ZELDA

Estaba en casa. Cuando abrí los ojos y vi el techo familiar, pensé que todo había sido una pesadilla. Que me había imaginado que estaba encerrada en una prisión oscura otra vez, como solía suceder durante los primeros días tras la derrota del Cataclismo.

Había algo que se me estaba olvidando. Algo importante. Hice memoria, esforzándome por recordarlo. Sin embargo, la llegada del curandero me distrajo de pronto.

—Tienes mejor aspecto, niña —dijo—. ¿Cómo te encuentras?

Me descubrí pensando que no era yo quien debía estar bajo los cuidados del curandero. Me senté contra los cojines, y la debilidad que me atenazaba el cuerpo me sorprendió. Por un horrible instante fue como si, de nuevo, hubiera vuelto a los primeros días tras el Cataclismo, cuando había estado tan débil que ni siquiera podía andar por mi propio pie.

—No lo entiendo —dije, y mi voz sonó como un susurro ronco—. ¿Qué ha ocurrido?

Link apareció bajo el umbral entonces. Tenía un aspecto horrible. Estaba pálido y tenía círculos oscuros bajo los ojos. Incluso la sombra de la barba había dejado de ser una sombra y parecía más prominente que de costumbre, tanto que cualquiera podría apreciarla a simple vista. El alivio en sus ojos hizo un contraste extraño con su expresión sombría.

—Dejaré que tu esposo te lo explique —dijo el curandero. Asintió en dirección a Link y le susurró algo al oído. Él asintió también. Luego se marchó escaleras abajo. Poco después escuché como la puerta de la casa se cerraba con suavidad.

Él se mantuvo muy quieto, al otro lado de la habitación. Diosas, cuánto deseaba estirar el brazo y hacer que se acercara más, solo para abrazarlo y besarlo de una vez por todas. Había estado fuera por casi dos lunas. Una eternidad. Lo había necesitado a mi lado tantas veces que había perdido la cuenta.

—Gracias por sacarme de ahí —le dije, rompiendo el silencio. Mi voz seguía sonando ronca—. Supongo que ahora estamos en paz.

Él apretó los labios. Leí la duda en sus ojos, y al instante supe que algo iba mal. Intenté recordar de nuevo. Sentía la cabeza embotada, como si estuviera sumergida en aguas gélidas, pero lo ocurrido era más importante. Vi en mi memoria un resplandor de luz dorada, pero eso fue todo.

—¿Link? —lo llamé, esa vez con voz temblorosa.

Él inspiró hondo y se sentó en el borde de nuestra cama. Me tomó del rostro sin previo aviso y me besó con cierta brusquedad. Me quedé sin aliento, aunque luego permití que me besara con más ahínco. Me aferré a los bordes de su túnica, pensando en lo mucho que lo había echado de menos. Nunca lo dejaría partir durante tanto tiempo.

Fui a decírselo, pero entonces él se separó y pasó un instante en silencio antes de abrir los ojos. El dolor en ellos hizo que mi corazón se hundiera.

—¿Link? ¿Qué ocurre?

Link juntó su frente con la mía. Yo pasé una mano temblorosa por su espalda, intentando calmar sus nervios. Sentía los músculos tensos bajo la tela de la túnica.

—Te di ese veneno para dormir —murmuró— después de ayudarte a darte un baño. No podía tranquilizarte, Zelda.

Fruncí el ceño.

—¿Qué? ¿Por qué?

Él se separó y me miró con los ojos muy abiertos.

—¿No recuerdas lo que pasó anoche?

Sacudí la cabeza.

—No lo sé. Está borroso. ¿Eso es malo?

Él suspiró y tomó mi mano. La suya estaba cálida, y el cosquilleo agradable se extendió por todo mi cuerpo. Acabó con el entumecimiento de los pies, y pude mover los dedos con normalidad bajo las mantas.

—¿Me prometes que no entrarás en pánico?

Mi corazón se hundió otra vez. Sí que debía ser malo para que yo hubiera entrado en pánico.

—Lo intentaré.

Caí en la cuenta entonces de que no escuchaba los ruidos y las voces de los niños. Me cubrí la boca con una mano, horrorizada, pero Link siguió acariciando mi mano.

—No entres en pánico —me recordó.

—Lo intento, pero yo...

—Lo sé —dijo él con suavidad—. Tú solo escúchame por ahora. ¿Lo harás?

Asentí tras unos momentos de vacilación y dejé que empezara a hablar.

—Wynnie estaba enferma. Eso lo recuerdas, ¿verdad? —Yo asentí, temblando de terror. Mi corazón se detuvo cuando llegué a la zona de mi memoria más reciente—. Estaba preocupado, Zelda. No recibía cartas tuyas. Un día me llegó una carta de Prunia, contándome que estabas en la prisión, que el alcalde había muerto y que Arwyn tenía las fiebres.

—¿Link? ¿Está...? —Se me escapó un sollozo ahogado que me impidió terminar de formular la pregunta. Sus ojos reflejaron el mismo dolor que debía de aparecer en los míos.

—Deja que acabe —dijo con calma—. Volví a casa lo antes posible. Te saqué de la prisión y luego...

—Eso lo recuerdo —susurré yo.

—Luego fui con Arwyn. El curandero y Prunia se habían marchado. Arwyn... Ella tiene... tiene...

Di un respingo entre los cojines. El recuerdo, vívido pese a todo, regresó de pronto. Me golpeó con la fuerza de un puñetazo en el vientre. Me quedé sin aire, y Link tuvo que verlo porque puso una mano sobre mi hombro.

—Respira, Zelda.

—Yo... —Intenté inspirar hondo, aunque no sirvió de mucho—. ¿Ella está bien?

Había heredado el poder sagrado. Era mi hija mayor, y lo había heredado. Tendría que haber sentido alivio por haber salido de dudas tan deprisa; sin embargo, solo sentía algo pesado como una losa poniéndose cómodo en mi estómago. Y no tenía nada que ver con el bebé.

Diosas, el bebé. Me llevé una mano al vientre e inspiré hondo por enésima vez.

—Dijiste que me habías dado algo para dormir —dije muy deprisa, aferrándome a la palma de su mano con tanta fuerza que debía de estar haciéndole daño—. ¿Qué tenía, Link?

Él parpadeó, incrédulo, aunque luego pareció más confundido que cualquier otra cosa.

—¿Por qué...?

—Tengo que saberlo, Link.

—Hierba de Hyrule —respondió él por fin—. También algo de flor sigilosa. Y agua. Pero nada más.

—¿Nada más?

Su ceño se frunció. Sabía que estaba empezando a sospechar. En el fondo Link no era tan diferente a mí; su cabeza siempre se imaginaba lo peor. Pensaría que estaba enferma de verdad, como antes de marcharse a Akkala.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo con lentitud.

Vacilé un instante. Luego me dije que no podía contárselo. Odiaba que hubiera más mentiras de por medio. Ya le había mentido cuando fui a hablar con el alcalde antes de que él se marchara de viaje. Lo último que me apetecía era mentir de nuevo ahora. Sin embargo, sabía que ninguno podría celebrar que íbamos a tener un hijo. No cuando la situación era tan frágil.

—Te lo contaré más tarde —le dije. Él seguía sin parecer convencido, aunque yo cambié de tema. Me aferré a su mano de nuevo—. ¿Ella está bien?

Link suspiró y pasó un dedo por mis nudillos. En cualquier otro momento, sus caricias me habrían tranquilizado, pero ahora no podía evitar que mis manos temblaran mientras esperaba por su respuesta durante unos instantes que se me hicieron eternos.

—El curandero dice que está mejorando. —Clavó la vista en las mantas, y vi como sus hombros se hundían—. Llevaba años sin asustarme tanto, Zelda —me confesó en un susurro—. Pensaba que ella... Pensaba que iba a perderla. —Dio un respingo, como si alguien lo hubiera golpeado tras decir aquello—. Es... es tan diminuta. Pensé... pensé...

