Pero si me compraras ahora un coche, podría ser tuyo cuando acabara el instituto, dentro de un par de años. Estaría prácticamente nuevo —dijo Helena con optimismo.
Desafortunadamente, su padre no era tan fácil de engañar.
-Rayos!.- exclamaron los hermanos Stoll. -Deberíamos tal vez darte algunos consejos para que puedas conseguirlo
—Lennie, solo porque el estado de Massachusetts crea que los adolescentes de dieciséis años pueden conducir… —empezó Jerry.
—Casi diecisiete —le recordó Helena.
—…no significa que esté de acuerdo —finalizó. Jerry llevaba ventaja, pero ella se resistía a darlo todo por perdido.
—Ya sabes que el Cerdo solo aguantará un año más, dos como mucho —insistió Helena refiriéndose al viejo Jeep Wrangler que su padre conducía y que sospechaba que podría haber estado aparcado en el castillo donde se firmó la Carta Magna—. Piensa en todo el dinero en gasolina que nos ahorraríamos si compráramos un híbrido, o incluso un coche eléctrico, papá.
-Me asuste por un momento y pensé que tenías un cerdo de vehiculo. Tengo traumas con los cerdos voladores.- comentó Percy
—Ajá… —fue todo lo que dijo su padre.
Ahora sí había perdido definitivamente.
Helena Hamilton refunfuñó para sí misma y desvió la mirada hacia la verja del transbordador que la iba a llevar de nuevo a Nantucket. Un año más se repetía la misma historia; iría al instituto en bicicleta y en noviembre, cuando la capa de nieve fuera demasiado gruesa, se vería obligada a pedirle a alguien que la llevara o, peor aún, a coger el autobús. Con solo pensarlo le daban escalofríos, de modo que intentó quitarse ese recuerdo de la cabeza. Algunos de los turistas que habían ido a pasar el Día del
Trabajo1 a la isla la observaban con detenimiento, lo cual era bastante habitual. Intentó mirar hacia otro lado de la forma más sutil y discreta que pudo. Cuando se miraba en el espejo, lo único que veía era lo básico: dos ojos, una nariz y una boca, pero todas las personas que no eran de la isla tendían a quedarse embobadas, incapaces de apartar la vista de Helena, lo cual le resultaba tremendamente molesto.
Claramente eres de diga belleza cariño.- exclamo Afordita mientras se empolvaba la cara
1 En ., el primer lunes de septiembre. (N. de la E.)
Por suerte para ella, la mayoría de los turistas que la acompañaban en el transbordador estaban ahí por las vistas y el increíble paisaje de la isla a finales de verano, y no para inmortalizar su retrato. Estaban tan decididos a admirar esa belleza que parecía que se veían obligados a exclamar «oohhh» y «aahhh» ante cada maravilla del océano Atlántico, aunque Helena no lograba comprenderlo. En su opinión, crecer en una isla diminuta era una lata, todo un fastidio, y no veía el día de irse a la universidad y salir de esa isla, de Massachusetts y de toda la costa Este de los Estados Unidos.
Ay pero que te hizo la Costa Este?!.- dijo Katie con sarcasmo.
No es que despreciara su vida familiar, de hecho, se llevaba a las mil maravillas con su padre. Su madre los había abandonado cuando ella no era más que un bebé, pero Jerry enseguida aprendió a prestar la cantidad exacta de atención a su hija. No merodeaba a su alrededor constantemente, aunque siempre estaba allí cuando le necesitaba.
Aunque en esos momentos estaba resentida por la discusión sobre el coche, sabía que no podría tener un padre mejor.
—¡Hola, Lenny! ¿Qué tal va ese sarpullido? —preguntó una voz familiar.
Era Claire, la mejor amiga de Helena. Apartaba de su camino a los turistas, vacilantes e inseguros por el movimiento de las olas, con unos empujones dignos de admiración y con una astucia verdaderamente artística.
-Se los dije.- rio Claire ante su descripción.
Los excursionistas, de apariencia ridícula y algo bobalicona, viraban con brusquedad cuando ella pasaba por su lado, como si se tratara del quarterback de un equipo de fútbol y no de una delicada y diminuta chica con aspecto de elfo que se aguantaba con elegancia y delicadeza sobre unas sandalias de plataforma.
