Capítulo 3


El retorno


Quinn resopló el cabello que se posicionada sobre sus ojos mientras intentaba acomodar el equipaje para el viaje del fin de semana. Las luces de las calles ya estaban encendidas y algunos comercios empezaban a cerrar al dar por terminada la jornada. Rachel se paró detrás de su esposa, cabizbaja.

—Dos días, Rach, solo nos iremos por dos días —reclamó la rubia, parada frente al portaequipaje de su auto.

—Quise ser precavida.

—¿Y qué tanto empacaste?

—Solo lo necesario: comida, agua, ropa, el botiquín de primeros auxilios...

—¿Y por qué estoy viendo la biografía no autorizada de Barbra Streisand en uno de tus bolsos?

La actriz se mordió el labio inferior.

—Nunca está de más.

—Dime que no olvidaste los medicamentos para el asma de Abraham.

—Aiki siempre tiene un inhalador y un repuesto en su mochila. Estamos listos.

—Si, listos como para encerrarnos en un búnker por meses. —Quinn se giró a verla y una avalancha de cosas comenzó a caer desde el auto. —Esto es el colmo —susurró con impaciencia.

Por un segundo, la rubia deseó subir al auto e irse ella sola de viaje. Jamás lo admitiría ni lo intentaría pero, a veces, tenía ese tipo de fantasías en las que era capaz de tomarse un respiro de su propia familia.

—¿Y bien?, ¿dónde pondré mis cosas? —indagó Santana en tanto dejaba a Axel y el cargamento que traía consigo sobre la acera.

—Pregúntale a ella —dijo Quinn, señalando a su mujer con un movimiento de su cabeza.

—Siempre he creído que el auto es algo pequeño —comentó la actriz.

—Mi auto no es el problema aquí, tu pequeño cerebro sí lo es.

—¡Oye!

—Okey. Siempre me entretienen con sus discusiones, pero estamos perdiendo tiempo —dijo Santana antes de pararse entre ambas para detener la confrontación —. Mi auto tiene el espacio para guardar esto y más —agregó mientras señalaba todo el equipaje —. Claro que, para eso, tendremos que ir en contra de la ley y permitir que los niños viajen sin su silla para autos.

—Siempre que no nos detenga un control policial, supongo que está bien —murmuró la abogada, sin mucho ánimo.

—Si, es una buena idea —admitió Rachel —. Aunque dudo que exista espacio suficiente para el enorme ego de su señoría...

—¡Te oí!

—Lo dije para que me oyeras.

—Perfecto. —Santana sonrió con satisfacción —. Pero nada de ponerse a cantar música indie o canciones cursis de musicales de Broadway. Se prohíben las discusiones políticas. Y, Fabray, lo siento pero tienes prohibido conducir a mi otro bebé —aclaró la latina, que cuidaba de su vehículo por lo mucho que le costó terminar de pagarlo.

Luego de trasladar el equipaje, el grupo se encontró en condiciones de iniciar el viaje. Con renovada emoción, la actriz se auto-designó como la conductora. Ya atravesaban una de las avenidas principales cuando un comentario de Quinn alarmó a su esposa:

—Cielo, nos olvidamos de alguien.

—¡¿Iker?! —exclamó Rachel, que en dos oportunidades había olvidado a su hijo en la estación de gasolina.

—Aquí estoy, mamá. ¿Te asustaste? —respondió el muchachito, con picardía, desde el asiento trasero.

—¡Oh, Dios! —exclamó la actriz, llevándose una mano al pecho —. No vuelvas a hacer eso, Quinn, casi se me sale el corazón.

—Es que de verdad te olvidaste de alguien —insistía la rubia.

—Pero si estamos todos. ¡Los López y los Fabray levanten la mano! —Todos elevaron la mano derecha, incluso Axel, que gustaba de imitar a Iker en todo lo que este hacía —. ¿Lo ves? No delires, amor, la única que falta aquí es…

Una repentina frenada de coche se escuchó a lo largo de la calle llamando la atención de los peatones.

—¡Nunca volverás a conducir mi auto, Berry! ¡¿Acaso sabes lo peligrosas que son esas frenadas?! —discutía Santana, al volante, un par de minutos después.

—Ya, San, cálmate. Rachel no lo hizo a propósito —reía la rubia ante el enojo de su amiga.

—Es cierto. Y perdóname, Pompón, no era mi intención dejarte sola en casa —comentaba la actriz desde el asiento trasero, en tanto sostenía una blanca 'bola peluda' que sacaba la lengua de felicidad al ver a los niños.

La familia Fabray-Berry tenía una perrita maltes de mascota. Rachel adoraba al animal casi como a una hija pero algunas veces también pasaba por alto su existencia. Como compensación, Pompón fue incluida en el viaje tras la insistencia de su dueña para buscarla en el departamento familiar.

