Capítulo 174. ¿Victoria?

En la enfermería del buque de guerra Egeón, Makoto despertó lleno de confusión. ¿Cuánto tiempo había pasado? Lo último que recordaba era que estaba luchando contra el Portador del Dolor… ¡No! Después de derrotar a tan poderoso enemigo, la legión de Aqueronte vino a por él, numerosa y mortífera. Entonces… La cabeza empezó a darle vueltas, signo evidente de que Azrael tenía algo que ver con lo que ocurrió, y así era. El asistente de la Suma Sacerdotisa gaseó al ejército de muertos tal y como hizo trece años atrás, durante la Noche de Podredumbre, salvándole la vida. Después debió llevarlo hasta allí, tal vez en brazos, lo que ahora mismo solo le incomodaba un poco.

Miró en derredor, no había nadie haciendo guardia, lo que significaba que hacía ya varios días de la batalla. El Portador del Dolor, Jäger de Orión, le había dado una paliza antes de despertar el Séptimo Sentido. Sintió un estremecimiento, esas cosas solo ocurrían con héroes de leyenda y él no se sentía muy heroico que digamos. No más que el capitán Icario, el subcomandante Ishmael y otros que cayeron durante la guerra.

—Nadie más ha muerto, ¿verdad? —susurró, temeroso. Que no sintiera ningún cosmos tanto podía significar que las batallas hubiesen concluido cuanto que un contraataque del enemigo presente en el continente Mu, por mucho más peligroso que Jäger de Orión, hubiese resultado mortífero. Que el Egeón siguiera en pie lo consolaba un poco, era imposible que el Santuario cayese derrotado en un mundo donde ese armatoste todavía surcara el océano—. Sí, seguro que hemos ganado, pero…

Se llevó las manos a la cabeza, el único sitio de su cuerpo que le dolía. Estas estaban vendadas, lo que le hizo recordar los duros meses posteriores a la Batalla del Pacífico. Entonces el Santuario no le veía con buenos ojos, era uno de los santos potencialmente rebeldes a los que nadie debía tratar, cosa que nunca le avisaron a la candidata a santo femenino, Aqua. ¿Le había sanado otra vez? ¿Estaría bien? Él no se había portado muy bien con ella que digamos, se suponía que lucharían juntos un treinta de febrero.

Team Azrael —murmuró Makoto con una triste sonrisa—. Go! Go!

Con cada palabra, la jaqueca aumentaba y nuevos recuerdos se sumaban al rescate temerario de Azrael. Gasear a mil soldados en un recinto cerrado era eficiente, desproporcionado, pero eficiente. Sin embargo, en la batalla del monte Etna no había un millar de soldados de Aqueronte, sino decenas de miles. No tardaron en levantarse, alzando al cielo la muerte hecha metal que esgrimían. Setenta mil enemigos, demasiados para Makoto incluso si las aguas del río del dolor, devoradoras de cosmos, no estuvieran presentes. Como si estuviera de nuevo allí, sintió la certeza de la muerte, y la sorpresa que vino después, dándole un vuelco al corazón.

Azrael expulsando su cosmos. Azrael despertando el Séptimo Sentido. Azrael destruyendo a setenta mil soldados en un instante fugaz, a la velocidad de la luz. De no haber tenido despiertos los sentidos, Makoto habría supuesto que todo fue un milagro de Atenea, que se apiadaba de uno de sus valerosos adalides y de un tipo muy loco.

—Deja de negarlo —se dijo a sí mismo Makoto, golpeándose la frente—. Azrael pudo ser un santo de oro todo este tiempo, solo que se reprimía.

¿Por qué? Simple. Ser uno de los doce le impediría estar pegado a Akasha todo el tiempo, sobre todo en los años que estuvo exiliada. Ya para cuando la santa de Virgo ascendió a Suma Sacerdotisa, había otro vistiendo el manto de Capricornio, la constelación guardiana de Azrael, según supo en ese mismo barco gracias a un inofensivo combate práctico entre Azrael y la oficial Helena. ¡Menudo insensato, ese asistente! De haber sido honesto consigo mismo, el Santuario nunca hubiese perdido al santo de Capricornio por cinco largos años. Adremmelech nunca habría recibido el décimo manto zodiacal y tal vez el Cisma Negro pudo haber sido detenido a tiempo.

