Capítulo 5
Hogar, dulce hogar
La tranquilidad del atardecer se vio interrumpida por el grito de recepción de Maribel López, que se sintió por todo el vecindario. La mujer estaba emocionada por recibir a su nieto y a su hija de nuevo en casa:
– ¡Ay pero mi niño, deja que te vea! ¡Estás tan grande! ¡Y tan hermoso! — Axel recibió con sorpresa el cariñoso abrazo de su abuela, que inmediatamente lo tomó en brazos —. Oh... y tan liviano. ¿Acaso tu madre no te alimenta? ¡Santana, ¿cuántas veces te he dicho que dejes de darle el biberón?! ¡Mira nada más lo delgado que lo tienes!
—También me alegra verte, mamá — saludó su hija, con ironía mientras se quitaba sus gafas de sol.
— Sabes que hablo desde mi experiencia. Recuerda que yo ya he criado a dos doctores: uno que salva vidas y otra que escucha a los locos.
—Ni soy doctora ni "escucho a los locos", mamá. Eso es solo un viejo estereotipo.
— Bueno, ¿quién sabe?, a lo mejor las locas somos nosotras —bromeó Maribel, en tanto aprovechaba para mirar a su hija de arriba a abajo —. Luces diferente —comentó con perspicacia —. ¿Qué te has hecho...?
— Me he divorciado —contestó Santana, con aire divertido, antes de dejarle un beso en la mejilla; no obstante, ante esa respuesta, Maribel bajó la mirada —. Pero no pongas esa cara de tristeza, mujer. Ax y yo estamos bien, muy bien, de verdad. Me siento tan... libre —explicaba antes de hacer una pausa para inspirar y exhalar —. Siento que ahora puedo hacer lo que quiera.
—Eso suena peligroso, ¡mejor sálvese quien pueda!
La latina soltó una carcajada: conocía el sentido de humor de su madre por lo que sus comentarios ya - casi- no le molestaban en lo absoluto.
Aquella sería la ocasión más amena en la que hablarían del divorcio de Santana.
Desde un principio, Maribel estuvo más que encantada con el matrimonio de su hija. Blaine le parecía un buen hombre y, en alguna oportunidad, Maribel incluso abogó por él cuando el incorregible orgullo de Santana generaba problemas en la pareja. La madre de la latina sabía que algo no marchaba bien entre ellos porque Santana comenzaba a acudir a ella en busca de consejo. Y, pese a que le costaba ser del todo imparcial, la matriarca de los López siempre concluía en que el matrimonio debía respetarse: si se esforzaban un poco (y si alguien se atrevía a ceder), los conflictos se podrían superar.
Sin embargo, al saber que Blaine se iría del país de forma definitiva, este se ganó todas las maldiciones de su ex suegra. Y aunque ella no se opuso al tema de la separación, si tenía que admitir que algunas de las acciones de Santana todavía le parecieran dudosas. Para empezar, a Maribel no dejaba de intrigarle el retorno de su hija a Lima: cuando Santana se marchó de Ohio, lo hizo asegurando que Nueva York sería su destino de por vida. ¿De dónde habría surgido esta necesidad tan repentina de volver a sus raíces? ¿Por qué decidió volver? ¿Para qué? ¿Qué otros planes tendría en mente...?
Maribel creía conocerla lo suficiente como para sospechar que algo más estaba pasando con ella en esos instantes. Desde que la vio llegar y la miró a los ojos, intuyó que la presencia de Santana le causaría futuros dolores de cabeza. Su hija era terca e impulsiva - ¡tan parecida a su difunto padre! - pero también era inteligente y ladina: era difícil confiar en que no ocultara otras intenciones tras su accionar. Mas ya habría tiempo de sondear esas cosillas ocultas, aunque Maribel no descansaría hasta poder descubrirlas a todas. Lo único que procuraría demostrar sería su alegría por poder estar de nuevo junto a su hija y, especialmente, junto a su nieto. No hubiera sido capaz de negarles un techo: todo familiar que necesitase un lugar para vivir era bien recibido en aquella casa.
