Disclaimer: South Park es propiedad de Matt Stone y Trey Parker. Los Mitos de Cthulhu son propiedad de H. P. Lovecraft y los miembros del Círculo Lovecraft. Cualquier similitud de esta parte con la novela Déjame Entrar de John Ajvide Lindqvist puede ser mera coincidencia… o tal vez no.


Universo Lovecraft-Park

Lo que se esconde en las sombras


I. Primeros encuentros


1

¿Qué puede decirle un alma condenada a un alma que vive en la luz? ¿Puede realmente haber algo capaz de unir a dos seres tan distintos el uno del otro? ¿O es acaso que la oscuridad solo atraerá a la oscuridad y la luz será repelida?

Quisiera responder esas preguntas. O al menos hacer un intento. Para eso creo que debo contar la historia de dos almas muy distintas, la una de la otra. Pero que, de alguna manera, se encontraron y vivieron una amistad que posiblemente para la mayoría no significa nada; sin embargo, puede tener las respuestas a aquellas preguntas con las que comencé a narrar esto.

2

No salgas por la noche.

Esa fue la advertencia que una anciana amable le había hecho. Butters descubrió que en México ocurrían cosas poco agradables por la noche. Y no es que fueran a aparecer algún asaltante de la nada para «rebanarle el pescuezo» en cualquier esquina o callejón. Cosa que por cierto si puede ocurrir, como en cualquier otro lugar del mundo; pero en este caso se trataba de algo que iba más allá de eso. Algo que, según aquella anciana de modales tradicionales –para su país natal– y sonrisa fácil, ponía en riesgo no solo su vida, sino su misma alma.

—En las noches —dijo la anciana—, el demonio vaga con muchas formas. A veces de aspecto inofensivo, amable o poco amenazante. Pero el demonio es sabio, y con esas formas atrae a las almas a la condena eterna.

A Butters le costó un poco descifrar aquellas palabras –puesto que no hablaba el idioma local muy bien–. Cuando finalmente lo hizo sintió miedo. No quería pensarlo, pero esa amable anciana prácticamente había insinuado que en México los monstruos más abominables vagaban por las calles durante las noches.

Así pues, cuando en aquel momento se encontró solo en una calle, casi a la media noche, culpa de su manía por tratar de ayudar a alguien en problemas, sintió verdadero pánico.

Las casas a su alrededor eran viejas, posiblemente tenían siglos, y la mayoría de ellas estaban vacías durante la noche. Era una zona comercial del centro histórico, con tiendas de todo tipo durante el día; pero con sus cortinas de metal cerradas y sus luces apagadas durante las noches. Las luces artificiales del alumbrado público parpadeaban cada poco y una neblina, producto de la lluvia caída en las últimas horas, le confería a la calle un aspecto aún más lúgubre; como de película de terror.

—Bien hecho, Butters —se regañó a sí mismo, mientras caminaba con pasos lentos y vacilantes, tratando de encontrar el camino de vuelta a la casa donde había estado durmiendo las últimas noches—. Te perdiste en un país desconocido. ¿No te dijo la abuela que no salieras de noche?

Y entonces, aquel llanto infantil que lo había despertado en primer lugar y que luego lo llevó a salir de la casa, se escuchó nuevamente. Esa fue la primera vez que vio a la niña que lo producía.

Era una figura ataviada con un vestido blanco y un sombrero del mismo color, acurrucada en la entrada de un callejón, con el rostro cubierto tras sus manos y el ala del sombrero.

Butters se quedó de pie, sin poder apartar su vista de ella. La espalda de la niña temblaba, al tiempo que sus sollozos se incrementaron. La palabra «mamá» y sus sinónimos son muy parecidos en inglés y en español, así que Butters supo de inmediato que aquella niña llamaba a su madre.

El niño rubio se acercó hacia ella, con pasos temblorosos. Se aclaró la garganta y preguntó en español:

—¿Estás bien? —Era una de las pocas frases que sabía decir en el idioma extranjero.

No obtuvo respuesta.

Se acercó más, con el corazón latiendo furiosamente en su garganta. Se dio cuenta de que las manos le sudaban y comenzó a moverlas, como si las estuviera lavando.