—Espero que esa cosa esté bien entrenada, Berry, porque si se atreve a ensuciar el auto te juro que se quedará en el medio de la carretera contigo haciéndole compañía —bromeó Santana (aunque su tono amenazador demostrase lo contrario).

La primera hora de viaje transcurrió entre charlas y anécdotas. Los niños se entretenían viendo caricaturas en una tableta electrónica. No obstante, pronto Iker comenzó a sentirse aburrido por lo que empezó a hablar:

—¿Mamá…?

—¿Qué ocurre? —contestaron Rachel y Quinn al unísono, en tanto Santana solo negaba con la cabeza.

—¿Cuándo llegaremos a la laguna?

— En algunas horas, cariño.

— ¡Eso es mucho tiempo y yo tengo mucha, mucha hambre! Les recuerdo que mi futuro está en sus manos, madres, tienen que alimentarme —rogaba el niño con cierto dramatismo.

—¿Quieres una galleta? —preguntó Quinn.

—No, quiero comida real —protestó Iker, cruzándose de brazos, mientras la rubia ponía los ojos en blanco: ¿qué entendía su hijo por comida real y no tan real?

—A decir verdad, yo también tengo hambre y no dudo que Axel se pondrá de malas si no come antes de dormir —agregó la latina, uniéndose al reclamo de su sobrino.

Nueva York había quedado atrás asi que las posibilidades de cenar tendrían que restringirse a algún sitio que hubiera en una zona próxima de la carretera.

—Propongo que compremos algo nutritivo, como una ensalada —se sumó Rachel, sin dejar de acariciar a su perrita —. Comida liviana y saludable, ¿qué mejor?

Terminaron comiendo patatas fritas, refrescos y hot-dogs en un puesto de comida que encontraron por el camino.


Pasada la medianoche, Rachel dormía en el asiento trasero con su hijo y su mascota dormidos sobre ella. Por su parte, Quinn dormitaba en el asiento del copiloto con Axel en brazos. Santana intentaba concentrarse en el camino frente a ella. El estéreo sonaba a bajo volumen y de pronto notó que -tras varios días agitados- por fin contaba con un momento para pensar con tranquilidad.

No recordaba la última vez en que se tomó unos días libres en su trabajo. Ejercer por cuenta propia era un privilegio agobiante, en especial con expensas como las de Manhattan. Santana admitía con orgullo cuando trabajaba en exceso pero nunca mencionaba la razón fundamental por la que solía hacerlo: para no tener que toparse con las constantes ausencias de Blaine. Durante los últimos meses de su relación, también detestaba llegar y encontrarlo apoltronado en el sofá, ofendido al verla sorprendida.

Debía acostumbrarse a aquella ausencia permanente. Aún le era difícil aceptar que él optó por renunciar a toda su anterior vida casi sin miramientos. Pero ahora, al menos, Santana podría dejar de considerar a su consultorio como una isla en la cual refugiarse del derrumbe de su matrimonio para empezar a verlo como lo que era en realidad: un lugarcito con mala vista y poca luz natural, costoso y esnob. Se endeudó hasta la médula con tal obtenerlo y aparentar que no dependía de becas estatales y de trabajos de medio tiempo (y mal pagos) para sobrevivir. Ahora, toda aquello le daba igual: tenía cosas más importantes por las que preocuparse.

La única razón válida por la que aún tenía su consultorio era por la buena ubicación que el mismo tenía. No dudaba de que alguno de sus colegas pagarían lo que sea por ser dueños de un lugar así pero, ¿qué pasaría con quienes asistían a terapia con ella desde los inicios de su profesión...? Detestaba decirles "pacientes", pues había aprendido a asociar ese término con la idea de alguien esperando pasivamente a recibir una cura que resuelva sus problemas. Prefería llamarlos clientes porque la realidad era que, en terapia, la gente pagaba por un servicio. La latina llevaba adelante esa labor de forma responsable pese a lo desgastante que podía resultarle el acompañar a otros en sus procesos psicoterapéuticos.

Mas el trabajo había quedado atrás, junto con el tráfico, la basura y el departamento que le había pertenecido a Blaine, aunque tan solo fuera por unos días. No le importaba en lo absoluto haber dejado atrás su rutina neoyorkina.

En cierto modo, a Santana le gustaba recordar que podía ser capaz de abandonar su vida en la gran ciudad, como lo estaba haciendo ahora, sin grandes consecuencias. De hecho, eso ya lo había hecho una vez, a los dieciocho años, cuando se marchó de Ohio.

