20 de abril, 1605; Proximidades de Madrid, Reino de Castilla, España.
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El olor a tinta se había ido haciendo cada vez más intenso con el pasar de los días.
Nada más cruzar el umbral de la puerta y arrugar la nariz, Irlanda decidió que no permitiría que aquello siguiese adelante, y se adentró en la habitación. Sin demasiadas esperanzas, se aproximó a la cama y apartó las cortinas del dosel, con el fin de encontrarse las capas de mantas de colores cálidos sin ninguna clase de arruga.
Resopló antes de soltar la tela y dirigirse hacia el compartimento contiguo a la entrada. Ella golpeó varias veces la madera oscura del fondo con sus nudillos y carraspeó.
Pegó su oreja a la superficie y esperó una respuesta.
No la hubo.
Sus dedos se aferraron a la clavija de la puerta antes de empujarla y conseguir desatrancarla. Una vez se hubo adentrado en la estancia, Irlanda giró su cabeza en dirección al constante sonido de raspado de la punta.
La poca luz que le otorgaba visibilidad provenía de la ventana detrás de España, que se encontraba encorvado sobre su mesa con una pluma de un exuberante color negro en constante movimiento entre sus dedos. Su otra mano se hallaba cerrada en un puño bajo su barbilla, en compañía de las prominentes venas del inicio de su cuello.
Irlanda esperó unos cuantos segundos antes de aproximarse para golpear con sus nudillos la mesa, y él detuvo la pluma y alzó su rostro hacia ella. En cuanto sus ojos se fijaron en los suyos, sus pupilas volvieron a brillar con timidez y sus comisuras se alzaron ligeramente, aunque la profundidad de las cuencas continuaba ofreciendo penumbra.
Sus labios se despegaron, aunque de ellos no salió palabra alguna.
Ella puso sus ojos en blanco.
—He visto que Lucero estaba ensillado de una manera un poco… estrafalaria. Y no recuerdo que lo estuviese antes de salir a pasear con Aoife.
España parpadeó y desvió sus ojos hacia el tintero, donde no tardó en meter la pluma antes de devolver su mirada hacia ella.
—¿Y qué tal el paseo? —cuestionó él—. Parece una mañana muy agradable.
—España.
Su mirada se mantuvo fija en sus iris verde oliva durante unos cuantos segundos antes de que España girase su cabeza en dirección a la ventana, cerrase sus ojos y olisquease.
Irlanda aprovechó para levantar sus manos de la mesa y comenzar a rodearla. Se detuvo junto a la ventana y presionó sus dedos sobre los hombros de España. Este soltó un pequeño gañido antes de despegar sus párpados y suspirar.
Ella permitió que sus ojos rondasen los papeles de la superficie de la mesa mientras él se removía en su asiento, y terminó por arrugar la nariz.
—¿Howard? ¿En La Coruña?
España inspiró hondo y dobló su cuello en su dirección hasta que Irlanda pudo apreciar sus labios presionados. Ella resopló cuando una de las cálidas manos de España se posó sobre el dorso de la que apoyaba en su hombro derecho, aunque no tardó en entrelazar sus dedos con los suyos.
—No tienes de qué preocuparte; no permitiré que pisen esta casa o sus cercanías.
Irlanda se mordió el labio inferior y despegó sus manos de sus hombros. Sus ojos no pudieron evitar la tentación de volver a barrer el papel, aunque ni su recién adquirida destreza en el idioma le había impedido entender el significado exacto a la primera.
España se levantó de la silla antes de extender sus brazos y volver a recoger sus manos entre las suyas.
—Irlanda…
Ella resopló. Sacudió sus manos, aunque su firme agarre no le permitió liberarse de ellas.
—¿Tienes alguna visita de la que quieras avisarme desde antes? —Irlanda estiró una de sus comisuras cuando España parpadeó—. Ya sabes, para evitar la situación de que uno de tus hijos aparte el dosel y mi primera imagen al despertar sea su ceño fruncido.
Él emitió una escueta carcajada, para después inspirar hondo y por fin soltar sus manos.
—Les he dado órdenes expresas de no viajar mientras Inglaterra esté aquí. —Ladeó su cabeza de nuevo hacia el pequeño taco de papeles en su mesa, que volvió a alinear.
El nombre hizo que ella arrugase el ceño y se cruzase de brazos. Los ojos de España se volvieron a fijar en los suyos, e Irlanda pudo apreciar su nuez sobresaliendo en su cuello por un mísero instante.
