«Y yo, perdido, ciego,

no sé con qué alcanzarte, en donde estés,

si con abrir la puerta nada más,

o si con gritos; o si sólo

me sentirás, te llegará mi ansia,

en la absoluta espera inmóvil

del amor, inminencia, gozo, pánico,

sin otras alas que silencios, alas.»

La voz a ti debida, Pedro Salinas.


-Alguien a quien amar-

Can anybody find me somebody to love?

Capítulo 6. Escurridizo


El tiempo es como el agua. Cuando intentas sujetarla es imposible. Se escurre entre los dedos, se desliza por todo el cuerpo y se derrama por el suelo. Se cuela entre las suelas de los zapatos, se cae, se pierde y la única opción del ser humano es mirar cómo se gasta, sin ser capaz jamás de detener su curso.

Eso justamente le estaba sucediendo a Charlotte. El tiempo se le estaba escurriendo por las palmas de sus manos a una velocidad que la asustaba tremendamente y no podía detenerlo —aunque eso ya lo sabía—, pero tampoco lo estaba aprovechando todo lo que le gustaría.

Las señales eran claras. Ella nunca había sido una mujer ingenua ni tampoco torpe y mucho menos lenta. Pero no podía arriesgar su vida entera por una situación que se le acabaría escapando de entre los dedos con una facilidad asombrosa; como el tiempo, como el agua. Así que su resignación luchaba por imponerse y la voz de su razón siempre estaba presente, en cada una de sus acciones y palabras. Siempre había sido así, de hecho.

Desde que era pequeña, le enseñaron que tenía que escuchar a su cerebro. Aquella voz que le decía, racionalmente, qué camino debía escoger. Ella, empeñada por completo en hacer lo correcto, lo que se esperaba de la heredera de la casa noble de los Roselei, siempre había escogido el sendero de lo que estaba bien, pero nunca el que más le había apetecido recorrer. Algunas veces, veía ese camino lleno de nubarrones grises, casi negros, y de espinas y minas en la tierra que la alertaban de que no debía tomarlo.

Sin embargo, sentía que la tentación la llamaba. Porque al final de ese camino en el que había tantas trabas y dificultades había también un estanque de aguas cristalinas y un jardín resplandeciente coronado de un sol brillante y puro.

Cada día estaba más tentada a coger ese camino. Pero cuando iba a dar el primer paso, su conciencia resonaba en su mente, impidiéndole aquel peligro del que no sabía si saldría viva, y se decantaba por el camino sencillo, monótono y aburrido; aquel que le aseguraba paz y estabilidad, pero que no era tan hermoso ni tan emocionante.

Qué difícil es escoger entre la razón y el corazón cuando uno de los dos caminos está viciado y tiene los días contados. Y qué difícil escoger un camino cuando tus propias decisiones no solo dependen de ti.

Sin embargo, aquella situación tan tortuosamente compleja parecía completamente sencilla cuando pensaba en las señales. Eran enormes, luminosas y claras, pero Charlotte era una mujer insegura que creaba cien escenarios en su cabeza en los que no se cumplían sus expectativas. Nadie podía culparla; ya todas sus esperanzas se habían derrumbado con anterioridad. ¿Qué iba a cambiar ahora? ¿Por qué sentía que, en ese preciso instante, sí era su oportunidad?

Podría ser porque Yami era una persona muy hermética que se disfrazaba detrás de las bromas y que le había mostrado una faceta que nunca antes, jamás, había presenciado. Sabía que la huella de la muerte de Julius debía estar, pero no sospechaba que fuera ni tan profunda ni tan dolorosa. Él mismo se lo había dicho con total libertad, con sinceridad, mostrando sus culpas y sus fantasmas. Y aunque Charlotte se sentía mal por su tristeza, un halo de esperanza la recubría completa, porque si una de las personas más cerradas a la hora de expresar sus sentimientos que conocía le había hablado de sus cargas sin pesar significaba que tenía la confianza suficiente con ella para hacerlo. Debía significar algo más.

