GRIM REAPER

-Suficiente-

Desde su infancia que se sintió que algo le faltaba.

Era una sensación extraña que jamás pudo entender.

Como si un trozo de su cuerpo, alma, o mente estuviese en otro lado, y le hacía falta en su interior, se sentía vacía. Era imposible de describir, y cuando se lo preguntó a sí misma, para intentar entenderlo, la única respuesta lógica era el hecho de que no tuviese familia alguna, y ese era lo que le faltaba, era la excusa perfecta para calmar su ansiedad y aceptar su soledad.

De hecho, si tenía familia.

Pero estaba enterrada bajo tierra.

Su madre murió en el parto, dándole la vida, pero perdiéndola a su costa, así que nunca la conoció, y su padre no fue capaz de criarla, de cuidarla, además de recaer por la pérdida, sin ser capaz ni siquiera de mantenerse a sí mismo, enfermando, y sin los cuidados apropiados, pereció prontamente.

Así que fue criada por su abuelo, un gran hombre, dulce, protector, sabio.

Él era su mundo entero, y le enseñó todo lo que debía de saber para ser una persona respetable, para ser buena, para ser la mejor versión de sí misma.

Pero a pesar del amor que le era dado continuamente, aun se sentía sola.

Y con el pasar de los años, dudó que fuese por no tener padres, ya lo había superado, o creía que debía ser el caso. O quizás, solo era solitaria, se sentía sola en el mundo, vacía, y no había una razón para que así fuese. Así que, conforme fue creciendo, se obligó a si misma a llenar ese espacio vacío, a llenarlo con algo, y cuando se preguntó que sería aquello, su abuelo cayó enfermo.

Se sintió impotente en esa época, en esos meses de largo sufrimiento, y lo peor, es que sabía cuál iba a ser el resultado. Visitaba las tumbas de sus padres, recordándoles lo que la enfermedad les hizo, lo que sus cuerpos fueron incapaces de sobrellevar por sí mismos, así que tenía claro que era cosa de tiempo para verse frente a frente a otra tumba más. La muerte, como siempre cruel, llevándose todo lo que tenía.

Lloró, como lloró.

Se aferró al hombre que la crio, este ya mayor, arrugas marcando su expresión, manchas de la edad pintando su piel, y sabía que, en ese estado, a esa edad, le sería aún más difícil sobrellevar cualquier problema de salud, sin importar cual fuese, así que ni siquiera tuvo esperanza alguna, porque la esperanza era ínfima en ese mundo lleno de decepciones, de dolor, y esperar un buen desenlace solo traería más decepción y dolor.

Cuando la situación empeoró, y se vio afuera del pabellón, a solas, contando los segundos, su abuelo teniendo que someterse a una cirugía para que pudiese sobrevivir un poco más, para alargar su vida. Sus órganos ya le estaban dando problemas, uno tras otro, dejando de funcionar correctamente, fallándole, y a estas alturas, solo podían intentar arreglar el que fallase en ese exacto momento.

Más no se podía hacer.

Y lamentó estar ahí afuera, esperando, impaciente, ansiosa, horrorizada, mientras pasaban los minutos. Era una sensación angustiante, y quiso, imploró incluso, el estar ahí adentro, el poder hacer algo, aunque fuese algo pequeño, algo ínfimo, en vez de perder el tiempo ahí afuera.

Pero no, no podía.

Y ahí, supo que es lo que quería hacer, como quería ayudar, como quería servir, como quería llenar ese vacío, y era estando ahí, ayudando, haciendo todo lo posible para salvarle la vida a alguien, así como las personas que intentaron salvar a su madre, a su padre, y a su abuelo, y ahí, se sentiría útil al menos, y existiría la esperanza, la esperanza real y palpable, de poder desafiar a la muerte, sin ser un espectador más a la distancia.

Y así, quizás le salvaría la angustia a una persona como ella, salvando a su familia.

Y en algún momento ese vacío sería llenado con la felicidad, con la gratitud, de quienes les trajese de vuelta a sus seres queridos.

Así no tendrían que vivir lo que ella, teniendo a todos bajo tierra, llorándole a tres tumbas, y estar sola en el mundo, sin nadie con quien hablar, sin nadie con quien reír, sin nadie en quien apoyarse, sola, siempre sola, desde el comienzo hasta el final.