Al llegar a ese punto de sus reflexiones, la morena observó a cada uno de sus compañeros de viaje casi como para cerciorarse de que ninguno de sus pensamientos los hubiera despertado. Sonrió al contemplar al pequeño Axel dormido en brazos de su madrina.

En verdad agradecía que sus amigas estuvieran junto a ellos en esos momentos, aunque ahora le parecía que Quinn y Rachel se habían preocupado en exceso. ¿Acaso no conocían a Santana? Todo el asunto del divorcio y de la partida de Blaine se le harían cada vez más sencillo de soportar. Tarde o temprano, la latina saldría victoriosa de esas circunstancias.

Tuvo que lidiar con una situación similar tras graduarse de preparatoria, en el verano en que su padre falleció, casi diez años atrás. Antes de ello, irónicamente, Santana creyó que estaba viviendo los mejores momentos de su vida. Tenía de su lado a su familia, a sus compañeros y amigos, y -en especial- a...

Santana sacudió la cabeza en un intento de despabilarse y aceleró la marcha de su vehículo.

Aunque le disgustaba, siempre llegaba a la misma conclusión: la ausencia de aquella última persona, innombrable, fue la razón por la que su estadía en Ohio se volvió insoportable. Su padre murió y ni siquiera fue capaz de estar a su lado. Se fue sin previo aviso, sin volver a dar una señal de vida, lo que dejó a Santana más que destruida. Como tenía que salir adelante, por su propio bien, decidió guardar aquellas penas muy en el fondo de su ser hasta el momento en que ni el recuerdo de las mismas lograse causarle molestias.

Durante la mañana en que decidió marcharse de Lima, Santana se juró a sí misma no volver a mirar atrás. Se dispuso a suprimir todo aquello que entorpeciese su marcha y, gracias a eso, logró reprimir su dolor y algunos de sus más grandes temores. Cuando la aflicción comenzaba a resurgir, aumentaba su nivel de actividad hasta quedar tan exhausta que su mente no era capaz procesar nada más. Era inútil pensar en el pasado. Había que enterrar lo que no sirviera y concentrarse en los arreglos que fueran necesarios para las futuras cosechas.

Y así pasó los siguientes años, actuando como si no hubiera nada capaz de derrocarla, aparentando que todo en su vida funcionaba bien y que ella no estaba hecha trizas. Y aunque el tiempo no lo curó todo, este al menos le permitió aprender a relacionarse de forma algo más empática. Cuando los problemas ajenos le afectaban como si le fuesen propios, ella procuraba orientarlos desde un lado práctico pero sin dejar de luchar por controlar y acallar su universo interior.

En medio de estas reflexiones, los ronquidos de Rachel hicieron que la latina comenzara a reír.

—Cariño, cierra la boca… —se quejó Quinn, entre sueños.

—Son las peores compañeras de viaje que pude haber elegido –comentó Santana —. ¡Ya despierten, Faberrys, estamos llegando! —agregó mientras contemplaba que, a lo lejos, la luna empezaba a verse reflejada sobre las tranquilas aguas de la laguna.

Todo estaba en silencio y en calma, sin dudas respirar aire puro les vendría bien.


A media mañana, Iker fue el primero en despertar y -de inmediato- decidió salir a explorar la cabaña del amor. Sus madres dormían y no quiso molestarlas. Fue hasta el cuarto contiguo, en donde su tía Santana dormía contra la pared. Junto a ella, Axel estaba sentado con su cabello con bucles hecho un lío y sin entender dónde se encontraba. Iker le hizo una seña para que no hiciera ruido. Juntos y en silencio, examinaron la casa.

En el salón principal había una gran chimenea de piedra frente a unos sillones muy esponjados. Las paredes estaban llenas de adornos, fotos y pequeños cuadros. En la cocina, Iker ideó un plan al mejor estilo Berry:

— ¿Sabes cocinar, Ax? —le preguntó al niño más bajito.

—No —susurró el pequeño mientras negaba con la cabeza.

— ¿Quieres ayudarme a hacer el desayuno...? —volvió a preguntar Iker.

— ¡Ti! —exclamó su primo, que siempre apoyaba sus ideas.

—Muy bien. Les daremos una sorpresa a nuestras mamás —sonrió el hijo de Quinn y Rachel.

Un ruido hizo despertar a Santana, quien se preocupó al no encontrar a su hijo a su lado. De inmediato, la morena saltó de la cama y corrió hacia la cocina en donde el desparramo de cosas en el suelo era inexplicable. Contempló el lugar con confusión hasta que divisó a su sobrino parado sobre la encimera. No hubiera sido gran cosa si el niño no hubiese estado sujetando sobre sus hombros a Axel, que intentaba alcanzar un frasco en lo más alto de una alacena.