—A no ser… —El dolor de cabeza no podía deberse solo a recordar algo tan disparatado como Azrael salvando el día a la velocidad de la luz. Él lo vio, él lo aceptó y hasta le dio un abrazo; quizás haberlo descubierto justo después de que él despertara el Séptimo Sentido ayudó a que no se sintiera ofendido—. El cosmos de Azrael me resultó familiar. Demasiado familiar. —Adremmelech de Capricornio, el Caballero sin Rostro. No tenía historia, ni pasado, ni futuro. Ayudó a la fundación de Hybris, pero, tan pronto Akasha se convirtió en Suma Sacerdotisa, cambió de lealtades como quien se cambia unos calzoncillos—. ¿Es posible…? —De pronto, le sobrellevaron pequeños detalles. Los frecuentes dolores de cabeza de Azrael mientras Makoto y el resto de argonautas, incluido Adremmelech, surcaban los mares olvidados. La desaparición de Adremmelech una vez los santos de oro despertaron—. ¿Todo este tiempo…?

Conforme aceptaba esa posibilidad, tal vez certeza, el dolor de cabeza mitigaba. Se bajó de la cama a toda velocidad, tropezando en el proceso y cayendo al suelo. Así, sin levantarse, se arrastró hasta la papelera y abrió la boca, listo para vomitar.

No vomitó. No se sintió asqueado, como creía estarlo. Ni siquiera enfadado. Tampoco duró mucho en su mente la idea de que Akasha lo supiera.

—Me pidió que lo protegiera —recordó Makoto—. Que cuidara de él.

Un santo de plata no podía cuidar de un santo de oro, ¿verdad?

Él solo… solo sentía miedo. Si Azrael estuviera vivo, estaría haciendo guardia.

—Habrás tenido tus motivos —dijo Makoto con voz ronca—. Tienes que estar vivo.

Apenas que el mismísimo Zeus bajara del cielo armado con el rayo se creería que Azrael podría morir antes que Akasha. Y eso lo pensaba antes de saber su secreto.

De pronto, alguien llamó la puerta. Makoto tuvo tiempo de levantarse y limpiarse la cara, azorado de que se le hubiesen humedecido los ojos. ¡Pues claro que estaba vivo! ¡Era Azrael, el asistente, inmortal y por siempre molesto!

—Tranquilo, muchacho —dijo el recién llegado, un sanador de la Fuente de Atenea—. La guerra ha terminado. Ya puedes descansar.

Solo entonces Makoto se dio cuenta de que estaba alzando los puños y enseñando los dientes. Sonrojado, los bajó con brusquedad, y también la cabeza, que ya no le dolía.

—¿De verdad ha acabado? —dijo Makoto, sin atreverse a preguntar lo que quería.

—Así es. —El sanador se acercó a él con cautela—. Hemos logrado la victoria en el frente oriental, algunos demonios siguen por ahí dando problemas, pero los santos de Atenea los… ¿Quieres quedarte quieto muchacho?

—No soy ningún muchacho. —En cuanto oyó hablar de demonios, Makoto se puso en alerta; no había demonios en las cuatro legiones del inframundo—. Tengo veintiséis años y si me llevas alguna ventaja, no será mucha.

—Ajá. —El sanador lo estudió en silencio a través de las gafas—. Cierto, no eres ningún jovencito, aunque te comportes como uno. Ahora, quieto.

Mientras era examinado, Makoto cumplió con esa orden, en tanto nunca incluyó que estuviera callado. Entre una y otra pregunta de rigor sobre cómo se sentía cuando el sanador palpaba las zonas donde sufrió las peores heridas durante la pasada batalla, el santo de Mosca lo interrogó sobre cómo había sido el final de la guerra. El sanador, con más bien poca paciencia, le informó de que no estaba el tanto de los detalles. Solo que después de tres días de guerra con los demonios y otras abominaciones, Poseidón destruyó el continente Mu y creó en su lugar unas islas ahora conocidas como archipiélago Fénix. En ellas, por alguna razón vivían ahora el extinto pueblo de los Mu y una pequeña comunidad de hechiceros de piel azul.