Lo abracé con fuerza y dejé que se escondiera en mi hombro, como si fuera un niño. No estaba llorando, aunque sabía que había estado cerca. Nunca me miraba a los ojos cuando lloraba. Aún sentía la debilidad en el cuerpo, supuse que por la poción, el embarazo y las semanas que había pasado en la prisión. Pese a todo, lo estreché con toda la calidez que fui capaz de reunir.

Maldije tres veces a Hylia, y él no dijo nada.

—Nos las arreglaremos para salir de esta —murmuré mientras le acariciaba el pelo revuelto. Ni siquiera yo me lo creía—. Todo irá bien, ya lo verás. Ahora estamos juntos.

—No pienso irme de viaje nunca más —masculló él.

Consiguió arrancarme una sonrisa diminuta, sin importar el dolor que sentía por dentro. Si cerraba los ojos, no veía al Cataclismo observándome al otro lado de la oscuridad, como después de la victoria, hacía ocho años. Ahora solo veía el rostro de piedra de Hylia, siempre sonriente y vigilante. La odiaba. La odiaba a ella y a todo lo que tuviera que ver con ella. Había tocado a mi hija. Una inocente más. La había hecho sufrir por semanas solo para que el poder sagrado brotara al exterior.

Mi sonrisa desapareció de golpe.

—¿Y Artyb? —le pregunté con voz temblorosa.

Él pasó los dedos por mi brazo, cubierto por las mangas del vestido. Sus dedos cálidos, incluso a través del tejido, consiguieron tranquilizarme en aquella ocasión.

—Artty está bien —respondió, y me hundí un poco más entre los cojines. Ambos estaban bien, en la medida de lo posible—. No se ha despertado.

—¿Dónde duerme?

—En el suelo. Conmigo.

—¿Cómo se lo ha tomado?

—Mejor de lo que esperaba —suspiró Link—. No ha llorado porque le prestamos más atención a Arwyn que a él. No por ahora, al menos.

—Es como su padre —murmuré—. Fuerte y con las emociones de un jarrón. O al menos eso quiere que pensemos.

Rio en voz baja. Siempre me alegraba oírlo reír. Había sido un sonido tan raro cuando era más joven que ahora, pese a todo el tiempo que habíamos pasado juntos, lo seguía atesorando en mi corazón.

—No está celoso de su hermana. Eso es bueno. Solo se preocupa por ti.

—¿Por mí? ¿Por su madre? —Sacudí la cabeza, incrédula—. Diosas, nada de esto debería ser así. Tendría que ser al revés.

Él me miró a los ojos. Caí en la cuenta entonces del miedo que debía haber pasado. Solo en Akkala, sin poder recibir noticias mías durante una luna. Estaría muerto de miedo.

—No tiene nada de malo que se preocupe por ti. Además, también se preocupa por Arwyn.

Di un respingo sobre las mantas. Sentí el poder bajo la piel entonces, deseoso de salir. No sabía qué haría si lo dejara libre, sin embargo. Y, por mucho que quisiera dejarme llevar, no podía correr riesgos.

—Tengo que verla —murmuré.

Aparté las mantas y fui a ponerme en pie. No obstante, Link me detuvo antes de que mis pies descalzos tocaran el suelo.

—Tienes que descansar, Zelda —dijo él con suavidad, aunque también con firmeza. Me pregunté cómo conseguía mezclar las dos cosas con tanta facilidad.

—Ya he descansado. Llevo una noche entera...

—El curandero dice que necesitas descansar. No voy a dejar que lo tuyo empeore también.

Me di cuenta entonces de que había lágrimas de frustración en mis ojos. Intenté secarlas para que Link no pudiera verlas, pero seguían apareciendo, como si hubiera una reserva infinita.

—¿Y qué esperas que haga? ¿Quedarme aquí sola mientras tú te ocupas de todo? ¿Mientras mi hija corre peligro?

—Solo quiero que estés mejor.

—Estaré mejor si la veo con mis propios ojos para asegurarme de que está bien. No puedes apartarme de ella, maldita sea.

—Zelda...

—Soy la única que puede ayudarla, Link —dije. Le supliqué con la mirada, pese a lo mucho que odiaba suplicar—. En el fondo lo sabes. Tú puedes hacer poco por ella ahora.

Apretó los labios y me sostuvo la mirada por unos instantes que se me hicieron eternos. Si se negaba, no me quedaría más remedio que forzarlo a permitirme bajar. No pensaba quedarme sola en la cama mientras mi hija sufría justo en la habitación de abajo.

Por suerte, acabó cediendo. Se puso en pie y me tendió una mano.

—Al menos déjame ayudarte —murmuró, y su tono derrotado hizo que mi corazón se encogiera.

Acepté su mano, aunque no me puse en pie. Tiré de su brazo con cuidado para atraerlo hacia mí.

—Sé que en el fondo tienes razón —le dije—. Debería descansar. Diosas, no te mereces nada de esto cuando solo te preocupas por mí. Pero yo...

—Ella es más importante —murmuró con una sonrisa triste—. Lo sé.

Asentí, aliviada porque lo entendiera, y luego me aferré a su mano y a su hombro mientras él me ayudaba a ponerme en pie. Las piernas me temblaban. No me sentía tan débil desde la derrota del Cataclismo. No me sentía como si me estuviera muriendo, pero flaqueaba de todas formas.

Sujetó mi cintura con un brazo, y yo agradecí el apoyo. Cerré los ojos e inspiré hondo. Traté de enterrar el impulso de vaciar lo poco que aún tenía en el estómago. No quería que Link lo viera.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó él con una nota de preocupación en la voz.

Abrí los ojos. Empezaba a sentirme mejor, por suerte.

—Solo estoy acostumbrándome —respondí—. No es nada malo.

Él vaciló unos instantes y luego asintió. Su confianza ciega en mí hizo que se me encogiera el corazón de nuevo. Me la había ganado con los años, igual que él se había ganado la mía. Nunca dejaría de sentirme agradecida por ello. Link siempre había sido desconfiado.

Me ayudó a llegar hasta la habitación de Arwyn. En un rincón, cerca de las escaleras, vi el ovillo de mantas bajo el que estaba enterrado Artyb. Me separé de Link y avancé hacia él a trompicones.

Le aparté el pelo del rostro y luego le besé la frente. Él murmuró algo y me rodeó los hombros con sus brazos diminutos, sin siquiera abrir los ojos. Lo recibí sin pensármelo dos veces. Estaba cálido por las mantas, aunque no tenía nada que ver con el calor enfermizo de Arwyn.

—¿No tienes hambre? —le pregunté en voz baja. Él se limitó a gruñir a modo de respuesta. Sabía lo que eso significaba—. Vamos, Artty. Papá te dará algo de comer.

Él alzó la vista y miró a su padre por un momento. Link nos miraba a ambos con el ceño fruncido. No había esperado que fuera a apartarlo tan pronto. Sentí una punzada de culpabilidad, aunque me obligué a permanecer firme.

—¿Y tú? —murmuró Artyb contra mi hombro. Yo besé su coronilla.

—Iré contigo en un momento. Antes de que te des cuenta.

Dio un respingo entre mis brazos.

—¿Te vas?

La desesperación en su voz hizo que mi corazón se rompiera en mil pedazos. No debería estar preocupándose por cosas como aquella. Tenía solo cuatro años.

—Tengo que ver a Wynnie. Lo entiendes, ¿verdad?

Su expresión se tornó solemne, y asintió al instante. Intenté sonreír para tranquilizarlo.

—Vamos, ve con tu padre.

Artyb obedeció sin mediar palabra. Me atreví a mirar a Link por un momento. Él me devolvió la mirada. Había preocupación en sus ojos, aunque también algo de enfado. Yo lo entendía. Quería cuidar de mí y de Arwyn. Quería asegurarse de que nuestras circunstancias no empeoraran.