—Me gustaría tener otra opción, pero… —Los brazos de España rodearon su cintura y la aproximaron a él. Irlanda no tuvo más remedio que hacer lo mismo con los suyos—. Sabes que es un gran riesgo, y quiero asegurarme de que no queme nada durante el tiempo en el que esté aquí.
A Irlanda se le pasó por la cabeza una pregunta, aunque terminó por desviar sus ojos hacia la ventana. Pudo apreciar entonces la rama del árbol más cercano, en cuyas hojas atisbó una serie de pequeñas gotas que brillaban bajo los rayos del Sol.
Se giró de nuevo hacia España, apreciando sus labios apretados, y suspiró.
—Lo entiendo, no hace falta que…
Él separó uno de sus brazos de su cintura y con sus nudillos rozó su mejilla. Sus dedos siguieron un poco más lejos hasta enredar varios de sus rizos en ellos. Irlanda cerró sus ojos y se permitió escuchar su respiración, aunque los abrió al sentir su dedo gordo posarse sobre su labio inferior.
—Pese a lo que pueda parecer, esto es una victoria para nosotros.
Irlanda arrugó su nariz.
—Eso fue lo que me dijiste cuando tuviste que ausentarte a Londres el año pasado.
España alzó sus comisuras.
—Y lo fue. Porque esto es solo una ratificación de lo que ahí se firmó, y no me importa tener que entretener a una comitiva cuando pienso en las condiciones. Además… —Él apartó su dedo y posó sus labios sobre los suyos. A pesar de la presión que Irlanda hizo con sus brazos y el intento de su lengua de provocar a la de España, este se separó a los pocos segundos. Ella terminó con un mechón en su rostro, que expulsó con un bufido, aunque fue incapaz de originar arruga alguna tras devolver su atención hacia los dientes de España—. Por fin voy a recuperar mi espada.
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1 de septiembre, 1845; Cabo de Erris, Condado de Mayo, Irlanda.
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Dougal MacDougal se encontraba sentado en la playa, con sus dedos descalzos jugando con la arena y un libro abierto sobre su regazo. Sus rizos azabaches caían sobre unos ojos de un castaño tan oscuro que apenas se podía distinguir el iris de la pupila si no se estaba bajo una fuente de luz intensa, y un rostro sumamente pálido.
Incluso desde la lejanía, Irlanda había sido capaz de escuchar cómo se había peleado con su lengua para pronunciar las palabras en el papel. También cómo, después de enterrar sus pies en la arena, sacudir el libro y soltar un gruñido, se había puesto a chapurrear una canción con sus labios fruncidos.
Once simples años tenía aquel muchacho, pese a que sus rasgos, aunque algo ahuecados, se asemejaban más a los de un niño de menor edad. Tampoco tenía hombros.
Irlanda suspiró y se recogió la falda antes de ponerse en pie y adentrarse en la playa.
Por más que pudiese parecer mentira, en aquellos tiempos el olor a mar le resultaba mucho más acogedor que aquel que provenía de la tierra. Aoife se adentró en la arena con un paso más resuelto, y se encontró a un costado del muchacho cuando ella apenas había cruzado la línea de la playa.
Su resoplido le arrancó su preciada gorra de la cabeza y le hizo chillar y dar un pequeño bote, que hizo caer el libro sobre la arena.
Irlanda arrugó su nariz mientras aceleraba su paso hacia él.
El muchacho giró su cabeza hacia ella y abrió sus ojos como platos antes de apresurarse a recoger el libro y sacudirlo. Una vez que llegó a su lado, Dougal le dirigió una sonrisa demasiado amplia e Irlanda suspiró y le quitó el libro de las manos.
Se apresuró a zarandearlo y soplar sobre la cubierta. No tardó en relajar sus hombros al pasar sus dedos por los relieves y encontrarlos inalterados.
—Me parecen muy buenas tus dotes de canto, pero, desgraciadamente, poco vas a poder hacer con ellas.
Dougal agachó la mirada, aunque Irlanda le revolvió el cabello e intentó esbozar una pequeña sonrisa antes de flexionar sus rodillas y dejarse caer en la arena. El muchacho la imitó casi de inmediato y sus ojos se posaron sobre ella mientras hojeaba las finas y amarillentas páginas.