Había estado intentado construir una solución para ayudarlo, pero el pasado no vuelve, el tiempo no retrocede, como el curso de un río tampoco lo hace, y los muertos no salen de sus tumbas para de nuevo comenzar a caminar, a vivir. Así que no podía revertir la situación, su duelo, su dolor. Lo único que estaba a su alcance era apoyarlo. Sin embargo, bien sabía que si lo hacía cada vez se acercaría más a él, el vínculo se estrecharía y la tentación de recorrer el sendero peligroso que acaba en brillantez absoluta volvería.

Había un problema: podía morir desangrada antes de llegar al oasis, y eso le producía un miedo insuperable que le había impedido tomar el sendero que sus anhelos siempre habían soñado con escoger.

En dos ocasiones, había sentido la cercanía de Yami más potente de lo habitual. Había podido respirar su aliento, mirar fijamente sus pestañas moviéndose a una ínfima distancia y casi había podido sentir el sabor de sus labios sobre su boca, como siempre había querido, pero había sido ella misma la que había boicoteado sus deseos. Y eso era bastante difícil de explicar.

Charlotte también tenía que reconocer que era una persona que no hablaba de sí misma con asiduidad. Por lo tanto, haber sido capaz de hablar sobre el pasado, sobre sus sentimientos amorosos, de forma directa con la propia persona a la que se los profesaba era un paso enorme, que hacía que se sintiera orgullosa por completo de su entereza y valor.

No era mentira nada de lo que le había dicho a Yami aquella noche en la que habían cocinado juntos tras ir al mercado; se alegraba de que nunca hubiese sospechado que ella lo amaba. No podría haber soportado una actitud lastimera por su parte ni tampoco que no la tanteara, que no le hiciera bromas, porque eso le permitió también conocerlo tal y como era.

De lo que sí se arrepentía era de no haber actuado antes. Charlotte intuía que su rechazo era un impulso producido por el miedo y el dolor de la pérdida y sospechaba que, cuando Yami le dijo que quería tomarse una taza de té con ella, su respuesta era distinta. No creía en absoluto que él estuviera enamorado en ningún caso, pero quién sabe, tal vez tenía alguna oportunidad de un posible acercamiento, por muy pequeña que fuera.

Pero la guerra se les echó encima y, como suele suceder, arrasó con todo. Y la oportunidad se convirtió en un bache, la esperanza, en humo y su conversación pendiente derivó en un rechazo repentino y que en el fondo no se esperaba.

Sin embargo, era tarde para arrepentirse. En ese momento, en el que veía más claras las intenciones del Capitán de los Toros Negros, le daba miedo volver a declararle sus sentimientos. Y esta vez no era por el rechazo, sino por las promesas que había hecho fuera de la burbuja aislada que le suponía esa misión.

Al principio, pensaba que dentro de la burbuja no pasaba el tiempo, pero era mentira. Era una ilusión que ella misma se había creado, porque sabía bien que no quería enfrentar el término de esos tres meses. El tiempo pasaba, su relación con Yami cambiaba y la fecha de su boda estaba cada día más cerca.

¿Qué pensaría él al enterarse de que se iba a casar? Porque sabía que tarde o temprano él conocería la noticia y no estaba preparada para decepcionarlo. Más allá de los sentimientos que tuviera ahora por ella, que ni siquiera había confirmado, estaba segura de que se sentiría defraudado por su comportamiento, por venderse de esa forma cuando ella siempre había proclamado que no necesitaba a ningún hombre para ser feliz.

Suspiró con desgana, terminó de doblar la ropa que se acababa de secar y la guardó en su armario con cuidado. Recogió el pequeño desorden de su habitación, hizo la cama y decidió que era suficiente por hoy. No quería pensar más, por un momento quería apagar su mente y por fin ser capaz de respirar aire puro. Quizás, la solución era salir a la calle un rato antes de ir a las mazmorras. De todas formas, no había escuchado a Yami todavía, así que tal vez tardaría aún un poco más en salir de su habitación. Lo dejaría descansar de más aunque fuera un día, porque no se sentía con fuerzas para pasar tiempo con él tras tanta confusión.

Salió de la habitación por fin. Y supo en ese momento que fue peor el remedio que la enfermedad, pues ahí estaba Yami, cruzando el salón con solo una toalla amarrada alrededor de la cintura cubriéndolo.