Se agachó, sintiendo el aroma a rosas en su nariz, el aroma que, sin saber por qué, siempre le causaba una sensación agradable, como si estuviese en casa, en su hogar, aunque no tuviese hogar alguno, la muerte se llevó toda opción de hogar, de vida. Dejó las flores en la tumba de su abuelo, la lápida teniendo las marcas de los años, del mal tiempo, de la hierba subiendo por la piedra, al igual que las lapidas a su lado, aún más antiguas.

Le gustaría tener más tiempo libre para pasar por ahí, para limpiar las lapidas, pero cada día encontraba menos tiempo siquiera para darles una visita, para contarles sobre su vida, para hablar por algunos minutos que siempre se sentían tan ínfimos, siempre menos de los que eran, pero cumplía, o intentaba cumplir, pero debía hacerlo, o el vacío aumentaba, y no le gustaba esa sensación carcomiéndola.

Primero fueron sus estudios los que monopolizaron su tiempo, y ahora era su trabajo.

Y pasaban tantas cosas, hacía tantas cosas, que le era imposible contárselas todas a su familia. Su mundo ahora se movía con rapidez, con urgencia, y a veces apenas tenía tiempo para digerir lo que ocurría, las situaciones que le aparecían por delante, así que debía reaccionar por inercia, por impulso, por instinto, su cuerpo a veces reaccionando antes que su cabeza, pero había funcionado, había ayudado, había sido útil, y se sentía feliz con eso.

Era suficiente.

Por primera vez sentía que estaba haciendo suficiente.

Salió del cementerio a paso lento, sabiendo que debía llegar pronto a tomar su turno, pero quería disfrutar por un momento el aroma a vegetación, de disfrutar de los rayos del sol, de sentir el viento en su rostro, ya que sabía que iba a pasar veinticuatro horas encerrada sin ver la luz hasta el día siguiente.

Llegó a su auto, se subió, comió algo liviano, y comenzó a manejar hasta el hospital.

Siempre se sentía angustiada cuando tomaba esa ruta, cuando llegaba, porque recordaba cuando era más joven y se vio así, día tras otro, avanzando por la carretera, sintiéndose impaciente, en un estado de incesante pánico de solo pensar que en las horas que estuvo ahí, en su casa, durmiendo, fueron suficientes para que su abuelo se fuese para siempre. No, no quería que él se fuese sin ella al lado, no quería que acabase muerto y ella no estuviese ahí para acompañarlo, porque ya se sentía lo suficientemente inútil para que algo así ocurriese.

Era lo mínimo, lo único, que podía hacer.

Se estacionó en su lugar usual, respirando profundamente antes de bajarse, sintiendo el corazón acelerado como cada vez que llegaba ahí, pero cuando ya se ponía su uniforme, su bata, su indumentaria, y debía asumir su puesto, olvidaba lo trágico que se sentía el estar ahí, volviendo al pasado.

Pero no, ya no iba a llorar a lado de una camilla, al lado de un hombre que desaparecía poco a poco, cada día más. No, ahora iba a ayudar, a hacer algo, a salvar, no a ser una inútil.

Y pensar en eso, siempre la motivaba a seguir adelante.

Y eso hizo, saliendo a paso rápido, lista para empezar con su turno.

Se puso el uniforme, se amarró bien el cabello, y salió a la sala de emergencias, uno de los enfermeros acompañándola, contándole sobre los últimos casos que habían llegado, y así poder ir de inmediato a asistir a alguno de sus colegas.

Ahí, en ese hospital en particular, era común ver pacientes con perdida de la consciencia, con dificultades respiratorias, con ataques cardiovasculares, o problemas asociados a enfermedades crónicas.

Al primer paciente que se acercó, fue a una mujer ya adulta que había caído inconsciente, según un familiar, se había caído en la casa, y cuando la mujer no despertó, la llevó a emergencias. Uno de los enfermeros la estaba revisando, y según notó, no parecía haberse golpeado la cabeza, y era un alivio, eso siempre conllevando a más problemas.

Por suerte, la mujer comenzó a recuperar la consciencia, de inmediato removiéndose, adolorida, y no quería moverla aún, sobre todo si estaba ya despierta, o podía empeorar su condición, así que se apresuró a inyectarle una dosis de morfina por intravenosa, lo suficiente para mermar el claro dolor que la mujer estaba sufriendo. Le habló, intentando calmarla mientras la droga hacía efecto, y esta le explicó, de manera lenta pero segura, que era lo que le dolía, y era la cadera.