—¿En qué capítulo te has quedado? —Giró su cabeza hacia él, que torcía el gesto. Irlanda intentó disimular el bufido, aunque las arrugas en los labios de Dougal demostraron de inmediato su fracaso—. ¿En qué parte te has quedado, Dougal? ¿Qué es lo último que recuerdas haber leído?
El niño dobló sus rodillas sobre su pecho antes de encogerse de hombros.
—Sobre la… tormenta.
Irlanda procuró inspirar hondo y se pasó la lengua por los labios.
—… Hay unas cuantas. —Levantó la cubierta y pasó las páginas hasta el primer capítulo—. Pero no importa, empezaremos de nuevo. Lo haremos como la última vez; tú empiezas a leer el capítulo y yo te voy corrigiendo la pronunciación, y si te encuentras alguna palabra que no sepas me la preguntas, ¿de acuerdo?
Ella le tendió el libro de vuelta, aunque el muchacho simplemente apoyó su barbilla sobre sus rodillas y suspiró con sus ojos hacia el mar.
—¿Cómo está mamá?
Irlanda se peinó el cabello con los dedos.
—Pues… Mejor.
Los ojos oscuros de Dougal se clavaron en Irlanda, con un brillo en ellos que acompañó a sus labios fruncidos, para inmediatamente después dirigirse hacia la arena. Enterró los dedos de sus pies entre los granos y los sacudió con el fin de remover los montículos de un lado a otro de una forma delicada.
—Es que Henry dice…
Ella lo interrumpió con un gruñido.
—¿Y Henry es doctor?
Él apartó su mirada antes de negar sucesivas veces con la cabeza.
—Pero…
Irlanda inspiró hondo y le dejó el libro sobre las piernas. Por la cuenta que le traía, MacDougal sujetó de inmediato las dos solapas del libro con una fuerza tal que los dedos se le quedaron blancos y el papel se arrugó ligeramente.
—Tú no te preocupes por eso, Dougal. Lo mejor que puedes hacer por tu madre es aprovechar tus lecciones conmigo.
MacDougal sacudió su cabeza con suma lentitud. Aun así, Irlanda necesitó agitar su cabeza hacia el libro para que el muchacho llevase sus ojos hacia sus páginas y aflojase la presión de sus dedos sobre el papel.
Después, un carraspeo para que por fin comenzase con la lectura.
Irlanda arrugó la nariz al escucharlo tropezar con las primeras palabras, que había terminado por saberse de memoria, y dirigió sus ojos hacia el océano. Una de sus manos arrugó la falda beige de su vestido, con los extremos roídos, mientras la otra se presionaba sobre el nudo del tartán decolorado que llevaba a los hombros.
El niño se atragantaba con cada sílaba de cada palabra como nunca lo había hecho, o al menos que pudiese recordar.
Sus ojos terminaron posados sobre la silueta de un barco en la lejanía, con tres mástiles que superaban en mucho la altura del cuerpo de madera. Las velas se apreciaban extendidas, ligeramente curvadas en dirección contraria a la suya, y se iba haciendo cada vez más pequeño con tal lentitud que no se dio cuenta de que se estaba alejando hasta que prácticamente hubo desaparecido en el horizonte.
No se percató de que Dougal había dejado de leer.
No hasta que inspiró hondo y sacudió su cabeza, y se percató de que los ojos del muchacho permanecían fijos en el mismo lugar en el que habían estado los suyos.
—Henry a veces dice que le gustaría subirse a uno de esos barcos e irse de aquí, a donde sea que le lleven —musitó.
Ella soltó un bufido y le quitó el libro de las piernas.
—Si no te importa, voy a empezar yo y luego tú intentas imitarme, ¿de acuerdo?
Dougal la miró y asintió con la cabeza. Irlanda le echó un vistazo al libro, aunque de inmediato volvió a cerrarlo y se arrastró por la arena hasta pegarse a él. Después se sintió libre de abrirlo de nuevo, y tuvo que sujetar la muñeca de Dougal para que sus dedos se posasen sobre el borde de la página más próxima a él.
El niño emitió un suspiro pesado.
Irlanda comenzó con la primera oración y tuvo que mirar a Dougal para que este empezase a repetir las palabras que ella iba diciendo. Él lo hizo sin ninguna dificultad aparente y miró al papel con el ceño arrugado, e Irlanda puso su dedo sobre el inicio de la siguiente. El muchacho pronunció la primera palabra con un tono interrogante a la vez que la miraba por el rabillo del ojo, y ella asintió con la cabeza.