Claire serpenteó con relativa facilidad entre los diversos traspiés y tropiezos que ella misma había ocasionado y se deslizó junto a Helena, que estaba frente a la verja.
—¡Risitas! Ya veo que tú también has ido a comprar cosas para la vuelta al cole —saludó Jerry mientras señalaba las abarrotadas bolsas de Claire.
Claire Aoki, alias Risitas, era tan excepcional que incluso podía resultar intimidante. Cualquiera que echara un vistazo a su frágil y quebradiza silueta y a sus rasgos asiáticos sin reconocer un espíritu luchador innato corría el riesgo de sufrir terriblemente a manos de una oponente a menudo demasiado subestimada. El apodo era su cruz personal. La llamaban así desde que era un bebé. En defensa de sus amigos y su familia, cabe decir que resultaba imposible resistirse a ese mote. Claire tenía, sin duda alguna, la mejor risa del universo. Jamás forzada ni estridente, era ese tipo de carcajada que hace que cualquiera que esté alrededor sonría tímidamente.
Sin duda una de las mejores risas del mundo.- dijo Jason mirándola con ojos de perrito.
—Desde luego, queridísimo padre-de-mi-mejor-amiga-para-siempre —respondió Claire. Abrazó a Jerry con un cariño genuino, ignorando por completo el hecho de que había utilizado el apodo que ella tanto detestaba—. ¿Podría tener unas palabras con tu hija en privado? Siento ser tan grosera, pero es un asunto confidencial, top-secret. Te lo diría… —empezó Claire.
—Pero entonces te verías obligada a matarme —concluyó Jerry, sabiamente. Se alejó arrastrando los pies hacia un puesto de comida rápida, donde compró un refresco azucarado aprovechando que su hija, que siempre controlaba todo lo que comía, como si se tratara de una policía alimentaria, no miraba.
—¿Qué te has comprado? —preguntó Claire. Agarró rápidamente las bolsas de Helena y empezó a revolver el interior—. Unos tejanos, una chaqueta de punto, una camiseta y ropa… ¡Guau! ¡Te has ido de compras de ropa interior con tu padre!
¡Bah!
—¡No es que tenga elección, la verdad! —se quejó Helena mientras le arrebataba la bolsa repleta de ropa interior—. ¡Necesitaba sujetadores nuevos! De todas formas, mi padre se esconde en la librería mientras me las pruebo. Pero créeme, incluso a sabiendas de que está en la otra punta
de la calle, comprar ropa interior es insoportable —admitió al fin algo ruborizada y sonriendo con timidez.
—No puede ser tan bochornoso. Y no nos engañemos, tú tampoco vas a comprarte algo sexy. Por el amor de Dios, Lennie, si te vistes igual que mi abuela —comentó Claire mientras sujetaba un par de braguitas blancas de algodón.
-Ay no que vergüenza.- Helena estaba enterrando su cara en sus manos.- Tierra trágame.
Helena le arrancó de las manos esas bragas de abuelita y las metió de nuevo en el fondo de la bolsa mientras su mejor amiga esbozaba su magnífica sonrisa.
—Lo sé, soy tan pazguata que creo que se ha convertido en algo vírico —replicó Helena, perdonando así las burlas de su amiga, como siempre—. ¿No te asusta que pueda contagiarte y te transformes en una perdedora como yo?
—Para nada. Soy tan formidable que me considero inmune. De todas formas, los pazguatos sois los mejores. Sois todos deliciosamente corruptibles. Y me encanta ver cómo te ruborizas cada vez que menciono tu ropa interior.
De repente, dos parejas que querían fotografiarse se entrometieron entre las dos amigas. Claire, valiéndose de los balanceos de la cubierta, empezó a dar codazos a los turistas que entorpecían su camino con tan solo uno de sus movimientos de equilibrio de ninja. Tambaleándose a trompicones y riéndose sobre el «mar picado», ni siquiera advirtieron que Claire los había rozado. Helena jugueteaba con el colgante en forma de corazón del collar que siempre llevaba y aprovechó la oportunidad para encorvarse ligeramente hacia la verja y estar más a la altura de su amiga.