Quise hacerle un gesto de disculpa, pero él se dio la vuelta antes de que tuviera tiempo de nada. Me tragué la frustración y entré en la habitación. Cerré la puerta a mi espalda.

Arwyn no estaba despierta todavía. Me quedé muy quieta junto a la puerta, escuchando su respiración tranquila, pese a que aún me parecía algo trabajosa. Me di cuenta entonces de que, sin importar todo lo que le había dicho a Link, no sabía qué hacer con Arwyn.

Recordé el estallido de luz dorada del día anterior, y las rodillas empezaron a temblarme aún más. Quise dar media vuelta y regresar con Link y con Artyb. Ya le había dicho el suficiente daño a aquella niña inocente. Solo siendo su madre la había condenado a portar una carga que valía al peso de un reino.

Link y yo habíamos pensado que el poder no se manifestaría en ella tan pronto, si de verdad lo había heredado. Yo ni siquiera había empezado a entrenar con mi madre para despertar el poder a los seis años. Sin embargo, el destino siempre sería cruel con nosotros, por lo que parecía.

Me apoyé en la pared para seguir avanzando y luego me derrumbé junto a la cama. Intenté ahogar los sollozos para no molestarla. Lo último que quería era que no descansara lo suficiente y empeorara de nuevo. Me cubrí la boca con una mano. Por suerte, había aprendido a llorar en silencio cuando era una niña. Recordaba llorar bajo la atenta mirada de las sacerdotisas, en las fuentes sagradas. Ellas nunca se habían percatado. Ni siquiera lo habían sospechado.

No obstante, ahora, mientras cuidaba de mi hija enferma, que había heredado el poder por el que yo tanto había luchado, me resultaba imposible tragarme los sollozos rotos y crudos. Recé por que no se despertara justo en aquel momento. Solo Link me había visto llorar así.

Arwyn tenía un paño frío sobre la frente. Parecía no estar teniendo pesadillas. Recordé los murmullos incoherentes que se le habían escapado en sueños durante los primeros días, antes de que me encerraran en aquella horrible prisión.

Me cubrí el vientre con una mano. Sentía punzadas de dolor en el pecho, y cada vez era más difícil respirar, pero me obligué a permanecer en el presente. Estaba en casa, y Link no dejaría que se llevaran a nadie más.

El dolor solo crecía con cada sollozo que me tragaba, así que lo mandé todo al infierno y dejé que las lágrimas corrieran con libertad. No había estado alimentándome como era debido durante las semanas que había pasado en la prisión. No me habían golpeado, aunque sí me habían metido en la celda de malas maneras. Había perdido el equilibrio y luego había caído de bruces al suelo. No había visto sangre, sin embargo, y el curandero no había encontrado nada malo aquella mañana. De haberlo hecho, me lo habría dicho.

Aun así, me sentía culpable. El bebé dependía tanto de mí como Arwyn y como Artyb. Y los había dejado descuidados a los tres.

Una vocecita me susurró que no había sido culpa mía que decidieran encerrarme sin pruebas. Nada de aquello era culpa mía.

Lo mandé al infierno también. Enterré el rostro entre las manos y sollocé allí durante un rato.

Escuché un murmullo ronco y bajo de pronto. Aparté las manos y examiné a Arwyn, que abría los ojos con esfuerzo. La observé con el corazón en un puño. Las lágrimas todavía corrían por mis mejillas.

—¿Wynnie? —dije mientras ella miraba a su alrededor. Luego me incliné sobre las mantas—. ¿Calabacita?

Arwyn parpadeó con somnolencia. Supuse que se debía a la medicina que le habíamos dado.

—Calabacita no —masculló mientras se frotaba un ojo con el puño.

Se me escapó otro sollozo. Ella seguía siendo la misma. Pese a todo, el poder no la había cambiado. Lloré de nuevo, pero en esa ocasión fue con alegría.

—¿Te sientes mejor? —le pregunté. Intenté hablar en voz baja. Debía de dolerle la cabeza, y no quería empeorarlo. Le aparté el paño húmedo de la frente.

—Tengo hambre —gimió ella—. Y me duele aquí y aquí. Y aquí también. —Señaló su cabeza, su estómago y su pecho. Me pregunté cómo demonios podía tener hambre si le dolía el estómago.

Suspiré y la ayudé a incorporarse un poco sobre los cojines. No mucho, sin embargo, porque su cuerpo me parecía increíblemente frágil. Me senté sobre la cama y pasé un brazo alrededor de sus hombros. Le froté la espalda con la mano. Ella apoyó la cabeza sobre mi pecho. Me alivió no sentir el calor enfermizo que había desprendido su piel cuando Artyb me había alertado de lo que ocurría, hacía tres semanas. Seguía estando más caliente de lo que me habría gustado.

—Te pondrás bien —le prometí. Luego le besé la sien—. Has sido muy valiente. Mi pequeña. Ojalá fuera tan fuerte como tú.

—No soy pequeña —murmuró ella. Su mano buscó la mía entre las mantas, y yo se la cogí. Parecía más diminuta que la última vez que la había sostenido, antes de que enfermara, y mi corazón se hundió. Dejé nuestras manos unidas sobre su pecho.

—¿Sabes por qué te duele aquí? —le pregunté.

Ella sacudió la cabeza. Yo me sequé una última lágrima y cerré los ojos. No tuve que concentrarme mucho para encontrar el poder, que seguía agitándose bajo la piel. El alivio fue inmediato cuando dejé que saliera, iluminando solo mi mano y parte de mi antebrazo. Lo mantuve allí, bien atado, y no permití que siguiera creciendo.

Escuché la exclamación ahogada de Arwyn y vi que había abierto mucho los ojos.

—¿Sientes algo... algo muy fuerte dentro? ¿Algo que quiere salir y que a veces te hace daño? —le pregunté con voz temblorosa.

Ella se limitó a asentir. La sentía temblar entre mis brazos. Me obligué a seguir, pese a todo. El poder creció un poco más, hasta que una esfera de luz diminuta brotó de mi mano. Permití que flotara lentamente a nuestro alrededor.

—Eso que guardas ahí dentro no es más que luz, Wynnie. Yo también la tengo. Y tu abuela antes de eso. Y así hasta el principio de los tiempos.

—¿Eso qué significa? —preguntó ella. No apartaba la vista de la esfera de luz. Hice que chocara con su nariz, y a ella se le escapó una risita que acabó convirtiéndose en toses, pero el sonido de su risa hizo que mi corazón se acelerara.

—Significa que la familia de mamá es muy antigua. Todas nuestras antepasadas tenían luz dentro, Wynnie. Tú y yo también.

—¿Y Artty?

—Artty no —respondí yo, esperando no estar equivocada. Rezando por no estarlo—. La luz solo la tienen las hijas mayores. Tú eres mi hija mayor.

Ella intentó atrapar la esfera entre sus manos, pero hice que la esquivara y que chocara con su nariz otra vez.

—Es raro —murmuró ella.

—Lo sé. —Le besé la frente de nuevo—. Ya lo entenderás cuando seas mayor. Por ahora... —Dudé un instante antes de hacer que la esfera desapareciera. Mi mano seguía brillando junto a la suya—. ¿Crees que puedes enseñarme un poco de tu luz, Wynnie? Solo un poco. No quiero que te hagas daño.

Ella dudó un momento y luego asintió. Aguardé, expectante. Tenía una mueca de concentración en el rostro. Le sugerí que empujara poco a poco, muy despacio. Y eso hizo. Al cabo de un rato, su mano empezó a brillar también. La detuve cuando el resplandor empezaba a extenderse.

—¿Lo ves? Tu luz y la mía son iguales. No estás sola, Wynnie. Te enseñaré todo lo que sé para que aprendas a controlarlo cuanto antes.

