Capítulo 4
Mudanza
En cuestión de dos semanas, Santana logró poner en venta el consultorio que le pertenecía junto con el departamento en donde había vivido por varios años. El precio de ambos inmuebles fue modesto pero significativo, la única forma de deshacerse de ellos cuando antes. Al igual que con la decisión de divorciarse, la morena en ningún momento cambió de parecer con el asunto de la mudanza. Si logró vivir y desenvolverse en un escenario tan complejo como Manhattan –argumentaba– era porque ella podía adaptarse al ritmo y estilo de ese y cualquier lugar. Entonces, suponía, volver a vivir en Lima sería sencillo.
Cuando casi todo estaba resuelto, Santana le informó sus planes a su madre: tenía pensado marcharse de Manhattan ni bien terminara esa última semana que apenas comenzaba.
Durante el mediodía del lunes, la latina se encontraba en una sesión con su última paciente cuando llamaron a la puerta. Santana suspiró y, sin más remedio, se paró y fue a abrir.
—¿Qué hemos dicho sobre las interrupciones, Getty? —remarcó en tono serio pero gentil.
—Lo sé, y lo siento, Santana, pero es que tus conocidas no paran de preguntar por tí—le informó la secretaría mientras señalaba a Rachel y Quinn, que estaban paradas unos metros más atrás.
—Diles que en un minuto estaré con ellas, por favor —comentó la morena y la otra mujer salió con el recado—. De acuerdo, Amy, creo que hemos llegado al final —decía Santana mientras se apoyaba levemente sobre el borde de su escritorio y empezaba a firmar una serie de planillas.
Su paciente se levantó del sofá y se paró frente a ella, expectante. Santana carraspeó ante el silencio y dejó de lado lo que escribía para mirar a la muchacha con firmeza.
—Si necesitas contactarme en algún momento, recuerda que tienes mi e-mail —explicaba en tanto buscaba algo en uno de los cajones del escritorio —. Voy a darte la tarjeta de una colega. Se llama Anne, con tu psiquiatra hablamos de tu caso y creemos que es una buena opción para seguir con tu tratamiento, si así lo deseas.
—Muchas gracias, doctora López.
—Ay, Amy, llevamos años trabajando juntas y sigues diciéndome doctora.
— Lo siento, doc... Es decir, Santana. Trataré de no olvidarme de lo que hemos hecho en estos años —murmuró Amy, en tanto se decidía por mirar a Santana a los ojos —. Voy a echarte de menos —declaró con tristeza.
La psicóloga sonrió y la tomó por el hombro.
—Créeme: todo esto ha sido tu proceso.
A la salida, la joven le dio un abrazo breve y se marchó con la tarjeta en la mano. Rachel y Quinn observaban con curiosidad.
—Esa fue una de las primeras pacientes que tuve —explicaba la morena mientras salía hacia la calle junto a sus amigas.
Desde sus inicios, Santana había preferido tratar a los adolescentes porque entendía que esa era una etapa decisiva, de grandes y confusos procesos. Por otra parte, los jóvenes solían ser desafiantes, viscerales, con una resistencia que ponía a prueba sus propias habilidades profesionales y eso -aunque sonase curioso- le encantaba.
—¿Se puede saber qué hacen ambas por aquí? ¿No tienen trabajo o una vida matrimonial que llevar adelante?
—Quinn salió temprano del juzgado y yo tengo una audición a unas calles de aquí. Quisimos pasar a saludarte y ver si querías acompañarnos —comentó Rachel, que la seguía a paso rápido.
—Sabes que me encanta sentarme a ver y criticar tus audiciones, Barbra, pero hoy tengo planes —se negó la morena, en tanto desactivaba la alarma de su auto con el control que colgaba junto a sus llaves.
—¿Y se puede saber qué tienes en mente ahora? —preguntó Quinn.
—Bueno, como el contrato de venta ya fue firmado y me pagaron por lo del consultorio, decidí que es hora de hacer algunas compras. Además, pasaré por Axel y tendremos un día de madre e hijo —sonrió Santana con autosuficiencia y placer.
—Yo que tu ahorraría ese dinero para tu próximo «plan maestro»—comentó Quinn, sin ocultar su ironía.
Rachel le dio un golpecito en el hombro a su esposa antes de que opacara la felicidad de su amiga.