Por desgracia para la tímida Helena, era una adolescente llamativa, puesto que medía más de metro ochenta, y subiendo.
Había rogado a Jesús, a Buda, a Mahoma y a Vishnú para dejar de crecer, pero todavía notaba esos dolorosos calambres que le recorrían los músculos de los brazos y piernas cada noche. Se prometió a sí misma que si alcanzaba los dos metros escalaría la verja de seguridad del faro de Siasconset y se lanzaría desde la cima al vacío.
-Claramente la contextura de una semidiosa digna de mi descendencia.- decía Zeus todo orgulloso
Las dependientas de las tiendas de ropa siempre le recordaban la suerte que tenía, pero lo cierto era que no lograba encontrar unos pantalones que le sentaran a la perfección. Helena ya se había resignado a la idea de que
si quería comprarse unos tejanos asequibles que fueran lo bastante largos tendría que escoger unos de varias tallas más grandes, pero si prefería que no se le cayeran, no tendría más remedio que pasar frío en los tobillos. Helena estaba bastante segura que las vendedoras «perversamente celosas» no iban por ahí con los tobillos congelados.
O enseñando el culo.
—Ponte derecha —ordenó de forma automática Claire al ver que su mejor amiga se encorvaba.
Helena obedeció de inmediato. Su amiga estaba obsesionada con eso, algo que solía atribuir a su madre japonesa, extremadamente correcta, y a su abuela, que siempre lucía un kimono y que incluso era aún más correcta.
—¡De acuerdo! Vayamos al grano —anunció Claire—: ¿recuerdas aquella gigantesca y millonaria parcela propiedad de un jugador de los New England Patriots?
—¿La que está en Sconset? Claro que sí. ¿Qué ha pasado? —preguntó Helena mientras se imaginaba la playa privada de aquella mansión. Al recordar que su padre jamás ganaría bastante dinero para comprar una casa cerca del mar, la muchacha se sintió aliviada.
Cuando no era más que una niña, Helena estuvo a punto de ahogarse y, desde ese mismo instante, se convenció, en secreto, de que el océano Atlántico estaba decidido a asesinarla.
-Poseidoooon.- grito Zeus
-Que yo…no se si no fui.- se trato de defender el dios del mar pero alzo los brazos en duda.
Siempre había preferido no compartir esa pequeña paranoia con nadie…, sobre todo porque seguía siendo una pésima nadadora. A decir verdad, era capaz de mantenerse a flote durante varios minutos, pero le desagradaba sobremanera aquella sensación. Al final, siempre se hundía como si de una piedra sólida se tratara, sin importar sus esfuerzos por agitar los pies e independientemente de la cantidad de sal marina que contenía el océano.
—Al fin se ha vendido a una familia muy numerosa —informó Claire—. Puede que se trate de dos familias. No sé muy bien cómo va la cosa, pero supongo que los dos padres son hermanos. Los dos tienen hijos, así que imagino que deben de ser primos, ¿verdad? —comentó Claire arrugando la frente—. Bueno, da igual. Lo importante es que sea quien sea quien se ha mudado allí tiene un montón de niños. Y todos rondan más o menos la misma edad. De hecho, hay un par de chicos que irán a nuestro mismo curso.
—Y déjame adivinar —interrumpió Helena del todo inexpresiva—, has echado las cartas del tarot y has visto que los dos se van a enamorar perdidamente de ti y que tarde o temprano se enzarzarán en una pelea de vida o muerte por tu amor.
Claire le atizó una suave patada en la espinilla.
—No, tonta. Hay uno para cada una.
Vaya vaya con que ese lado de mi Claire no lo tenia.- dijo Jason atónito.
Si que corren rápido los rumores en esa isla.- afirmo Ariadna.
Es un lugar pequeño.- se explico Claire.- El que no corre vuela.
Helena se acarició la pierna, para fingir que le había hecho daño. Pero aunque su amiga le hubiera golpeado con todas sus fuerzas, jamás sería lo bastante fuerte como para dejarle un moretón.
—¿Uno para cada una? Eso es demasiado poco dramático para ti, Claire —bromeó Helena—. Es demasiado sencillo. No me lo creo. ¿Qué te parece esto? Las dos nos enamoramos del mismo chico, o del chico equivocado, o del que jamás nos amará, y entonces tú y yo nos enfrentamos a un duelo a vida o muerte.