—Somos mejores amigas —afirmó ella con un brillo de entusiasmo en los ojos azules.

—Claro que sí. —La abracé con más fuerza—. Para siempre.

Su luz débil empezó a parpadear, y yo la ayudé a devolver el poder a su debido lugar, dentro de ella. Entonces escuché un chirrido junto a la puerta y vi a Link asomando por el umbral. Sonreía. Llevaba semanas sin verlo sonreír.

—Espero no interrumpir —dijo en voz baja.

Arwyn debió de reconocerlo porque su expresión se iluminó. No soltó mi mano, sin embargo.

—¡Papá! —exclamó con voz ronca. Quiso ponerse en pie, pero yo la detuve con firmeza. Me dirigió una mirada llena de irritación, aunque luego prosiguió—. Estás en casa.

Él corrió a abrazarla. Arwyn enterró el rostro en su pecho, y él inspiró hondo sobre sus rizos dorados. Artyb estaba detrás de Link.

—¿Qué te ha dicho tu padre sobre entrar aquí? —le dije. Él clavó la vista en el suelo.

Se miró los pies, como si hubiera algo interesante allí. Miré a Link en busca de una explicación y él se encogió de hombros mientras abrazaba a Arwyn y la acurrucaba contra él. Yo cedí entonces. No iba a echar a Artyb de allí. Ya había pasado demasiado tiempo solo y muerto de miedo.

Le hice un hueco a mi lado, sobre la cama, y luego di unos golpecitos en las mantas para animarlo a subir. Su expresión se iluminó. Le hice cosquillas, y él se retorció entre carcajadas.

—Te he echado mucho de menos —le dije—. No sabes cuánto.

—Papá es aburrido. Quiero a mamá —confesó él entre risitas.

—¿Qué has dicho, renacuajo? —dijo Link, y Artyb estalló en carcajadas otra vez.

Arwyn los observó con ojos soñolientos. Sin embargo, encontró las energías necesarias para burlarse de Artyb.

—Artty es un cuajo —dijo—. Artty tonto.

Él dejó de reír entonces. Se irguió y miró a Arwyn con gesto serio. Yo miré a Link, que tenía el ceño fruncido, aunque había curiosidad en su mirada. Ellos jamás se habían encontrado en una situación parecida. Siempre se habían tenido el uno al otro, en las buenas y en las malas.

Ambos rompieron a llorar casi al unísono.

Nos llevó un rato tranquilizarlos. Arwyn se calmó primero porque le dije que si lloraba le dolería más la cabeza. Artyb, en cambio, presentó más resistencia, aunque sus sollozos cesaron en cuanto Link lo dejó sobre su regazo.

—Echo de menos a Wynnie —dijo él tras sorber por la nariz.

Ella le sonrió. Había amor en su gesto. Jamás lo había visto expresar afecto de aquella forma tan evidente hacia su hermano pequeño. Sabía que se querían, por supuesto, y que sus discusiones eran fingidas. Pero no estaba mal recordarme que eran hermanos de vez en cuando, y que su vínculo era fuerte.

—Artty tonto —refunfuñó ella, sin embargo, escondiéndose bajo las mantas.

Artyb refunfuñó algo también. Compartí una mirada con Link, y descubrí que él observaba el intercambio con diversión.

—Parecéis dos viejos —rio él. El sonido me transmitió una calidez agradable. Lo había echado de menos durante la luna que había pasado fuera.

Ellos protestaron, aunque en el fondo sabía que no estaban de humor para discutir. Sobre todo después de que le dijéramos a Artyb que debía hablar en voz baja para que a Arwyn no le doliera la cabeza. Parecía tomarse muy en serio su recuperación.

Arwyn no tardó mucho en empezar a cabecear sobre el hombro de Link. Se había relajado contra él por fin cuando dejó escapar una exclamación ahogada y dio un respingo. Link se irguió, preocupado, y yo sentí que el poder se revolvía. Me pregunté si la fiebre le estaría subiendo otra vez, o si algo nuevo le dolería. No obstante, me sorprendió diciendo:

—¡Papá me vio con la luz!

Parecía alarmada. Miraba a su padre con algo de miedo en los ojos, como si temiera lo que él pudiera hacerle. Link le acarició los rizos enmarañados para tranquilizarla.

—He visto a tu madre desde siempre —le dijo—. Tu secreto está a salvo conmigo.

Miré a Artyb, que escuchaba en silencio, y luego miré a Arwyn de nuevo. Cogí su mano para llamar su atención e hice lo mismo con Artyb. Él debió de haber sentido el estallido de luz de la noche anterior. Quizá supiera más de lo que creíamos. Tendría que preguntárselo cuando estuviéramos a solas.

—Escuchadme los dos —les dije con seriedad—. Tenéis que prometerme que no contaréis nada de lo que puede hacer Wynnie a alguien que no esté dentro de esta habitación. A nadie, ¿me habéis oído? Ni siquiera a vuestros amigos. Da igual lo que os digan o lo mucho que os pregunten. Ni una palabra sobre esto. Solo papá y yo podemos saberlo. Si no, podrían hacernos mucho daño a los cuatro. —Sus expresiones se tornaron alarmadas de nuevo. Me arrepentí de haberlos asustado, pero sabía que era necesario para hacerlos comprender—. ¿Me prometéis que no diréis nada?

Artyb fue el primero en ofrecerme su meñique para prometérmelo. Arwyn lo siguió poco después. Ambos parecían determinados a cumplir su promesa. Yo recé para que así fuera, por el bien de todos.

—Y nada de usarlo fuera de casa y cuando no estemos papá o yo delante —añadí, dirigiéndome a Arwyn en esa ocasión.

Ella me ofreció el meñique, y yo le besé la frente caliente. Parecía agotada de nuevo.

—Creo que alguien tiene que tomarse su medicina —dijo Link de pronto. Arwyn se acomodó junto a él.

Ella hizo una mueca de desagrado.

—Sabe a piojos —masculló.

Me puse en pie para coger el frasco de todas formas. El curandero volvería aquella misma tarde, si todo iba bien. Quería que la mejoría siguiera evolucionando.

Removí los contenidos del frasco, que aprestaba a hierbas medicinales, y luego ayudé a Arwyn a tomárselo, cucharada a cucharada. Ella protestó al principio, aunque debió de entender que necesitaba la medicina porque dejó de quejarse tras un rato. Al terminar, se escondió en el hombro de Link con gesto agotado.

—No ha sido para tanto, ¿a que no? —dijo Link. Ella murmuró algo incomprensible, y él sonrió un poco—. Lo has hecho bien.

Arwyn no tardó en dormirse, y Artyb la siguió poco después. Aún me preocupaba que fuera a pillar las fiebres por estar ahí dentro. Sin embargo, Prunia y yo habíamos estado dentro en incontables ocasiones y no las habíamos cogido. Artyb tampoco. Tal vez fuera solo un simple golpe de suerte. No estaba mal tenerlos de vez en cuando.

Sentí la mano de Link sobre la mía. Lo miré, expectante, y leí mil preguntas en sus ojos. No lo culpaba por ello. Todo había estado en orden cuando partió de Hatelia, y al regresar una luna después, se encontraba con la situación patas arriba. Yo también querría saber cómo había salido todo tan mal. Desde el principio.

—Te echaba de menos en Akkala —susurró él mientras pasaba un dedo por mis nudillos—. A ti y a ellos.

—Tienes que contármelo todo sobre tu viaje. —Suspiré—. Ni siquiera me he interesado desde que regresaste. Pero es que han pasado tantas cosas...

—No tienes por qué disculparte —repuso él. Su sonrisa se tornó amarga—. Tú también tienes que contarme cómo demonios ha acabado el alcalde muerto y contigo en prisión.

—Te lo contaré todo, te lo prometo. Pero ahora...