—Suena genial, disfruten su día. —Sonrió también la judía —. Luego de mi audición iremos a comprar el papel tapiz para el cuarto de Aiki pero, si nos desocupamos temprano, quizás podríamos ir a cenar, ¿qué les parece?
La rubia la miró con preocupación: Iker no solía comportarse muy bien en los restaurantes...ni en ningún sitio.
Con el correr de los días, Rachel había comenzado a resignarse a la idea de que la morena se iría. En verdad, de su familia, ella era la única que parecía tolerar mejor el tema pues Iker armaba escenas dramáticas tan solo con recordarlo y Quinn se negaba a hablar al respecto. La actriz ahora se dedicaba a buscar y generar momentos para estar juntos, necesitaba recuerdos inmediatos a los cuales aferrarse.
—Creo que una cena juntos nos vendrá bien. Además, se me antoja comer comida thai —contestó Santana, en tanto abría la puerta del conductor y arrojaba su bolso dentro del vehículo; Rachel aplaudió con entusiasmo. — Escribanme una vez que estén libres y de ahí nos encontramos.
La latina se apresuró en llegar a la guardería, estaba ansiosa por pasar el día con su hijo. En la entrada del establecimiento, la señora Helen la recibió con su típico entusiasmo.
—Vienes por el pequeño Axel —afirmaba la anciana en tanto caminaban hacia la sala.
—Así es, tenemos algunas cosas que hacer juntos.
—Me parece bien, muchacha, disfruta de tu hijo. Él es tan bueno y tan dulce, nada más le falta aprender a hablar —comentaba Helen mientras la morena sonreía satisfecha ante los elogios que recibía su pequeño.
Al llegar, ambas notaron que los niños no se encontraban en la sala que les correspondía.
—Deben estar en el patio de juegos. Volveremos en breve —Helen se alejó con un andar ágil y gracioso.
Santana esperó en la entrada de la sala.
Por un momento, se apoyó contra la puerta amarilla y cerró los ojos: últimamente se sentía más cansada de lo normal o aceptable. Sin dudas, el estar ocupada con todas las gestiones que implicaban una mudanza, despachar pacientes y ser madre, la estaban afectando más de lo esperado. Pero no quería preocuparse por ello. Al ir de compras se daría un pequeño gusto con una de las cosas que le encantaba hacer: gastar y gastar. Merecía consentirse un poco.
Al volver la mirada hacia el pasillo, notó que la maestra de su hijo se aproximaba hacia ella.
—¿Qué tal, Santana, cómo estás? —la saludó la mujer con cordialidad.
—Muy bien, Rebecca—correspondió Santana, estrechándole la mano —. Vine a recoger a Axel. Estos son nuestros últimos días en la ciudad así que tenemos que disfrutarlos.
—De eso te quería hablar, Santana —interrumpió Rebecca —. No quiero preocuparte, es solo que he notado a Axel algo decaído y, bueno, también se niega a incorporarse en los grupos de juego.
La cara de la latina se tornó seria: ella no había observado algún cambio en la conducta de Axel.
—Sé que te has divorciado hace poco por lo que todo puede ser muy reciente pero, ¿cómo es la relación de él con su padre? —preguntó Rebecca, causando que Santana empezara a sentir calor en las mejillas: tendría que volver a hablar de ese asunto y no le agradaba la idea.
La morena confiaba en aquella mujer, le había permitido cuidar de su pequeño hijo cuando este aún era un bebé. Con lo demandante que resultó ser su trabajo, la latina se dio un margen de tres meses para reincorporarse: no importaban los deseos que influyeran en ella de estar presente en cada momento de la vida de su niño, sus pacientes también la necesitaban y ella -en aquel entonces- quería estar con ellos.
—Las cosas no han terminado bien —comentó Santana, en voz baja y midiendo sus palabras —. Blaine se fue de la casa cuando todo terminó. Dejó el país así que... no quiere volver a ver a su hijo —agregó con una mezcla de vergüenza y rencor que se reflejó en su mirada oscura.
La maestra se cubrió la boca en expresión de desconcierto.
—Lo siento mucho, Santana, esas cosas no deberían ocurrir.