Aun así, los tiempos entre las siguientes palabras se le hicieron eternos.
Ella inspiró hondo cuando por fin hubo terminado.
—¿Te parece tan difícil?
Él frunció sus labios.
—Freddie MacNamara sabe leer desde pequeño y no le cuesta comprender tanto las palabras escritas. El otro día trajo el periódico de su padre y se jactó de que él era el único capaz de saber qué ponía y estaba informado, y, aunque yo intenté demostrarle que no, me fue imposible siquiera pronunciar bien o reconocer ni una simple palabra.
Irlanda bufó, y sus dedos se presionaron sobre el nudo del tartán.
—Te he dicho que tienes que procurar practicar mientras yo no esté aquí, y que no te dejes llevar por esas provocaciones. MacNamara tiene 14 años, y no merece tu atención para esos asuntos tan tontos. —Ella empujó el libro sobre su regazo—. Aquí tienes todo lo que necesitas para practicar tu lectura, y nadie necesita presumir de que tiene esa habilidad.
MacDougal se puso de pie de un salto, justo para que Aoife se acercase a un trote ligero y le pusiese sobre sus cabellos la gorra que tenía atrapada entre sus dientes. El niño se apresuró a acomodársela antes de hacer un aspaviento con sus brazos.
El libro cayó al suelo con un golpe seco, e Irlanda gruñó.
—¡Pero yo no sé leer! Tú te vas y, como Henry tampoco sabe leer, me quita el libro y me dice que eso son cosas que resultan poco útiles y me lleva a cargar a Belmullet cajas que no puedo levantar yo solo y se ríe de mí. Y luego, cuando por fin puedo recuperarlo, es como si se me olvidase todo y que eso no significase nada. Papá dice que soy más útil recogiendo patatas.
Con sus pies descalzos pateó la arena, e Irlanda, después de haberse visto obligada a taparse los ojos con el dorso de su mano, lo agarró de su pierna derecha.
—¡Quieto de una vez!
El niño soltó un chillido y cayó al suelo de culo, para después cerrar sus ojos con fuerza y torcer el gesto. Irlanda le soltó el pie a la primera patada que le lanzó, recogió el libro y suspiró antes de levantarse y sacudirse las faldas. Aoife se aproximó a la gorra del caído, que había sido propulsada hacia las rocas que limitaban la playa, y mordió la visera para levantarla. Una pequeña sacudida fue suficiente para quitarle gran parte de la capa blanquecina que se había quedado sobre la tela.
Ella puso sus ojos en blanco y le echó un vistazo a MacDougal, que permanecía tirado en el suelo.
—Vete a recoger patatas, pues. Volveré cuando estés más dispuesto.
Se giró sobre sus talones y se tapó la nariz en cuanto fue recibida por el hedor al otro lado de la línea de playa. Si Dougal hizo algún sonido al respecto, ella fue incapaz de apreciarlo.
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El paño no tardó en empaparse en el barreño de agua fría, e Irlanda se apresuró a levantarlo y estrujarlo. En cuanto lo posicionó sobre su frente, Arlene soltó un débil gemido y presionó sus párpados con fuerza.
Sus hombros seguían temblando, y sus dientes castañeteaban con fuerza.
Incluso cuando se retiró hacia el barreño para lavarse las manos, en el vestíbulo exterior a aquel pequeño habitáculo, pudo seguir escuchándolo. Ella recogió la taza y el platillo que había al lado y se volvió a meter en la habitación, para después dejarlas en la pequeña mesa a un costado de la cochambrosa cama que aquella mujer, pequeña dentro de su vestido, ocupaba.
Su rostro y labios arrugados y extremadamente pálidos distaban bastante de aquellos que había podido atisbar hacía apenas dos meses, cuando aquella enferma parecía todavía una muchacha pese a sus 34 años.
Pero la naturaleza no dejaba que las gentes se escapasen del curso del tiempo.
Y se había cobrado su juventud robada de la peor manera posible.
Enganchó sus dedos en el asa de la jarra y la inclinó para verter su contenido sobre la taza.
Una vez que se hubo asegurado de que no rebosase y pasase su mano por encima para comprobar que seguía caliente, alzó la taza y la acercó a los labios reducidos de la mujer. Esta de inmediato arrugó su ceño.
