan alterado que su cuerpo exigía movimiento, exigía algo que se negaba a darle rompiendo todo lo que encontrara, pero no quería volver al Coliseo y encarar a sus compañeros.

—¿Aioros?

No era buena idea acercársele cuando estaba así de agitado, y menos aún cuando era por sorpresa. Por mero instinto de defensa Aioros se dio la vuelta sin detenerse a procesar esa familiar voz femenina, se movió en microsegundos y su puño voló hasta chocar con la pared de piedra que se agrietó. Al compás un grito agudo acompañó el estruendo, y luego silencio.

Aioros, con su respiración agitada enfocó la mirada en quien había irrumpido en su templo, y sintió que el alma se le caía a los pies al ver a Mei encogida contra la pared, el rostro hacia un lado y una expresión de miedo con los ojos cerrados. Era evidente que lo había esquivado por un pelo, puesto que el brazo de Aioros estaba literalmente a centímetros de su cabeza.

Por pura impulsividad pudo haberle destrozado el rostro o algo peor. A ella, a quien no tenía nada que ver con el desastre que él era en esos momentos.

—¡Mei! ¡¿Estás bien?! ¡Por favor discúlpame, no te vi!

Aioros quitó a toda prisa su brazo de la pared y él mismo se alejó hasta estar a metro y medio de ella, lo suficiente para que pudiese huir de allí si le apetecía. Ella no dijo nada, lo único que hizo fue girar lentamente el rostro para encararlo y abrir los ojos. Aioros sintió que el corazón se le hacía pedazos cuando notó que lo veía con miedo, ni retazos del puro cariño con el que ella lo miraba normalmente.

Mei, tratando de regular su respiración musitó: —¿Qué... Ha sido eso?

Aioros la miró con preocupación, pero no respondió a la pregunta. Ella frunció el ceño.

—Aioros —lo llamó con tono severo, pero no abandonó la pared ni su postura titubeante—. Nunca te pones así a no ser que esté pasando algo grave ¿Qué sucede?

El arquero no sabía qué decirle. No era ninguna excusa decir que casi la golpeaba simplemente porque tuvo un mal día, y ella tenía razón, tenía que estar demasiado alterado para que su instinto defensivo hubiese estado tan activo y ella no era tonta. Pero no se sentía capaz de decirle todo lo que había estado sintiendo todo el día y mucho menos que esa no era la primera vez, pero no podía negarle al menos una explicación, pero...

—Aioros...

Se sobresaltó cuando sintió las delicadas manos de la híbrida sobre sus mejillas para hacer que la mirara ¿Cuándo se había acercado tanto? ¿Por qué ya no lo miraba asustada sino preocupada? ¿Por qué no había intentado arañarle la garganta con sus garras de gato cuando le lanzó el puño a la cara? No lo entendía y quizá nunca lo entendería, ella podía ser incomprensible, o quizá simplemente lo notaba tan patético que decidió arriesgarse para tratar de ayudarlo. Siempre lo hacía.

—No estoy enojada —le dijo con todo el amor que podía poner en su voz—. Pero puedo ver que no estás bien, Aioros. Por favor dime, si así lo quieres, te aseguro lo que me digas y lo que acaba de suceder no saldrá de aquí.

El Santo de Oro bajó la cabeza, se rindió.

—¿Podemos ir a mis aposentos? —terminó por preguntar. Ella asintió.

Aioros estaba seguro de que contaría únicamente lo más resumido de la historia y diría que simplemente había tenido un mal día. Ella seguro entendería que no deseaba hablar más de ello y lo dejaría ser, aunque preocupada, no tendría que exponerse tanto con ella.

Pero cuando estuvo solo con ella en la intimidad de su habitación, la misma en la que en la mañana hubiese querido quedarse para siempre fue como si todo filtro entre sus pensamientos y su boca se hubiese quebrado. Se le salió todo, su desgano durante todo el día, cuánto lo afectó ver tan crecidos a los Santos que eran niños cuando él desapareció, la destrucción repentina de la mayoría de sus lazos, cómo incluso sentía que sus poderes se estaban quedando atrás y como el propio Saga parecía verlo como el mocoso que creyó ciegamente que todo estaba bien cuando en realidad todo estaba mal.