—Si, bueno, comprenderás que no tengo muchos ánimos de hablar de ello. Desde antes de que todo esto pasara, Blaine no era un padre muy presente. ¿Cuantas veces lo viste por aquí en estos meses...?
—Se la pasaba de viaje en viaje —musitó Rebecca que sólo ahora comprendía por qué en la guardería apenas habían visto a Blaine en alguna oportunidad.
—Si, en sus famosos «viajes de negocios»— dijo Santana, a la vez que remarcaba las comillas con un gesto de sus dedos —. Pero es correcto que me hayas dicho qué está pasando con Axel.
—Él es un buen niño.
—Lo sé, es el mejor.
—Y tal vez muchos te dirán que él debe verte como alguien fuerte pero, por favor, no dudes en buscar apoyo si lo necesitas —aconsejó tímidamente la maestra, mientras Helen traía al pequeño Axel de la mano.
—Me conoces, Rebecca. Tengo todo bajo control —afirmó Santana, con su típico orgullo —. Pero... gracias.
Ambas sonrieron y se dieron la mano, con sincero afecto. Al verse, los morenos se abrazaron y -tras despedirse- partieron a su día de madre e hijo. Sin embargo, a la latina le preocuparon las palabras de Rebecca más allá de lo admisible.
Su primera parada fue en la peluquería: los bucles de Axel se volvían difíciles de peinar por lo que, entre risas y morisquetas, su madre lo distraía mientras el peluquero cortaba aquellos rizos oscuros. Por su parte, impulsada por los aires del gran cambio que se avecinaba, la latina pidió que le hicieran un corte faux bob a la altura del mentón. El inmediato sentimiento de libertad que experimentó cuando se deshacía de aquellos largos mechones negros, tanto tiempo atados en una coleta alta y tirante, fue extraordinario.
Después de eso, se dedicaron a comprar ropa. Santana decidió que iba a hacer un cambio completo de guardarropas: quería abandonar el uso de ese estilo serio y oficinesco que se había impuesto con tal de dar un aire respetable en su trabajo. Si iba a ser una madre soltera sería una glamorosa y con estilo, imposible de pasar por desapercibida. Retomaría todo aquello que la hacía verse y sentirse bien. Volvería a los vestidos al cuerpo, a las blusas entalladas, a la ropa de cuero y a las botas bucaneras. Se daría el gusto de arrojar a la basura todos esos malditos stilettos de tacón bajo que usaba para no parecer más alta que su marido... que su ex marido. Vade retro, Satanás.
Para las siete de la tarde, la hora en que comenzaba la puesta del sol, Iker, Quinn y Rachel deambulaban por las todavía transitadas calles del SoHo en busca de los López.
—Estoy aburrido —se quejaba Iker, jaloneando de la ropa de su madre rubia para que le prestara atención.
—¿Estás segura de que no era en la otra esquina...?
—Dijo «Prince con Broadway», Quinn, deben estar por aquí. Lo bueno es que no vinimos en auto, no hubiéramos encontrado un sitio en donde aparcar.
—Si pero, de todo Manhattan, tenían que venir al SoHo —murmuraba Quinn, con molestia, caminando entre el gentío sin soltar a Iker de la mano —Sabe lo que pienso de estas zonas...
—Pues no veo que te quejes así cuando vienes a los outlets en busca de un nuevo par de botas Channel. No finjas que no te encantan las cosas de calidad.
—¿Y qué hay de ti, doña Rachel «Louis Vuitton» Berry? —se burló la rubia, logrando que la actriz suspire con frustración.
—Solo un bolso tengo de él. Solo uno, que estaba en oferta, ¡y siempre me lo sacas en cara!
—Lo que usted diga, señorita «Totokaelo».
Los tres detuvieron su andar de forma súbita. Frente a ellos, a unos metros de distancia, Santana y Axel salieron de una última tienda de ropa con paso ágil y seguro. Ambos lucían tan bien que la gente que pasaba junto a ellos se hacía a un lado para mirarlos con admiración. La morena vestía un pantalón blanco, una blusa gris bien ajustada y una chaqueta negra de cuero; con el cabello corto, suelto y al viento, labial rojo mate intenso y unas gafas Ray-Ban de aviador, Santana fácilmente podría haber sido confundida con una estrella de Hollywood. Axel caminaba tomado de su mano izquierda, también portando unas pequeñas gafas de sol oscuras.