—¿Se puede saber a qué viene tanto parloteo? —preguntó con dulzura Claire mientras contemplaba sus uñas, fingiendo así no entender los comentarios de Helena.
—Por favor, Claire, eres demasiado predecible —explicó Helena entre carcajadas—. Cada año desempolvas esa baraja de cartas que compraste en Salem aquella vez que fuimos de excursión y siempre predices que algo asombroso y alucinante nos va a ocurrir. Pero cada año lo único que me asombra y alucina es que no hayas caído en un coma de aburrimiento antes de Navidad.
—¿Se puede saber por qué te resistes a creerlo? —protestó Claire—. Sabes que en algún momento nos ocurrirá algo maravilloso. Tú y yo somos demasiado fabulosas para ser normales y corrientes.
-No puedes negarle esta vez que no atinó.- comentó Hazel.
Helena se encogió de hombros.
—Yo soy feliz siendo normal y corriente. De hecho, creo que mi mundo de vendría abajo si, para variar, predijeras algo que se cumpliera.
Claire inclinó la cabeza hacia un lado y clavó la mirada en su amiga durante unos instantes. Helena se despeinó de tal manera que los mechones de cabello le taparon el rostro. Odiaba que la contemplaran fijamente.
—Lo sé. Pero para serte sincera no creo que «normal y corriente» funcione contigo —confesó Claire con aire pensativo.
Helena cambió de tema en un abrir y cerrar de ojos. Estuvieron charlando sobre los horarios de clases, de atletismo y de si deberían o no cortarse el flequillo. Ella deseaba un cambio, pero Claire se oponía en rotundo a que Helena tocara su maravillosa cabellera rubia con unas tijeras. De repente, las dos amigas se percataron de que estaban merodeando muy cerca de lo que la gente denominaba la «zona de pervertidos» del transbordador, así que de inmediato retrocedieron a toda prisa.
Las dos detestaban esa zona, aunque Helena era mucho más susceptible. Le recordaba a aquel tipo repulsivo y espeluznante que estuvo persiguiéndola durante todo un verano, hasta que un día desapareció, sin más. En vez de sentirse aliviada al saber que jamás volvería a encontrárselo, tenía la vaga sensación de haber hecho algo mal. Jamás se lo había confesado a Claire, pero, en un momento dado, cuando se acercó a ella saltó una especie de relámpago muy brillante y pudo percibir el inconfundible hedor de cabello quemado. Después, el tipo desapareció sin dejar ni rastro. Cada vez que pensaba en aquel episodio de su vida, se estremecía, pero intentaba tomárselo con humor, como si aquello hubiera sido una broma pesada. Se obligó a esbozar una sonrisa y permitió que Claire la arrastrara hacia otra parte del transbordador.
Así que ya se manifestaban tus poderes y no se te ocurrió cuestionarlos?.- pregunto intrigado Héctor.
Cuando llegaron al muelle, Jerry se unió a ellas y los tres desembarcaron. Claire se despidió y prometió que, si podía, iría a ver a Helena al trabajo al día siguiente, lo cual era bastante improbable, teniendo en cuenta que era el último día de las vacaciones de verano.
Helena trabajaba unos días a la semana para su padre, que era copropietario de una de las tiendas tradicionales de la isla, de esas de toda la vida. Además del periódico matutino y de una taza de café caliente y humeante, la tienda también ofrecía caramelos de sal marina, golosinas por un penique, caramelos y dulces que ocupaban jarras de cristal y cordones de regaliz que vendían en el astillero. Siempre había flores frescas recién cortadas, tarjetas de felicitación elaboradas a mano, regalos divertidos y trucos mágicos, cachivaches típicos para los turistas y una nevera con alimentos básicos, como leche o huevos.
Unos seis años atrás, la tienda había expandido sus horizontes y había adquirido Kate's Cake's. Desde entonces, el negocio subió como la espuma. Kate Rogers era simple y llanamente una maestra de la repostería. Con
cualquier cosa era capaz de hacer una tarta, un pastel, un panecillo, una galleta o una magdalena.