No era una adulta mayor, pero aun así lo suficientemente mayor para que un golpe así pudiese causarle más complicaciones, y aprovechó de palpar la zona cuando la mujer se calmó, ya más tranquila al tener el cuerpo adormecido. Podía notar la zona hinchada, pero no notaba nada fuera de su lugar.

De todas formas, derivó a la mujer al área de rayos equis para asegurarse que no tuviese ningún hueso roto, con enfoque en la pelvis, cadera, y la zona lumbar, y si no era así, y quería que no fuese así, ya con calmantes y antinflamatorios podría recuperarse.

Rápidamente tuvo que moverse al siguiente caso.

La segunda persona a la que atendió era un chico joven que tenía el rostro hinchado y apenas podía respirar, por suerte su madre estaba presente y le comentó rápidamente cuales eran las alergias que le habían diagnosticado en un test cutáneo. La madre no sabía que le había pasado al niño, que se había metido a la boca, porque era lo suficientemente mayor para saber a lo que era alérgico.

El enfermero la ayudó a revisar al niño en caso de que tuviese alguna pista de lo que consumió en los últimos momentos mientras ella se encargó de inyectarle epinefrina, era algo que no podía esperar más, y, de hecho, no dudó en decirle a la mujer que debía tener una de emergencias, sobre todo si el chico se ponía así de grave.

Si no hubiesen estado relativamente cerca del hospital…

No, no quería pensar en eso.

El enfermero encontró un paquete en el bolsillo de su pantalón, de un bocadillo, y mirando los ingredientes, notó dos alérgenos asociados que estaban en la lista de alergias alimenticias del chico. La mujer dijo que ella se fijaba bien cuando compraba comida procesada, pero que eso no se lo compró ella, y él debió de haberlo conseguido con algún amigo.

No podía culpar a nadie en esa historia, solo decirle que debía enseñarle a su hijo a tener más cuidado, o al menos tenerle un medicamento a mano para que no llegase a tales extremos.

Dejó al enfermero monitoreando al chico, este ya respirando mejor, así que podía moverse y seguir al siguiente paciente.

Pero antes de llegar lejos, una de las enfermeras le gritó de que la necesitaban en una de las salas de cirugía, y ni siquiera dudó, corrió, notando como había gotas de sangre en el suelo, una tras otra, y sintió el estómago retorcerse.

Esa nunca era una buena señal.

Se metió a la sala mientras una de las enfermeras le contaba lo que ocurría, su ropa ya manchada de sangre, mientras que una de las asistentes le ayudaba a ponerse los guantes y la bata quirúrgica.

Una mujer había sido apuñalada.

Esta tenía sus documentos en la ropa así que lograron saber un poco de sus datos personales para llamar a su familia y asegurarse que el procedimiento no pudiese empeorar la situación ya grave en la que estaba. Los paramédicos trataron de detener la hemorragia practicando primeros auxilios, pero a pesar de eso, lo que veía ahí era un caos.

No le tenía miedo a la sangre, en lo absoluto, pero hasta a ella le causó rechazo la imagen.

Pero ahí, debía tomar una decisión rápida.

Debía moverse pronto, y eso hizo.

Tenía las imágenes de los rayos x que ya le habían tomado a la mujer junto con el ultrasonido, así que con eso se podía guiar al momento de operarla. Esta apenas estaba consciente, le habían puesto oxígeno y anestesia local para mermar los problemas respiratorios de los que era víctima. Apresuró a que le hicieran una trasfusión, ya que había perdido demasiada sangre, y sabía que en cuanto comenzara a trabajar, más sangre saldría.

Limpió la herida lo más posible, siendo evidente que el arma atacante ya no estaba en la zona, lo que había empeorado la condición del paciente, causando la hemorragia, de no ser el caso, tendría que efectuar una laparoscopia para ver desde dentro si había un órgano teniendo sangrado interno.

No, no tenía tiempo para pensar en lo que no podría hacer, o en que hacer de ser el caso contrario.

Le pidió a su ayudante el bisturí, y comenzó.

Debía actuar rápido.