—Lindos pantalones, López —dijo Quinn, con voz grave y monótona.
— ¿Listos para la comida thai...? —preguntó Santana, como para restarle importancia a su cambio de imagen pero sin ocultar su sonrisa de satisfacción.
—¡Luces increíble, San! —exclamó Rachel, corriendo a abrazar a su amiga—. Y tú también, Ax, ¡mírate! —agregó tomando en brazos al pequeño López, que comenzó a reír —. Ambos lucen tan bien, no puedo creer que pronto dejaré de ver estas caras tan guapas...
—No llores, Berry, aquí no se ha muerto nadie.
—Lo siento. Es verdad. —Sin soltar a su sobrino, la actriz extrajo un pañuelo de papel de su bolso —. Estaré bien, de veras —decía en tanto se secaba la nariz.
—Ha estado así toda la semana— detallaba la abogada mientras se paraba junto a su mejor amiga y sujetaba algunas de las bolsas que la morena cargaba con su mano derecha —. ¡Santo cielo, ¿qué tanto compraste?!
—Ropa, zapatos, algunos libros...
—¿Y compraste algo para mí, tía?
—Abraham, ¿dónde están tus modales? —quiso corregirlo Quinn.
— No, Aik, pero, si somos rápidos, tal vez podemos ver un regalo para ti antes de que se me acabe el tiempo del parquímetro. —Santana tomó de la mano a Iker, con complicidad; ambos comenzaron a caminar y dejar a los otros más atrás —. Así que, cuéntale a la tía Tana, ¿qué quieres que te regale?
—¡Quiero una máquina para hacer helados!
Santana soltó una inevitable carcajada.
— Adoro tu espíritu, chico —agregó ella, de muy buen humor.
Cenaron en un restaurante tailandés en el que había un pequeño espacio destinado para que los niños pudiesen jugar. Luego del postre, Iker y Axel fueron allí con los juguetes que Santana les había comprado. Las mujeres los observaban desde su mesa en tanto charlaban y bebían de forma distendida. Tácitamente, todas buscaban temas de conversación que no se refirieran al pronto retorno de Santana a Ohio.
—¿Segura que no quieres una cerveza, San?
—Te lo agradezco, Barbra, pero por hoy paso —respondió la morena, llevándose una mano al centro de su abdomen.
—¿Te sientes mal?
— Si, creo que tanta comida Thai me ha revuelto el estómago —respondió Santana, sin ocultar su malestar ante la mirada suspicaz de Quinn —. Además, a ustedes les vendrá bien que me ofrezca como su conductora designada esta noche.
—Oh, mírala, Quinn: nos quiere tanto que está dispuesta a llevarnos y a soportarnos en estado de ebriedad.
—¿No vas a empezar a llorar de nuevo o sí...? —decía Quinn, sin dejar de beber de su botella de Heineken.
—¿De mal humor, Fabray? —retrucó la latina, notando que su mejor amiga había estado actuando de forma extraña durante toda la velada.
La abogada se limitó a hacer un gesto de negación con la cabeza pero sin esforzarse por cambiar de cara.
—La pregunta importante aquí es: ¿de dónde sacaste ese pantalón blanco? —indagó, como para cambiar de tema —. Si no lo tuvieras puesto, y no te quedase tan bien, te lo robaría.
—Lo compré en esa tienda en Prince y Broadway. ¿Puedes creer que tuve que comprar una talla más grande? Es horrible.
—No puedo creer que estés quejándote por eso, no tienes perdón de Dios —interrumpió Rachel —. San, eres guapísima y estás demasiado bien para haber tenido un hijo hace menos de dos años. Estoy segura de que aún conservo dos kilos extras en mi trasero desde que Iker nació. Los llevo con orgullo, por cierto.
—La verdad es que sigue siendo un muy buen trasero —opinó Quinn, que se sonrojó al momento de soltar aquella frase.
La actriz le dio un tierno beso, también sonrojada, y le susurró algo al oído de forma pícara y coqueta. Santana puso los ojos en blanco: a veces aquellas mujeres le parecían muy cursis. Cuando se separaron, Rachel se puso de pie.
—Iré al baño y traeré otra ronda de cervezas. Si tenemos conductora designada, hay que aprovecharlo en grande.