Él miró a los niños y asintió con lentitud. Arwyn no parecía estar teniendo pesadillas ni sueños febriles, por una vez.

—Ahora no —dijo—. Lo entiendo.

Le di un apretón a su mano y me pregunté qué habría hecho para merecérmelo. Él era bueno conmigo y mejor aún si cabía con sus hijos. Se preocupaba por su trabajo y tenía buenas ideas. No conocía a nadie que tuviera un corazón tan grande como el suyo.

Por un largo rato, solo se oyó la respiración rítmica de los niños. Arwyn dejó escapar un par de toses, pero por lo demás permaneció tranquila.

—¿Zelda?

—¿Sí? —dije distraídamente. Estaba concentrada en detectar las débiles punzadas de hambre que sentía. Llevaba días sin tener arcadas al pensar en comer. Me dije que era buena señal.

—¿Puedo hacerte una pregunta? Solo será una. Es fácil de responder.

Le mostré una sonrisa amplia.

—Todas las que quieras.

Link se mostró aliviado y se acomodó sobre las mantas. Me sorprendió verlo nervioso, como si fuera a pedirme matrimonio otra vez. Lo miré, expectante, preguntándome qué querría saber.

—¿Has estado en...?

No pudo terminar, sin embargo, porque de pronto escuchamos unos golpes fuertes en la puerta. Link se quedó rígido. Sabía que no se trataba de Prunia porque ya la habría oído parlotear a través de la puerta.

Me abracé a mí misma. Arwyn gimió y frunció el ceño, y Artyb entreabrió un ojo. Link sopesó la situación con gesto crítico.

—No vayas —le supliqué en voz baja.

Él apretó los dientes y se ajustó una espada larga que no reconocí al cinturón. Se puso en pie, con cuidado de no molestar más a los niños. Me mostró una sonrisa que pretendía tranquilizarme.

—Quédate aquí —me dijo. Aparentaba seguridad, pero podía ver como flexionaba los dedos de la mano de la espada—. Pienso echar a quienquiera que sea. Hoy no van a entrar aquí.

Los golpes en la puerta resonaron con más insistencia. Yo abracé a los niños con fuerza y acabé cediendo tras unos instantes de vacilación. Link sabía lo que estaba haciendo. No era tonto.

—Ten cuidado —dije simplemente.

Él asintió. Me prometió que volvería pronto y me dijo que no debía preocuparme. Luego salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Escuché como abría la puerta del exterior. Luego hubo silencio. Sabía que no eran ni Prunia ni el curandero; ellos no golpeaban con tanta fuerza. Recordé a los amigos del alcalde que habían llamado a la puerta para darme las noticias de que Rendell había muerto y sentí un escalofrío. Todo lo que había sucedido desde entonces me parecía una pesadilla.

Arropé a Artyb con las mantas y él volvió a dormirse casi al instante. Escuché durante unos momentos más. Quise levantarme, pero la debilidad en el cuerpo me haría trastabillar y la caída alertaría a Link y a quien estuviera fuera. Suspiré, frustrada, y me mantuve quieta sobre la cama.

De pronto las voces empezaron a alzarse. No fue un cambio brusco, pero me preocupó de todas formas. Seguía sin distinguir la voz de Link. Él nunca hablaba tan alto.

Lo maldije en voz baja, a él y a los hombres del alcalde. Me apoyé en la pared para ponerme en pie. Fue un milagro que los niños no se despertaran. Sentía las piernas como gelatina de chuchu. Me dolía todo el cuerpo, y comprendí entonces cómo debía sentirse Link siempre que me pedía algo de té.

Me llevé las manos al vientre. No había sufrido cambios notables, así que nadie además del curandero lo sabía. Esperaba que el bebé siguiera bien, pese a todo lo que había ocurrido. No podía perderlo. No me lo perdonaría.

Las punzadas de hambre solo se volvían más intensas, pero me obligué a concentrarme en dar un paso tembloroso hacia la puerta. Luego di otro. Y otro más.

Entreabrí la puerta con cuidado. Link hablaba con uno de los amigos del alcalde. Su postura era tensa, y la del hombre también. Ambos se detuvieron en seco al verme llegar, y vi el destello de irritación en los ojos de Link, olvidando la sorpresa inicial.

Inspiré hondo y aparté las manos del vientre para aparentar seguridad. No quería parecer débil frente aquel hombre.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. He oído voces.

La irritación de Link solo fue en aumento.

—Me presento aquí sin ánimo de herir a nadie y este... Tu esposo me amenaza con una espada. ¿Son esos los modales que mostráis a las otras razas?

—No —dijo Link. Su gesto no auguraba nada bueno—. Solo se lo enseño a la escoria como tú y tus amigos.

—Link —dije en tono de advertencia, cogiendo su brazo. Él se tensó y me dirigió una mala mirada. En el fondo debía de saber que yo tenía razón, sin embargo. Encajó la mandíbula y apartó la vista.

El rostro del hombre había enrojecido de ira.

—Me ha llamado...

—¿Cómo te llamas? —le pregunté con una sonrisa falsa.

—Karison.

—Podrías formar parte de Construcciones Karud. ¿No suena emocionante? —El hombre solo parpadeó, y yo decidí proseguir—. ¿Has venido a encerrarme de nuevo?

Odié la nota de rencor que se coló en mi voz, pero no pude esconderla.

—No va a irse a ningún sitio —puntualizó Link, como si fuera necesario decirlo.

El hombre resopló.

—Si pudiera dar el mensaje, lo sabríais.

—Adelante —dije yo, y Karison carraspeó.

—Esta tarde se os convoca ante los jueces de la aldea. Determinarán si sois culpables o inocentes. Estáis obligados a presentaros.

Link soltó un bufido y se apoyó en la puerta, como dispuesto a cerrarla.

—Vete al infierno —masculló—. No me sobra el tiempo. Haced esa reunión, encontrad al culpable y metedlo en la prisión, pero no nos veréis ahí a nosotros.

—Entonces me temo que os meteréis en graves problemas —dijo el hombre con una sonrisa llena de satisfacción—. No presentaros cuando sois los dos principales sospechosos solo os haría parecer más culpables. Además, hay pruebas contra vosotros.

—¿Pruebas? —Link me miró por un instante, aunque yo no le devolví la mirada—. ¿Qué pruebas? No hemos sido nosotros.

—Eso tendréis que probarlo frente a los jueces.

Link dejó de apoyarse en la puerta y la sujetó por el pomo. Su postura se tornó amenazante, y yo me puse alerta.

—Fuera —dijo. Llevaba años sin oír aquel tono de voz en particular. El mismo que me provocaba escalofríos incluso a mí, pese a que nunca lo usaba conmigo.

—No puedes...

—Sí que puedo. Esta es mi casa, así que fuera.

El hombre dio un paso al frente para situarse a la altura de Link. Decidí intervenir entonces, y puse una mano sobre su brazo. Tiré de él para obligarlo a mirarme.

—Es una buena oportunidad para nosotros —le dije en un susurro. Link frunció el ceño al instante. Yo había sabido desde el principio que iba a ser difícil convencerlo, pero no pensaba rendirme—. Podríamos demostrar que no somos los culpables y nos dejarían en paz. Piénsalo, Link.

—Ya lo he pensado —masculló él, mirando a Karison—. Seguro que es una trampa para encerrarte otra vez. O para encerrarnos a los dos. ¿Y qué pasará con los niños?

—Eso no va a pasar porque no pueden juzgarnos como culpables. No hay ninguna prueba, Link. No hemos sido nosotros.

Debió de percibir la seguridad en mi voz porque su enfado pareció desinflarse.

—Zelda...

—Confía en mí. Todo irá bien. Si no estuviera segura, yo misma me negaría.

Me sostuvo la mirada durante una eternidad. Al final, suspiró y apretó los puños.

—Ya tienes lo que querías —le dijo al hombre—. Ahora, fuera.

