Capítulo 60
Una orden inesperada
Era la tarde del 19 de Junio de 1789, y en sus caballos, Oscar y los guardias franceses que lideraba regresaban al cuartel. Había sido un día tranquilo, demasiado tranquilo dadas las circunstancias. Los miembros de la recién constituida Asamblea Nacional habían estado debatiendo durante un largo tiempo, pero a esas horas de la tarde ya se habían retirado a descansar, por tanto, la Compañía B también lo hacía.
Al llegar, la heredera de los Jarjayes los reunió en el patio, y tras tomar lista a sus soldados, los envió a descansar. Por su parte, ella se dirigió a su despacho. Debía preparar el informe del día y con eso su labor estaría concluida; tras ello, retornaría a su mansión.
Deseaba con todo su corazón estar cerca de André, pero no se atrevía a mandarlo llamar. Temía arrojarse a llorar en sus brazos si lo tenía frente a ella, y es que el destino buscaba separarlos de una manera mucho más definitiva de lo que podía separarlos el hecho de pertenecer a clases sociales distintas, porque de la muerte no había retorno.
Pero ¿cómo?... ¿Cómo podía confesarle a André que padecía de una grave enfermedad? No se atrevía. Simplemente era incapaz de hacerle un daño semejante sabiendo lo mucho que él la amaba. Entonces, trató de pensar que aquel rastro de sangre que había visto en su guante de seda aquella mañana lluviosa en la que se conformó la Asamblea Nacional no había sido real, quizás solamente se había tratado de un mal sueño. Sí; tenía que haber sido una pesadilla.
Y mientras reflexionaba sobre ello, atravesó la puerta de su despacho y se sentó frente a su escritorio, no sin antes traer a su memoria, una vez más, la sonrisa de su amado André, una sonrisa que la llenaba de felicidad y le daba las fuerzas necesarias para continuar.
Y mientras lo recordaba, alguien llamó a su puerta.
- Adelante... - dijo la heredera de los Jarjayes, y tras unos segundos, el Coronel Dagout ingresó a su despacho.
- Buenas tardes, Comandante. - le dijo él, y la saludó con un formal saludo militar.
- Buenas tardes, Coronel Dagout. ¿Qué lo trae por aquí? - le preguntó Oscar con su amabilidad característica, y tras ello, el coronel se acercó a ella y colocó un pequeño paquete color madera sobre su escritorio.
- Comandante Jarjayes, como sabe, durante la última revisión médica que se le hizo a los guardias de la compañía B a su solicitud, se presentaron algunos casos de anemia que afortunadamente ya fueron controlados. - le dijo. - Todos gozan de una muy buena salud, sin embargo...
Entonces, el coronel hizo una pausa.
- Sin embargo, hay una enfermedad conocida como la peste blanca que está atacando a una gran cantidad de franceses, una enfermedad cruel que no distingue ni géneros ni condición social. - mencionó.
Y tras escucharlo, Oscar lo miró paralizada, pero el coronel continuó.
- Es una enfermedad que no tiene tratamiento conocido, sin embargo, ese paquete contiene un tipo de medicamento que impide que quien la porta contagie a quienes le rodean. - mencionó.
Entonces, Oscar se levantó de su asiento, muy preocupada.
- ¿Es una enfermedad contagiosa? - le preguntó.
- Así es. Es una enfermedad bastante contagiosa. - mencionó el coronel. - Sin embargo, el medicamento que le indico tiene la propiedad de evitar el contagio.
- Coronel Dagout... ¿Cree que si alguno de mis hombres se expone a alguien que padece esa enfermedad podría ser contagiado? - le preguntó Oscar, intentando ocultar la angustia que sentía, y tras ello, el coronel volvió a dirigirse a ella.
- Lo dudo, comandante. Los soldados de la Compañía B son bastante fuertes, y como le dije, se encuentran en excelentes condiciones de salud. - comentó el militar. - Sin embargo, sería bueno que mantenga esa reserva de pastillas consigo en caso de que, más adelante, la situación cambie. - agregó.
Y tras ello, levantó su mano sobre su frente en un gesto de despedida militar.
- Eso era todo lo que vine a decirle. Lamento haberla interrumpido. - le dijo.
- No... Al contrario, coronel. Gracias por preocuparse por los soldados de nuestro regimiento. - le respondió Oscar, casi sin aliento.