—Dile a Iker que no se alejen de la zona de juegos, por favor.
—¡Lo haré!
En tanto Rachel se alejaba, el par de amigas guardó silencio. Quinn terminó lo que le quedaba de cerveza mientras Santana no dejaba de frotarse el estómago. La abogada había empezado a sospechar que su mejor amiga ocultaba algo y que, tal vez, esa era una de las razones por las que quería irse rápido de la gran ciudad.
—Deberías ir al médico —aconsejó la rubia.
—¿Para volver a mi talla anterior de pantalón...?
—Por tus dolores de estómago, San. No creo que sean normales —dijo Quinn, con calma.
—Me tomaré un antiácido al llegar a casa y estaré como nueva.
—Es lo que más tomas últimamente. Eso y...
—¿Qué?
—Nada. Mejor olvídalo. —Quinn hizo un gesto de desinterés con su mano.
—Vamos, Fabray, ya escúpelo. «Tomo muchos antiácidos... ¿Y?»
—...y malas decisiones —afirmó la abogada, ante lo que Santana comenzó a reír mientras negaba con la cabeza —. Perdona, ¿he dicho algo gracioso?
—Sólo me rio de lo debilucha que te has vuelto. Recuerdo que antes tenías más aguante y ahora bastan dos cervezas para que empieces a aflojarte de lengua.
—¿Y acaso me equivoco en algo de lo que digo?
—Ni siquiera me voy a molestar en discutir contigo al respecto. Tuve un gran día con Ax y con ustedes, ¿por qué te empeñas en arruinarlo?
—No quiero arruinarlo. No es mi intención hacerlo. Pero..
—¿Pero...?—Aunque la morena la observaba con cariñosa curiosidad, la rubia prefirió mirar hacia donde estaban los niños.
—Como tu abogada te he apoyado en lo que he podido pero eso no quita que, como tu mejor amiga, todo lo que estás haciendo no deje de parecerme extraño. Te divorcias, vendes el departamento y tu consultorio, te mudas de nuevo a Lima y todo en menos de dos meses. ¿No te parece que son demasiados cambios?
—¿Qué otra opción tengo, Quinn? No puedo quedarme en mi casa en plan de víctima, llorando, comiendo helado y viendo películas. Ya se los dije a ti y a Rachel: quiero ser feliz y tengo el derecho de intentarlo. Quiero empezar desde cero y quiero hacerlo en Lima.
—¿Y por eso has vuelto a vestirte como cuando tenías dieciocho años?
—Preferiría decir que vuelvo a imponer un estilo.
—Sabes a dónde quiero llegar —remarcó Quinn, volteándose a verla con seriedad—. En Lima todas tenemos un pasado. Un pasado que has querido evitar por muchos años y al que ahora pretendes regresar así como así.
—Ni esa ciudad ni nosotras seguimos siendo las mismas. No voy a volver a mi pasado porque ese tiempo ya no existe. Escucha: entiendo que todo esto te parezca precipitado e impulsivo...
—...que lo es…
—...pero lo hago porque siento que estoy preparada para ello. Sé que voy volver a una de las ciudades más aburridas en uno de los estados más conservadores del país, pero también sé que voy a pulverizar al que se atreva a enfrentarme. Si estos cambios me permitirán vivir mejor, estar con mi madre y poder criar a mi hijo en un lugar tranquilo y seguro, entonces lo haré. Dejaré todo esto atrás y, aunque lo recuerde, no me importará tanto como lo que quiero para Ax y para mí.
«¿Y acaso nosotras no somos importantes para ti? ¿Acaso yo no te importo o es que ya no me necesitas? Empezarás de cero, nos dejarás atrás» pensó Quinn, sin atreverse a decirlo en voz alta.
¿Cómo confesarle a su mejor amiga que no quería que se marchara? ¿Cómo vivir lejos de ella, de sus frases sarcásticas y de su lealtad más absoluta? No había nadie como Santana, ni quien se le pudiera equiparar. Quinn la quería, la quería de verdad, pero dos grandes temores se le estaban presentando juntos: temía dejar de reconocerla y, a la vez, perderla para siempre. ¿A quién podría sermonear y cuidar como a una hermana? ¿Y quién estaría allí para contenerla y cuidarle la espalda...?
