Me enamoré de mi esposa
Era conveniente. Eso dije. Eso le dije a ella. Y lo era, no mentía. Sólo que no esperaba que fuera más que eso. Se suponía que no debía ser más que eso. Se lo había dicho. No te enamores y estaremos bien.
Bien.
Debí haber puesto en práctica mi propio consejo. Apenas nos casamos y fuimos a vivir juntos las cosas cambiaron. Solíamos ser amigos. Ahora era imposible. Me he distanciado de ella. Desde que casi perdí el control... no podía volver a arriesgarme.
Apreté los ojos tratando de alejar el recuerdo pero sólo me encontré a mí mismo rememorándolo. Rememorando lo bien que ella sabía, cuán cálido y flexible era su cuerpo contra el mío. La sensación de su piel bajo mis manos. Oh, Dios.
"Dios, Kaoru," gemí, besándola profundamente.
Por tanto tiempo había deseado esto. Y el alcohol al fin me había desinhibido. Podía tomar lo que quería. Su sabor era el del costoso vino que nuestra anfitriona nos había servido en la fiesta y bebí de ella. Se sentía bien. No había disfrutado tanto del vino cuando lo bebía de la copa.
Mis manos estaban por todos lados. Y no era suficiente para mí. No quería que terminara. Nunca. Aparté mis labios de los de ella después de robarle un gemido, para probar el salado sabor de su piel. Cerré los ojos y saboreé la sensación de sus manos entre mis cabellos. Dios, cómo me encantaba. La amaba.
Continué con mi camino rumbo abajo y ella dijo algo como. "Kenshin, por favor." Me hizo reír. Ella me quería. Yo la quería. Me había hecho feliz.
"Ansiosa, ¿verdad?" le pregunté, dejando que mis labios juguetearan con la cima de sus pechos a cada palabra.
"Yo..." Se detuvo por un momento y dejé de besarla. "Sí." Sus manos atrajeron mi rostro al suyo y no pude sonreír. ¿Realmente ella quería esto? No debí haber dejado que sucediera. Le había dicho que no se enamorara de mí y ahí estaba yo, embelesando a la chica, prácticamente forzándola a acostarse conmigo. Y estando ebria. Dios, ¿qué estaba haciendo?
"Esto está mal," dije al fin, alejándome de ella. Dolía. No quería nada más que volver a tenerla entre mis brazos y retomar lo que habíamos dejado.
Ella retiró sus manos y sus ojos se ensombrecieron. "Sí." Dio un paso atrás y huí.
Ya no podía confiar en mí mismo. No dormía en casa. No quería dormir en la misma casa, mucho menos en la misma cama. Demasiadas oportunidades que podría aprovechar. Ahora que sabía cómo era tenerla entre mis brazos, la tentación de dormir en la misma cama y tenerla tan accesible era demasiado. Sería imposible no tocarla.
Por eso, me la pasé durmiendo en casa de amigos. Cada vez que trataba de llamar a alguna vieja amante, no podía hacerlo. La veía en ellas y me perdía.
La evité tanto como pude. Sabía que haría algo estúpido si permanecía en la misma habitación que ella. Y sabía que ella no me amaba. ¿Cómo podría? La apartaba constantemente y trataba de protegerme a mí mismo. ¿Cómo podrías amar a alguien que nunca estuvo allí para ti?
Negué con la cabeza y pasé una mano entre mis flequillos. Estaba volviendo a casa para almorzar. Consideré no ir, pero no quería. Quería verla. Verla en pijamas. Esa diminuta camiseta sin mangas que me volvía loco y los pantalones anchos de franela que cubrían todo menos los dedos de sus pies. Me encantaba verla así.
Abrí la puerta y arrojé mis cosas sobre la mesa. No la saludé aunque estaba de pie allí. No pude. En cambio, caminé hasta donde se suponía que era nuestra habitación y que en realidad era de ella, y cambié mis ropas por otras más cómodas.
Ella seguía de pie en el mismo lugar. Me senté y alcancé el periódico, tratando de ignorar sus ojos taladrándome la nuca. Dios, seguramente me odiaba. Ya me odiaba a mí mismo.
Trataba de concentrarme en mi almuerzo y en un artículo aburrido en el periódico cuando escuché el ruido de las patas de la silla correrse. Ella se sentó. Nunca lo había hecho antes. Antes de que pudiera decir algo, ella apoyó su cabeza entre sus brazos, apartando la mirada.
Aproveché la situación y dejé que mis ojos vagaran por todos los lugares en donde podían ver. Su cabello estaba recogido a las apuradas en una cola de caballo y ya no tenía su cinta de siempre. Tenía los brazos desnudos y las uñas sin pintar. Me obligué a apartar la vista. Quería tenerla en mis brazos y consolarla. Quería decirle, "No es tu culpa que yo sea un idiota, es mía. No debí haberme enamorado de ti," pero pasó.
Me puse de pie, dejé mi plato en el fregadero y volví a mirarla. Esta vez pude decir algo. "¿Qué ocurre?"
Ella levantó la cabeza. Lucía sorprendida. Bebí de su imagen. Sus ojos estaban apagados. Odié verla así. Antes eran de un vivo color azul. Ahora no había nada allí. Ningún brillo. Ningún fuego. Lo había perdido. Después de un rato, al fin dijo algo.
"Nada."
Sabía que mentía, pero lo dejé pasar. Probablemente no quería decirme a la cara que me odiaba. Contuve un suspiro. Asentí y me fui. Una vez afuera, suspiré. Y entonces me dije a mí mismo lo que pasaba conmigo.
"¿Qué ocurre?" Dije suavemente, cerrando los ojos. "Sé lo que ocurre. Me enamoré de mi esposa."
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