Hablando de comida creo que es mejor que cenemos algo.- afirmó Hestia, haciendo aparecer nuevamente la mesa del banquete, y todos comenzaron a picotear algo de cenar a excepción de Hefestos quien seguía con la lectura.
Incluso las verduras menos apetecibles, como las coles de Bruselas o el brócoli, sucumbían a las artimañas de Kate para convertirse en un relleno de cruasán que causaba furor. A sus treinta y pocos años seguía siendo creativa y astuta.
-Suena a una mujer maravillosa.- afirmo Demeter.- Hacer esa magia con las verduras, no cualquiera puede….-y comenzó a dar un discurso sobre la importancia de las verduras muy "emotivo " que debió ser interrumpido por Zeus para que la lectura pueda continuar.
Cuando se asoció con Jerry modernizó la parte posterior de la tienda y la convirtió en un paraíso para los escritores y artistas de la isla. De alguna forma se las había arreglado para conseguir un resultado que no incluía el «factor esnob». Kate era extremadamente cuidadosa y siempre procuraba que todos aquellos que apreciaran la repostería y un buen café, desde altos ejecutivos hasta poetas, pasando por los trabajadores isleños y los tiburones empresariales, se sintieran cómodos sentados en su mostrador leyendo el periódico. Sabía perfectamente cómo conseguir que todo el mundo se sintiera bienvenido. Helena la adoraba.
Cuando Helena fue a trabajar al día siguiente se encontró a Kate intentando colocar una entrega de harina y azúcar. A decir verdad, Kate era muy blandengue.
—¡Lennie! Gracias a Dios que has llegado. ¿Podrías ayudarme…? —balbuceó mientras señalaba los sacos de veinte kilos.
—Ya está, lo tengo. No tires de la esquina así o te harás daño en la espalda —advirtió Helena mientras se apresuraba a detener los jalones en vano de Kate. Alzó el primer saco y lo colocó fácilmente sobre su hombro—. ¿Por qué no te ha ayudado Louis con esto? ¿No trabajaba esta mañana? —preguntó Helena, aludiendo a uno de los trabajadores que también tenía el turno de mañana.
-Asi de flaquita levantas 20Kg COMO SI NADA!.- chilló Clarisse asombrada.
-Por supuesto, tenemos super fuerza?! Podría decirse.- trató de explicar Helena, ante la queja de los demás semidioses a sus padres de porque ellos no tenían esos poderes.
—¿Cómo lo haces? Dios, ojalá fuera tan fuerte como tú —deseó Kate—. El pedido llegó después de que Louis acabara su turno. He intentado aparcarlo hasta que llegaras tú, pero un cliente casi se tropieza y lo mínimo que podía hacer era fingir que iba a mover esos malditos sacos.
-A eso le llamo estrategia.- exclamó Leo, siendo algo que el haría totalmente.
—¡Menuda tragedia! —exclamó Helena mientras se dirigía caminando hacia su puesto de trabajo.
Abrió el saco y vertió un poco de harina en un envase de plástico que Kate tenía en la cocina. Mientras la joven apilaba con sumo cuidado el resto del pedido en el almacén, Kate le sirvió una limonada rosa burbujeante.
A Helena le encantaba ese refresco típico de Francia, uno de los muchos lugares desconocidos que se moría por visitar.
—Lo que me resulta extraño no es tu asombrosa fortaleza, teniendo en cuenta tu delgadez. Lo que me tiene alucinada —dijo mientras troceaba unas cerezas y unos tacos de queso como tentempié para Helena—, es que parece que nunca te cansas. Jamás te he visto jadear ni sudar. Ni siquiera con este calor tan sofocante.
—Sí que jadeo —mintió Helena.
Mentiraaa!.- grito Lucas.- Con esas cuestiones cotidianas no tenemos que hacer ningún esfuerzo real.
—Suspiras, que es distinto.
—Sencillamente tengo los pulmones más grandes que los tuyos.
—Pero al ser más alta, necesitarías más oxígeno, ¿o no?
-Apoyo esa lógica.- comentó Piper.