—Y lo harás bien —dijo la rubia, con mayor dulzura, pese a que sus ojos denotaban una profunda tristeza.
—Eso espero.
—Más te vale que lo hagas bien. Rachel ha gastado kilos y kilos de pañuelos descartables llorando por esto —bromeó Quinn, al fin, para distender el ambiente —. Pero, por favor, no digas que empezarás de cero. Te llevarás las experiencias, lo que has vivido aquí. Di mejor que te reconstruirás, que renacerás de las cenizas...
—¿Como el ave fénix?
—Bueno, si te gusta esa analogía...
—Me encanta. ¿Crees que se me vería bien en un tatuaje en la espalda...?
—No te apresures tanto, pajarillo —continuó Quinn, en tanto Rachel ya volvía hacia la mesa —. No estará mal que guardes algunos clichés de mujer recién divorciada para más adelante.
Se separaron antes de las diez de la noche.
Axel se quedó dormido en el viaje camino a casa y su sueño no se interrumpió ni siquiera cuando su madre lo trasladó a su cama. Tras recostarlo y cubrir al pequeño con sus mantas, Santana lo contempló con adoración y preocupación en igual medida: aquel niño era lo mejor de su día y ella no sabía si estaba a la altura de esas circunstancias.
Las palabras de Rebecca seguían circulando por sus pensamientos. ¿Estaría haciendo lo correcto en pos del bienestar de su hijo? Separarlo de sus compañeritos, de su maestra de toda la vida, de su rutina, su primo, tía y madrina, ¿acaso no se resintiría por ello en el futuro? ¿Y si terminaba detestandola y culpandola por arrebatarle lo poco o mucho que tuvo para amar hasta ese entonces...?
Tras aquello, la morena fue a su propia habitación con compras del día. Al encender la luz, contempló que prácticamente toda su ropa y sus cosas estaban desparramadas sobre la cama matrimonial. Ya no era capaz de dormir en aquel lugar. En realidad, hacía varias noches que no lograba conciliar el sueño por más de unas horas. Dejó las bolsas sobre el colchón, con cuidado.
«Tienes que administrar mejor el dinero», le habría dicho Blaine. «¡Si por ti fuera, estaríamos llenos de deudas!»
Santana sonrió de mala gana y se volteó para mirar hacia el rincón desde donde -en más de una ocasión- tuvo que escuchar las quejas y sermones de su ex marido. Sin embargo, ahora en aquella esquina solo había una silla también atiborrada de abrigos y bolsos. Se llevó una mano al pecho, en donde su corazón comenzó a latir acelerado.
—Contrólate —se dijo en un susurro —. No lo extrañas. Fue un día muy largo y estás cansada, eso es todo —agregó antes de salir de la habitación.
Esa noche tampoco pudo conciliar el sueño.
Se mantuvo durante horas acurrucada en un extremo del sofá con un té de menta a medio beber en las manos. Toda la euforia de aquel día vivido se le había acabado de un sopetón. Lloró e hipó en silencio, con lágrimas enormes y con la nariz chorreando. Secretamente, aún estaba confundida respecto a su porvenir. Quería hacerlo, sabía que necesitaba hacerlo, pero -a la vez- la sola idea de dejar aquel sitio le parecía riesgosa y decepcionante. Había pasado los últimos días excusándose. Fundamentaba su decisión ante los demás con la frente en alto en un intento de disimular su sensación de fracaso, de miedo y tristeza, de ira, mucha ira... Fingía que no estaba atravesando un proceso de duelo, pero lo que había ocurrido empezaba a dolerle más y más.
Una vez que logró calmarse, la invadió un entrañable cariño por las plantas en el salón, por los libros sobre los estantes y por los cuadros en las paredes. Todo eso había marcado algún momento de sus años vividos. Se mordió los labios mientras contemplaba esos simples objetos que, con los significados que logró darles, pasaron a ser parte de aquel lugar en donde antes se sentía segura y cómoda. Antes, pero ya no más. Pronto se iría a vivir a otra casa, a la casa en la que había vivido desde que era muy niña. Tras mudarse, se encargaría de forjar un nuevo hogar. El lugar en el que vivía actualmente ya no podía serlo.