— ¡Niños, ¿qué hacen ahí?! —exclamó la latina casi con pánico.

— ¿Mamá…? —preguntó Axel, volteando a verla.

Pero la estabilidad que tenía no era apta para soportar un movimiento brusco y el pequeño niño resbaló de los hombros que lo sostenían. Santana reaccionó con rapidez y se lanzó al suelo justo antes de que su hijo llegase a golpearse, poniendo su cuerpo como escudo.

—Ax, por Dios, ¿te encuentras bien? —susurró, antes de abrazar a su hijo con fuerza.

El niño comenzó a llorar asustado ante la caída. Rachel y Quinn se habían levantado por el alboroto y se toparon con el mismo desorden en la cocina pero con Axel llorando aferrado a su madre, que no terminaba de recuperar el aliento. Más arriba de ellos, se encontraba Aik.

—Solo queríamos hacer el desayuno —comentó el niño, encogiéndose de hombros de forma inocente.


Un rato después, en el salón, el matrimonio Fabray-Berry volvía a discutir en voz alta:

—Solo intentaba ayudar, Quinn, no tenías por qué regañarlo así —alegaba Rachel, enojada por la forma en que su esposa había reprendido al hijo de ambas.

—Entiendo que Iker quiera ser servicial, pero no por eso voy a permitir que haga ese tipo de cosas. Pudo haberse lastimado, pudo caerse o cortarse con algo...

—Pero no fue así.

—...y peor hubiera sido si Santana no aparecía y rescataba a Axel.

—¿Cuánto tiempo más seguirás con este tonto alegato?

—Hasta que admitas que te encanta justificar sus actitudes y dejarme como la mala del cuento. Todo tiene un límite —remarcó la rubia, con tono serio y tajante.

En la cocina, tía y sobrino recogían las últimas cosas en el suelo; la discusión en el salón seguía y seguía. En una silla, algo más recompuesto, Axel los observaba terminando de beber de su biberón. El niño Fabray tenía mala cara y respiraba algo agitado. Sin poder aguantar más en silencio, buscó consuelo en la latina.

—¿Tú también estás enojada, tía?

—Claro que no, chico, aunque si me dio un poco de miedo —le contestó Santana—. Tu primo es pequeño aún, no puedes pretender que haga todo lo que planeas. Pero fue solo un accidente, ¿no es así?

—Pues mi mamá sí que está enojada conmigo. —La latina supo que, en ese caso, el niño se refería a Quinn.—Tía, ¿ellas se van a separar? —Indagó Iker, con tristeza y temor.

—¿Separarse? —Santana lo miró con curiosidad. —¿De dónde sacaste esa idea?

—Bueno, es que, cuando pregunté por qué el papá de Axel ya no estaba contigo, mamá me dijo que ustedes se peleaban mucho. Tú y mi primo estaban tristes, así que el señor Blaine se fue para que fueran más felices.

La morena sintió bastante calor en el rostro, en parte por vergüenza pero -sobretodo- por el enojo.

¿Así que a eso se reducía todo? ¿Un par de peleas seguidas por un sacrificio honorable? A Santana le dolió tener que escuchar algo así de la boca de su sobrino. Sin embargo, no dudaba que el niño sólo repetía lo que alguien le había dicho pues era muy joven como para emitir esa clase de juicios sobre un tema tan delicado. Ahora bien, ¿cuál de sus amigas fue la que dio aquella explicación tan ingenua?

Como la preocupación de Iker sí que era genuina, Santana optó por arrodillarse frente a él para hablarle con honestidad.

—Aik, escúchame bien —comentó tomándolo por la barbilla para que la mirara a los ojos —: hacen falta más que peleas para que dos personas se separen, ¿entiendes? Nada de esto es tu culpa. Sé que te asusta ver que tus mamás se enojen pero no por eso dejarán de amarse o de estar juntas.

—Entonces, ¿ellas nunca, nunca se separarán?

Santana tragó saliva, dudando. ¿Cómo una recién divorciada podría garantizarle algo así a un niño de cuatro años?

—¿Te han dicho que eres muy inteligente?

El pequeño Fabray asintió con énfasis.

—Y también dicen que soy muy guapo.

—Si, bueno, eso lo heredaste de mi parte de la familia —bromeó Santana, desordenado el cabello de su sobrino para hacerlo reír y -sobretodo- para distraerlo —. ¿Qué te parece si salimos a divertirnos sin el par de gruñonas que tienes por madres?

—Si, son muy, muy gruñonas —repetía Iker, mientras sonreía con picardía —. Por eso los quiero a ti y a Ax, tía, porque son buenos. Nunca se separen de mí —y procedió a abrazar tiernamente a la latina que, aunque se sorprendió con el gesto, de inmediato sonrió conmovida.