—Una vez que acomodemos sus cosas, prepararé algo para cenar —explicaba Maribel mientras dejaba a Axel en el suelo del salón —. Si tienen ropa sucia, te recuerdo que la lavadora está en el baño más pequeño.
Santana se detuvo a mirar a su alrededor en busca de algo novedoso en la casa a pesar de que sabía que su madre solía mantener todo en igual sitio y posición. Pudo comprobar que estaba en lo cierto al ver que, entre otras cosas, allí seguían todos los trofeos que Samuel ganó en ferias de ciencias. De igual modo, frente al viejo sofá color verde olivo, el mueble tocadiscos de su abuelo paterno continuaba sirviendo como soporte de algunas fotografías familiares y de la modesta colección de teteras de porcelana de Maribel. Sin dudas, entrar a aquel lugar se sentía casi como retornar a su propia infancia aunque a Santana no terminaba de agradarle aquella sensación. Desconocía por qué su madre se aferraba tanto a aquellos viejos objetos, y hasta entonces nunca lo había cuestionado, pero a la morena en verdad le hubiera gustado ver algún cambio o alguna señal de renovación en aquel lugar.
—Tu cuarto será el mismo de siempre, Tana…
—No podría ser de otro modo… —murmuró la morena, más para sí.
—… todo lo que no quepa allí, o que sea de Axel, puedes meterlo en el gimnasio hasta que le encontremos un lugar.
— ¿Gimnasio? ¿Qué gimnasio? —preguntó Santana con genuina intriga.
— ¿No te lo había contado? Convertí el viejo cuarto de estudio de tu padre en un lugar para enseñarles yoga a las muchachas por las tardes —comentó Maribel, en referencia al grupo de amigas que tenía en el vecindario —. Algunas de ellas vienen dos o tres veces a la semana. El yoga es muy bueno, deberías intentarlo.
— ¿Por qué?
—Por los ejercicios, son relajantes y…
— No, no. ¿Por qué decidiste quitar el estudio de papá? Desde que murió, siempre lo conservaste como si fuera un santuario.
— Bueno, no quería dar clases sin haber aprobado aún el curso en yoga tres. Pero las chicas estaban interesadas y solo nos faltaba un lugar en donde practicar —explicaba Maribel en tanto ambas tomaban asiento en el sofá —. No boté nada que fuera de tu padre. Samuel pidió que le enviara unos cuantos libros y aquel escritorio de cedro tan espantoso. Las demás cosas están guardadas en cajas dentro del garaje. Sé que en algún momento debo separar lo que sirve de allí y lo que no. Tendré que ver sus recuerdos, sus diarios, sus notas, toda una vida de trabajo...
Si bien le alegraba confirmar que (inevitable y necesariamente) ciertas cosas si habían cambiado en aquella casa, por el tono de su última frase, Santana notó una vez más que a su madre aún le dolía tener que lidiar con la eterna ausencia de su compañero de vida. Con sutileza, puso una mano en el hombro Maribel.
— Podemos hacerlo juntas. Papá investigó y trabajó muchísimo, debe haber escrito cientos de cosas. No tienes por qué pasar por eso tú sola.
Maribel dio una palmadita veloz y afectuosa sobre la mano que la morena mantenía sobre su hombro.
—Oh, no te preocupes. Es solo que, a veces, temo que tu papá aparecerá y se enojará porque arrojé algo que era importante para él.
—Sí, sé cómo se siente –afirmó Santana, recordándose a sí misma mientras se topaba una y otra vez con documentos o algún recuerdo que le pertenecía a Blaine; sea como sea, ella prefirió arrojar todo aquello a la basura —. Por otro lado, si te ayudo y logramos vaciar el garaje, tendré un lugar en donde aparcar el auto.
—Oh, Santana, tú nunca das una puntada sin hilo, ¿no es así...?
La morena sonrió algo avergonzada.
—Tal vez eso lo saqué de ti.
— ¡Calumnias! ¡Eso lo debes haber heredado de doña Alma! —exclamó Maribel, pellizcando a su hija por las costillas.
—Mi abuelita era un pan de Dios.