Cerró la puerta antes de que Karison tuviera tiempo de decir nada más.

*

Salimos de casa por la tarde, tal y como nos habían indicado. Prunia pensaba quedarse en Hatelia por unos días más y se había ofrecido a quedarse con los niños mientras nosotros estábamos fuera. Al principio me había negado en rotundo; Prunia ya había hecho mucho por mi familia. Sin embargo, Artyb nos suplicó tanto que acabé cediendo.

Arwyn no se había despertado. Su temperatura había subido, aunque el curandero nos había asegurado que no había motivos para alarmarse. Link se separó de sus hijos con una mueca de dolor, como si le estuvieran cortando un brazo. No lo culpaba por sentirse así.

Había una diminuta sala de audiencias en la aldea que nunca se usaba. O al menos jamás había visto que nadie la usara. Aun así, estaba atestada de gente que al parecer quería ver cómo se nos juzgaba.

Los jueces de la aldea eran los habitantes más viejos de Hatelia. Había una larga mesa dispuesta en el centro de la habitación, y los dos hombres se encontraban al principio de la mesa. Se nos quedaron mirando al entrar, e incluso los murmullos cesaron por unos largos instantes.

Link estuvo a punto de tropezar con la silla que le habían asignado. Sabía que estaba nervioso. Lo había estado antes de salir de casa, y mis susurros tranquilizadores no habían surtido efecto en aquella ocasión. Él nunca había sido juzgado, ni siquiera hacía cien años. No conocía los procedimientos, y sabía que lo desconocido en asuntos diplomáticos lo asustaba. No se fiaba de sí mismo para cumplir las reglas estrictas a rajatabla.

—Esto es Hatelia, Link —le recordé en voz baja, cogiendo su mano bajo la mesa—. No es un juicio como los de hace cien años. Ellos ni siquiera son jueces de verdad.

—Lo sé —dijo él. Luego inspiró hondo y miró a su alrededor por primera vez—. ¿Crees que ellos están de nuestra parte?

—No lo sé —murmuré—. Ojalá lo estén.

Debían estarlo. Siempre nos habíamos mostrado cercanos con ellos. Habíamos escuchado sus problemas y nos las habíamos arreglado para encontrar soluciones.

Él asintió, aunque no solté su mano. No me atrevía. No solo por él y por su nerviosismo, sino también por mí misma. Su mano me aportaba seguridad. E iba a necesitarla.

La reunión dio comienzo entonces. Ambos jueces tenían voces insoportables; sonaban como el chirrido de una puerta metálica. Empezaron dando las gracias a todos los asistentes y luego nos presentaron a ambos como los principales sospechosos. No entendía cómo Link podía ser un sospechoso si él ni siquiera había estado en Hatelia el día en que se había cometido el presunto asesinato.

El curandero también figuraba como sospechoso, aunque no parecía muy alterado. Supuse que no tenía nada que esconder. Aquel hombre no podía haber matado al alcalde Rendell.

La mujer del alcalde tomó la palabra justo después. Explicó lo sucedido con lágrimas en los ojos.

—Rendell no había llegado a casa durante toda la noche —decía—. No era propio de él, así que decidí salir a buscarlo. Yo... sabía que algo le había ocurrido. Él siempre llegaba a casa cuando debía. —Sorbió por la nariz—. No lo encontré en la calle principal de la aldea, y todas las tiendas estaban cerradas porque era muy temprano. Decidí ir a las granjas. No lo vi por ninguna parte. Incluso investigué en las afueras de la aldea. Acabé volviendo a la calle principal, y entonces lo encontré en uno de los callejones, al lado de la casa del curandero.

Rompió en sollozos entonces, y una de las vecinas de la aldea corrió a sostenerla. Era una mujer con varios hijos, que me había dirigido malas miradas cuando Link y yo nos llevábamos a Arwyn al bosque para recoger setas, hacía unos años. Como si fuera un crimen llevar a un bebé fuera de casa.

—Sus voces alertaron a los vecinos —dijo la mujer—. El pobre Rendell no tenía heridas visibles en ese momento. Solo una en la nuca y moretones en los brazos, como si alguien lo hubiera agarrado.

—¿Nada de heridas de cuchillo? —preguntó uno de los jueces.

—No —respondió la mujer. Sus ojos estaban fijos en Link mientras hablaba. Él frunció el ceño, pero no hizo preguntas. Todavía no había llegado nuestro turno para hablar.

—Fueron ellos —dijo la mujer del alcalde entre sollozos. Nos señaló de pronto. Sus ojos estaban llenos de un odio que no comprendía—. Esa... esa... Ella mató a mi esposo.

Los jueces dieron la orden de que alguien se la llevara de allí. Me quedé muy quieta sobre la silla, intentando calmar los nervios. Me repetí que no existían pruebas. No tenían forma de probar que yo era la culpable.

Llamaron al curandero poco después. Un escriba anotaba todo lo que ocurría en un papel de pergamino. Como si alguien del futuro fuera a encontrar aquel documento y a esforzarse por descifrarlo.

—¿Por qué estaba el cuerpo del alcalde Rendell tan cerca de tu casa, Nebbs? —preguntó uno de los jueces. Hacía cien años, los jueces no podían hacer preguntas tan directas. Sin embargo, el mundo había cambiado.

—No lo sé —dijo él con calma—. No escuché ruidos por la noche y mi esposa estuvo conmigo todo el tiempo. Podéis preguntárselo a ella.

—¿Niegas haber tenido algo que ver en el asesinato del alcalde?

El hombre asintió, y eso fue todo. Era como si los jueces dieran por hecho que no había sido él. Si aquel juicio se hubiera celebrado hacía cien años, las preguntas habrían seguido durante varias horas interminables.

Poco después llegó nuestro turno. No me sorprendió que empezaran por Link. Iban a dejarme para el final, porque sospechaban más de mí que de él. Le di un apretón a su mano, bajo la mesa, para asegurarle de nuevo que todo iría bien.

—¿Dónde has estado estas últimas semanas? —preguntó uno de los ancianos.

—En Akkala —respondió él. Todo el mundo se lo quedó mirando, como a la espera de algo más, así que Link carraspeó y añadió—: Estaba ayudando en la construcción de una aldea.

—¿Hay testigos que puedan apoyar eso?

Link asintió. Había más de un testigo que podía confirmar su versión. Me tragué una sonrisa de satisfacción. No iban a poder tocarlo a él. Lo intentarían con todas sus fuerzas, pero Link tenía una coartada demasiado buena.

—¿Cuánto tiempo pasaste en Akkala?

—Casi dos lunas. Hay testigos que también pueden confirmar eso. —Su mano se aferró a la mía con más fuerza—. No estaba aquí cuando el alcalde murió.

Hubo murmullos en la estancia. Los jueces se miraron, y la mujer del alcalde le dirigió una mirada llena de odio. Él frunció el ceño.

—¿He dicho algo malo? —me preguntó entre dientes.

Fui a contestar, pero entonces uno de los guardias de la aldea dejó algo alargado y envuelto en una tela oscura sobre la mesa. Al desenvolverlo, vi la espada de Link. La que se había quedado tras dejar la Espada Maestra en el Bosque Kolog. Me detuve en seco, con los ojos muy abiertos, y sentí un sudor frío recorriéndome de arriba abajo.

Me atreví a mirar a Link entonces. Su rostro había perdido color y su mano se aferraba a la mía con tanta fuerza que dolía. Recé por que tuviera una buena explicación. Debía tenerla.

—¿Entonces cómo explicas que esta espada se encontrara junto al cuerpo del alcalde Rendell? Todos dicen que te pertenece a ti.

Me recliné sobre la silla. Todo había estado yendo bien hasta aquel momento. Link abrió la boca, pero ningún sonido brotó de allí. Los murmullos se alzaron un poco más, y ambos jueces siguieron insistiendo.