Las gotas de agua le resbalaban el cuerpo, mojando incluso el suelo, y el pelo, que estaba hacia abajo y más desordenado que nunca. No pudo evitar que su mirada se perdiera en su torso húmedo, en sus brazos, en su rostro ni en la oscuridad de sus ojos, que la miraban imperturbables, con seriedad y a su vez naturalidad, como si no le importara lo más mínimo que lo único que separaba su desnudez de la mirada azul de la mujer fuera una tela estrecha y blanca.

Cuando se dio cuenta de que se había quedado mirándolo por demasiados segundos, se ruborizó completa, se dio la vuelta y se quedó totalmente paralizada, tratando de balbucear algunas palabras aunque fuera para reprenderlo.

—¡E-eres un animal! ¿¡Cómo se te ocurre salir así!?

Escuchó su carcajada seca y sus ojos azules se movieron inquietos, incapaces de encontrar un lugar seguro para posarse. Sintió que él daba un par de pasos para acercarse a ella y sus nervios se incrementaron tanto que pensó que se iba a desmayar en cualquier momento.

—Es que se me ha olvidado la ropa en mi habitación.

—¡Menuda excusa! Prepara tus cosas antes para evitarme momentos así de incómodos.

Yami volvió a reírse. Cuánto disfrutaba haciéndola rabiar, poniéndola en situaciones que no le gustaban. Pensó en darse la vuelta de nuevo y encararlo, pero sabía que no sería capaz. El solo recuerdo de ver su piel directamente la hacía estremecerse, porque sabía que su atracción por él era tan grande que le costaría mucho reprimirse, respirar o incluso hablar si veía esa imagen de nuevo.

—Ha sido un descuido. No es para ponerse así. Además, no sabía que ibas a salir. Y no te preocupes, me encargaré de secar el suelo después.

—Es lo mínimo que puedes hacer. Ya te dije que aquí vivimos dos personas y tenemos que respetar el espacio del otro. ¿Qué te parecería si me encontraras a mí así en medio del salón? —le reprochó mientras agitaba las manos con molestia y finalmente se cruzaba de brazos.

No pudo contener el escalofrío que le recorrió todo el cuerpo cuando Yami se le acercó aún más por detrás y, sin pegarse demasiado a su oído, pudo sentir su aliento a través del susurro de sus labios.

—Si te soy sincero, a mí eso me encantaría.

Yami no dijo nada más. Se alejó y después se metió en su habitación, imaginaba que para vestirse al fin. Ella, en cambio, no fue capaz de moverse al menos por dos minutos completos.

Estaba harta de las señales, de no seguirlas, de conformarse con la vida insulsa que en ese momento tenía. Él le estaba ofreciendo algo más. No se lo decía explícitamente, pero se lo dejaba caer, para que ella resolviera sola el puzle. La situación la tenía desesperada, pero si había sido capaz de abrazarlo para darle consuelo, ¿por qué no iba a ser capaz de acercarse a él con otras intenciones, aprovechando la oportunidad que él mismo le estaba plantando en la cara a diario y de manera totalmente intencionada?

A pesar de su decisión y de haber llegado a hacerse esas preguntas, se acobardó al instante. En cuanto lo vio salir de su habitación, ya vestido y con el cabello aún húmedo pero algo más peinado, se dio cuenta de que no sería capaz de hacer ningún movimiento que los llevara a ser algo más.

Esa mañana en las mazmorras, apenas fue capaz de cruzar dos palabras con Yami. Por la tarde, tras comer juntos pero sin hablar demasiado de nuevo, se fue y estuvo fuera hasta el anochecer; cuando volvió a la casa se encontró a un Yami serio y confiado. No estaba preparada para afrontar la realidad y, en ese momento, mientras cenaban y charlaban, ya algo más tranquilos, no sabía lo que iba a suceder ni tampoco que, finalmente, él la había descubierto.


Escuchó la puerta cerrándose suavemente a sus espaldas, así que se apoyó bien en el sofá, puso las piernas sobre la mesa y se sacó un cigarro del bolsillo. Lo miró detenidamente, como si jamás hubiera visto y mucho menos probado uno de esos artefactos que tanto daño hacían a su salud. Lo sabía; era más que consciente de que, si no moría en una batalla, el tabaco lo acabaría matando. Pero le daba igual. Era algo sin lo que no podía vivir y era demasiado tarde para intentar dejarlo.