Se puso de pie con pesadez, peinó su cabello hacia atrás y sujetó la primera caja para empezar a guardar lo que pretendía llevarse a Lima. Estaba exhausta, sí, pero pronto todo acabaría.
Y el día de la mudanza se hizo presente.
Después del amanecer, Quinn y Rachel fueron a lo de su amiga para ayudarla a trasladar algunas cosas al auto de la morena.
Santana fue la última en salir del departamento pues quería recorrerlo en calma y a solas. Ahora aquel era un lugar oscuro, de paredes verdes y vacías, pero ella no podía evitar el sentir cierta melancolía. Bajó las persianas y cerró cada puerta. Una vez que se paró en la salida todavía se repetía que estaba haciendo lo correcto. Lo desquiciante, para ella, hubiera sido quedarse. Lentamente, cerró también la puerta de entrada.
Se aproximaba el momento más duro de todos: el de la despedida.
Quinn le dejó un beso en la frente Axel, que ya se encontraba dentro del auto. La rubia sentía y temía que no habían aprovechado el tiempo lo suficiente.
—Voy a extrañarte, pequeño, pero sabes que te quiero —le dijo al morenito.
Al volver a pararse -y bajar a Iker, que hacía lo posible para que su tía lo lleve con ellos- se topó con la mirada de su mejor amiga.
—Nos escribiremos a diario y, aunque lo deteste, hablaremos por videollamadas seguido, ¿de acuerdo? No pienso perderme ningún detalle de la vida de mi ahijado.
Luego de eso, con los ojos húmedos, Rachel se aferró con fuerza al cuello de su amiga.
—Sabes que cuentas con nosotras por siempre, San —sollozó la actriz, causando que Santana sonriera y le diera unas palmadas para que se calme (y la suelte).
—Y ustedes conmigo. Gracias por todo lo que han hecho por mí. —Rachel asintió y tomó a su hijo en brazos; de inmediato, el pequeño castaño escondió la cabeza en el cabello de su madre —. Bueno, creo que eso es todo —agregó la latina sin dejar de contemplar todo el equipaje que llevaba en su auto.
Quinn volvió a pararse a su derecha, esta vez sosteniendo una caja atada con un lazo color rojo.
—¿Qué es esto...? —preguntó la morena al recibir el obsequio.
—Es de parte de la familia —explicó Quinn mientras se esforzaba por no mirar a su esposa e hijo, que lloraban con dramatismo.
La latina extrajo del interior de la caja un portarretratos con una selfie grupal de todas ellas y los niños, en una de las últimas tardes que compartieron antes de la llegada de aquel día. Luego de contemplar la imagen, centró su atención en una cajita aterciopelada. La sujetó y la abrió con delicadeza: frente a sus ojos, brilló un collar con dos pequeños dijes de oro blanco. El primero de ellos era su inicial, la letra "S"; el otro, espléndidamente labrado, era un ave con las alas extendidas.
—Déjame adivinar, ¿un fénix?
—Sí. Rachel dijo que le parecía una cacatúa, así que -con todo mi amor- le dije que la única cacatúa aquí era ella y que mejor cerrase el pico
Mientras Santana sonreía y ponía los ojos en blanco, la abogada tomó el collar en sus manos y procedió a colocárselo a su mejor amiga como si se tratase de una medalla de honor.
—¿No estás asustada? —indagó la rubia, en un susurró, en tanto Santana soltaba una triste risita.
—Aterrada —afirmó también en voz muy baja.
—Estás a tiempo de retractarte. Nadie te lo reprochará —comentó la abogada, una vez realizada la ceremonia de colocación del collar en el cuello de Santana.
La latina tomó el dije del ave fénix entre sus dedos, lo contempló, y negó con la cabeza.
—No es mi estilo hacerlo. —Quinn asintió en silencio, mordiéndose el labio inferior.
«Pues ya está. Se acabó. Tantos años compartiéndolo absolutamente todo y ahora te vas...» Pensó la rubia en tanto su visión se tornaba borrosa por sus propias lágrimas. Cerró los ojos con fuerza para tratar de contenerse como lo había hecho durante todo ese tiempo, pero quebró en llanto cuando sintió que los brazos de su mejor amiga la rodearon con brusquedad. Ambas se aferraron la una a la otra.