—¡Los creadores de los mantos sagrados, aquí, en este mundo! —exclamó Makoto, sorprendido—. El Santuario querrá hacer un montón de preguntas…

—Ya las han hecho —dijo el sanador—. Esta mañana hubo una reunión.

—¿De qué…? —quiso preguntar Makoto, justo antes de sentir un pinchazo—. ¡Ay!

—Ese he sido yo —admitió el sanador, severo—. Dicen que eres decente en el arte de golpear los puntos cósmicos, así que imaginarás lo que puede hacer un experto contigo si no te comportas como alguien que ha salido apenas con vida de una batalla mortal.

Puesto que Makoto lo sabía, asintió y se limitó a responder el resto de preguntas. No le dolía nada, nada físico por lo menos. Estaba listo para combatir de nuevo.

—Parece que está todo en orden —observó el sanador—. Ahora descansa.

—Yo creo que ya he descansado suficiente —dijo Makoto—. Tres días, como poco, mientras la guerra para la que me he preparado media vida seguía su curso. —Lleno de rabia, más para sí mismo que para el enemigo, se golpeó la mano con el puño e ignoró el latigazo de dolor que le recorrió el cuerpo—. Basta de eso, ¿hay demonios que…?

—Por Atenea —suspiró el sanador—, sí que eres un crío. ¿Crees que estar inconsciente tras una batalla mortal es descansar? No lo es. Y antes de que me lo digas —se adelantó, viendo que Makoto estaba por abrir la boca—, llegaste a ese estado por dar un golpe decisivo al enemigo. Si la raza de los gigantes hubiese resucitado, a estas alturas no habría habido mundo por el que luchar. Hiciste tu parte, y tus compañeros que vinieron después de ti hicieron la suya. Hasta el último soldado de la Tierra significó algo, tal y como quiso nuestra Suma Sacerdotisa. Ahora la mayoría de ellos descansa, porque poseer un poderoso cosmos no los hace menos mortales que tú y que yo.

Tras ver que aceptaba esa lógica, el sanador se levantó.

—Espera —pidió Makoto, agarrándole del brazo—. Quiero saber…

—Después —dijo el sanador, comprensivo.

—¿Azrael está bien? ¿Está en el Egeón?

—No está aquí.

Los ojos de Makoto se abrieron, llenos de emoción.

—¿Es que Akasha… Su Santidad, ha vuelto ya? ¿Azrael está con ella? ¿E Hipólita…?

—¡Después!

Y con un tirón algo brusco, el sanador se libró de la presa. Antes de salir, sin embargo, se giró hacia Makoto, dedicándole una ligera inclinación.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Es por lo que hicisteis en Sicilia que mis compañeros y yo hemos tenido mucho trabajo —declaró el sanador—. Muchos heridos a los que tratar, en lugar de muertos a los que enterrar. Gracias, Makoto de Mosca, has hecho un gran trabajo.

Acto seguido, se marchó, cerrando la puerta tras de sí.

Pese a las dudas que lo consumían, Makoto decidió hacerle caso al sanador. Se recostó, tratando de dormir, siéndole imposible. ¡Necesitaba saber lo que había ocurrido! Un segundo después de que las luces de la habitación, al no detectar movimiento, se apagaran, saltó de la cama y corrió hacia la puerta de nuevo iluminada. La abrió un poco, solo un poco. Y escuchó.

Dos soldados de la Unidad Themiscyra hablaban de cómo la reunión en el archipiélago Fénix podría impedir la Tercera Guerra Mundial. Una de ellas celebraba que el Santuario le pusiera por fin un bozal al mundo, mientras que la otra, más tradicionalista, pensaba que se estaban pasando de la raya. Después de tres días de batallas por todo el mundo contra los demonios de Fobos y los horrores de Dagoth en el continente Mu, lo que los santos de Atenea necesitaban era recuperarse para seguir protegiendo al mundo de las auténticas amenazas. Al fin y al cabo, aunque vencieron, las fuerzas aliadas no pudieron impedir que miles de compañeros murieran; la otra le replicó que el número de muertos ascendía a millones. Espantado, Makoto retrocedió, olvidándose de cerrar la puerta, hasta chocar con la cama, en la que cayó falto de fuerzas.