Brindaron con sus respectivos vasos y probaron la deliciosa limonada, olvidando aquella conversación. Kate era un poco más bajita y regordeta que Helena, aunque eso no la convertía en una mujer rechoncha en absoluto. Cuando la veía, le venían a la cabeza las palabras «rellenita» y «curvilínea», lo cual venía a ser lo mismo que «curvas sensuales». Sin embargo, jamás lo mencionó, pues temía que Kate se lo tomara mal.
—¿Te reúnes con el club de lectura esta noche? —quiso saber Helena.
—Así es. Aunque dudo que alguien quiera debatir sobre Kundera —admitió Kate con una sonrisita mientras hacía tintinear los cubitos de hielo de su copa.
—¿Por qué? ¿Cotilleos calentitos?
—Recién sacados del horno. Se ha mudado una familia más que numerosa a la isla.
-Ay Dios! Pero que todo el mundo ya sabía de nosotros.- se agarró la cabeza Casandra.
—¿A ese lugar de Sconset? —preguntó Helena.
Al ver que Kate asentía, la joven puso los ojos en blanco.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué ocurre? ¿Son demasiado buenos como para mezclarse con nosotros? —se burló Kate mientras sacudía el agua condensada de su copa y salpicaba a Helena.
Ella soltó un chillido y después dejó sola a Kate para que pudiera telefonear a un par de clientes. Cuando acabó las transacciones, regresó y retomó la conversación justo donde la había dejado.
—No es eso. Simplemente creo que no es tan raro que una familia tan numerosa adquiera una propiedad de esas dimensiones. Sobre todo si piensan quedarse por aquí al menos un año. A decir verdad, eso es mucho más sensato que el hecho de que una pareja anciana y adinerada compre una casita de verano tan gigantesca que incluso se pierdan de camino al buzón.
—Tienes razón —acordó Kate—, aunque pensé que mostrarías más interés por la familia Delos. Si no me equivoco, te graduarás con alguno de sus hijos.
-Los chismes no son lo mío..- admitió Helena
De forma inesperada, Helena se levantó mientras el nombre Delos seguía retumbando en su cabeza. Aquel nombre no significaba absolutamente nada para ella, pero en algún rincón de su cerebro, la palabra «Delos» resonaba sin cesar.
-Oh NO! La maldición ya se esta activando.- afirmo Orion.
-Sigo sin entender esa maldición vuestra.- reconoció Reyna.- Ojala pronto
se aclare.
—¿Lennie? ¿Adónde vas? —preguntó Kate.
Sin embargo, antes de que Helena pudiera contestar, los primeros miembros del club de lectura empezaron a llegar, ansiosos y preparados para una sesión de especulación salvaje.
El pronóstico de Kate era cierto. La insoportable levedad del ser no podía competir con la llegada de los nuevos vecinos, sobre todo desde que el hervidero de rumores había desvelado que se mudaban desde España. Aparentemente, eran de Boston, pero se habían trasladado a Europa hacía tres años para poder estar más cerca de su familia. Sin embargo, ahora habían decidido, de forma repentina, volver al continente americano. La parte «de forma repentina» era lo que había causado más sensación entre los isleños. La secretaria de la escuela había insinuado a algunos de los miembros del club de lectura que habían matriculado a los niños fuera del plazo establecido, así que prácticamente tuvieron que sobornar al colegio además de acordar todo tipo de pactos especiales para poder enviar su mobiliario de forma que llegara a tiempo. Al parecer, la familia Delos había abandonado España a toda prisa y todo el club de lectura estaba de acuerdo en que, sin duda, se habrían peleado con sus primos.
DIOS! Como se enteraron de todo eso!.- exlcamaban indignados los Delos, al enterarse de todo el cotilleo que había alrededor de ellos.
Lo único que Helena sacó en claro de todo aquel chismorreo fue que la familia Delos era muy poco convencional. Estaba formada por dos padres que eran hermanos entre sí, su hermana menor, una madre (el otro hermano era viudo) y cinco criaturas. Y todos vivían bajo el mismo techo. Por lo visto, aquella familia era elegante a rabiar, hermosa y acaudalada. Helena ponía los ojos en blanco cada vez que escuchaba ciertos episodios de todas aquellas habladurías que enaltecían al clan Delos a dimensiones míticas. De hecho, no podía soportarlo.