Ella permaneció todo momento de pie mientras él, de nuevo caminaba de un lado al otro en la habitación sólo dejando escapar todo lo que tenía atascado en el pecho. Su tono de voz fue cambiando desde la incomodidad a la tristeza, de la tristeza a la ira, de la ira al desánimo y del desánimo a...

Llegó un punto en que dejó de caminar y, ya sin fuerzas cayó sentado sobre su cama. Sintió el nudo en su garganta, el escozor de sus ojos y una sensación similar a que le arrancasen la ropa y lo lavasen hasta en los huesos, se sintió totalmente expuesto, indefenso, estaba seguro de que si alguien atacase la casa de Sagitario ni siquiera podría invocar su arco. Estaba exhausto, le dolía la garganta de tanto hablar y quizá en un momento llegó a gritar.

Cuando sintió que un par de lágrimas se le escapaban trató de quitárselas con la muñeca, pero estas, indiferentes siguieron cayendo. Se sentía ridículo, no debería estar llorando, de hecho pensaba que era Mei la que debería estar llorando porque por su descontrol sobre sus impulsos casi le aplasta la cabeza. Ella no siquiera debería estar ahí, acompañándolo y viendo cómo se derrumbaba.

—Yo sólo... —logró decir con su voz tan quebrada que se sorprendió— Estoy cansado... De todo.

Mei se le acercó por primera vez desde que él empezó a hablar, arrastró una sillita en silencio y se sentó frente a él, luego levantó con cuidado las manos y apartó los brazos de Aioros que intentaba enjugarse el rostro.

—Lo siento, Mei —sollozó el arquero—. Por casi golpearte... Por verme así, por...

—Shhh —ella le tocó el rostro con ambas manos, igual que cuando estaban en la sala del templo, pero no se movió para secarle las lágrimas—. Sigue llorando si así lo quieres. Aquí estoy yo.

La respiración del Santo de Oro se agitó tanto que parecía a punto de hipar, el llanto había estallado con fuerza hace rato y él ni siquiera había dado cuenta, pero se permitió ser todo lo ruidoso que pudiera al menos por esta vez. Ya no tenía caso contenerse. Lo que pensaba que era agua debajo del puente le estaba llegando, de nuevo, con toda su fuerza. Pero era la primera vez que le sucedía en presencia de otra persona.

No supo cuánto tiempo permaneció sollozando frente a la Kunoichi, pero en algún momento terminó dejándose caer en el regazo de esta y mojándole la falda con sus lágrimas, ella no le dijo nada y acarició cariñosamente su pelo y espalda alta en todo momento. Hasta que se pudo calmar, algunas lágrimas seguían saliendo pero ya no lloraba sin control, el peso en su pecho y hombros ya no lo agobiaba tanto, pero seguía con la cabeza en los muslos de ella, debilitado.

—¿Por eso estabas tan decaído cuando te encontré de camino a mi casa? —preguntó ella tras un buen rato de silencio, sin dejar de pasar los dedos por su pelo.

Aioros en ese momento no confiaba en su voz, así que sólo asintió.

—Está bien —la voz de ella salió tan dulce que casi lo hizo llorar de nuevo—. Está bien que te sientas así.

—A veces siento que... Nunca podré quitarme esto de encima. Ya ha pasado tanto —musitó el arquero con la voz ronca.

—No lo sé —admitió Mei—. Pero cuando te sientas así siempre podrás contar conmigo. Te seguiré queriendo sin importar que tengas un colapso delante de mí.

Eso sí que consiguió reanudar el llanto del de ojos verdes.

Y ella no se quejó, siguió reconfortándolo hasta que el Sagitariano cayó dormido sobre su cama. Ella lo acomodó con dificultad puesto que era bastante pesado y lo cubrió con una cobija que sacó del armario.

—¡Aioros! —ese era Aioria, claramente estaba subiendo las escaleras y se asomó— Aioros ¿Dónde estab...

Al Santo de Leo lo interrumpió un fuerte Shh por parte de Mei mientras esta se llevaba el índice a los labios. Luego señaló al Sagitariano dormido y salió de la habitación mientras también ahuyentaba a Aioria con ambas manos.

—Vámonos —susurró ella. Aioria frunció el ceño.

—¿Qué le pasó a mi hermano? ¿Por qué duerme a esta...

—Dije vámonos, Aioria —contestó la mujer en tono severo y empujó al menor fuera de la habitación, luego cerró la puerta y dejó descansar ahí a Aioros.