Esta vez sí que se quedó dormido, incluso antes de que se apagaran las luces. No lo supo en un primer momento, ni cuando, guiado por el instinto, se levantó de la habitación todavía a oscuras y atravesó la puerta. Incluso cuando salió de la enfermería de un navío militar en la mitad del océano y acabó en medio de Rodorio tardó en entender que soñaba, pues estaba demasiado centrado en examinar cada calle y cada casa en busca de un rostro conocido. Durante una eternidad, buscó y buscó sin encontrar a nadie. Todos habían muerto, luchando; todos murieron defendiendo el mundo de las fuerzas del inframundo mientras él descansaba con placidez.

Lo despertaron de la forma más brusca posible, de un pellizco. Revolviéndose entre las mantas, se llevó las manos al trasero, alertando a la recién llegada.

—Sé que estás despierto —saludó Eco.

Solo que él no quiso aceptar que fuera Eco, no de inmediato. Con lentitud, giró la cabeza hacia ella y la miró. Entre parpadeos, quiso ver en ella a Akasha, vistiendo el uniforme de oficial de antaño, aunque eso no habría tenido sentido para una Suma Sacerdotisa, incluso si Eco no podría ser más distinta que la guardiana del sexto templo zodiacal. Vestida para el combate, Eco era más alta que él, con el corto cabello de color pajizo y una amplia sonrisa decorándole el rostro. Un rostro descubierto, de ojos que miraban con una sempiterna picardía; como tantas otras amazonas, Eco había renunciado a la máscara y a servir en el ejército regular de Atenea.

—Tranquilo —susurró Eco, acercándose—. Ya no te tengo que matar.

—Dicen que ganamos —replicó Makoto; incluso si las amazonas habían aceptado vivir bajo nuevas reglas, a él le resultaba incómodo. Desvió la mirada.

—Qué mono —dijo Eco, obligándole a mirarla con una caricia algo brusca—. Monísimo. ¡Pues claro que ganamos! —exclamó, llena de orgullo—. ¿Cómo íbamos a mirar a la cara a nuestras camaradas en el Hades si no?

Entonces, Makoto se dio cuenta de que el uniforme de combate que vestía Eco no era el de un soldado raso, ni siquiera el que cabría esperar de la Unidad Themyscira. Recordaba haber visto a la capitana de la unidad vestir del mismo modo.

—Lo siento.

—¿Eh? —Eco lo miró, extrañada, luego ojeó su propio uniforme—. Ah, descuida, Helena está bien. Gritaba a pleno pulmón la última vez que la vi, atada a una cama con cadenas mientras un sanador guapísimo le cosía la herida del vientre, ¿quién la manda a cargar ella contra uno de esos demonios? Y luego la loca soy yo. Vi a Li sonreír mientras distraía a esa cosa para que pudiéramos salvarla, ¡la muy zorra! —Hizo un gesto con la mano alrededor del cuello, dejando claro cuál fue el destino de Li, la valiente la amazona cegada por Caronte de Plutón—. ¿Quién sabe por qué estaba tan arisca? A lo mejor es más de pescado… o se arrepiente de nombrarme capitana…

—No imaginaba a Helena renunciando… —comentó Makoto, extrañado. ¿Se moría una de sus compañeras y ella la trataba de zorra? ¡Qué extraño personaje!

—Verás —empezó a explicar Eco mientras, por alguna razón, se despojaba de la armadura—, algunas jóvenes de Rodorio se me acercaron para alistarse en el ejército de Atenea, pero no querían llevar máscara. ¿Te lo puedes creer? Yo, Li y otras compañeras más las trasladamos hasta el archipiélago Fénix, sin imaginar que uno de esos demonios nos seguía la pista. Le agradezco a Helena que viniera al rescate —aclaró, asintiendo, a la vez que tiraba hacia atrás la última pieza de la armadura—, no tanto que se lanzara de cabeza. Destruir a esas cosas es asunto de santos de Atenea, no de mortales.