—Arlene, tienes que tomarte esto.
Los labios de la mujer se fruncieron, aunque ella le puso la mano en la mejilla para evitar que se retirase. No tuvo por qué preocuparse por brazos y piernas, que apenas se sacudieron. La infusión se coló a través de sus labios y, a pesar de que una parte se derramó por una de sus comisuras, las sucesivas contracciones en la piel de su cuello le indicaron que había conseguido su objetivo.
Una vez que la taza estuvo vacía, ella la dejó sobre el suelo y le limpió las comisuras con un paño. En cuanto se levantó de la cama, Arlene cerró sus ojos con fuerza y un pequeño hilillo transparente no tardó en discurrir por su mejilla hasta unirse a la mancha en el colchón.
—Es la única forma de que puedas recuperarte.
El sollozo ahogado fue seguido por un portazo. Irlanda llevó sus ojos hacia el vestíbulo, donde William MacDougal se abría paso con una evidente tara en su pierna derecha y con un bastón en mano. Sus cabellos rubios lacios y con apariencia de grimosos caían sobre sus ojos, evitando que sus iris castaño oscuro fuesen visibles a simple vista.
No era el caso de las arrugas alrededor de su boca y de sus manos, que apenas con una fina capa de piel sobre los huesos se aferraban al gancho del bastón, o de su joroba.
Todas las prendas que llevaba tenían agujeros, incluida su gorra, y los bordes roídos.
En cuanto cruzó el umbral, sus ojos se dirigieron hacia ella y suspiró.
—¿Cómo está?
Irlanda le hizo un gesto con la cabeza y William dejó su bastón apoyado en la pared, se sujetó la pierna y avanzó a pata coja hasta dejarse caer en el borde de su cama. Se sorbió la nariz y se giró hacia su esposa, para después apoyar su mano la mejilla.
—Oh, mi Arlene… —Se restregó sus ojos con la manga. La única respuesta que obtuvo fue un suave ronquido, que le hizo soltar una pequeña risa. Su comisura no tardó en caer con un simple suspiro—. ¿Qué me diría, señora, si le dijera que ahora mismo odio al ancestro del que recibí mi nombre?
Ella se pasó la lengua por sus labios y apoyó su espalda contra la pared antes de inspirar hondo.
—William…
—Porque él, por su egoísmo, nos condenó a esta vida de miseria en este rincón perdido de la mano de Dios. Ya se había llevado a mis hermanos, a mi padre, a mi madre, y ahora viene a por mi hija y a…
Irlanda le chistó y él giró su cabeza en su dirección. Podía apreciar el pequeño cúmulo gelatinoso cercano a los orificios de la nariz y los dos pequeños riachuelos que discurrían por ambas mejillas hasta unirse en su barbilla.
Aunque se restregó la cara con la manga roída, no logró disimularlo.
—No digas esas cosas, William —masculló Irlanda, a la vez que daba un paso hacia la cama—. Tu esposa aún sigue viva.
Los dedos huesudos del hombre recogieron la mano de Arlene entre ellos y presionó sus labios para ahogar un sollozo. Sus ojos se dirigieron hacia ella por un mísero instante, con una fina capa brillante sobre sus pupilas.
—¿Ha dormido Henry aquí? —Volvió a sorberse la nariz. Irlanda suspiró antes de negar con la cabeza. Él chasqueó su lengua y soltó la mano de su esposa antes de posicionar sus manos en el borde e impulsarse para ponerse en pie. Irlanda le fue a buscar el bastón y se lo ofreció—. Le dije que tenía que estar hoy para revisar la cosecha junto a Dougal y el señor O'Barry y sus hijos.
Maldijo por lo bajo antes de comenzar a caminar hacia el vestíbulo, aunque Irlanda se puso delante de él para impedírselo.
William torció el gesto.
Irlanda se cruzó de brazos.
—Yo ayudaré a Dougal. Tú asegúrate de que a Arlene no le suba la fiebre y, si lo hace, sales y me llamas.
Él se quedó en silencio durante unos segundos, hasta que suspiró y apoyó el bastón sobre una de las paredes. Esta vez, Irlanda le sujetó del brazo mientras él cojeaba hasta la cama y se sentaba de nuevo en el borde. Ella tuvo a bien recoger el bastón y dejarlo tirado en el suelo justo debajo de la cama antes de inspirar hondo.