-Yo tampoco podría soportarlo si se hablaron tantas barbaridades de nosotros.- confeso Lucas.- Aunque la maldición ya esta haciendo su efecto al parecer.
Trató de permanecer detrás del mostrador para así ignorar los alborotados murmullos, pero era imposible. Cada vez que oía mencionar a un miembro de la familia Delos por su nombre, sentía una especie de atracción, como si alguien hubiera gritado ese nombre en voz alta, lo cual la fastidiaba sobremanera.
Salió del mostrador y se dirigió hacia la estantería donde estaban colocadas las revistas y comenzó a ordenarlas, simplemente para mantener las manos ocupadas. Pero incluso así, no podía evitar oír los chismes del club de lectura, cuyos miembros ahora se mostraban escandalizados tras descubrir que Casandra, de tan solo trece años, asistiría a un curso por encima del que le correspondía. Al parecer, era una niña excepcional y brillante, pero, en general, el club de lectura no aprobaba que los niños pudieran adelantar un curso, probablemente porque ninguno de sus hijos jamás lo lograría.
-Envidiosas.- dijo indiganada Ariadna, bajo la mirada sonrojada de Casandra.
«No les gusta estar separados —pensó Helena—. Es más seguro si están juntos. Esa es la verdadera razón de por qué Casandra ha adelantado un curso.»
No tenía la menor idea de dónde había extraído esa conclusión, pero sabía, sin duda alguna, que era la verdad. También sabía que debía alejarse lo más posible de aquellos chismorreos o en cualquier momento empezaría a gritar a todos los amigos y amigas de Kate. Necesitaba estar ocupada, distraerse.
Mientras sacaba brillo a las estanterías y llenaba los tarros de caramelos, hacía una lista mental de los hijos de la familia Delos. «Héctor es un año mayor que Jasón y Ariadna, que por cierto son gemelos. Lucas y Casandra son hermanos y primos de los otros tres.»
Cambió el agua de las flores y telefoneó a algunos clientes.
«Héctor no asistiría al primer día de clase porque aún estaba en España con su tía Pandora, aunque nadie del pueblo conocía el motivo.»
-No puede ser, nos tienen completamente relojeados.- se quejaba Héctor.
Helena se enfundó un par de guantes de caucho que le llegaban hasta el hombro, un delantal hasta los pies y empezó a escarbar en la basura para separar todo lo que se podía reciclar.
«Lucas, Jasón y Ariadna estarán en mi mismo curso. Así que estoy rodeada.»
Se dirigió hacia la parte trasera de la cocina y puso en marcha el lavaplatos industrial. Barrió y fregó el suelo y finalmente empezó a contar el dinero.
«Lucas, qué nombre tan estúpido. ¿A quién se le ocurre? Llama demasiado la atención.»
Bien que te encanta ahora.- se burló Jason de Helana.
—¿Lennie?
—¡Qué! ¡Papá! ¿Acaso no ves que estoy contando? —replicó
Helena al mismo tiempo que golpeaba las manos contra el mostrador con tal dureza que un puñado de monedas saltaron.
Jerry alzó las manos en un gesto apaciguador.
—Mañana es el primer día de instituto —le recordó en su tono de voz más cariñoso.
—Lo sé —respondió ella con la mirada vacía. Inexplicablemente, todavía estaba molesta, pero intentó con todas sus fuerzas no pagarlo con su padre.
—Son casi las once, cariño —dijo Jerry.
Kate salió de la trastienda para comprobar de dónde provenía todo ese ruido.
—¿Aún estás aquí? Lo siento muchísimo, Jerry —se disculpó Kate, perpleja—. Helena, te dije que cerraras con llave y te fueras a casa hace un par de horas.
Ambos se quedaron mirando fijamente a Helena, que ya había colocado cada factura y cada moneda en su lugar.
—Me distraje —respondió Helena de forma poco convincente.
-Debemos admitirlo Lennie, no sabes mentir.- admitió Claire.- No importa cuánto trate de enseñarte.
Después de lanzar una mirada de preocupación a Jerry, Kate relevó a la joven en el recuento de monedas y los envió a ambos a casa. Todavía aturdida, la chica se despidió con dos besos e intentó explicarse cómo había perdido las últimas dos horas de su vida.