Iker podría ser muy inquieto pero nadie podría dudar de su buen corazón.


Rachel y Quinn pasaron buena parte de la jornada sin hablarse. A media tarde, la actriz se instaló en el salón con intenciones de terminar de leer una novela rusa que había comprado años atrás. Por su parte, la abogada se dedicó a revisar algunos documentos que guardaba en su teléfono con intenciones de adelantar algo de trabajo. Santana se hastió pronto de la situación.

—Volveremos cuando ustedes hayan solucionado sus asuntos —anunció desde la puerta de entrada, una vez que los niños se encontraban afuera, para llamar la atención de sus amigas.

—No hay nada que tengamos que solucionar —retrucó Quinn.

—¿No? Pues tu hijo no opina lo mismo. Y, para ser honesta, yo tampoco lo pienso.

—¿Aiki te dijo algo de nosotras? —indagó Rachel mientras dejaba su libro abierto sobre la mesita de café.

—Dijo más que eso —murmuró Santana, algo más irritada de lo que hubiera querido—. Detesta verlas discutir y ustedes no tienen el menor reparo de ponerse a pelear frente a él.

—Oh, vamos, San, lo de hoy ni siquiera fue una pelea.

—Es cierto. Si tan solo Quinn dejara de creerse la dueña de la verdad por un instante, todo sería más...

—Iker teme que se separen —interrumpió Santana, causando que sus amigas empezaran a mirarse de reojo—. Teme que estas discusiones sigan hasta que todos se pongan tristes y un día -Dios no lo quiera- una de ustedes decida hacer un enorme sacrificio en pos de la felicidad de la familia y se marche. Tal vez para ustedes suene ridículo pero para él...

La morena miró hacia el exterior de la cabaña, en donde los niños recogían piedritas en tanto la esperaban. Su mirada se posicionó sobre Axel, que pretendía sujetar más rocas de las que sus manos eran capaces de sostener.

—... para él podría ser terrible. El tener que presenciar cómo todo lo que tienes para amar y sentirte seguro se desmorona... ¿quién no se asustaría ante algo así? —preguntó Santana, volviéndose a ver a sus amigas.

Quinn y Rachel la escuchaban al borde de sus asientos, con igual cara de preocupación y malestar.

Por un breve momento, resultó evidente que la latina no solo se refería a Iker ni a la relación de sus amigas. Antes de que alguna de ellas hablara, por temor a que la trataran con condescendencia o lástima, Santana se colocó sus gafas de sol y esbozó una sonrisilla.

—En fin, con los chicos nos tomaremos un descanso de ustedes. Les agradezco sus esfuerzos y no niego que son buenos pero, para estar encerrada en una casa llena de tensión y silencios incómodos, me hubiese quedado en Manhattan.

Y cerró de un portazo.

Luego de un instante en silencio, Quinn suspiró con frustración y arrojó su teléfono móvil al otro lado del sofá. Por su parte, Rachel chocó su mano contra su propia cara.

—¿Pero qué hemos hecho...?


Era un dia soleado y agradable. Como no había viento, las aguas de la laguna se mantenían tan en calma que se asemejaban a un gran espejo. Pasaron buena parte de la tarde cerca de la costa. En el transcurso de las horas, Iker y Axel se dedicaron a jugar, a correr, a gritar y a rodar por el césped. Santana los observó sentada a la sombra de un árbol, sin parar de pensar.

Le encantaba ver feliz a su hijo. En verdad le gustaría que su pequeño pudiese crecer en un ambiente tan apacible como aquel en el que estaban o al menos en un suburbio como en el que ella misma había crecido. Por primera vez en años, la latina se permitió añorar la tranquilidad de Lima, de su pueblo natal. El acelerado ritmo y bullicio de Manhattan nunca había terminado de convencerla.

En Lima estaba su madre, sola. El hermano mayor de Santana había estudiado medicina en Washington y desde entonces residía en la capital del país. Para el último día de acción de gracias, Maribel López les envió un mensaje de audio a sus hijos admitiendo que aún le parecía increíble llegar a aquella casa en la que habían compartido una vida junto a su esposo sin que él estuviera allí.

En la actualidad, Santana comprendía mejor que nadie aquellas palabras, tanto así que -mientras pensaba en su madre bajo la sombra de aquel árbol- le hubiera gustado tenerla enfrente para que la abrace y la conforte desde su propia experiencia. Sin dudas, sería de gran consuelo estar con ella y no tener que presenciar las disputas y las melosas reconciliaciones entre Quinn y Rachel.

Sin embargo, tal vez, todo eso sería mucho pedir.

