Se la encontró sentada en el segundo escalón de las escaleras que subían a la casona roja. Codos sobre las rodillas, pierna izquierda moviéndose insistentemente y el largo cabello rubio suelto, dándole cierto refugio de miradas ajenas.
—Pataki —le dijo al acercarse. Iba inquieto por reencontrarse con su mejor amigo al fin, pero se había topado con la complejidad personificada unos pasos antes—, ¿todo bien?
—Johanssen.
Helga G. Pataki.
Un acertijo, como tantos que intrigaban a su buen amigo.
Una historia intrincada que narrar.
Decidió pausar sus ansias unos segundos para valorar la situación. Apoyó la espalda contra la baranda de piedra— ¿Cómo estás?
—No es de tu incumbencia, Geraldo —respondió automáticamente la rubia; sin embargo, a su tono le faltaba malicia. De hecho, el chico diría que sonaba agobiada, así que esperó a ver si la joven agregaba algo más.
Ellos habían aprendido a tenerse paciencia. Se habían visto forzados a coincidir tras su regreso de San Lorenzo, años atrás, cuando ambos comenzaron a frecuentarse más con el mejor amigo del otro.
Si bien, sus interacciones iniciaron con una forzada afabilidad que temblaba cuando se dejaban llevar por sus temperamentos tan similares; lograron desarrollar complicidad debido a su tiempo juntos y la lealtad que cada uno tenía hacia su mejor amigo.
—Nerviosa, supongo —admitió la rubia, rehuyendo la mirada.
—Él también está nervioso —decidió contarle Gerald, tras darse unos segundos para considerar la estrategia más adecuada.
La realidad era que a Helga y a él no se les hacía difícil entenderse cuando se lo proponían, después de todo, tenían importantes características en común, eso era obvio; como la capacidad de observación, la habilidad artística para elaborar historias —Gerald narraba, Helga escribía—, y la tendencia a ser exagerados con pequeñas situaciones y a callar los problemas de verdad.
Tanto por teorizaciones propias como gracias a explicaciones que Phoebe e incluso Arnold le habían dado; tenía cierta idea de lo que podría estar pasando por la cabeza y el corazón de la chica. Y decidió que su amigo podría necesitar ayuda.
Helga suspiró y miró al suelo— Emocionado, me imagino.
—También —reconoció Gerald con una sonrisa—. Pero nervioso, porque sabe que, aunque vuelva al mismo lugar, las cosas no son cómo él las recuerda —le contó—. Cerró la florería de la señora Vitello, Slausen's cambió de nombre, la carnicería del señor Green se cambió... —enumeró el chico— Y somos pocos los que nos seguimos viendo desde que él se fue al acabar séptimo grado. Y tú no le escribiste ni una carta estos dos años —agregó con cierto tono de acusación. Helga le miró de reojo—, eso sí que lo tiene nervioso. Creo que me dijo que ha tenido náuseas por saber que te vería. Piensa en ti y vomita. Yo también.
—Qué idiota.
Se quedaron en silencio.
Gerald miraba con atención la actitud de la rubia.
—Sus abuelos se cansan más rápido —decidió expandir el moreno—, eso le asusta —esto pareció alertar a la rubia. Gerald decidió sentarse junto a ella para hablar más discretamente—. Los otros huéspedes les han contado que se han vuelto más lentos para hacer las cosas... si es que no las olvidan. Se les pasan los horarios de las comidas, o no han comprado abarrotes, y ya no logran ponerse al día con las reparaciones que la casa necesita.
La vio morderse los labios.
—Le hará bien saber que cuenta con nosotros, Helga.
La chica asintió y se levantó. Gerald pensó que se había animado a entrar ya.
—Me voy.
Nop.
—¿Qué?
—El melenudo ya tiene suficientes preocupaciones—respondió la muchacha en voz baja.
Gerald también se levantó, desconcertado— ¡Pataki, no te puedes ir!, él está ansioso por verte.
—Lo dudo —replicó rápidamente Helga, con la vista en la calle.
—¡Porque tú no recibías cartas ni llamadas lamentándose largamente por no saber de ti! —le contó Gerald, agitado. Definitivamente, el camino sutil no funcionaba con ninguno de los rubios y, además, la joven Pataki siempre sabía desbaratarlo todo— ¡o babeando por cada detalle insignificante tuyo cuando le mandábamos fotos de la pandilla!