—¡Oh, hamburguesas! —susurró. Tal vez era momento de dar media vuelta y salir corriendo hacia cualquier lugar. Pero no lo hizo, debido aquel sentimiento que obliga a casi cualquier ser humano en una pesadilla a seguir adelante, aunque sabe que al final del pasillo oscuro lo está esperando un monstruo.

Llegó hasta donde estaba la niña. Era pequeña, tal vez uno o dos años menor que él. Vestida de gala, como si acabara de salir de una fiesta.

—¿Estás bien? —volvió a preguntar.

La niña dejó de llorar, alzó el rostro, bajando las manos y el sombrero se movió un poco hacia atrás. Fue en ese momento que Butters retrocedió, al tiempo que un chillido ahogado salía de su garganta.

La niña lo miraba con unos ojos metálicos, fríos y maliciosos. Unos ojos amarillos más parecidos a los de una bestia que a los de una persona. Butters supo entonces que sería su final, que terminaría devorado por el demonio que vagaba por las noches en las calles de la ciudad de México.

Pero, como es natural, sucedió algo que lo salvó.

Las luces de un coche iluminaron el callejón. Y, antes que aquella cosa con forma de niña pudiera abalanzarse contra él para devorarlo, unos hombres bajaron del vehículo. La niña desapareció, como si las sombras de la noche se la hubieran tragado.

—¡Mantequilla! —dijo uno de los hombres, con tono preocupado—. Todos te están buscando. No deberías salir por la noche, es peligroso.

Butters asintió. Ahora sabía por qué era así. Por las noches, en la ciudad de México, había una niña monstruo vagando en las calles

3

El segundo encuentro ocurrió unas noches después.

Unos días antes de que Butters emprendiera el viaje de regreso a South Park, Colorado. Esta vez, aquella niña monstruosa, se coló en la habitación.

Butters despertó de pronto, en medio de la noche, pero esta vez no debido a un llanto, sino todo lo contrario. Una risa de niña. Solo que la risa que sonaba antinatural, ajena al mundo humano. Esa era una risa que causaba escalofríos y erizaba la piel.

La mirada del niño vagó por la habitación en penumbras buscando el origen de aquella risa. Allí, en las sombras de una esquina de la pieza, un par de ojos amarillos brillaban con la intensidad de un depredador.

—¡Oh, cielos! —exclamó el niño, al tiempo que se tapaba con las mantas.

Escuchó pasos acercándose con lentitud. Butters se hizo bolita bajo la cobija mientras temblaba de miedo y comenzaba a rezar. ¡Dios!, podía escuchar aquella cosa cada vez más cerca.

—¿No quieres jugar conmigo? —preguntó en español aquella niña. Butters sintió el momento en que se sentó en la cama, muy cerca de él.

—¡Oh, Jesucristo! ¡Siento haber sido un niño malo! ¡Por favor, ayúdame!

—¿Hablas español? —preguntó de nuevo la niña. Esta vez Butters sintió una pequeña mano tocando su espalda a través del trozo de tela que lo separaba de aquel demonio.

La pregunta había sido en inglés.

—Un gringo —dijo la niña. El tono que usaba era extraño, como quien se refiere a una comida muy exquisita que rara vez puede comer—. Ha pasado mucho desde que…

—¡Oh, salchichas! —exclamó Butters, temblando con más fuerza aún.

La mano de la niña se movió de su espalda a la nuca, seguramente en busca de la orilla de la manta para descubrirlo. Butters se aferró más a la cobija, como si aquel trozo de tela fuera una coraza o armadura mágica que lo mantendría a salvo.

—¡No, por favor! —pidió Butters de pronto, jugando su última carta—. ¡No me haga daño, señorita monstruo! ¡Haré cualquier cosa, pero no me coma!

La mano de la niña se apartó. Pero ella seguía allí, sentada en la cama. Luego, se sintió un movimiento. La siguiente vez que la niña habló lo hizo muy cerca del oído del rubio tembloroso.

—¿Cualquier cosa? —preguntó, siempre en un inglés perfecto, con un tono bajo, sedoso, como un ronroneo.