Se lo puso en la boca, lo encendió con la llama de su mechero y dio la primera calada. No entendió bien por qué, pero ese cigarro le había quemado la garganta de más. Lo ignoró e instintivamente miró de nuevo a la puerta, como si la superficie de madera fuera a darle respuestas para alguna de sus innumerables preguntas.

Charlotte, ese día, estaba rara. La había visto en algunas ocasiones más callada de lo normal, pero apenas habían cruzado dos palabras en todo el día y, para colmo, se había marchado en cuanto el almuerzo acabó, dejándolo completamente solo. Sabía que ya no regresaría hasta que se pusiera el sol.

Era una mujer extrañamente inusual. Por más días que vivieran juntos, todavía no la podía descifrar bien. Habían tenido un ligero encontronazo porque su despiste había hecho que no preparara la ropa y saliera casi desnudo al salón, pero no creía que fuera para tanto. Sí, él había jugado con ella porque le encantaban sus reacciones nerviosas, pero Charlotte ya no sentía nada por él, así que no entendía que se comportara de ese modo.

Si en un tiempo estuvo enamorada, ahora parecía rechazarlo, incluso a veces le daba la sensación de que lo repudiaba. Pero claro, teniendo en cuenta su historial con las mujeres, no podía dejar guiarse por su intuición; esa mujer lo había amado en silencio durante más de una década y siempre había pensado que lo que su corazón albergaba por él era un odio desproporcionado.

La confusión que había ido aflorando en su pecho se había vuelto desquiciante con el paso de los días, de las semanas. La misión había alcanzado la mitad de su progreso y no había cumplido con sus expectativas, en absoluto. Pensaba que pasar esos tres meses con Charlotte sería tener una atmósfera incómoda siempre y vivir en un estado de tensión permanente. Pero aquello duró apenas unos días, porque después, la complicidad y la cercanía ganaron. Y no sabía si era mejor un ambiente cortante o una atracción velada, porque todo estaba hecho una maraña en su mente y no lo dejaba pensar con lucidez.

Aquella mujer se había empeñado en dejarle bien claro que no sentía nada por él, y aun así tenía un brillo especial en el azul de su mirada cuando le hablaba de todo lo que le apasionaba. Su sonrisa cálida lo inundaba todo y hacía que su corazón brincara de emoción, que saltara inquieto dentro de su pecho. El deseo y la pasión lo llamaban cada noche, cuando estaba solo en su habitación, y pensaba inevitablemente en ella, en imágenes irreales, que su imaginación creaba constantemente y que nunca habían sucedido. No quería ponerle una etiqueta a lo que sentía, porque le daba mucho miedo, pero ya no se lo podía negar más: Charlotte había conseguido que experimentara unas emociones nuevas y que se le antojaban inestables e incluso inquietantes.

Estaba cansado de ese limbo en el que se encontraba su corazón temeroso ante un rechazo que veía más que claro. Hacía mucho tiempo que su ki no le decía nada. Si analizaba escrupulosamente sus fluctuaciones, podía deducir que ella se ponía a veces nerviosa y otras, desmesuradamente alegre en su compañía, pero nada más. Sus palabras le habían nublado el juicio y ya no era capaz de discernir la realidad entre un cúmulo turbulento de sensaciones contradictorias.

Acabó de fumarse el cigarro, se echó la mano al bolsillo en busca de otro y descubrió que no tenía más. Fue a la habitación, revolvió un poco los cajones y hasta la cama, pero obtuvo el mismo resultado: no le quedaba ni uno. Se frotó el rostro con hastío.

Le había dicho en más de una ocasión a Finral que le mandara paquetes enteros de tabaco, no cigarrillos sueltos, porque así no le duraban nada, pero nunca le escuchaba. Se puso en contacto con él a través de su dispositivo de comunicación y, mucho más calmado que de costumbre, le pidió que le acercara algunos paquetes, los suficientes para que no tuviera que llamarlo en algunas semanas más.