—Vosotras seguís siendo santas de Atenea —dijo Makoto, un poco incómodo. Sin la armadura y con el rostro descubierto, la feminidad de Eco salía a relucir—. Santas de hierro. Dime, ¿Akasha…? ¡Qué estás haciendo!

Como si tal cosa, Eco se sacó la parte superior del uniforme, hablando a través de la oscura ropa con una tranquilidad que dejaba a Makoto de piedra.

—Así es, Li y Helena lucharon como auténticas santas de Atenea. Por cierto —añadió mientras volvía la pieza superior del uniforme en una bola—, no digas por ahí que la estoy llamando Helena. Incluso si acordamos que ahora yo capitanearé la Unidad Themyscira, Helena ha ascendido a comandante y sigue siendo mi superior. Sí, no me mires con esa cara, te dije que había nuevas reclutas en Rodorio. Mujeres. Si ya hemos roto la tradición de la máscara, no podemos meter a todas las mujeres en una sola unidad, solo las mejores estarán bajo mi mando —declaró con no poco orgullo.

—¿Y todo eso lo acordaste con la capitana Helena, malherida y en pleno tratamiento? —preguntó Makoto, desviando la mirada. De cintura para arriba, Eco solo tenía sostén.

Al menos ahora entendía una cosa. Estaban lo bastante cerca del archipiélago Fénix como para que en un solo día Eco pudiera viajar desde allí hasta el Egeón. No imaginaba a los dirigentes del ejército aliado haciendo una reunión en el mismo sitio en que atacó un demonio; ese evento debió suceder después, mientras él dormía.

—Pues sí, para eso vine a esa isla, aunque no me invitaron —dijo Eco, lanzándole la pieza. Makoto no habría puesto más esfuerzo en esquivar un misil; rodó hasta caer al suelo, donde ya estaba la amazona, pisándole el pecho—. ¡Qué mono!

—¡Deja de decir eso! —pidió Makoto, agarrándole la pierna; quiso apartarla, pero la hábil amazona se las apañó para caer sobre él—. ¿Qué haces?

El corazón de Makoto latía a toda velocidad, resonando como un tambor.

—Te dije que lo celebraríamos, ¿no? La victoria. —Eco se acercó al santo lo bastante para que se entrecruzaran las respiraciones de ambos, y luego, sonriendo, bajó todavía más para susurrarle al oído—. Me habría gustado ser fiel a mi palabra y celebrarla los tres. Tú, yo y el comandante general. Lástima que él no… —Se le fue la voz y retrocedió, sacudiendo la cabeza—. Nada que hacer, tú y yo tendremos que bastar.

—Comandante general —repitió Makoto, aletargado—. ¡Azrael! ¿Dónde…?

—Depende.

—¿De qué?

Ella puso la misma expresión que ponía cuando le decía lo mono que era, aunque no habló, sino que veloz como una gata le apresó ambas manos y las separó. Incluso si Makoto no se estaba defendiendo, aquello le pareció increíble.

—El comandante general no está aquí—dijo Eco, muy seria, para de pronto volver a la característica picardía. Se le acercó al oído en un santiamén, murmurando—: Así que debe estar allá donde está nuestra Suma Sacerdotisa, ¿no?

Hasta ese momento, Makoto no había imaginado cuanto esperaba que alguien le dijera eso. Pudo preguntarle al sanador que había sido de Azrael y no lo hizo. Pudo salir del cuarto para buscarlo y tampoco lo hizo, a sabiendas de que hacerlo acabaría con la incertidumbre. Lo sabía. Lo entendía. Sin embargo, todo ese tiempo había temido que le dijeran que lo imposible había ocurrido. Que, mientras él dormía, Azrael había muerto luchando por el mundo. Ahora venía Eco a decirle lo obvio, lo que quizá él ya había pensado: Azrael no estaba en el Egeón porque Akasha no estaba en el Egeón, así de simple. Ya mucho había tardado en irse a buscarla, pensándolo bien.

Sintió unas ganas locas de besar a la portadora de tan buenas noticias, pero fue Eco la que tomó la iniciativa, plantando sus labios en los suyos en un visto y no visto.

Al separarse, el santo de Mosca quedó sin habla.