William se tumbó en el colchón y le puso la mano sobre la mejilla. Arlene apenas se inmutó.
Suspiró y fijó sus ojos en las cercanías del barreño, donde yacía un pañuelo aún húmedo.
No tardó en recogerlo.
Irlanda se desató el nudo del delantal y se lo quitó por encima de la cabeza, para después dejarlo en el perchero de la entrada. De allí pudo recoger su manta de tartán descolorida, ponerla sobre sus hombros y hacer el nudo más fuerte que lo grueso de la tela le permitía.
Se puso entonces las botas, cuyo color negro intenso había terminado tornando a gris en toda su superficie, y se aproximó a la puerta. Giró su cabeza hacia William y a su esposa una última vez, solo para apreciar cómo los pechos de ambos se elevaban al unísono, siempre acompañados por un sonido ahogado.
Ella se mordió el labio inferior y empujó la puerta hacia el exterior.
No tuvo que poner ni los dos pies en la calzada para ser recibida por el hedor a putrefacción en el ambiente y verse obligada a pinzarse la nariz. El gesto le sirvió hasta que terminó de recorrer la calzada de piedras que separaba aquella pequeña villa del campo, y bufó mientras sacaba el pañuelo de tela y se lo pegaba a los orificios de la nariz.
Irlanda inspiró hondo y cerró sus ojos para apreciar las pocas hierbas con las que había compuesto la infusión.
Desde luego, nunca había pensado que echaría de menos cultivar avena.
El campo que se extendía frente a ella estaba recorrido por una serie de líneas verticales de tierra oscura que contrastaban con el brillante verde de las hojas de la cosecha sobresalientes. O, al menos, debería haber sido así, pero las matas habían resultado más pequeñas de lo que ella podía recordar. Y, cuanto más se alejaba Irlanda de la villa, más hojas podía ver con manchas de un tono ligeramente más claro u oscuro en su limbo, conforme a las que el resto de la estructura tendía a encogerse.
Había láminas en las que estas cubrían la totalidad de su superficie y habían perdido su forma al plegarse sobre sí mismas, mientras que en otras se manifestaban como pequeñas motas a lo largo del verde de la hoja. Se puso de cuclillas para recoger una de las primeras en su mano libre, y esta no tardó en romperse en fragmentos bajo sus dedos.
Irlanda se levantó y alzó sus ojos hacia el campo. No empleó mucho tiempo hasta reconocer en la lejanía la figura de Dougal escarbando en la tierra mientras el señor O'Barry tenía la cabeza inclinada hacia él y sus brazos en jarras, y aceleró su ritmo hacia ellos.
Esto no evitó que su atención se desviase hacia sus costados y pudiese detectar unas hojas con una especie de manchas de color blanco amarillento.
Suspiró y se quitó el pañuelo de la nariz cuando MacDougal alzó sus ojos oscuros hacia ella.
Tuvo que tragar para retener una arcada.
—Dougal, sigue —insistió O'Barry. Aun así, él continuó con su mirada fija en Irlanda y sus labios fruncidos durante unos cuantos segundos, para después volver a apartar las tierras por debajo de la copa de hojas con pequeñas manchas blancas.
El hombre inspiró hondo y llevó sus ojos claros hacia ella. Las arrugas alrededor de sus cejas canosas hablaban mucho más que la sonrisa que se había esforzado en dibujar en sus labios.
—¿Ha vuelto a fracasar la cosecha? —cuestionó ella, con la nariz arrugada.
O'Barry asintió con la cabeza mientras se recolocaba la gorra sobre su cabello castaño.
—Pero esta vez parece peor. El muchacho está buscando las que no estén mal, pero poco puede hacer solo uno. —Se llevó una mano hacia la nuca y comenzó a rascarse con los dedos—. Aunque mis hijos no van a volver de Belmullet hasta tarde, y a saber dónde está Henry MacDougal… Es una pena que William tampoco pueda ayudarnos. Era algo que, dentro de lo que cabía, no le dejaba de hacer ilusión; recoger el fruto de su esfuerzo para alimentar a su familia y poder tomárselo empapada en leche, cuando nos podíamos permitir criar ganado.
