XII. Tormentila – Amor maternal.
«No llores mi cielo, no me gusta verte feo… Vas a hacer que llore contigo…
Piensa en cómo derrotamos a los monstruos del armario… Recuerda que la fuerza está en ti…»
Mi pequeño gran valiente, La Oreja de Van Gogh.
Cuando fue arrebatada de su hogar, Ivy ya no esperaba nada.
Había sido demasiado joven e ingenua cuando conoció a Donovan, por eso sus atenciones la habían enamorado tan rápido. Mirando hacia atrás, estaba segura de que, en otras circunstancias, con los ojos bien abiertos y la cautela a más no poder, notaría las señales de alarma en su persona y lo habría dejado ir a la primera oportunidad.
Pero el pasado no podía cambiarse y en ese momento, no creía que tendría un futuro.
Lo que estaba ocurriendo en el Mundo de las Sombras, no era cosa de risa. Algo se había estado gestando, lo notó observando su entorno y manteniendo contacto con algunos amigos en línea, en un par de foros creados por ciertos subterráneos talentosos (entre ellos un vampiro hacker condenadamente bueno de Noruega). Pocos de la manada de Londres confiaban en las nuevas tecnologías para comunicarse, pero ella echaba mano de lo que podía porque la tensión en el ambiente no era solo su imaginación.
Lo que estaba pasando con el caballero hada, sin embargo, no lo vio venir.
Los cazadores de sombras, al menos algunos, tuvieron el tino de hacer correr la voz sobre lo que podría esperarse de Sebastian Morgenstern. Era uno de los suyos, sí, pero corrompido hasta tal punto, que realmente pretendía acabar con el mundo como lo conocía. Los subterráneos serían de los primeros en caer y Ivy deseaba no ser parte de ello, pero en cambio, lo que le sucedió no sabía cómo calificarlo. El caballero hada no había dado muchas pistas, apenas pronunciaba palabra, pero no le daba nada de confianza la enorme espada que portaba.
Pero, recordó con pesar, ¿a quién le importaría en ese momento que desapareciera, si no era a su posesivo y manipulador marido?
—No pareces especialmente combativa para la situación en la que te encuentras.
Vaya, hasta que el caballero hada se había dado cuenta. Ivy se encogió de hombros.
—Me temo que eso me da demasiada curiosidad, por lo que me atrevo a preguntar, ¿acaso prefieres estar lejos de tu hogar?
—Casa.
Era lo primero que Ivy pronunciaba delante del hada, y esperaba que no fuera lo último.
—Interesante observación. Eso dice lo suficiente por ahora. Ahora, lamento decirlo, pero por las circunstancias, no he logrado llevarte a donde se me ha indicado.
Ivy se encogió de hombros. A esas alturas, le daba igual.
Algo pasó después, lo notó en el ambiente y en su secuestrador, quien poco a poco se estaba convirtiendo en algo más. Si bien seguía siendo como la mayoría de las hadas puras que conocía, también había en él cierto aire melancólico, algo que lo hacía sufrir por el hecho de habérsela llevado del plano mortal. No sabía qué era y no quiso preguntarlo. Pensó que entre menos supiera, mejor.
Pero llegó un momento en el cual no pudo seguir ignorando cómo se sentía, lo que el caballero hada hacía por ella al tratarla no como prisionera, sino como creyó que Donovan la trataría toda la vida. ¿Cómo era posible?
—¿Es posible enamorarse de ti sin magia o encantamientos de por medio?
La pregunta le salió natural pero un tanto brusca, hecha de la nada cuando sintió que llevaba varios meses allí, aunque quizá no eran tantos días. El caballero hada, al oírla, la miró con extrañeza, casi confundido, antes de contestar.
—Lo que los mortales llaman "enamoramiento" puede ser generado con nuestros poderes, sí, pero no tengo interés en el afecto nacido de esa forma. Prefiero los sentimientos reales, así que predico con el ejemplo.
Ivy se preguntó si el caballero hada estaría refiriéndose a lo que ella creía.
—Creo que me estoy enamorando de ti, ¿te parece bien?
—Esto no es una transacción ni yo tengo la autoridad para determinar lo que puedes sentir o no. Lo que puedo hacer es jurarte que no te estoy manipulando, de ninguna manera.
Fue eso lo que le dio esperanzas a Ivy: las hadas no juraban en vano. Se animó, lo tomó de una mano y le dedicó la más amorosa de las miradas.
Tuvo mucha suerte. Lo supo entonces y también meses después, que después de dar rienda suelta a unas emociones alergatadas por mucho tiempo, volvía a estar con alguien que correspondía su amor y le dio uno de los más preciosos obsequios de la vida.
—¿Tienes un nombre en mente? —quiso saber su caballero hada.
Ivy miró aquella carita dulce, en donde unos resplandecientes ojos de un azul inverosímil delataban quién era su padre.
—Puedes nombrarlo primero. Sé que tienes un nombre de hada para él. Yo tengo el nombre mundano, por si un día lo necesita.
Arrullando a su bebé, Ivy agradeció su existencia, que le enternecía el corazón, y también que fuera hijo de su hada, y no del bastardo con quien se había casado.