Y tras ello, el coronel salió de su despacho.
- ¿Una enfermedad contagiosa? - repitió Oscar en su mente.
Dentro de su confusión, luego de haber descubierto sangre en uno de sus guantes después de haber tosido, ni siquiera se planteó el hecho de que aquella enfermedad pudiera serlo.
El creer que podría haber contagiado a André fue su primer pensamiento en el momento en que el Coronel Dagout le dijo que la tuberculosis era una enfermedad muy contagiosa, sin embargo, tras escuchar las palabras de su segundo al mando cuando mencionó que sus soldados eran fuertes y que gozaban de muy buena salud, se tranquilizó.
- "El Coronel Dagout tiene razón... Todos mis soldados son hombres muy fuertes..." - se dijo a sí misma, aunque sólo podía pensar en André.
No obstante, aunque estaba convencida de ello, no estaba dispuesta a arriesgarse y se acercó a su escritorio para abrir el paquete de medicinas que le había dejado el coronel, se sirvió un vaso de agua y se tomó de inmediato una de las pastillas que ahí se encontraban.
Entonces sus manos empezaron a temblar nuevamente. No podía evitarlo, le aterraba pensar que no podía hacer nada para detener el curso de su enfermedad. ¿Acaso voy a morir? - se preguntaba.
Y en ese instante, nuevamente llamaron a su puerta, pero ella no respondió.
- Oscar, ¿estás adentro? Soy yo, André. - le dijo el nieto de Marion desde afuera.
Entonces Oscar dirigió la mirada hacia la puerta. Estaba muy nerviosa y no quería que André la viera en ese estado, pero no podía simplemente ignorarlo, así que decidió dejarlo entrar y ella misma le abrió la puerta.
- Oscar... - le dijo.
Su vista cada vez era más borrosa. Era imposible para él darse cuenta de que ella hacía esfuerzos para mantenerse tranquila, pero su silencio empezó a preocuparlo.
- ¿Qué pasa, Oscar?... ¿Estás bien? - le preguntó.
Y sin poder contenerse más, Oscar se arrojó a sus brazos y se aferró a él como nunca antes lo había hecho.
- André... Quédate conmigo... No me dejes sola... - le susurró casi en tono suplicante, y él la envolvió en sus brazos con la misma fuerza con la que ella lo hacía.
- ¿Dejarte? ¿Crees que me iría a algún otro sitio? - le respondió André.
Sin embargo, estaba confundido. ¿Qué podía haber pasado para que Oscar esté así de vulnerable? Ella parecía necesitarlo; parecía necesitarlo más que nunca.
- "Mi amada Oscar, ¿que te pasa?, ¿por qué te siento temblar entre mis brazos como si fueras una hoja en el viento?" - se preguntaba André. - "No te preocupes, mientras estés conmigo nada malo va a pasarte. Yo voy a amarte y a protegerte... Me quedaré contigo hasta la muerte..." - pensaba mientras la abrazaba.
Ella, por su parte, iba sintiendo que recuperaba las fuerzas. Él era todo lo que necesitaba: si estaban juntos nada más importaba.
- "¿Por qué? ¿Por qué tuvimos que nacer en un mundo como este?" - se decía Oscar. - "Todo lo que quiero es estar a tu lado, André Grandier..." - pensaba, pero en ese instante, alguien volvió a llamar a su puerta.
Entonces ambos se apartaron lentamente el uno del otro aunque sin dejar de mirarse.
- Adelante. - dijo Oscar, y en ese instante, Alain ingresó a su despacho.
- Comandante. - le dijo. - Acabamos de recibir el mensaje de que el General Boullie desea verla urgentemente en su despacho. - le dijo.
- Ya veo... - le respondió Oscar, tratando de reponerse de haber tenido que separarse físicamente de André. - Seguramente va a darnos nuevas órdenes. Debemos estar preparados. - agregó.
Y tras unos segundos, se dirigió a ellos.
- Será mejor que vaya de inmediato. - les dijo.
- Iré contigo, Oscar. - le dijo André.
- Yo también lo haré, comandante. - agregó Alain. - No sabemos lo que se traiga entre manos el General Boullie, y quizás pueda necesitarnos. - mencionó.
- Está bien. Vístanse con su traje formal y nos encontramos en diez minutos en el patio.
- Enseguida. - respondieron ambos.