—¿Qué? —Helga volteó a mirarlo.
—¡Es en serio! —exclamó el chico alzando ambos brazos—. Al menos pudiste escribirle antes de venirse, Pataki. Algo corto. Así como "cabeza de balón, sigo perdiendo la cabeza por ti —le imitó con una voz aguda.
—¡Cállate ya!
—...y todavía puedo golpearte hasta sacarte los intestinos con la vieja Berta y los Power Rangers".
—¡Betsy y los cinco Vengadores, estúpido! ¿Y qué sabes tú de lo que yo siento, cabeza de cepillo?
—Convengamos que soy un contador de historias, Pataki. Soy un observador agudo —Helga alzó una ceja—. Y a veces le consulto a Phoebe —admitió Gerald—. Necesito información para mantener al día a Arnold ¿entiendes?
—Entonces... ¿le contaste de mí?
—Sí —respondió él honestamente, apoyándose otra vez contra la baranda del pórtico de los Shortman—, era muy insistente.
—¿Qué le contaste?
—Que con Phoebe pensamos que aún lo quieres —el rostro de Helga se mantuvo impasible—. Sabemos que se te hace difícil expresar tus emociones a otros y Phoebe nos explicó que, sobre todo, no te gusta sentirte como un estorbo y que por ello no querías hacer sentir mal a Arnold escribiéndole y diciéndole que lo extrañabas.
—Debería golpearte por andar hablando de mí —respondió la rubia, con voz grave—. Sobre todo al melenudo cerebro de camarón.
—¿Mentimos, Helga? —la interrogó él— El chico estaba desesperado por saber de ti. Ha pasado demasiado tiempo perdido en tu silencio. Y no te voy a mentir, Pataki, al principio me sacaba de quicio que no le hicieras el favor de responderle absolutamente ni una palabra. Desde el concurso a San Lorenzo y con todo lo que pasó después, me había quedado clarísimo que él te importaba más que una manía infantil. Y, como decía Arnold, que en el fondo no eras tan mala como querías demostrar.
—¿Qué puedes saber tú? —le despreció la rubia, cruzándose de brazos.
—He estado ahí, lo he visto; y si no lo he visto, me lo han contado. Phoebe y Arnold. Y Phil. Todo lo que has hecho por nosotros, por el vecindario; y sobre todo por Arnold.
—¡Agh, no te pongas sentimental, Johansen! —le pidió Helga cubriéndose el rostro con las manos.
—Mira, Pataki —le habló él con mayor firmeza—. Estoy seguro de que Arnold no necesitaba mucho tiempo para ponerse al día con sus abuelos, porque se escribían y llamaban seguido, y ya —miró su reloj— ha tenido dos horas desde que llegó a la ciudad para ser consentido por ellos y los demás huéspedes. Y yo puedo esperar, de verdad —le agarró el hombro y Helga bajó las manos, mirándolo con expresión de angustia—. Es tu turno. Entremos ahí, llévatelo a su cuarto y has lo que tengas que hacer.
—¡¿Qué te estás imaginando?!
—¡PG-13, rubia! Cuéntale lo que ha pasado en tu vida, cómo te has sentido estos años en que él no estuvo. Deja que te tome de la mano, que estoy seguro de que lo intentará. Y bueno, si intenta algo más, ¿realmente sería tan malo permitírselo?
—¡Geraldo! —se quejó la joven, cubriéndose el rostro otra vez.
—Él ya está aquí, Helga. Te ha echado de menos, te lo aseguro, y ha venido ilusionado con volver a encontrarse contigo.
La vio revolverse. La expresión atormentada no dejaba su rostro.
—Las fotografías son una cosa, ¿sabes?...—refunfuñó tras unos segundos.
—¿Qué?
—¡No sé, cabeza de cepillo! —le gritó Helga alzando los brazos— ¡Han pasado dos años y hemos cambiado demasiado! Cuando se fue, yo era... una niña... que vestía rosa y usaba un moño.
Gerald necesitó unos segundos para descifrar qué le preocupaba a la rubia en esos momentos.
—Sus sentimientos no han cambiado. Y le vas a gustar como estás, Pataki, créeme. Opinión de hombre que apenas te aguanta.
La vio ruborizarse.
—¿Vamos? —sin esperar respuesta, pues sospechaba que Helga aún estaba en pleno dilema interno, subió unos cuantos escalones.