Irlanda caminó hasta ponerse junto a MacDougal y se recogió las faldas antes de flexionar sus rodillas. El olor le hizo tener una arcada, aunque logró taparse la boca para tragar saliva. Llevó sus ojos hacia Dougal para asegurarse de que tenía su atención fija en la interminable montaña de tierra, y después a O'Barry, que la miraba con el ceño fruncido.
—Oh, por favor, señora, levántese. —Se aproximó a ella y le extendió su mano. Irlanda llevó entonces su atención hacia el tallo que tenía enfrente y sostuvo una de las hojas, con su superficie cubierta por pequeños puntos blancos rodeados por aureolas de un color cobrizo. Ella pasó la yema de su dedo sobre ellas, y el estómago se le retorció al notar la textura grumosa e inconsistente de la superficie. Una mano en el hombro le hizo alzar su rostro hacia O'Barry—. Señora, por favor, deje que el muchacho lo haga, que tiene que aprender.
Ella sacudió su hombro y se zafó de O'Barry, lo que hizo que el hombre soltase un suspiro.
A continuación, enterró sus dedos en la tierra mojada y comenzó a apartar de una forma brusca las placas solidificadas alrededor del tallo, que poseía un tono algo más cobrizo de lo que le gustaría. Para el punto en el que por fin alcanzó el tubérculo, que había adquirido un color muy similar a la de los granos circundantes y una forma mucho más achatada, no había tenido otra opción que empezar a respirar por la boca.
Esta primera poseía una textura grumosa y seca, similar a la de las hojas marchitas de antes.
Irlanda tiró para arrancar unas cuantas de la planta y depositarlas sobre el suelo mientras formulaba todas las oraciones que se le podían pasar por la cabeza en voz baja.
MacDougal lo aprovechó para recoger una patata entre sus manos y mirarla con el ceño arrugado.
Ella gruñó, pero aquello no evitó que el muchacho la sacudiese con suavidad. El tubérculo no tardó en perder consistencia, y en cuanto Dougal recolocó sus dedos, Irlanda pudo apreciar que la superficie se había hundido en las zonas en las que él había presionado sus yemas.
—Esto no parece una patata. —La acercó a su nariz y la olisqueó, para inmediatamente después taparse la nariz y arrojarla de vuelta al suelo—. Yo no me voy a comer eso.
Irlanda frunció sus labios.
«Ni tú ni nadie, MacDougal.» Tomó una bocanada de aire con la boca antes de desviar sus ojos hacia O'Barry. Este asintió y metió sus manos en los bolsillos, de los que, al cabo de unos segundos, sacó una pequeña funda de cuero, que se apresuró a ofrecerle.
En cuanto ella lo tomó entre sus dedos, O'Barry se apresuró a doblar sus rodillas y sentarse en el suelo acompañado por jadeos que fueron creciendo en intensidad hasta que pudo recolocar sus piernas sobre la tierra.
Irlanda intentó reprimir un bufido antes de extraer el pequeño cuchillo de la funda y cortar con su filo la patata por el eje vertical. Necesitó de varios empujones al mango para separar por completo las dos mitades del tubérculo y poder abrirlas.
Ella arrugó la nariz mientras MacDougal dejaba escapar el principio de una arcada.
La cobertura oscura había infectado también el interior, aunque en las dos mitades había avanzado de una manera completamente diferente. En la que sujetaba a la derecha, la podredumbre había llegado a consumir casi por completo el interior, salvo una pequeña zona con forma oblicua en uno de los extremos, mientras que en la otra apenas había alcanzado la mitad.
—Es la plaga. La plaga de América y Bélgica —musitó el señor O'Barry, con sus ojos bien abiertos.
Este recogió con cuidado el pedazo de la derecha y se volvió a poner de rodillas con cierta dificultad. Irlanda le dio un suave codazo a MacDougal que hizo que este soltase un quejido, pero ella sacudió su cabeza hacia el señor O'Barry.
El muchacho chasqueó la lengua y arrugó el ceño, aunque terminó por ponerse en pie y ofrecer su brazo para ayudar al hombre, con una sola mano libre, a hacer lo propio.
(A pesar de que hubo un instante en el que pareció que Dougal iba a caer al suelo.)
En cuanto pudo mitigar sus jadeos, O'Barry carraspeó, se sacudió los pantalones por delante y se reacomodó la gorra.
—Voy a enseñárselo a todos para poder ver el impacto total.