Jerry acomodó la bicicleta de su hija en el maletero del Cerdo y puso en marcha el coche sin pronunciar una sola palabra.
Le echó varios vistazos de camino a casa, pero hasta que aparcó el coche en el garaje no se decidió a hablar con ella.
—¿Has cenado? —le preguntó con cierta dulzura mientras arqueaba las cejas.
—No… ¿Sí? —respondió de modo dubitativo.
Lo cierto es que no tenía la menor idea de qué ni cuándo había comido por última vez. Lo único que recordaba, y de forma muy vaga e imprecisa, era que Kate le había preparado un plato con cerezas.
—¿Estás nerviosa por el primer día de clase? El penúltimo año de instituto es muy importante.
—Supongo que sí —comentó Helena algo abstraída de la conversación.
Jerry observó a su hija y se mordió el labio inferior. Tomó aire antes de hablar.
—He estado pensando que quizá deberías hacerle una visita al doctor Cunningham y pedirle unas pastillas para esa fobia, ya sabes, esa en que la gente se angustia cuando está rodeada de multitud de personas… ¡Fobia social! Ese es el nombre —exclamó al recordarlo—. ¿Crees que podrían ayudarte?
Helena esbozó una tierna sonrisa mientras jugueteaba con el colgante de su collar.
—No lo creo, papá. No tengo miedo a los desconocidos, sencillamente soy tímida.
Sabía que mentía. No solo era tímida. Cada vez que se erguía y llamaba la atención, aunque fuera de manera fortuita, sentía un dolor horrible en el estómago, similar a los retortijones típicos de la menstruación o a la tortura de una gastroenteritis.
-Ahora debo decir que estoy mucho mejor.- confeso Helana.- Es complicado pero ya lo verán.- aclaró al ver la cara de preocupación de varios de los presentes.
Sin embargo, antes se quemaría el cabello con una cerilla que confesárselo a su padre.
—¿Y no te importa? Ya sé que nunca me lo pedirías, pero ¿necesitas ayuda? Porque creo que tu timidez te está reprimiendo… —anunció Jerry, empezando así la discusión de siempre.
Pero Helena enseguida le cortó.
—¡Estoy bien! De verdad. No deseo hablar con el doctor Cunningham y no quiero tomar ningún tipo de medicación. Lo único que me apetece es entrar en casa y comer algo —dijo apresuradamente mientras salía de la furgoneta.
Su padre la observó con una pequeña sonrisa mientras ella descargaba su bicicleta, pasada de moda y muy pesada, del portaequipajes del todoterreno para después apoyarla en el suelo.
Tocó el timbre del manillar con garbo y desenvoltura y le dedicó una amplia sonrisa a su padre.
—¿Lo ves? Estoy la mar de bien —afirmó.
—Si supieras lo difícil que es para una chica de tu edad hacer lo que tú acabas de hacer, entenderías a lo que me refiero. Tú no eres como las demás, Helena. Lo intentas, pero no lo eres. De hecho, eres idéntica a ella.
Por enésima vez, Helena maldecía a aquella madre que no lograba recordar y que le había roto el corazón a su padre.
¿Cómo alguien era capaz de abandonar a un tipo como su padre sin tan siquiera despedirse? ¿Sin dejar una fotografía para que pudiera recordarla?
Es más común de lo que crees.- dijo Luke enojado, recodando todas las veces que había visto eso mismo ocurrir a otros mestizos.
—¡Está bien, tú ganas! No soy como las demás, soy especial, al igual que lo es todo el mundo —bromeó Helena, que estaba ansiosa por subir el ánimo a su padre. Al pasar junto a él, empujando su bicicleta, le dio un suave golpe con la cadera y añadió—: Bueno, ¿qué tenemos para cenar? Me muero de hambre y esta semana te toca a ti pringar en la cocina.
-Estoy la mar de sorprendido de todo lo que nos enteramos en este primer capítulo sobre el cotilleo de nuestra vida.- confesó impresionado Jason..- La próxima que nos mudemos, deberíamos tener más cuidado, nada de islas chicas…
- Seguramente, en los próximos capítulos se revelaran más cosas sobre su mundo.- dijo Annabeth analizando la situación, bastante intrigada también con las diferencias principales que había entre ellos.