Quedaron en verse en una hora, en un acantilado que había cerca de la costa. Yami llegó primero. Se quedó un rato observando el romper de las olas contra las afiladas rocas. El mar podía ser precioso, pero también un gran peligro. Él lo había aprendido desde muy pequeño, cuando casi se ahogó por no hacerle caso a su madre, que tuvo que rescatarlo e incluso reanimarlo.

Hacía dos noches le había contado la historia a Charlotte, por eso la tenía bastante presente en la memoria. Ella le había dicho que era un descuidado con cierta indignación, pero luego le sonrió plácidamente, mientras le decía que no le extrañaba viniendo de él y que tenía suerte de que su madre estuviera pendiente.

No se la podía sacar de la cabeza. Hilaba dos pensamientos y allí estaba ella de nuevo, no importaba que en un principio no tuviera nada que ver con lo que estaba pensando. Era una sensación extrañamente reconfortante, pero no sabía afrontarla. Estaba perdido. Tampoco podía comentarle cómo se sentía con respecto a ella a nadie, porque no quería hacer partícipe de sus sentimientos a otra persona que no fuera él mismo o, en último término, Charlotte. No creía que nadie lo comprendiera, así que, aunque había pensado en comentarle la situación a Finral —debido a que fue el mago espacial quien le contó que la Capitana de las Rosas Azules estaba enamorada de él y que se había confesado frente a muchos otros caballeros mágicos cuando estuvo al borde de la muerte—, pronto descartó la idea.

El joven llegó unos cinco minutos más tarde de lo acordado y Yami lo reprendió ligeramente. Finral le entregó varios paquetes de tabaco que el Capitán de los Toros Negros agradeció y guardó en su grimorio. Comenzaron a hablar, porque quería asegurarse de que las cosas en la base iban bien.

—Sí, sí, todo en orden. El vicecapitán Nacht tiene una fachada tranquila, pero puede ser más temible que tú si se lo propone. Nos tiene a raya.

Yami sonrió y comenzó a fumar. Sabía que bajo la tutela de Nacht todo estaría en orden, porque conocía su mal carácter y su personalidad pasivo-agresiva. Era la persona ideal para que los Toros Negros continuaran cumpliendo sus misiones en orden y para lograr que, cuando regresara, la base siguiera en pie.

Finral continuó hablando un buen rato de sus compañeros, de las misiones y las reconstrucciones que se estaban llevando a cabo. Le contó que había llegado dinero por fin para la aldea de Hage y que Asta se había encargado personalmente de echar una mano allí.

Nunca se lo decía a nadie, pero se sentía tremendamente orgulloso del caballero mágico en el que se estaba convirtiendo ese chaval sin magia por quien absolutamente nadie apostaba en un principio. Se felicitaba a sí mismo a diario por no desperdiciar la oportunidad de acogerlo en su orden, porque estaba seguro de que su grandeza actual era solo el comienzo y de que se convertiría en el Rey Mago que cambiaría el Reino del Trébol completo desde los cimientos. Él lo observaría feliz, sabiendo que lo había impulsado para conseguirlo.

—Perfecto. Se ve que lo que hacemos aquí está sirviendo de algo.

—Claro que sí —afirmó sonriendo—. ¿La Capitana Charlotte qué tal está? ¿Tan preciosa como siempre?

Yami arqueó una ceja con cierto recelo. Conocía a Finral desde hacía muchos años y sabía bien que esos comentarios eran una constante en sus conversaciones y casi formaban parte de su personalidad, pero le disgustaron un poco esas palabras.

—Está bien. ¿Por qué preguntas por ella? —dijo algo extrañado, pues después de todo no tenían ningún tipo de relación.

—Bueno, debe de estar nerviosa.

—¿Nerviosa? ¿Por qué iba a estar nerviosa? —preguntó, aún más confundido.

Finral sonrió con nerviosismo y se llevó la mano a la nuca para rascársela.

—Pues por su boda.

—¿Qué boda? ¿Qué cojones estás diciendo?

—La Capitana Charlotte va a casarse dos días después de que finalice vuestra misión. Su madre lo anunció en los círculos sociales hace un buen tiempo. ¿No lo sabías?