La relación madre e hija no mejoró desde que Santana optó por marcharse tras la muerte de su padre. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Se fue porque no soportaba tanta desolación y -también- porque no quería confrontarse con su mamá. La mujer que le había enseñado a ser fuerte, a no llorar por nimiedades, durante sus primeras jornadas de viudez sólo era capaz de pasearse por la casa como un alma en pena. Era un hecho inevitable – y, a la vez, tan devastador - el tener que verla sufrir que Santana quiso lidiar lo menos posible con ello. Había dejado sola a su mamá en el peor momento de sus vidas.

¿Y si no lo hubiera hecho? ¿Y si se hubiese quedado en Lima? Maribel podría haber empezado a indagar los verdaderos motivos por los que su esposo y su hija discutieron como nunca lo habían hecho justo antes de que él muriera. La joven latina no pudo confesar que su papá murió justo después de que ella se haya mostrado por primera vez como quien era en realidad. Maribel podría haber terminado culpándola y rechazándola (también) y, si eso ocurría, al menos en aquel tiempo, Santana estaba convencida de que nunca más volvería a levantarse. Por eso le pareció que era más seguro irse de inmediato, mantener una distancia prudente y así evitar todo posible conflicto con su familia de origen.

En su presente, Santana entendía que sus razones para marcharse no habían sido ni las más adecuadas ni las más inocentes. Se fue asegurando que prosperaría en Nueva York e incluso estudiaría una carrera. Esa -aseguró- fue la única razón por la que había discutido con su padre: porque hasta ese entonces ella no sabía si quería ir a la universidad.

Era cierto que habían hablado de eso con Carlos durante aquella fatídica tarde, pero Santana mintió al decir que su padre había empezado cuando quiso convencerla para que estudiara medicina, tal y como lo habían hecho Samuel y él mismo. Inventó esto último para a despistar a sus parientes y así mantenerse protegida, pues se sabía que a Carlos le preocupaba el futuro de su hija. Así que si ella se iba de Lima era, también, para cumplir con algo de la voluntad de su fallecido progenitor. No permitiría que la detuvieran y, de hecho, ni Samuel ni Maribel se atrevieron a hacerlo. En medio de todo el dolor, su madre la acompañó hasta el aeropuerto. La abrazó con presteza y, sin derramar una lágrima, la despidió con un simple «hasta pronto».

«Pobre mamá, siempre me despidió de la misma manera» pensó Santana, sin poder evitarlo.

Se habían reunido en ocasiones muy puntuales durante aquellos años que pasaron. En cada oportunidad, Maribel procuraba mostrarse animada. Nunca le pidió que regresara a casa, al menos no de forma permanente. Esa, sin dudas, sería una buena forma para que Santana intentara redimirse por lo ocurrido en el pasado y para que ambas se apoyaran de forma mutua. Desde que anunció que iba a divorciarse, la morena recibía casi todos los días un mensaje o una llamada rápida por parte de Maribel. Ahora que Santana también era una madre que se había quedado sola, suponía que su mayor referente se pondría feliz de verlos y de tenerlos más cerca.

La latina se distrajo de sus meditaciones al ver que Axel intentaba atrapar una mariposa. Al poco rato, el pequeño notó que era observado e intentó esconderse de forma tímida pero encantadora. Casi al instante, Santana sintió una pulsión de ternura indescriptible. La simple existencia de aquel pequeño la hacía querer ser mejor, de hacerlo todo mejor. Ahora, él era lo que más debía importarle. Merecía ser feliz, merecía tener un hogar en el cual sentirse seguro. Ya no interesaba dónde estuvieran, siempre y cuando estuviesen juntos.

Santana ni siquiera se atrevía a imaginar cómo podría ser su vida sin Axel. ¿Qué habría sentido su madre desde el día en que ella se marchó de casa?


Fue un día importante. Sin que nadie lo notara, todas aquellas reflexiones habían empezado a obrar de forma profunda en Santana.

Volvieron a la cabaña del amor al atardecer, cansados pero sin arrepentirse: el día había sido el ideal para disfrutar afuera. Quinn y Rachel ya habían compuesto las cosas. Al parecer, algo de lo dicho por su amiga latina las hizo sentirse tan culpables que prepararon la cena y procuraron que el resto de la velada transcurriera en armonía.

Los niños se durmieron temprano y las mujeres se sentaron frente a la chimenea mientras bebían vino tinto. Sin parar de charlar, lograron beberse una botella entera de Malbec proveniente de una cosecha en Michigan. El alcohol y el acogedor calor que emanaba desde la chimenea causaron que Rachel se quedase profundamente dormida en el sofá tras su segunda copa. Las mejores amigas se miraron con complicidad y -tras cubrir a la judía con una manta- se fueron entre risitas a la cocina, en donde habían resguardadas otras botellas con licores más fuertes.