No iba a dejar que nadie más sufriera lo que ella.

Nunca.

Y lo intentó.

Hizo todo lo que pudo.

Sus colegas la apoyaron en todo momento, así como sus asistentes.

Pero la situación empeoró.

La mujer tenía asma, lo cual no se le había comunicado a los de primeros auxilios, y la condición había empeorado, agravándose durante esas horas, así como el sangrado.

No era suficiente.

Ni las transfusiones ni el oxígeno.

Pero debía continuar, mientras el corazón aun latiese, aún tenía oportunidad de solucionarlo, de salvarla, de evitar que sus familiares tuviesen que pasar por lo que ella, que tuviesen que esperar en esa sala de espera, para ser recibidos con una noticia que los rompería por dentro, para luego terminar llorándole a una tumba.

Sabía lo que se sentía.

Lo sintió una y otra vez.

Y si estaba ahí, era para evitarlo.

El pitido resonó por la sala.

No.

No, no, no.

Se miró las manos enguantadas cubiertas de sangre, el cuerpo pálido del paciente frente a ella, y empezó a sentir el estómago revolverse, una vez más.

Era demasiado tarde.

No hizo suficiente.

No fue suficiente.

Sin importar cuanto lo intentase, nunca era suficiente.

Apretó los dientes, sintiéndose impotente, nunca le había pasado algo así, nunca había estado en esa situación, y creyó que ya no volvería a sentirse inútil desde que era una niña, pero no, volvía a pasar. Sin importar cuanto estudiase, cuanto aprendiese, cuanto esfuerzo le pusiese, al final terminaría ahí, viendo a las personas partir, la muerte quitándoselas.

Simplemente se quedaba observando mientras la maldita muerte se llevaba a todos.

La muerte siempre arruinaba su vida.

"Lo siento, Weiss."

Giró el rostro, buscando con la mirada a una de sus asistentes a su lado, creyendo que había sido esta quien le habló de manera tan informal, pero le sorprendió el verla inerte. No se movía, no pestañeaba, no respiraba, y giró a su izquierda viendo al resto del equipo, todos iguales, incluso a uno de sus ayudantes se le había caído un escalpelo, este ahí, detenido en el aire.

Flotando.

¿Qué?

Y ahí notó que el sonido del monitor cardiaco había desaparecido, ya no sonaba, ya no escuchaba nada, absolutamente nada.

El pitido tan angustiante completamente acallado.

Recién ahí, volvió a buscar con la mirada hacia donde escuchó la voz, y vio a una persona ahí parada, una chica joven, encapuchada de rojo, cuyos ojos plateados parecían brillar desde la distancia, en la oscuridad de la sala de operaciones, lo que también brillaba, eras las luces rojas en una máscara de gas que le cubría parte del rostro.

No lo entendía.

Era muy joven para estar en ese lugar, para tener permitido el acceso, sobre todo ahí, en esa sala en particular.

"¿Quién te dejó entrar?"

A pesar de lo poco lógica que era la situación, intentó tomárselo de la manera más lógica.

Los plateados no dejaron de mirarla, y recién ahí notó la evidente tristeza en esos ojos. Le parecía una figura intimidante, pero a la vez tan joven, a la vez tan familiar, que no supo que más decir, que más añadir. Esta negó, cerrando los ojos por un momento, cierta resignación en lo que veía de su expresión.

"No me recuerdas…"

La voz volvió a resonar, ahora más grave, y notó el dejo ronco de esta ante la máscara que cubría su boca, evitando que sonase nítida.

¿Recordarla?

No, no tenía idea quien era, que hacía ahí, ni tampoco entendía que ocurría alrededor, por qué todo parecía estar detenido en la nada.

¿Había enloquecido por el cansancio?

¿Por el estrés?

¿Por la culpa?

¿Por la impotencia?

La muerte acabando una vez más con su cordura.

Los plateados se abrieron, mirándola una vez más, mientras esta se removió, y recién ahí vio una guadaña tras su cuerpo pequeño, esta viéndose enorme en comparación, la hoja brillante, los huesos haciéndola sentir escalofríos.

¿Qué estaba pasando?

¿Qué le estaba pasando?

Una vez más, la chica habló, su voz ronca, su mirada lúgubre.

"Soy La Muerte."

La odiada, la maldita Muerte.