—¡¿Por qué eres tan terca?! —gruñó la rubia, ahora llorando tanto o más que Iker y Rachel.
—Vamos a estar bien, Q.
—Sí, lo sé.
Rachel y Aik se unieron al abrazo en un intento por traspasarle a Santana todas las fuerzas y las buenas energías que pudieran. Se separaron con lentitud y, sin más tiempo que perder, la morena se subió al auto. Se abrochó el cinturón de seguridad, encendió el auto y miró por última vez a esas tres personas maravillosas, a su otra familia.
—¡Adiós! Despídete de todos, cariño —le indicaba a Axel, mientras hacía un gesto de despedida con la mano.
Los demás le devolvieron el saludo haciendo un esfuerzo por sonreír. Las chicas se quedaron abrazadas en la acera hasta que dejaron de divisarlos.
Les quedaban varias horas de viaje por delante. Durante la mayor parte del tiempo fueron escuchando música y cantando de buena gana. Al niño le maravillaba oír a su madre cantar, una afición que la latina nunca dejó de practicar cuando tenía la oportunidad. Pero llegados a un punto de la carretera, la radio del auto perdió la señal como un claro indicio de que estaban próximos a dejar los límites de Nueva York.
—Y no podremos poner los discos que nos gustan, Ax —comentó Santana luego de soltar un suspiro —. Hasta que descubra cómo desatascar ese estúpido CD de The Cranberries, no nos quedará otra opción más que charlar –bromeó pero pronto su propia sonrisa fue debilitándose —. Nos espera una nueva vida, bebé. Ahora nos tenemos entre nosotros. A partir de hoy, somos solo tú y yo. Y esto sonará a las cursiladas que me decía tu abuelo Carlos, pero… nunca dudes que siempre serás lo más importante en mi vida, cielo—remarcó en tanto le acariciaba la barbilla a su hijo.
El niño, que hasta entonces la había escuchado con atención, le tomó la mano como comprendiendo sus palabras y la sostuvo hasta que se quedó profundamente dormido. En un intento de auto-convencerse, Santana llegó a imaginar que el pequeño pretendía decirle que todo estaría bien. No obstante, como no podía parar de pensar en lo que estaba dejando atrás a la vez que en todo lo que se aproximaba a su vida, el temor y la incertidumbre comenzaron a abrumarla. Decidió parar a un costado de la carretera para implementar uno de los peores métodos que tenía para tranquilizarse.
—Mal día para dejar de fumar —susurró mientras encendía un cigarrillo.
Ya había dicho algo similar la última vez que recayó en aquel vicio, unas horas antes de firmar el divorcio.
Permaneció fuera del auto por unos minutos. Estimaba que aún no se encontraban ni a mitad de viaje. La sugerencia de Quinn respecto a retractarse y permanecer en Manhattan volvía a su mente como lo hacían las olas del mar, que retornaban una y otra vez a la orilla.
Sin dudas, abandonar su vida anterior le había resultado mucho más sencillo en el pasado, cuando era una muchachita más bien imprudente y con pocas responsabilidades.
Lo cierto era que, si se hubiera quedado en la gran manzana, nada le garantizaba el triunfo y el reconocimiento que ella necesitaba. Tampoco había garantías de que le fuera mejor en Lima pero allí al menos la esperaba su madre, con quien quería recomponer su relación mientras le daba cobijo. Y estaba, desde luego, aunque se negara a reconocerlo, gran parte de su historia. Lo que había vivido allí, las calles que había recorrido, los muertos que había enterrado junto a otros tantos recuerdos, todos devorados por el tiempo y -poco a poco- volviéndose polvo…
«Tal vez algo me llama» pensó mientras pisaba y apagaba los restos del cigarrillo, como si una fuerza todavía inexplicable exigía su presencia de nuevo en su ciudad. Porque en muchos lugares había estado y disfrutado buenos momentos, mas en ninguno vivió ni sintió como lo hizo en Lima. No sabía qué podría haber deparado en su futuro pero entendía que tenía que hacer lo posible por salir adelante junto a Axel. No podía permitirse fallar, esta vez todo debía resultarle bien. Nada ni nadie se interpondría en su camino hasta conseguir algo mejor que lo que había vivido hasta ese entonces. Debía asegurarse de ello.