Yami apenas atinó a negar con la cabeza muy ligeramente. Su mirada perdida no encontraba sitio dónde estar y sus manos nerviosas le pedían constantemente temblar, así que se las metió en los bolsillos. Se despidió rápidamente de Finral, casi dejándolo con la palabra en la boca, y se marchó hacia la casa de nuevo.

No podía lograr entender por qué Charlotte le había engañado de ese modo. ¿Por qué decirle que solo estaba conociendo a alguien si realmente se iba a casar? Era completamente absurdo que le mintiera si ya no lo amaba.

Una idea le cruzó la mente entonces. Quizás Charlotte también le había mentido en eso. Pero si sus sospechas eran ciertas y en efecto Charlotte seguía enamorada de él, tampoco tenía sentido que le escondiera sus planes de boda.

Nada tenía sentido, en realidad, pero debía descubrir la verdad y tenía que ser ella misma quien se lo aclarara todo.


Llegó un poco tarde, así que pensaba que probablemente Yami le hubiese dejado la cena en la cocina y se hubiese ido a su habitación. No era la primera vez que sucedía, algunas veces Emily la entretenía de más y volvía cuando él ya había cenado. Había conseguido ajustar su horario de sueño, así que se acostaba a una hora decente, pero siempre le dejaba algo de comer. Era un detalle bastante bonito realmente. A Charlotte le gustaba pensar que genuinamente lo hacía por ella y no solo porque eran compañeros de misión.

Había tenido que marcharse aquel día de la casa porque no podía seguir soportando la pesadez de sus pensamientos. Estaba hecha un lío y estar en compañía de Yami solo la aturdía más. No estaba muy segura de qué debía hacer, pues todas sus opciones tenían demasiados inconvenientes que no podía resolver.

Si le confesaba que aún seguía enamorada de él y volvía a rechazarla, haría el ridículo, y si resultaba que al fin sí la correspondía, no serviría para nada, porque no podía permitirse romper su compromiso.

La opción más segura era seguir callada. Pero no podía más. Sentía que si se guardaba dentro sus sentimientos iban a explotar y le iba a hacer mal, pero no quería tampoco enfrentarse ni al pasado ni al futuro, porque eso también le hacía daño.

Se quedó unos segundos mirando la cerradura, con la llave puesta enfrente. Tras armarse de valor, entró a la casa. Para su sorpresa, Yami la esperaba sentado en el salón mientras fumaba y leía el periódico, como siempre acostumbraba a hacer. La miró por encima de las páginas, de soslayo, y en sus ojos no pudo ver la afabilidad que siempre la recibía, así que se asustó. ¿Se habría molestado por el hecho de que había pasado todo el día fuera o por su falta de comunicación? No solía hacerlo, pero tampoco podía descartarlo completamente.

Lo saludó tímidamente y él solo le contestó levantando las cejas, gesto que aún más le extrañó. Tal vez le había sucedido algo. Esperaba que se lo contara porque, si estaba en su mano, trataría de ayudarlo. No era demasiado buena dando consejos, pero al menos sabía escuchar a los demás y Yami lo sabía bien, pues habían compartido varias conversaciones en las que le había hablado sobre asuntos que eran algo escabrosos para él. Ella nunca lo había juzgado, simplemente se había mostrado como su apoyo absoluto.

—¿Has cenado ya?

Yami dejó el periódico en la mesa tras doblarlo y aplastó el cigarrillo en el cenicero. La miró y, aunque seguía serio, su actitud pareció cambiar.

—No. Te estaba esperando. Vamos, que se va a enfriar la comida.

Charlotte le sonrió con agradecimiento, algo más tranquila. Se sentaron a la mesa y la conversación pareció fluir algo mejor. Él no le contó mucho de lo que había hecho durante el día —tal vez no tenía nada de lo que hablar—, así que fue ella la que le explicó que había estado con Emily y que la chica le había propuesto que fueran los dos a cenar un día a su casa.

—Yo le he dicho que no se precipite, que nos conocemos de hace muy poco tiempo.

—Pero os lleváis bien —dijo Yami—. No veo ningún problema en que vayamos.

—Bueno, si tú quieres…

—Es tu amiga, ¿no?