Y aprovechando que Alain había salido ya, André permaneció junto a ella unos segundos más y tomó su mano.
- Oscar... Recuerda que estaré contigo pase lo que pase. - le dijo, y tras ello, besó tiernamente su mano, la miró a los ojos por unos segundos y luego se marchó.
Entonces, con la mirada aún en la puerta que acababa de cerrar el hombre que la había acompañado durante toda su vida, pensó:
"André, te amo... Eres tan generoso, tan tierno... Llenas mi corazón de tanto amor... ¡No podré, André! ¡No podré vivir sin ti a mi lado nunca más!"
...
Mientras tanto Fersen, en su mansión de Suecia y con las maletas en la puerta, se preparaba para partir.
- Hermano, ¿no sabes en qué tipo de lugar se ha convertido el país al que deseas ir? - le dijo Fabian Reinhold Von Fersen, tratando de convencerlo de que no se vaya.
- ¿Qué clase de lugar? - le respondió Hans. - El suelo francés está lleno de maravillas de estilo rococó. - le respondió Hans con una sonrisa.
Y tras una pausa, se dirigió nuevamente a su hermano menor.
- Fabian, sé bueno y dile a mi padre que me voy.
- ¡Hans! - exclamó Fabian.
Pero Fersen no estaba dispuesto a cambiar de opinión, y decidido, se dirigió a la salida.
A pedido de Sofía, su hermano Fabian - siete años menor que él - había llegado a la casa de su padre para convencerlo de que permanezca en Suecia, pero era inútil. Por más argumentos que le dio, el que había sido el amante de María Antonieta estaba decidido a irse. Había llegado a sus oídos la noticia de la muerte del primogénito de su amada, y hacía algunas horas se había enterado de la constitución de la llamada Asamblea Nacional. Como diplomático, sabía que si no se tomaban cartas en el asunto, la situación se haría incontrolable.
Entonces llegó a la puerta, pero ahí se encontraba su querida hermana Sofía. ¡Cuánto le dolía dejarla nuevamente con la preocupación de su partida! Pero no podía hacer nada, la familia real francesa lo necesitaba.
- Sofía... - le dijo al verla.
- ¿Por qué, Hans?... ¿Por qué abandonas tu tierra natal?... ¿Vas a volver por ella? - le preguntó, invadida por la tristeza.
Y tras escucharla, Fersen evadió su mirada.
- Por favor, ¡te suplico que no lo hagas! - insistió su hermana, mientras sus ojos empezaban a llenarse de lágrimas porque sabía que sus ruegos eran inútiles.
Cuánta alegría había sentido cuando Hans regresó a Suecia. Él había decidido apartarse de la vida de la reina debido a la enfermedad de su hijo; sabía que por esos días los reyes de Francia debían estar mas unidos que nunca y no quería importunarlos con su presencia. Pero aunque inicialmente no estaba en sus planes regresar, tras enterarse de todo lo acontecido no podía quedarse como un simple espectador. Hans era un diplomático que también había participado en la guerra de independencia de los Estados Unidos, y estaba seguro que sus conocimientos y experiencia podrían ser de utilidad en una situación como esa.
- Me voy, Sofía... - le dijo el conde a su hermana, esta vez mirándola tiernamente a los ojos. - Por favor, dile a Fabian y a mi querido padre que los amo. - agregó.
Y tras besar tiernamente su frente, continuó su camino hacia el carruaje que ya lo esperaba.
Entonces las lágrimas de Sofía empezaron a rodar por sus mejillas.
- "Querido hermano... ¿Por qué renuncias a tu gloria, a tus privilegios, a tu herencia y a tu reputación?..." - pensó.
Y tras una pausa, continuó con su reflexión.
- "¡Pero qué digo! Si sé perfectamente cuál es la respuesta... ¡Es por amor a ella, por esa promesa de amor que hiciste hace tantos años!" - se dijo a sí misma.
Y en ese instante, ante sus grandes y bellos ojos, el carruaje de su hermano inició su recorrido.
- "Dios mío, protégelo... Protégelo de las llamas de ese amor prohibido que solo le ha traído sufrimiento..." - suplicó al cielo.
...
Mientras tanto, en Versalles, Oscar, Alain y André ya se encontraban frente al General Boullie.