Irlanda asintió con la cabeza, aunque la mayor parte de su atención estaba puesta en el tubérculo cuando les dio la espalda. Al arrastrar su dedo gordo por el interior pudo apreciar que la podredumbre estaba grumosa. Ella hundió su yema sin ninguna clase de motivo, y el denso interior salió desperdigado. Gruñó antes de aplastarla contra el suelo.
Un resoplido la sacó de su trance y le hizo girar su rostro hacia su izquierda.
Aoife la miraba con las orejas aplastadas sobre su cráneo.
Irlanda frunció su ceño, aunque apenas tuvo tiempo de despegar sus labios.
—¡Dougal! —gritó la voz de William.
Cuando se giró hacia el muchacho, pudo apreciar que O'Barry se había devuelto y se aproximaba hacia ellos. Un caballo alazán ensillado fue lo único que necesitó para que su corazón se acelerase en su pecho y sus puños se apretasen sobre su falda.
Ella inspiró hondo antes de poner sus manos sobre los hombros de Dougal y hacer fuerza para que la mirase. Los ojos del muchacho brillaban y pudo apreciar que estaba temblando.
—Dougal, escúchame. —Lo zarandeó hasta que su mirada se fijó en ella—. La lista de ingredientes de la infusión para tu madre está debajo de uno de los cubos. Si no puedes leerlo, acude a O'Barry o incluso a Freddie MacNamara si es necesario, pero tu madre necesita una cada día. Y se la tiene que tomar, ¿de acuerdo?
Necesitó sacudirlo una vez más para que asintiese con la cabeza antes de soltarlo.
O'Barry le pidió a MacDougal que se levantase y fuese junto a él, y Dougal le dirigió un breve vistazo antes de ser empujado en dirección a la calzada.
Y, en cuanto empezaron a alejarse, ahí estaba él.
Cruzaba el campo con sus pantalones blancos y botas negras, su chaqueta de un rojo intenso con ciertos detalles dorados en las que se reflejaba la tenue luz del Sol y su cuello de un azul oscuro, y sus brazos escondidos en su espalda.
No necesitaba que se aproximase más para apreciar su barbilla alzada.
O su ceño fruncido por aquellas cejas gruesas, más incluso que las suyas.
Irlanda inspiró hondo y se sacudió la falda, intentando con ello también limpiarse sus dedos llenos de su tierra, antes de recoger el ronzal de Aoife y empezar su paso hacia su hermano. Este se detuvo de inmediato y permitió que fuese ella la que recorriese la distancia que los separaba.
Pudo escuchar un resoplido que venía de su parte mientras la miraba de pies a cabeza.
—Me voy un año a Oriente porque tengo asuntos pendientes, vuelvo y me entero de que mi hermana se ha marchado de Dublín al rincón más mísero de su isla. —Suspiró y clavó sus ojos verdes en ella antes de recolocar los botones del extremo de su manga y sacudir su cabeza. Los rizos rubios de su flequillo se agitaron con el movimiento—. Te he mandado construir una casa en Dublín que es envidiable incluso en Londres y te he dejado a tu aire, ¿y así me lo pagas? ¿Qué más quieres?
Las uñas de Irlanda se clavaron en sus palmas, aunque se esforzó por bufar.
—¿De verdad me estás preguntando eso?
Inglaterra se tomó unos segundos para torcer el gesto y ponerse de medio lado.
—No. —Chasqueó su lengua y el caballo alazán dejó de arrancar las hojas de los cultivos para aproximarse hacia él con un trote ligero—. Prefiero gastar este tiempo en volver a Dublín, porque suficiente he tardado en llegar hasta aquí. Haría falta una línea de ferrocarril y reformar los caminos para llegar. —Sus ojos se desviaron de nuevo hacia ella—. ¿Y qué clase de ropas te has puesto? ¿Por qué esa falda tiene los bordes tan irregulares? —Sacudió sucesivas veces su cabeza—. Supongo que tendré que arreglarlo cuando lleguemos.
Inspiró hondo y se sujetó a la silla del caballo, para después saltar y quedar montado en el lomo. Una vez que quedó erguido, le hizo un gesto con la cabeza para que hiciese lo propio.
En cuanto se giró para subirse a Aoife, pudo escuchar un bufido desde su espalda.
Cerró sus ojos con fuerza e intentó convencerse de que aquello era necesario.
Una vez que se hubo acomodado en Aoife y la hubo azuzado, apenas giró su cabeza de vuelta a las chozas.