Charlotte se quedó en silencio algunos instantes. Podría considerarla así, sí. Recordaba que en su niñez y adolescencia no tuvo amigas. Ni una. Todas las niñas nobles se asustaban al oír que la hija de los Roselei estaba maldita y a sus padres tampoco les gustaba que pasara tiempo en la calle, así que tuvo una infancia bastante solitaria.

Había tenido mucha suerte de encontrarse a las chicas de la orden en su camino, pues siempre la apoyaban de forma incondicional, aunque algunas de ellas eran demasiado intensas. Pero se alegraba infinitamente de tener a su alrededor a gente a la que le importaba, que velaba por su bienestar.

Yami, cuando rompió su maldición, le dijo que debía confiar en los demás. En ese momento no podía pensar en nadie cuando meditaba sobre esas palabras, pero la vida había cambiado mucho con los años y por fin tenía gente que la amaba y la respetaba y no solo por el mero hecho de ser bella o de ser noble.

Le debía a él haber aprendido a pedir ayudar, saber que está bien necesitar a los demás de vez en cuando. Y nunca llegó a agradecérselo como era debido, así que esperaba poder hacerlo algún día.

—Sí, es mi amiga. Me da pena pensar que no voy a poder estar cerca de ella en el último mes de embarazo —reconoció con algo de tristeza.

—Siempre puedes venir. Este sitio queda un poco lejos, pero tu vicecapitana tiene magia espacial, ¿no? —Charlotte asintió con un gesto afirmativo de su cabeza—. Entonces no habrá ningún problema. Podréis mantener la relación, aunque no os veáis tanto como ahora.

—Tienes razón —dijo ella mientras sonreía levemente.

Terminaron de cenar y, esta vez entre los dos, recogieron toda la cocina. Yami, como de costumbre, se acercó a la chimenea para encenderla y se sentó enfrente del fuego una vez lo hizo.

Charlotte se quedó mirándolo desde atrás, sin ser capaz de acompañarlo. Quería decirle tantas cosas que no sabía por dónde empezar, porque todo se nublaba en su cerebro cuando se imaginaba confesándose de nuevo. Las manos le comenzaron a sudar, así que se las restregó contra la falda marrón que llevaba puesta.

Yami, al ver que no lo acompañaba, se giró para mirarla. Seguía muy serio y su gesto solo hacía que tuviera un mal presentimiento. Lo vio meneando la cabeza con familiaridad, como invitándola a que se sentara a su lado. Como ella seguía paralizada, finalmente le habló.

—¿No te quedas hoy un rato?

—Yo… bueno, no sé. Estoy algo cansada —mintió. En realidad, sentía miedo, un temor enorme e irracional que no llegaba a comprender.

—Vamos, quédate un rato conmigo. Quiero decirte algo.

Finalmente, Charlotte asintió y se acercó hasta él. Se sentó a su lado y hablaron un rato, pero ella estaba inquieta por descubrir qué era aquello que quería decirle, así que sin más preámbulos —porque consideraba que ya habían tenido demasiados—, le preguntó directamente.

—Oye, ¿qué era eso que me querías decir?

Yami suspiró y la miró directamente a los ojos. Sus iris oscuros irradiaban una determinación que la puso tremendamente nerviosa, pero fue mucho peor cuando él se le acercó. Le acarició el cabello despacio, le dejó un mechón detrás de la oreja con cuidado y repasó su mentón con la yema de sus dedos, todo mientras la miraba muy fijamente.

Comenzó a recortar la distancias entre sus rostros y, cuando Charlotte sentía su aliento calentando parte de una de sus mejillas y sus labios tan cerca que pensaba que se iban a besar, le volvió a hablar en un susurro repleto de decepción.

—Eres una mentirosa, Charlotte.


Continuará...


Nota de la autora:

Hoy no hay canción, pero sí os dejo un fragmento de una poesía. A mí no me gusta mucho leer poemas, pero hace unos meses me leí tres poemarios de Pedro Salinas que me encantaron y, por supuesto, marqué varias citas. Aquí tenéis una.

Bueno, las mentiras tienen las patas muy cortas y era cuestión de tiempo que Yami se enterara de toda la situación. Es un tema que se tratará en el próximo capítulo, en el que va a ver una buena dosis de drama, aviso.

Muchas gracias por leer.

Nos vemos pronto.