—¿Niegas haberte llevado la espada antes de partir de viaje?

—No —dijo él por fin—. Me la llevé, pero cuando salí de Hatelia, yo... Ya no la tenía. Tiene que haber sido un error. Yo no...

—¿Estás acusando a alguien de haber robado tu espada para que se te culpara del crimen?

Él parpadeó, y supe al instante que estaba abrumado. Quise ayudarlo, pero uno de los jueces me dirigió una mirada de advertencia antes de que pudiera articular una sola palabra.

—Yo no he hecho nada malo —dijo—. Estaba saliendo de Adenya cuando ocurrió lo del alcalde.

—¿Y ya te habías dado cuenta de que no tenías la espada?

—Ni siquiera intenté volver por ella. Hay testigos que pueden confirmarlo. Y el alcalde no tenía heridas de cuchillo, mucho menos de espada.

Ambos jueces lo miraron fijamente, como evaluándolo. Ni siquiera eran jueces de verdad. Estaban ahí solo porque eran los habitantes más ancianos de la aldea. Como si eso significara que tenían mejor juicio.

Al final se centraron en mí, y de reojo vi como Link se hundía en la silla, aliviado. Los murmullos cesaron de nuevo. Aquella debía de ser la mejor parte, supuse. La parte en que iban a juzgarme a mí. Si aquello podía considerarse como un juicio, claro. Les sostuve la mirada a ambos ancianos, a la espera.

—¿Niegas haber estado aquí la noche en que el alcalde murió?

—No —respondí yo. Me esforcé por controlar la voz. No quería sonar nerviosa ni vacilante. No había motivos para dudar—. Hice varios viajes a la muralla de Hatelia mientras Link estaba fuera, pero estaba aquí esa noche.

—¿Niegas haber estado en la casa del curandero esa misma tarde?

—No lo niego. —Miré al hombre, que asintió con la cabeza—. Él puede confirmarlo.

—¿Y por qué fuiste a ver al curandero?

Sentí una pizca de irritación hacia ambos ancianos. No entendía cómo mi respuesta ayudaría en la investigación, pero me dije que debía responder de todas formas.

—Estaba enferma. Quería saber si era grave.

Uno de los ancianos entornó los ojos en mi dirección. Me cubrí el vientre con la mano que tenía libre, como si el gesto fuera a darme algo de seguridad. El otro anciano carraspeó.

—¿Niegas haber ido a hablar con el alcalde Rendell poco antes de que muriera?

Me quedé muy quieta. Eso no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a Link. Miré de reojo a los amigos del alcalde, que estaban sentados en un lateral de la estancia. Ellos habían sido los únicos que estuvieron en la casa del alcalde aquel día. No hicieron ningún gesto en mi dirección.

—¿Cuándo, exactamente? —quiso saber uno de los jueces.

—Dos semanas y media antes de que muriera, más o menos.

Link se tensó de nuevo. Cerré los ojos por un momento, odiándome a mí misma por habérselo ocultado y porque él tuviera que enterarse de aquella forma tan horrible.

—Fui a hablar con él —dije. Hubo murmullos de nuevo. La mano de Link tembló sobre la mía—. Pero eso no significa nada.

—No estás aquí para dar tu opinión, Zelda de Hatelia —sentenció uno de los jueces. Sus cejas pobladas se habían alzado tanto que parecían mezclarse con el pelo gris—. ¿De qué hablasteis en esa reunión?

Decidí ser sincera. En el fondo no tenía nada que ocultar.

—Le ofrecí dinero a cambio de que dejara a mi familia en paz.

La mano de Link se apartó de la mía al instante. Sentí frío de pronto, pero no me atrevía a mirarlo. Sabía que estaba enfadado. No me hacía falta verle el rostro.

—¿Y qué respondió el alcalde Rendell?

—Dijo que lo pensaría —murmuré yo—. Aunque nunca recibí una respuesta.

Hubo silencio por unos momentos. Los ancianos estaban examinando sus notas, y los habitantes de la aldea que habían asistido se miraban entre ellos. Uno de los ancianos se inclinó en su silla con interés.

—¿Y por qué querías que dejara a tu familia en paz?

Inspiré hondo. No había esperado tener que contar toda la historia, pero no me quedaba otro remedio.

—Él y yo siempre habíamos tenido desacuerdos, pero no era nada grave. Hasta que un día le hizo daño a mi hija. Yo... he aprendido a proteger a mis hijos. No estaba dispuesta a perdonar aquella falta tan deprisa como el resto. Así que poco después nos presentamos en su casa, intentando llegar a términos amistosos de nuevo. Pero no funcionó. Y las cosas solo empeoraron después de eso. —Suspiré—. Pero puedo jurar ante los ojos de cualquier deidad que ni Link ni yo hemos hecho daño al alcalde Rendell. Jamás le tocamos un pelo.

Miré a Link en busca de apoyo, pero él tenía la mandíbula encajada y sus ojos eran fríos y estaban vacíos. Era como si hubiera vuelto a esconderse tras una máscara de piedra. Solo que ahora lo conocía lo suficiente para saber que estaba enfadado.

Tomé aire por segunda vez y volví a mirar a los jueces, a la espera. Los ancianos susurraron entre ellos. No alcancé a entenderlos. Al final, le susurraron algo a un guardia, que se movió hacia las puertas, y yo me tensé, esperando lo peor.

—Hemos terminado por hoy —anunció un juez—. Dentro de unos días se convocará otra reunión. Mientras tanto, nos esforzaremos por tomar una decisión.

Me tragué un suspiro de alivio. No había ido tan bien como había esperado, pero al menos seguía estando exenta de culpa. Tal vez ni siquiera nos convocaran a mí y a Link en la siguiente reunión.

Él y yo salimos de allí los primeros, aunque acabamos mezclándonos con la multitud. Intenté coger su mano mientras cruzábamos el puente para regresar a casa, pero Link apartó la mano con brusquedad.

—¿Qué? ¿Qué ocurre?

Él no dijo nada, aunque al mismo tiempo su peligroso ceño fruncido lo decía todo. Mantenía la vista fija en el camino.

—¿Link?

Silencio.

—¿No vas a dirigirme la palabra? —Se me escapó una carcajada incrédula—. ¿De verdad vas a ser tan crío?

Silencio de nuevo. Solté un bufido de desdén y me aparté de él para adelantarme. No volví a mirar atrás.

Arwyn se había despertado para tomar su medicina y luego había vuelto a dormirse. Su temperatura había descendido de nuevo. Le di las gracias a Prunia y le prometí que al día siguiente la invitaría a una taza de té. Ella debió de percibir que algo iba mal porque no tardó mucho en despedirse. Artyb estaba cuidando de los grillos de su hermana en la habitación que compartían, para mi sorpresa. Lo abracé con fuerza y le dije que pronto haríamos la cena.

—¿Puedo estar aquí? —me preguntó, señalando la habitación.

Me lo pensé por un momento. Si no había pillado las fiebres ya, dudaba que fuera a hacerlo. Los síntomas aparecían pronto.

—Mientras no hagas ruido y no molestes a Wynnie, puedes quedarte. —Le besé la frente—. Papá y yo estamos en casa. Avísanos si necesitas algo o si Wynnie se despierta.

Él asintió y siguió con su tarea. Yo salí de allí y me reuní con Link, que estaba sentado junto a la mesa. La chimenea ya chisporroteaba alegremente al otro lado de la habitación. Tomé asiento frente a él. Ambos guardamos silencio por un largo, largo rato.

—¿Por qué estás enfadado? —pregunté al fin, rompiendo la falsa calma que reinaba a nuestro alrededor.

Al principio pensé que no iba a responder. Sin embargo, de pronto dejó escapar una carcajada amarga.

—¿De verdad me estás haciendo esa pregunta a mí?