—¿Qué? ¿Habrías preferido a la comandante? ¡Si huele a pescado!

A Eco le apestaba el aliento a cerveza, pero Makoto se guardó de decirlo. Tampoco tuvo mucha oportunidad, porque la amazona le dio por besarlo de nuevo, y otra vez, y otra, y otra, mientras enumeraba a todas sus compañeros. Lo peor era que Makoto recordaba todos esos nombres y la sola idea de imaginarse besando a compañeras de armas lo ponía nervioso, dejándolo incapaz de compensar la inexperiencia de Eco. La amazona le lanzaba besos tan fugaces que parecía estar atrapando moscas.

—Espera —dijo Makoto, justo en el momento en que su inesperada amante dudaba al pronunciar el nombre de Li—. Esto no está bien. Soy un santo de Atenea.

—Anda, como yo —exclamó Eco, sacudiendo la cabeza para apartar los malos pensamientos—. Una santa de hierro, estéril. Ni me vas a preñar, ni te voy a arrastrar al altar después de esto. ¿Creo? —Calló un momento, como preguntándoselo de verdad—. Vamos, disfrutémoslo. Hemos ganado. ¿Imaginas cuantos hombres del ejército aliado, santos incluidos, se han ahogado con las sirenas hoy?

—¿Tantos como amazonas fugándose con tritones? —se atrevió a preguntar Makoto. Era lo primero que era capaz de pronunciar.

—Ah, de eso nada, entre las amazonas soy la única que quiere fiesta —rio Eco.

Y acercó el rostro, ya no para atrapar moscas, sino con una lentitud que invitaba a Makoto a responder. Este no dudó, correspondiéndola con un largo y cálido beso.

—Qué mono —susurró Eco, separándose solo un poco—. Estás temblando.

—Es que se sintió… Bien.

Recordaba el último beso que había dado. Geist, su primer amor. Fue un beso frío, presagio de muerte. Él había tenido que matarla con sus propias manos, para salvarlo.

Desde entonces había dejado de lado la idea de enamorarse. Besar chicas era algo de gente normal, no de santos de Atenea. Lo de Hipólita no contaba, no había querido besarla, sino un poco vencer y otro tanto salvar la vida, por mucho que la gente lo molestara con eso. Aun así, había aprendido a apreciar a la sombra de Águila en el viaje que realizaron por los dominios de los Astra Planeta.

«¿Qué habrá sido de ella? —se preguntaba Makoto—. ¿Qué habrá sido de todos?»

—Claro que se siente bien —replicó Eco, algo ofendida—. Las amazonas que vivimos y morimos para servir a Atenea no es que sepamos mucho de besar, pero un beso siempre sienta bien. Y lo demás, mejor, mucho mejor.

Tras asentir, Makoto volvió a besarla a la vez que acariciaba la desnuda espalda de la amazona. Notaba cicatrices en ellas, así como quemaduras recientes.

—Creía que Helena era la insensata —murmuró el santo.

—La comandante Helena —corrigió Eco, poniendo una cara muy seria y alzando un dedo—. Tuve que llevármela a cuestas mientras gritaba de dolor, ¿recuerdas?

Él quiso decirle que no había mencionado lo de los gritos de dolor, solo el sacrificio de Li, pero ella lo calló. Cada vez besaba mejor, aquella amazona. Los labios de los dos amantes no se separaron mientras Makoto trataba de desabrochar el sostén, terminando por romperlo de un tirón. Eco, sin separarse, rio divertida.

—No importa —decidió Makoto, alzándose y alzándola a ella. La amazona se mantuvo aferrada a él mientras la recostaba en la cama.

Allí, entre caricias y risas, terminaron de desvestirse y dieron rienda suelta a su pasión. Ni siquiera notaron cuando una amazona que pasaba por ahí cerró la puerta. Durante unas cuantas horas no se darían cuenta de nada más.

xxx

No hubo pesadillas esta vez, aunque un sueño demasiado idílico para ser real. Akasha apareciendo en el Egeón con la promesa de una paz duradera entre el cielo y la tierra; la acompañaba Azrael, que por supuesto había ido a buscarla a la velocidad de la luz. Hipólita también estaba allí y le estrechaba la mano como un igual, aunque la sonrisa bobalicona que Makoto le dedicó le granjeó que tanto las amazonas como los argonautas lo llamaran infiel a coro mientras la capitana Eco reía a gusto.