Al anochecer, ambas estaban tan ebrias que apenas eran capaces de mantenerse en pie.

—...y eso es todo. Me postularé para presidenta —comentó la abogada.

Su mejor amiga se atrevió a beber un trago de Jagger directamente desde la botella.

—¿Sabes qué he estado pensado, Q...? —dijo Santana en tanto sentía que el licor le hacía arder la garganta.

—¿Fundirás tu anillo de matrimonio y te harás unos pendientes…?

La latina soltó una carcajada e hipó, negando con la cabeza.

—Quiero volver a Ohio —confesó de forma directa, aunque sus palabras sonaban casi como un balbuceo.

Quinn le sonrió con algo de sorna, convencida de que su amiga solo estaba bromeando. Sin embargo, la morena peinó su cabello hacia atrás y asintió gravemente.

—Sí. Quiero volver... Voy a volver. Lo decidí hoy mientras estaba en la laguna. Me harté de la gran ciudad. Solo vine a romper sueños a Nueva York —explicó antes de beber otro sorbo de su copa —. Abker….Ikham, ¿cómo diablos se pronuncia...? En fin, tu hijo teme que ustedes terminen pero yo no le dije que me voy a separar de él —reía la latina de forma algo sombría.

—Es ridículo. ¿Qué pretendes encontrar allá? También rompiste sueños en Lima —alegó la rubia sin terminar de entender lo que ocurría.

—¡Me los rompieron! —exclamó Santana, dándole un golpe a la mesa tan fuerte que su amiga se sobresaltó —. ¿Qué opción me quedaba...? Tenía que huir de tanto dolor. Pero, ¿sabes qué? Ahora también estoy hecha añicos y mi vida es una mierda de todas formas, así que, ¿por qué no volver a donde todo empezó y hacer las cosas bien de una maldita vez?

—Pero...

—Esto es importante, Fabray. Por Axel, por mí... Yo prometo —agregaba Santana en tanto levantaba su meñique izquierdo con algo de dificultad —...que voy a volver a ser feliz.

—Si tú lo dices... —suspiró Quinn mientras llenaba su copa y la de la morena.

—Me crees, ¿verdad?

—Por supuesto, ser feliz es importante.

—Es muy, muy importante.

—Quizás es lo más importante de todo.

—Quizás...

— ¡Brindemos por eso, San!

— ¡Salud!


A la mañana siguiente, Rachel tuvo que encargarse de los niños, del aseo, de Pompón y del equipaje. Quinn tenía tanto dolor de cabeza que apenas podía moverse y Santana lo único que podía hacer era sentir asco de cada cosa que veía y olía. Tuvieron que marcharse más temprano de lo esperado ya que el estado del par de amigas era más que lamentable.

—Gracias al cielo que ninguno de los niños toma leche materna porque estarían en coma alcohólico gracias a ustedes —se quejaba la judía que conducía de regreso —. No puedo creer que hayan bebido tanto. Acepto que se terminaran el vino pero, ¿era necesario acabar con todo el Jägermeister en una sola noche?

—Y también abrimos el champagne añejo que te regaló tu padre—confesó Quinn, con las manos sobre sus ojos pues la luz del día solo aumentaba su migraña.

Su esposa la miró impactada pero prefirió esperar a regañarla una vez terminada la resaca. Atrás, la latina mantenía la cabeza contra el vidrio y veía los postes de líneas telefónicas pasar frente a sus ojos.

—Rach… —Santana se incorporó al experimentar un escalofrío —. Rachel, detén el auto —pidió de pronto.

Se detuvieron en la orilla y la latina salió velozmente.

—Creo que perderá el hígado la próxima vez que vomite —comentó la conductora mientras observaba con los ojos entrecerrados cómo su amiga se sostenía de un cartel que indicaba que se encontraban a cien millas de Nueva York —. No la había visto así desde aquella navidad…

—O su boda —agregó Quinn, muy adolorida.

— ¡San! ¡¿Necesitas ayuda?! —gritó la actriz, haciendo que su esposa sintiera que sus tímpanos iban a estallar.

La latina solo levantó un índice en señal de que la esperaran hasta que se sintiera algo más recompuesta. Una vez que logró ingresar al auto, apoyó la frente contra el respaldo de la rubia que no paraba de temblar.

—Ambas se ven preocupantemente pálidas —dijo Rachel una vez que continúo con el viaje.

—Nunca más volveré a beber —murmuró Santana, haciendo reír a sus amigas.

—Nos dimos la borrachera del año, San —habló Quinn mientras se colocaba sus gafas de sol.