—¡Sí, lo que sea… solo…!

—Quiero una muñeca —dijo la criatura.

Butters dejó de temblar de pronto. ¿Por qué un monstruo quería una muñeca? Es decir, sabía que era una niña, pero esa era solo su apariencia. No podía ser que un demonio quisiera jugar con muñecas. A menos que fuera un demonio, que aún fuera un niño, razonó.

—¿Una muñeca? —preguntó.

—Sí, una muñeca. Pero no cualquiera. Debe ser de porcelana, de esas que hacen en Francia. Mi padre… —Se detuvo. Pasó un momento en el que no dijo nada. Cuando continuó lo hizo en un susurro—: Solo consigue una muñeca de porcelana francesa, y mañana a la medianoche vendré por ella. Si no la tienes serás mi cena. Entendido, gringo.

Y entonces, la niña demonio se levantó de la cama.

Cuando Butters reunió el valor suficiente para salir de su escondite bajo la manta, se encontró completamente solo en una habitación a oscuras.

4

Una muñeca francesa de porcelana. Butters no conocía México. No sabía dónde conseguir una muñeca como esa. Ni siquiera sabía si era posible conseguir una en ese país. La ciudad de México era enorme, incluso más que Denver, mucho más que Denver. Ser la capital del país significaba que debía ser grande, claro está.

Podía pedírsela a esas amables personas con las que había estado viviendo. Seguro que Felipe, el presidente del país, podía conseguirle la muñeca. Pero, si les pedía eso, seguramente lo llamarían marica. Y si Eric se enteraba de que había pedido una muñeca a los mexicanos… Dios, las burlas en el colegio serían peores que aquella vez que había descubierto a su padre en la sauna de bi-curiosos y su madre había tratado de matarlo.

—Butters —se dijo así mismo, pasado el mediodía, con el tiempo corriendo cada vez más cerca de la hora en que la niña monstruo volvería a buscar su muñeca—, ¿prefieres que los mexicanos te llamen marica; o que el monstruo te coma?

¡Cielos! ¿Por qué siempre tenían que pasarle esas cosas a él?

Con la tarde ya caída, y cada vez más cerca del anochecer, se armó de valor y fue en busca de la abuela. Seguro que sí le explicaba a ella que necesitaba una muñeca de porcelana francesa para que la niña monstruo no lo devorara, entendería. Y con suerte podría conseguir el juguete sin que lo llamaran marica.

5

El reloj marcó exactamente la medianoche, cuando la niña monstruo apareció. Butters no tenía idea de cómo lo había hecho, pero entró en la habitación. Las casas en México tenían todas las rejas de metal en las ventanas. Según la abuela, era para alejar a los ladrones. Al parecer había muchos ladrones en México.

Butters se encontraba sentado en el borde de la cama, con la muñeca a su derecha. Era una muñeca hermosa, de porcelana blanca y lisa al tacto; cabellera rubia y rizada, muy suave; unos ojos de cristal color azul cielo muy brillantes y llevaba puesto un vestido de gala del siglo XVIII en color celeste.

—¿Tienes mi muñeca? —preguntó la niña. Avanzó por la pieza hasta que la luz que se colaba por la ventana le dio directo al rostro.

Butters dio un saltito algo asustado. ¡Por dios, la niña monstruo parecía una muñeca viviente!

—C-claro —se las arregló para responder, sin dejar de temblar—. La tengo aquí mismo.

La niña se acercó y tomó la muñeca que Butters señalaba. Sonrió. Abrazó el juguete en sus brazos y, por un momento, no pareció ser un monstruo.

—E-espero que te guste —dijo Butters.

La niña se alejó un poco de él, mientras parecía analizar su juguete.

—Me recuerda a las viejas muñecas que había en aquella juguetería frente al Zócalo —dijo en español.

La niña apartó su mirada de su juguete recién adquirido y volvió a posarla en Butters.

—Me he estado preguntando —dijo en inglés—. ¿Qué hace un estadounidense como tú en este lugar? No pareces estar de vacaciones.

Butters se sonrojó. Casi podía llegar a olvidar que aquella no era una niña normal. Incluso los ojos habían perdido su color amarillo brilloso.