- ¿Quiere que cierre la entrada a los Estados Generales? - le preguntó Oscar sorprendida a la máxima autoridad del ejército francés.
- Sí. Cierre todas las puertas inmediatamente. - le respondió el general. - Es una orden directa del rey. - añadió.
- Pero los delegados no podrán ingresar al recinto. - le dijo Oscar.
- Así es. Los Estados Generales deberán suspenderse. - respondió el general.
- Pero eso es raro. Teóricamente la disolución de los Estados Generales sólo pueden decidirla los mismos Estados, nadie más puede disolverla, aún si la orden viene del Rey. - le dijo la hija de Regnier, empezando a poner nervioso al General Boullie el cual ya estaba perdiendo la paciencia ante sus cuestionamientos.
- ¡Por eso mismo le pido que los cierre! - exclamó - Su Majestad no ha dicho que se disuelvan. - le dijo.
Y tras una pausa, y un poco más calmado, el general volvió a dirigirse a ella.
- Ya le di sus órdenes, Brigadier Jarjayes. Selle el recinto lo mas fuerte posible, y no deje que ni un gato se acerque. - le dijo.
- No quisiera discutir, General Boullie, pero los delegados son representantes legítimos elegidos por el pueblo de Francia en elecciones. Hacer eso sería un insulto para ellos. - respondió Oscar.
- ¡La gente del pueblo depende de Su Majestad, también los delegados y también nosotros los nobles! ¿O me equivoco, Brigadier Jarjayes? - le preguntó, dejando a Oscar sin palabras.
Sin embargo, ella no estaba dispuesta a rendirse.
- Pero excelencia... - le dijo, exaltando a la máxima autoridad del ejército.
- ¡Ya fue suficiente, Oscar! - le dijo esta vez el general en un tono más fuerte. - No la llamé para intercambiar puntos de vista, sólo para darle una orden. - agregó.
Entonces Oscar se detuvo, y tras una breve pausa, el General Boullie volvió a dirigirse a ella.
- Recuerde, no es usted ni yo quien está cerrando la Asamblea. ¡Es el deseo de Su Majestad! - exclamó el general. - Ya puede retirarse. Escucharé su reporte luego. - le dijo más calmado.
- Sí. - respondió Oscar, y tras ello, se despidió con un formal saludo militar.
No obstante, cuando ya se encontraba a punto de irse, el general volvió a dirigirse a ella.
- Brigadier Jarjayes, ¿cómo está su padre? - le preguntó, ya que Regnier era un buen amigo suyo.
- No lo he visto en algún tiempo. - le respondió ella, y es que el conde Jarjayes se encontraba en una misión y no había coincidido con su hija en la mansión Jarjayes.
- Ya veo... - respondió el general.
- Con su permiso. - le dijo Oscar, y tras ello, abandonó su despacho.
Entonces, al lado de Alain y André, caminó hacia la salida, pero agobiada ante la orden que acababa de recibir, se detuvo, y con la mirada en el suelo, se apoyó sobre una de las columnas del patio de aquel cuartel militar.
- ¿Qué debo hacer... André... Alain? - les preguntó angustiada.
Entonces Alain se dirigió a ella.
- Nosotros sólo recibimos órdenes. No hay nada que podamos hacer. - le dijo, tratando de que Oscar recupere la perspectiva, y de inmediato, ella dirigió su mirada hacia él. - Pero una cosa le digo, cuántos más trucos sucios usen, más fuerte se volverá la pasión del pueblo. - afirmó, también ante la atenta mirada de André.
- Oscar, Alain tiene razón. - le dijo el nieto de Marion para tranquilizarla también. - Además, sabíamos que no se quedarían con los brazos cruzados, incluso temíamos que se disuelvan las asambleas. Afortunadamente, en este momento solo las están suspendiendo, tal como lo hicieron cuando el delfín cayó en estado crítico. - agregó.
Sin embargo, Oscar se sentía miserable por tener que acatar esa orden. ¡Cómo! ¡Cómo podía insultar así a los delegados! Insultarlos a ellos era equivalente a insultar a toda la nación francesa.
No obstante, acababa de recibir una orden de Su Majestad, y un desacato hacia ella significaba traición. Debido a ello, la hija de Regnier estaba obligada a cumplir esa orden, aún sintiendo que al hacerlo iba en contra de sí misma y de sus propias convicciones.
...
Fin del capítulo