Decidí mantener la calma, o al menos intentarlo. Link era quien solía mostrarse sereno en nuestras discusiones. En aquella ocasión, sin embargo, nuestras posiciones estaban invertidas. Era territorio desconocido, y no me sentía en absoluto cómoda explorándolo. Era como si estuviera sosteniendo una flecha bomba. Un solo movimiento brusco y acabaría explotando.

—¿Es por lo del alcalde? ¿Porque hablé con él? Porque, si ese es el caso...

—No es solo por eso —masculló él.

—Entonces dímelo tú. No pienso seguir jugando a adivinarlo contigo.

Vi irritación en sus ojos, aunque luego inspiró hondo, supuse que para tranquilizarse.

—No me había marchado a Akkala cuando fuiste a hablar con el alcalde, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

—Seguías aquí —murmuré.

—¿Y cómo te las arreglaste para ocultármelo?

Miré su expresión, deseando ver un atisbo herido, vulnerable, en su gesto. Sin embargo, todo lo que encontré fue la frialdad de sus ojos. Como si aquello no lo afectara en los más mínimo.

—Te... te dije que iba en busca de comida —dije. Solo entonces me di cuenta de lo mal que sonaba. Una parte de mí comprendió el motivo de su enfado de golpe—. Yo... Link, escúchame...

—¿Qué hay que escuchar? —me espetó él. La poca calma que había conseguido reunir se hizo pedazos entonces—. Me mentiste a propósito. Lo tenías planeado, Zelda.

—No te mentí. Yo pensaba...

—¿Ah, no? ¿Pensabas decirme la verdad en algún momento?

Dudé brevemente. Contemplé las manos entrelazadas sobre mi regazo y negué con la cabeza. No, no había querido contárselo. De hecho, había olvidado la importancia que podría tener el hecho de que se me viera con el alcalde unas pocas semanas antes de su muerte.

—¿Por qué lo hiciste, Zelda?

Apreté los puños y me obligué a mirarlo a los ojos. Su mirada era de hierro.

—Lo hice pensando en nosotros. En ti y en nuestra familia. Y quería protegerte a ti también. Ya habías sufrido mucho con ese bastardo frente a la muralla de Hatelia.

—¿Protegerme? —repitió él, incrédulo—. Mira lo mucho que nos has protegido ahora. Han encontrado más pruebas para acusarte.

—Link, si te hubiera llevado allí, no habríamos podido mantener una conversación razonable.

—Siento preocuparme por ti y por nuestra familia.

—Tú no te preocupas. Es más parecido a una obsesión.

Aquello solo hizo que su irritación aumentara, lo vi claro en sus ojos. Sus manos se cerraron en puños sobre la mesa.

—Si de verdad fuera una obsesión —dijo—, no dejaría que salieras de aquí sin mí. Ni tú ni los niños. No sabes de qué estás hablando, Zelda.

Me crucé de brazos con un bufido.

—Jamás he necesitado tu permiso para nada.

Casi pude ver como la poca paciencia que había conseguido reunir se rompía en pedazos. Sabía que no estaba siendo razonable. Sabía que yo había cometido el error, que él no estaba enfadado porque hubiera salido de casa sin su permiso y que debía disculparme. Decidí escuchar a aquella pequeña parte de mí que le daba la razón a Link, por una vez, y sentí que mi propio enfado se desmoronaba.

—¿Qué demonios te pasa? —me espetó—. Decidiste mentirme. La gente te vio ir a la casa del alcalde. Podrían haberte hecho daño, maldita sea. Piensa en tu familia por una vez. Tienes hijos que te necesitan.

Aquello dolió, ¿para qué negarlo? No hacía más que preocuparme por ellos. Todo lo que hacía era por los niños y por el propio Link. ¿Era así como me veía? ¿De verdad lo había hecho tan mal?

—No hago más que pensar en ellos, Link —dije, tragándome las lágrimas de frustración—. Pensaba que tú podrías verlo.

Él pareció dudar por primera vez. Por unos maravillosos instantes, estuve segura de que iba a ceder. Iba a disculparse y a secarme las lágrimas y a decirme que en realidad no creía nada de lo que estaba diciendo. Pero no hizo nada de eso.

—¿Cuánto dinero le ofreciste?

—No le ofrecí ninguna cantidad. Dijo que no necesitaba mi dinero.

—Nuestro dinero —me recordó él, y me tragué las ganas de encogerme en la silla—. Fuiste a ver al curandero y no me dijiste nada. ¿Qué te dijo él?

—No podía decirte nada porque justo después me encerraron y no podía mandarte cartas.

Él apretó los labios.

—¿Qué te dijo, Zelda?

No había nada que me apeteciera más en el mundo que contárselo. Sin embargo, sabía que hacerlo ahora sería un error. Pero también era un error ocultárselo. Contuve las ganas de poner la mano sobre el vientre y lo miré a los ojos.

—¿Ahora, después de todo esto, te importa?

Al instante supe que había cometido un error. Se puso en pie con brusquedad. Yo hice lo mismo, sintiendo como la ira burbujeaba en mi estómago.

—Tú empezaste todo esto, Zelda.

—¿Yo? ¿Cómo, si puede saberse?

—Mintiéndome, cuando los dos llegamos a un acuerdo hace años. Pensaba que nunca tendríamos esta conversación, pero ya veo que me equivocaba.

Apreté los puños.

—Oh, por supuesto. Tú eres perfecto y jamás me has ocultado nada.

Había alzado la voz más de lo que debería, pero en aquel momento no podía importarme. No me esperaba, sin embargo, que Link fuera a hacer lo mismo.

—Siempre que te he ocultado algo ha sido por tu bien. Y jamás he pensado en no contártelo cuando las cosas se hubieran calmado.

—¿Ah, sí? ¿Entonces por qué demonios tienes esa espada? ¿De dónde la has sacado y por qué no quieres contarme nada?

Señalé la espada, que descansaba contra la pared, en una esquina de la habitación. Link la contempló por unos momentos y su enfado pareció desinflarse.

—No he tenido tiempo para...

Di un paso hacia él.

—¿Así que tus excusas pueden servir pero las mías no?

Él se acercó también, mirándome con ojos fríos de nuevo. Me obligué a sostenerle la mirada, pese a todo.

—Tú eres quien ha cometido el error —dijo en voz baja—. ¿Y ni siquiera tienes la decencia de disculparte? Me culpas a mí, como si tú hubieras salido herida de todo esto.

Esperó por una respuesta que no llegó, por supuesto. La ira había desaparecido por completo, y no podía pensar con claridad.

—Me preocupo por ti —prosiguió, alzando la voz de nuevo—. Cuando supe lo que había pasado cabalgué hasta aquí durante días sin apenas parar, maldita sea. ¿Y ni siquiera puedes disculparte por un error tuyo?

Encontré las palabras de golpe. Me puse a su altura, sin llegar a tocarlo. Cuando hablé, mi voz sonó extraña. Vacía.

—Siento ser una mala esposa y una madre tan horrible. He condenado a nuestra hija, después de todo. —Sonreí con tristeza—. ¿Era eso lo que querías oír?

Se me quedó mirando fijamente, con una expresión indescifrable. El silencio se extendió durante una eternidad. Supuse que con eso había dado la conversación por zanjada. Lo maldije para mis adentros y di media vuelta. Sentía un dolor agudo en el pecho, como si me estuviera quedando sin aire. Necesitaba alejarme de él y salir de casa. Necesitaba tomar el aire. Sí, eso me aclararía las ideas.

—¿Fuiste tú?

Su voz hizo que me detuviera en seco. Lo miré por encima del hombro. Podía adivinar a qué se refería, pero quería que lo dijera. Quería oírlo formular la pregunta.

—¿Lo mataste tú?

Me giré y me acerqué a él de nuevo, con lágrimas en los ojos.

—Vete al infierno —le dije, y luego di media vuelta y me alejé de él de una vez por todas.