RED KNIGHT

-Determinación-

Estaba condenadamente cerca.

Sentía que su hogar, que la isla, que el castillo, estaba tan cerca que prácticamente podía oler el agua salada, la arena, el hierro, los establos, la piedra.

Fue muy fácil.

Toda la travesía resultó ser menos dificultosa de lo que imaginó en primera instancia, y quizás se relajó, quizás asumió que todo estaría bien, que ya iba a llegar, que no pasaría nada. Solo unos días más de viaje y ya estarían dentro de los muros del castillo y podría quedarse tranquila.

Pero no.

Peor que un ejército, humano o de bestias, ahí se encontraba su amigo, su compañero, con quien entrenó día y noche hasta convertirse en los caballeros que eran en la actualidad.

Jamás imaginó un desenlace así, ni por un momento, pero ahí ya no tenía otra opción más que hacerlo, tenía que luchar, porque si no, todo aquel viaje sería en vano, todas las palabras de apoyo, todas las veces que le dijo a la princesa que confiase en ella, todas las veces que le dijo que la llevaría a un lugar seguro, serían en vano.

Y si lograba llevarla al castillo, incluso a costa de su propia integridad, podría irse en calma.

La reina, su hermana, y el rey, su cuñada, la salvarían de ese cruel mundo, la mantendrían a salvo, iba a procurar que así fuese.

Pero debía sobrevivir, debía sobrevivir lo suficiente para llevarla a las puertas del castillo, a las puertas de la libertad.

No podía rendirse ahora.

Debía luchar.

El sonido del metal chocando con metal resonó en el bosque, oyó como un grupo de aves salía de las ramas de los árboles, volando, alejándose de lo que sonó como peligro, y lo era.

Mantuvo su gran espada firme con ambas manos, sosteniéndola, con fuerza, sin tener la menor intención de hacer que su ataque fuese disminuido. Sin embargo, su rival, su amigo, mantenía también firme su ataque, ambas espadas luchando por dominancia, ambas grandes, ambas fuertes, ambas forjadas para matar, para salvar.

Y eso estaba haciendo.

Estaba luchando para salvar a quien vio más vulnerable. Jamás en su vida había conocido a alguien así, a alguien que necesitase tanto ser salvada, alguien que tuviese una vida tan miserable, tan espantosa, y no podía hacer caso omiso. Fue criada para salvar a quien necesitase la ayuda, y basó toda su vida, todo su entrenamiento, toda su existencia, para llevar a cabo aquel objetivo, y en ese momento, quien más necesitaba de ella, era la princesa.

Ninguno de los dos pudo avanzar con el ataque, y ambos retrocedieron, tomando distancia, recuperando sus posturas, recuperando el agarre en el mango de sus espadas.

Se vio mirando de reojo hacia atrás, a donde estaba la princesa, esta la miraba, sus ojos, incluso el incoloro, mostrando miedo, mostrando inseguridad, siendo vulnerable, sin máscaras, sin ocultar su propia situación. Las manos pequeñas estaban firmes en la rienda de su corcel, echas puños, firmes, temerosas de alejarse de quien podía ser el único ser con el que se sentía protegida.

Y era una lástima, disfrutó que la mujer se apegase a ella, buscando seguridad, buscando protección, no siendo más alguien a quien le temía si no alguien a quien buscaba confiadamente, pero ya no era así, ya no era seguro apegarse a ella, menos cuando una espada rival se acercaba tanto a su cuerpo.

Zwei cuidaría a la princesa.

Debía darle la orden.

Pero no pudo, un ataque volviendo a ser ejecutado.

Escuchó el gruñido de Jaune cuando sus espadas volvieron a chocar, las chispas del metal dispersándose a su alrededor. Podía sentir el calor que empezaba a emanar del metal, pero no era tan intenso como el calor en la mirada del hombre, esos ojos azules que brillaban, pero ardían, ardían tanto, estos ya rojizos por las lágrimas derramadas, pero ya no más, ya no lloraba, solo había determinación en él.

Ambos eran diferentes, a pesar de haber sido tan parecidos cuando se encontraron sus caminos.