Supo que era un sueño porque hasta Hugin participaba de la broma. Mirando, eso sí, de reojo a ver si Sneyder de Acuario no lo censuraba.

Le habría encantado seguir soñando, de todas formas. Era un buen mundo.

—El reino de los sueños no está hecho para nosotros —se le ocurrió decir a Makoto mientras abría los ojos—. ¡Qué frío hace!

Le bastó mirar hacia atrás para descubrir la razón. Al lado del santo, Eco dormía abrazada a la almohada. De algún modo ella se había quedado con las mantas y la mayor parte de la cama mientras que él en un lado, a solo un paso de caer de bruces al suelo. No pudo menos que sonreír. Que una amazona pudiera dormir con tanta tranquilidad después de tantas batallas era maravilloso.

—Recuerdo compartir escenas así con Hipólita.

Gestahl Noah, sentado en una silla enfrente de la puerta, se hizo notar. Makoto hizo un notable esfuerzo por no dejar entrever a aquel hombre que lo había sorprendido. Ayudaba que el movimiento ya no provocara que se encendieran las luces, tal vez por lo tarde que era. Todo estaba en penumbra y los pequeños detalles se perdían.

—Solía ser sobre una cama rota —confesó Gestahl Noah—, hasta que nació Ícaro. Fue hace catorce… no, quince años —decidió, palpándose la corta barba que ahora tenía en gesto pensativo—, yo era muy joven. Y a la vez no. Como fuera, Hipólita cargaba a nuestro hijo con esos brazos suyos de amazona, de mujer dedicada al combate, como los de ella. —Señaló a Eco, ganándose un gruñido de Makoto. Altar Negro lo ignoró—. Yo estaba a su lado, eso sí, sin vendas. Nunca he sido un hombre afín a las peleas y en esta vida las he evitado todo lo que he podido. ¡La idea era morir sin ser herido, viendo cómo mis hijos ganan las batallas! Y de pronto mi ojo explota. —Hizo un gesto grandilocuente para explicarlo. Después, riendo, se encogió de hombros—. Y aquí estamos tú y yo, la nostalgia y el eterno nostálgico. ¿No es bonito?

—¿A qué has venido? —exclamó Makoto, impaciente. Había tenido tiempo para discernir la figura de la sombra de Altar. No iba vestido con el acostumbrado traje, sino con unas vestiduras que le recordaban demasiado a la toga papal.

Un mal presentimiento le recorrió todo el cuerpo incluso antes de que le contestaran.

—A responder preguntas, claro está. Entiendo que la primera de todas es sobre mi uniforme. —Se alzó con una dignidad tal que Makoto no pudo recriminarle el que manchara tan laureada vestimenta. Se movía como si ese fuera el estado natural del líder de Hybris. No el señor de una orden herética, sino el legítimo Sumo Sacerdote de Atenea—. Nuestra Suma Sacerdotisa, Akasha, ha muerto.

Notas del autor:

Shadir. Es que todavía no estamos en época de cerebros, tiempo al tiempo.

Me alegra que FFnet vuelva a portarse bien. Regularmente no hay problema porque yo procuro publicar los lunes, pero entre que me he tomado descansos (algunos muy largos) y que ya son unas cuantas las veces que me retraso, las notificaciones ayudan.

Así es, Akasha es Atenea, lo fue desde que planeé esta trama (no toda esta historia, sino la esencia de los eventos en Marte y Tierra) allá por el 2008. ¡Cuánto tiempo ha tenido que pasar para ver esta revelación publicada! Si es que lo fue y no ocurre que por el tiempo transcurrido ya estaba más deducido que la identidad de la madre del bastardo más famoso de la fantasía moderna.

¡Estupendo que te haya gustado! Es una de esas escenas que desde el borrador ya sabía que no iba a cambiar, ni para la edición, ni para la publicación. También me gusta.

Bueno, estamos de vuelta con el octavo volumen de la obra… ¡El principio del fin!