—Eh, pues —respondió con nerviosismo—, estábamos jugando a… mexicanos contra texanos… y yo me perdí… Pasaron muchas cosas y cuando me di cuenta, estaba aquí… ¡Oh, Dios!,

La niña lo vio extrañada. La última palabra la había dicho con un pesar enorme.

—Cuando mis padres se enteren me van a castigar hasta que tenga dieciocho años.

—¿Es malo que te castiguen?

Butters la miró con incredulidad.

—¡Por supuesto que es malo! —exclamó, con un tono de voz exaltado—. Es lo peor que te puede pasar. ¿Nunca te han castigado?

—No lo sé —respondió ella—. No recuerdo muchas cosas… —Suspiró—. Han sido décadas desde que vivía con mis padres. A veces recuerdo, pero la mayor parte del tiempo son cosas vagas. Como fantasmas en mi memoria.

De pronto Butters se dio cuenta de algo: esa niña estaba sufriendo. Tal vez, ella no quería ser un monstruo. ¿Y sí ser un monstruo le causaba dolor? ¿Podía ser posible que los monstruos tuvieran sentimientos?

—¿Tú eras humana? —La pregunta salió de su boca tan rápido como la idea se había formado en su mente.

Una sombra cruzó por el rostro de la niña al escucharla.

—Hace mucho —respondió en un hilo de voz.

Butters bajó la cabeza, avergonzado. Seguro que las preguntas que le estaba haciendo la hacían recordar cosas que no quería, cosas que la lastimaban.

—Lo siento —se disculpó el rubio.

La niña se quedó mirando. Butters alzó el rostro. Ella se había acercado más y parecía analizarlo. Tenía el cabello oscuro y largo, el cual enmarcaba perfectamente un rostro que parecía haber sido formado por las manos de un hábil fabricante de muñecas.

—¿Por qué? —inquirió ella con genuina curiosidad.

—Pues, cielos —balbuceó Butters—, no quería ser indiscreto.

—Los humanos son raros —dijo ella—. Erika a veces… —Se detuvo. Nuevamente, su rostro reflejaba dolor.

Butters no dijo nada más. Un silencio extraño pareció haber caído en la habitación. La niña se apartó un poco, volvió a centrar su atención en la muñeca.

—Mi nombre es Butters —dijo de pronto el niño, solo por romper el silencio—. ¿Cuál es el tuyo? —No sabía si los monstruos tenían nombres, solo supuso que así era. Es decir, todos tenían un nombre, excepto los animales salvajes.

—Isabel —respondió ella.

—Es un nombre bonito —comentó, sonrojándose nuevamente.

—¿Dónde vives? —preguntó ella.

—Eh, muy lejos. South Park, Colorado.

La niña lo analizaba nuevamente.

—¿Es un buen lugar? —preguntó.

—Supongo. —Lo pensó un poco—. Es muy tranquilo, la mayor parte del tiempo. Y está en medio de las montañas, por lo que casi siempre hay nieve. Y… bueno… la nieve es divertida.

—Nieve —repitió ella—. Siempre he querido ver la nieve.

—¿No hay nieve en México?

—Solo al norte, y jamás voy al norte —respondió ella—. Vago únicamente entre Ciudad de México y Guanajuato. Siempre he hecho así.

Butters, obviamente, no sabía que era Guanajuato; pero supuso que debía ser otra ciudad, así que no preguntó.

—Deberías ir un día, la nieve es… divertida —repitió, no encontrando otra forma de describirla.

—Tal vez.

La niña abrazó su muñeca.

—Tengo que irme —dijo—. Si no encuentro comida antes del amanecer… Bueno, no será agradable.

Butters sintió un escalofrío ante la mención de la palabra comida. Seguramente ella iba a matar a otro niño.

—¿Volveré a verte? —preguntó ella antes de irse.

—No lo sé —respondió él—. Debo volver casa, pronto.

La niña se marchó.

6

Efectivamente, Butters comenzó el viaje de regreso a casa al día siguiente. Luego de hablar nuevamente con Felipe, decidió que quería volver a casa con sus amigos. Aunque suponía que ahora tenía una amiga en algún lugar de México.