Jaune le juró lealtad a su reino, a su gente, a la ley que ahí regía, pero por su parte, jamás pudo hacer eso, porque sus valores eran diferentes, jamás pudo jurarle lealtad ni siquiera a su propio reino, porque sabía que las personas que la necesitaban no era el pueblo, no era el reino, si no que era la gente, la gente sola, desamparada, que ni el pueblo ni el reino les brindaba ayuda, y por eso, en muchas misiones que tuvo, a nombre de las caballerizas, se dedicó en su mayoría a brindarle la mano a quien sea que necesitaba ayuda a su alrededor.

Pequeños pueblos sin ley, sin reino, personas sin cobijo, sin poder, sin nada en sus manos, que habían perdido todo, y, además, eran atacados por las bestias al verse vulnerables, al no tener muros protegiéndolos, al no tener protección.

Ahí estuvo ella.

Matando a las bestias que pudo, protegiendo a quien pudo, sin siquiera preguntárselo dos veces.

Siguió su misión principal, para no meterse en problemas, para poder seguir portando su armadura sin ser cuestionada, manteniendo una máscara, una imagen, la imagen que los caballeros debían mostrar, pero al final, sus principios iban más allá de tomar aquel labor como un trabajo, porque para ella, no lo era.

Era una forma de vivir.

Era su destino.

Y su madre también se separó de quien le dio el titulo cuando tuvo que hacerlo, cuando tuvo que hacer caso omiso para hacer lo que era realmente correcto, y muchos la odiaron por eso, sobre todo los más altos cargos en el mundo, todos quienes la llegaron a conocer, sin embargo, la gente, los pueblos, los plebeyos eran los más felices con su existencia, siendo una heroína, prácticamente una leyenda, un cuento del pasado que aun escuchaba a las personas decir de boca en boca.

Y se sentía orgullosa de que la comparasen con ella, con su madre.

Y eso haría, eso mismo haría, el pararse erguida y luchar, luchar por el débil, por el incomprendido, por el perdido, por el necesitado, y esa mujer, esa princesa marchita, la necesitaba.

Le iba a devolver la luz que una vez tuvo.

O moriría en el intento.

Avanzó.

Dio un paso adelante, y abanicó su arma.

Una, dos, tres veces, repitió el proceso, y notó como el arma rival le seguía el juego, como si fuese un baile que hubiesen practicado por años, y quizás era así.

Este evitaba el golpe, sabía dónde iba a ir, y mantuvieron ese ritmo.

Uno tomando el control, luego el otro, uno tomaba la dominancia de la pelea, y luego el otro, y así, una y otra vez.

Sus manos ardían, sus codos ardían, sus hombros ardían, pero dolía incluso más la incertidumbre.

Jaune se había vuelto fuerte, y conocía gran parte de sus movimientos y de su forma de pelear, sin embargo, eso no le daba ventaja, ya que él también la conocía a ella a la perfección. Ambos podían leerse los movimientos, ambos podían saber cuánta fuerza usaría el otro en cada ataque y así podían responder adecuadamente.

Se sentía de nuevo hace algunos años, pero debía obligarse a volver al presente, a volver a esa situación y dejar de dejarse llevar por la melancolía. Esa pelea no sería como las otras, con uno de los dos cayendo al barro mientras el otro reclamaba la victoria, no, ahora habría sangre, ahora habría dolor, y debía estar atenta y firme en el presente para no ser ella quien terminaba perdiendo, en el barro, ensangrentada, muerta.

Retrocedieron, sus espadas de nuevo chocando en un punto muerto.

Si seguía así, esa batalla no acabaría nunca, o ambos se cansarían lo suficiente para hacer del final incluso más difícil.

Apretó los dientes, y retrocedió, mantuvo la distancia.

Miró la espada en sus manos, y si, se sentía honrada de tener esa espada, de los recuerdos que le traía, pero no podía matar a Jaune con esa espada, con la espada que le recordaba a él, así que debía detenerse.

Usar la fuerza bruta contra él no era la mejor opción, por el contrario, necesitaba lo que la hacía ser mejor.

Agarró el mango de su espada y la estampó contra el suelo, enterrando la hoja en la tierra, el arma quedando ahí, firme.

Notó sorpresa en Jaune, los ojos azules yéndose de ella al arma, y viceversa.

