Capítulo 1

Huidas y encuentros

A Nami le dolía la cara entera después de la paliza, apenas podía masticar. Hacía ya tiempo que le había cogido manía a las legumbres, pero los dientes le dolerían todavía un par de días y era lo que tocaba. Guardó tres latas de lentejas en el macuto antes de coger uno de los barcos de Arlong y marcharse. Si recibía un solo puñetazo más acabaría encerrada un mes en la habitación de mapas y necesitaba salir de allí.

Nojiko ni siquiera tuvo tiempo de dedicarle una mirada de reojo desde la cama antes de que saliese corriendo de casa y levase anclas.

El ojo negro le restaba rango de visión y Nami sabía que no podría llegar muy lejos sin que se la tragase el mar. Pero necesitaba poner tanta distancia como le fuera posible de los hombres pez. Con ellos cerca era incapaz de respirar tranquila y necesitaba concentración para pensar en su siguiente gran robo. Además, no podía olvidar el motivo por el que llevaba dos dedos atados, tres costillas doloridas, la mandíbula floja y un ojo ciego: tenía que seguir cartografiando.

Arlong ya le había advertido que si dedicaba más tiempo al pillaje que al dibujo de mapas la encerraría un año en la maldita habitación para que no lo olvidará.

Estaba harta de sus amenazas, pero, por desgracia, sabía lo reales que eran.

Hacía poco que había cumplido catorce años, le había empezado a crecer el pecho y la distracción para los robos le resultaba más sencilla. Aún le incomodaba llevar ropa demasiado reveladora, pero poco a poco descubría las ventajas de ciertos movimientos, de teatrillos que iban tomando forma para cernirse sobre los piratas más desafortunados.

Cuando dejó de ver la isla que consideraba su hogar, la tensión desapareció de sus hombros y la debilidad repentina le hizo soltar un par de lágrimas que se perdieron entre las olas.

A Nami no le gustaba llorar, pero cuando zarpaba de Cocoyashi las emociones que mantenía atadas siempre despertaban atormentadas. Se obligó a calmarse en cuanto notó las mejillas frescas, avergonzada con una debilidad que odiaba.

En cuanto se calmó, cogió su pequeño equipo de cartografía y estudió las islas ilustradas hasta el momento, las señaladas con cruces o círculos que se desdibujan borrosas le hablaron de días a solas con papel y pluma, de problemas escondidos y dificultades por encontrar.

La próxima, decidió mientras seguía con el dedo una cruz rayada en negro sobre el papel, sería una isla pequeña que le permitiese sanar mientras cumplía las exigencias de Arlong. La isla de los molinos de viento sería perfecta para ello, la isla de Dawn.


Cuando arrió las velas, con el barco escondido entre las rocas de un acantilado bastante escarpado, la luna llena brillaba alta en el cielo. Habían pasado tres días desde que partió de Cocoyashi y los huesos le dolían menos. Gracias a la luz plateada que se colaba entre ligeras nubes, Nami fue capaz de desembarcar sin muchas complicaciones.

El canuto lleno de herramientas de dibujo sonó cantarín cuando echó a andar sin mirar atrás entre las piedras, en dirección a una playa de arena suave y blanca.

Las grandes figuras de los molinos le dieron la bienvenida en forma de gigantes altos y de brazos anchos, vigilantes.

Le tranquilizaba el hechizo de la oscuridad en la que estaba envuelta mientras caminaba, era demasiado tarde para los trabajadores nocturnos y temprano para los pescadores y granjeros y la soledad parecía mágica. Nami adoraba rodearse de sombras cuando llegaba a las islas. Las noches solían destacar las debilidades y los secretos que se ocultaban bajo los rayos del sol.

El viento soplaba ligero mientras las aspas murmuraban sobre los ejes que las sostenían y el pelo le cosquilleó en la nuca. Cuando atravesó el pueblo suspiró aliviada, no había visto ni un solo cuartel de los marines y las construcciones de aquellas casitas parecían humildes, suficientes para los pescadores e insultantes para los nobles. En aquel pueblo no tendría muchos problemas.

Una vez que comprobó los alrededores y a sabiendas de que a esas horas intempestivas no podría hacer mucho sobre el terreno, se dirigió a la arboleda que se vislumbraba al final del pueblo. Los árboles, para sorpresa suya, tenían ramas con la consistencia suficiente para sostenerla a ella. Las ramas crecían amplias y fuertes, como si la invitaran a camuflarse entre ellas. Nami no tardó en aceptar aquella invitación en una zona frondosa y cubierta que le pareció segura.

Siempre había sido ágil, pero las costillas y los dedos se interpusieron en su camino a la hora de subir con seguridad al árbol elegido. Las maldiciones y los jadeos la acompañaron mientras escalaba, aunque valió la pena en cuanto llegó hasta la rama elegida.