—¿Quieren que vayamos al hospital? —insinuó Rachel ante el estado deplorable de las otras mujeres.

—Nos enviarán a alcohólicos anónimos, cariño —chisteó Quinn, con sufrimiento.

—Bueno, no creo que sea tan malo: he oído que dan café y unos ricos pastelillos en las reuniones —agregó la judía, como para seguir con la broma, pero el hecho de pensar en comida provocó nuevamente la sensación de asco y nauseas en Santana:

— ¡Maldita sea, Berry! ¡Para el auto!

Tuvieron que detenerse en más de tres oportunidades hasta que lograron llegar al departamento de Santana.


Con el paso de las horas, tras una ducha y varios antiácidos, las ex animadoras ya lucían mejor semblante. Solo tenían en claro que no beberían de forma tan descarada por un largo tiempo.

Anochecía cuando la abogada, sentada en el sofá junto a su mejor amiga, se atrevió a hacer una pregunta que la mantenía más que inquieta:

—¿De verdad quieres volver a vivir en Lima...?

Santana la miró de reojo de forma breve pero sin dejar de deslizar fotos en la pantalla de su teléfono móvil.

—Hace años que ninguna de nosotras ha vuelto, ya deberían estar rogando por nuestra presencia.

Quinn levantó una ceja e inspiró profundamente, sin emitir palabra: esa no era la respuesta que esperaba y creía merecer una buena explicación.

—Vamos, no empieces a alterarte —continuó Santana —. He pensado mucho en mi madre en este último tiempo. Ella sigue allí, trabajando en la misma tienda de siempre, y se está perdiendo muchas cosas de su único nieto. Me gustaría que Axel creciera donde yo crecí...

—¿Lima Heights? ¿Que no decías que era un lugar muy peligroso?

—Ya te dije que nos mudamos de allí cuando tenía unos tres o cuatro años —explicaba la latina en tanto dejaba el teléfono de lado, se levantaba y empezaba a jugar tímidamente con sus manos —. Me refiero al vecindario en el que aún vive mi madre. ¿No extrañan esa absurda tranquilidad del pueblo? ¿El césped, los árboles y los chicos entregando el periódico en bicicleta...?

— No. ¿Y desde cuándo alguien como tú prefiere eso a...? —Quinn sintió que le taparon la boca: Rachel miraba angustiada el ir y venir de la morena frente a ellas.

—¿Esto quiere decir que nos dejarás, Santana?

—Bueno, creo que a Ax y a mí nos vendría bien cambiar de aire. En Lima quizás podría abrir otro consultorio sin tener que pagar una fortuna para mantenerlo. Y ya no quiero vivir en este departamento. Por más que ahora esté a mi nombre, todo tiene su marca y así podría ser por décadas.

—Perdona que diga esto, San, pero se siente como si quisieras huir de algo —reclamó Rachel —. Si quieres un cambio, podrías mudarte a un suburbio de aquí, o... podríamos tomarnos una temporada para viajar. Podemos darnos un respiro y acompañarte, ¿no es así?

Quinn la miró con sorpresa. Santana se limitó a reir cansinamente.

—No digas tonterías, Berry. Ninguna de nosotras puede ni quiere hacer eso.

—Pues suena menos ridículo que el plan de volver a Ohio. Sería todo muy abrupto.

—La vida sigue y yo también debo hacerlo. ¡Tengo el maldito derecho de intentarlo!

—¡Pero toda tu vida ya está aquí, Santana, piensa bien en lo que haces!

—Rachel, es suficiente. —Quinn tomó a su esposa de la mano, con aplomo, sin dejar de mirar a su mejor amiga.

Las tres guardaron silencio. En tanto la actriz contemplaba a Quinn con incomprensión, pues suponía que ella estaría de su parte, la abogada se limitó a interpretar la mirada de su amiga como la confirmación a sus sospechas y temores: Santana estaba dispuesta a marcharse, sin medir las consecuencias, tal y como lo había hecho años atrás.

—No vale la pena que discutamos —murmuró la rubia—. Santana ya tomó una decisión.

Rachel se volteó a ver a Santana y bajó los brazos como quien se da por vencido en un combate.

—Sí. Quinn tiene razón —dijo la latina, convencida de que lo mejor que podía hacer era aceptar aquella nueva iniciativa —. Nosotros nunca pertenecimos a Nueva York.

El matrimonio Fabray-Berry se miró con preocupación. No podían terminar de comprender los motivos ni los impulsos de Santana. Lo único que estaba en claro era que ella y Axel dejarían la gran ciudad para retornar a Lima y -con ello- también se alejarían de ellas. El rumbo de la historia estaba cambiando una vez más.