Robló las rodillas mientras tomaba la katana de su cinto. No era la que quería usar en ese instante, pero necesitaba mantener la distancia, la suficiente, al menos hasta que lograse agotar un poco la energía de su rival, o uno de esos golpes la dejaría fuera de la pelea, incluso con su armadura puesta.

Ahora se sentía más liviana sin el peso extra de aquella espada, y quizás era una buena metáfora, el dejar de lado la espada de Jaune, y así sería capaz de dejar de lado a Jaune, aunque no fuese su intención. No quería que sus caminos terminasen así, pero si él no se rendía, ella tampoco.

Sacó la katana de la guarda, y apuntó al hombre con la punta, el metal oscuro brillando con la luz que entrada desde la copa de los árboles, forjada por el mismo rey de Patch, por su cuñada, dándole aquel regalo como uno de despedida, para que mantuviese su camino firme, sin retroceder.

Y no retrocedía.

"Te pediré un último favor, Jaune, dejanos ir, y nuestra amistad no tendrá que terminar de esta forma."

Notó como este apretó los labios, los ojos azules mirándola fijamente, parecía estárselo debatiendo, pero rápidamente este negó, su coleta rubia meneándose con el gesto. Sus manos se aferraron con fuerza a su espada, el dorado del mango brillando, así como el dorado de su armadura.

Él era dorado, ella era rojo.

Ambos estaban en dos puntos completamente diferentes, estaban en diferentes aristas de una misma guerra, y muchas veces asimiló que eso podría ser posible, cuando en las caballerizas todos fuesen despachados a diferentes reinos, al final, antiguos compañeros deberían verse en batalla.

Era una realidad dura, pero era eso, la realidad.

"Zwei."

No miró a su corcel, sus plateados fijos en los azules que la miraban, decididos, pero lo escuchó relinchar, atento, como tantas otras veces.

Eran compañeros, se conocían, sabían cómo pelear, como estar codo a codo, así que podía contar con él.

"Si muero, lleva a la princesa a Patch."

Una vez le dio una orden similar, hace dos años, donde se vio malherida, y no creyó que su corcel entendería algo semejante, pero cuando recuperó la consciencia ante la falta de sangre, se vio justo donde le había dicho, y ya un grupo de personas estaban curando su pierna herida.

Así que confiaba en que Zwei le haría caso.

Lo escuchó relinchar en respuesta, y pudo jurar que la princesa dijo algo, pero titubeó, sin ser capaz de decir lo que quería decir, y le causó curiosidad, así que giró un poco el rostro para mirarla, los ojos de esta lucían tan vulnerables como la última vez que la miró, pero ahora se notaba desesperada, más perdida que antes, pero había algo más, algo que no entendía.

Era como si le pidiese, le rogase con la mirada, que no muriera.

Y le aterró morir.

Si, le aterró.

Cosa que no creyó posible, ya que siempre fue impulsiva, siempre fue impertinente, y jamás, nunca, tuvo miedo de morir si es que lo hacía al haber tenido una vida buena, donde hubiese hecho exactamente lo que necesitaba hacer para mantener vivo el legado de su madre.

Pero ahora tuvo miedo, mucho.

No podía dejar a esa mujer sola, no podía abandonarla en ese cruel mundo, no podía, no podía irse en paz sabiendo que dejó a su suerte a una mujer que la necesitaba con tal desesperanza. Era la única persona en quien la princesa confiaba, y no podía abandonarla, no podía morir, no podía.

Se vio apretando el mango de la katana, sintiendo el bordado de este enterrándose en el cuero de sus guantes.

No debía morir.

Cuando volvió a mirar a Jaune, notó sorpresa en los azules.

Él veía en ella una mirada que jamás había visto, y sabía que estaba poniendo una expresión que le resultaba ajena incluso para sí misma.

Iba a matar a Jaune.

Porque ella debía vivir.

Y así sería con quien sea que quisiese separar a la princesa de ella, porque iba a ser su protectora, iba a ser quien evitase cualquier daño, iba a ser su escudo y su espada, iba a ser su caballero, y no podía dudar, no más.

Un viento brusco hizo sonar las hojas de los árboles, hizo menear su cabello, pero a pesar del bullicio de su alrededor, no dejó de mirar al hombre.

Ahí, solo uno de los dos iba a salir con vida.

Y por la princesa, viviría.