Desde allí el mundo en tinieblas se volvía diminuto y ella se sintió distante, alejada de la realidad que le esperaba una vez que volviese a pisar tierra. Por ahora la noche le pertenecía y, complacida, se refugió en la soledad y el silencio como si fuesen viejas amigas.

Abrió el canuto en el que llevaba todas las herramientas de cartografía, sacó una vela a medio consumir, una caja de cerillas, papel y tinta. Le esperaba una noche larga hasta terminar con los preparativos del mapa, pero al menos sería una noche buena. Sin pesadillas ni amenazas, solo tinta y mapas.


Nami se despertó con el tintineo del dinero y una sonrisa en la cara. Le encantaba el ruido metálico de las monedas al entrechocar que siempre cantaban sobre libertad dorada.

La noche anterior había caído rendida en cuanto la llama de la vela flaqueó al encontrarse al fin con la vela derretida que se había pegado al árbol después de horas de trabajo. Al volver poco a poco a sus sentidos la sensación dulce del dorado fue desapareciendo para dejar paso al extraño sonido del metal contra el metal a un palmo de su cabeza. Extrañada, echó la mano atrás, en busca del insistente sonido que se detuvo en cuanto las yemas de sus dedos se toparon con un cuerpo caliente y ajeno.

Los ojos se le abrieron sin miramientos, deslumbrados por el sol del medio día. El rostro, dolorido por el movimiento repentino sobre el cardenal adormecido, se le contrajo debido al miedo. No podía ser que alguien le estuviese robando a ella.

El movimiento fue tan brusco y sobre una superficie tan pequeña, que sus rodillas perdieron apoyo y sintió el vacío bajo el cuerpo.

Antes siquiera de que el corazón hubiese recuperado el ritmo acelerado de los latidos una mano le sujetó el brazo para evitar que cayese al suelo desde la enorme altura a la que se encontraba.

El ladrón y salvador la observó atento, bajo un flequillo oscuro demasiado crecido, con una sonrisa en la cara y en la mano uno de sus compás dorados.

El silencio duró unos segundos antes de que Nami se enfocase de nuevo en la herramienta que sujetaba el chico.

—¿Por qué me estás robando un compás?

La sonrisa del muchacho, que no debía ser mucho ayor que ella, creció frente a su pregunta.

—Oh, no quería robarte, es que vi una de tus piernas desde abajo y creí que eras comida, pero cuando llegué arriba vi todas las cosas tan chulas que tienes y quería saber para qué sirven.

Ella le apartó la mano del brazo para sentarse mejor sobre la rama del árbol. A Nami no le dio la sensación de que el chico mintiese, tampoco que fuese amigo de lo ajeno. Si hubiese sido un ladrón lo habría reconocido como uno, pero su aspecto y su cara le hablaban sobre inocencia y diversión, no sobre cautela.

—Son herramientas de cartografía. Me dedico a hacer mapas.

Los ojos oscuros del desconocido brillaron cuando escuchó sus palabras y la ilusión que vio en aquel rostro redondeado le provocó una sonrisa.

—¡¿Vas a hacer un mapa de la isla?! —el grito entusiasmado enrojeció las mejillas de la chica, halagada bajo la admiración genuina.

Incapaz de responder a aquella emoción sin tartamudear, Nami asintió despacio.

—Primero tengo que conocer la isla y…

Él se puso en pie y la rama tembló bajo los dos. La pelirroja se apresuró a recoger un compás y una pluma que salieron rodando debido al movimiento.

—¡Entonces yo puedo ser tu guía! Yo también quiero jugar a hacer mapas, así que podemos ser amigos. Me llamo Monkey D. Luffy.

Las declaraciones, una detrás de otra, a cada cual más extraña, le quitaron la capacidad de responder con cualquier otra cosa que no fuese su nombre.

—Nami.

La mano de Luffy bajo hasta la altura de sus ojos y ella entornó la mirada, más confundida aún.

—Se supone que somos amigos y los amigos sellan sus tratos con apretones de mano —explicó el muchacho con aquel carácter risueño tan arrollador.

—Yo no tengo amigos.

Luffy se acuclilló frente a ella y acercó la mano a una de las suyas, a la espera.

—Yo tampoco, por eso podemos ser amigos.

Nami no podía tener amigos. No podía permitirse cargas como aquella. Ni siquiera sabría cómo tratar a alguien con aquella etiqueta a la espalda. Tener un amigo solo sería una imprudencia. Lo sabía, claro que sabía que no podría mantener aquella relación mucho tiempo. Pero a pesar de todo y sin saber muy bien cual era el imán que la atraía a ello, levantó la mano y la estrechó con la del chico.

No hubo electricidad estática ni vientos extraños cuando el trato quedó sellado. Pero a pesar de todo, Nami sintió un hormigueo en el pecho.

Un amigo.

Su primer amigo.