—¡No! —la escuchó. Volteó a verla frustrado. Se la encontró aún sonrojada, mirándole con intensos ojos azules y el largo cabello lacio brillándole bajo el sol. Y Gerald entonces volvió a ser testigo de cómo la joven Pataki embobaba a su mejor amigo. Esta vez, sin embargo, tras no verla en vivo por más de dos años, se imaginaba que Arnold se quedaría sin aire. Arnold Shortman también podía ser melodramático.
—No puedo —susurró la chica.
—Está bien, rubia, puedes arrancar —le respondió Gerald resignado. Helga lo miró con expresión aturdida. El moreno bajó otra vez las escaleras—. Después de conversar con él. Antes no. Te perseguiré y traeré de vuelta, ¿entiendes? —explicó cogiéndole el brazo.
—¡Te golpearé hasta la próxima semana, Johansen! —replicó Helga echándose para atrás. Pero Gerald afirmó el agarre y se paró más derecho y más acerca, haciéndole sombra. Él se sabía altísimo y atlético.
—Puedes intentarlo.
—¡¿Quién te crees?! ¡¿Me estás amenazando?!
—Te estoy advirtiendo, Helga G. Pataki —le dijo con voz firme—, que esto tendrá un final feliz para todos. Sí o sí —se giró arrastrando a la chica escaleras arriba y tocó el timbre de la vieja casa de huéspedes. Helga dio un paso atrás—. Quieta —le dijo bajito. Ella le dirigió una mirada desprecio, pero no batalló más.
Gerald inhaló profundo. Paciencia.
Mientras esperaban que alguien respondiera la puerta, la anticipación por volver a ver su amigo regresó a su cuerpo. Cartas constantes y llamadas distanciadas realmente no se comparaban a todas las locuras que se les ocurrían cuando estaban juntos. A la facilidad con la que se reían. A las misiones en que se embarcaban para resolver los misterios de la ciudad. A la cantidad de cosas nuevas que podían hacer ahora más grandes. Tenían una larga lista de actividades pendientes. ¿Estaría él demasiado cansado para empezar esta misma tarde? Gerald le había dicho a Helga que podía verle ella primero, pero ahora creía que se le haría difícil contener el entusiasmo.
La puerta verde se abrió entonces.
Y era Arnold.
Era él. ¡Era Arnold!
Más grande, cabello más corto y más claro.
—¡Gerald! —exclamó el joven Shortman, con una voz profunda y una gran sonrisa que Gerald inmediatamente correspondió. Sintió que le ardían los ojos.
Arnold le abrazó fuertemente, quitándole todo el aire. Gerald respondió envolviéndolo lo más que pudo con un sólo brazo, pues el otro aún mantenía a Helga en el lugar. Notó que, si bien, él seguía siendo más alto que el rubio, Arnold definitivamente había crecido y su espalda era más ancha que la suya.
Se soltaron aun analizándose mutuamente, intentando identificar todos los cambios que habían ocurrido en más de dos años. El rostro del joven Shortman poseía menos delicadeza infantil y sus redondos ojos verdes estaban llorosos.
Y entonces, aún con una amplia sonrisa, Arnold desvió la mirada a la acompañante de Gerald.
Y la vio.
Claro que la vio.
La sonrisa del rubio se convirtió en una mueca extraña. Abrió mucho los ojos, la boca le quedó colgando. Parecía pasmado.
No te paralices ahora, hermano, has esperado demasiado tiempo, intentó transmitirle el moreno.
Arnold emitió algunas exhalaciones y sonidos.
Tú puedes, amigo.
—Helga —dijo finalmente Arnold en un susurro ronco.
Gerald miró a la chica a su lado. Su expresión era muy similar a la de su mejor amigo.
Él sabía que esto sería el epítome del melodramatismo, tanto por las torpes reacciones de los rubios, como por la capacidad que cada uno tenía de fantasear, romantizar e idealizar; logrando aterrizar ocasionalmente por el aplastante realismo del moreno o la gentil lógica de Phoebe.
Espabila, rubia.
El moreno hundió un dedo en el brazo de la joven para traerla de vuelta al presente.
—Cabeza de balón —respondió Helga con un hilo de voz.
Gerald inhaló profundo otra vez. Necesitaría muchísima paciencia dentro de las próximas semanas.
Tenía que llamar a Phoebe.
Fin.