— A veces las apariencias engañan. Como abuela te habrá parecido muy correcta, pero como suegra doña Alma podía ser una...
—Mamá... —Santana la interrumpió a modo de advertencia, pues no quería que Axel -que deambulaba cerca de ellas- escuchara malas palabras.
—...era una vieja bruja —susurró Maribel, comenzando a hablar en español con fluidez.
— Aquí vamos de nuevo...
— Lo siento pero alguien tenía que decirlo.
— Cuidó de mí y de Samuel mientras ustedes trabajaban para terminar de pagar esta casa.
— Y ella me lo sacó en cara hasta el último de sus días. ¡Qué mujer! ¡Ni siquiera en su lecho de muerte dejó de hacerme reproches! — Axel se reía ante los gestos que su abuela aplicaba para expresarse sin entender ni media palabra de lo que ella decía. —Pero, en fin, lo cierto es que Alma también sufrió mucho. Perdió a sus dos hijos y a su esposo, vivió toda su vida lejos de su patria y de su gente...
— Y preparaba unas arepas exquisitas —agregaba Santana, con resignación.
— Que Dios la tenga en su santa gloria y que allí se la quede para toda la eternidad —afirmó Maribel, santiguándose con la señal de la cruz de forma veloz —. Ahora solo me queda lidiar con su nieta, que con sus aires de libertad me va a armar una revolución en la casa.
—No quería apurarte por lo del garaje, pero tengo que contratar un nuevo seguro para el auto y si lo dejo estacionado en la calle...
— Entiendo, hija, entiendo. Ya es hora de superar algunas cosas. A fin de cuentas, van a cumplirse diez años desde que Carlos se fue, ¿no es así?
— Si, diez años... —repitió la morena, un poco apenada: casi había transcurrido una década desde aquél fatídico verano en el que perdió a dos de las personas a las que más había amado —. Ya habrá tiempo para ver lo del garaje. Lo importante por hoy es que volvemos a estar juntas. Ahora que viviremos aquí hasta que tenga mi propio lugar, nos apoyarás y estarás con nosotros, ¿verdad...?
—Pero claro que sí, mi niña, ¿cómo puedes dudarlo? —Sonrió Maribel, acariciando con dulzura la mejilla izquierda de su hija, que recibió el gesto con silencioso agradecimiento —. Ustedes son mi familia, Santana, son mi sangre y mi más grande orgullo. Y en este lugar, en ésta casa, siempre serán bienvenidos.
Durante las siguientes horas, ambas acomodaron de forma provisoria las cosas que Santana había trasladado desde Nueva York. La latina no trajo consigo muebles ni artefactos de gran tamaño, pues todo aquello había sido vendido en conjunto con el apartamento. La mayoría de sus pertenencias y las de Axel se encontraban repartidas en cajas y en bolsas, por lo que le tomaría un par de días encontrarle un nuevo sitio a todo.
La antigua habitación de Santana también parecía estar intacta. Todavía le era incómodo rememorar algunos de los instantes que pasó allí. Sin embargo, si recordaba con claridad la mañana en que llenó un par de valijas con su ropa y anunció que se marchaba a la gran ciudad. En ese momento no sabía para qué se iría, pero tenía que marcharse y Nueva York parecía ser el lugar indicado. Buscaría un trabajo, saldría adelante, haría todo lo necesario para olvidarse de Lima, de la casa, del cuarto y de las personas que durmieron alguna vez en él.
Ya era muy de noche cuando los tres pudieron sentarse a cenar.
—Nada como un buen guisado para recobrar fuerzas después de tanto ajetreo —comentaba Maribel mientras servía en los platos aquel manjar.
El pequeño Axel, pese a estar muy hambriento, al ver lo que había en su plato no pudo evitar poner cara de impresión y desconfianza. Las dos mujeres se rieron.
—Es comida casera, cielo. No hay nada que temer —le demostró Santana, que empezó a comer de su propia cena.
El niño la imitó y pronto comprobó que el guisado era realmente sabroso.
—Con la comida de tu abuela estarás bien alimentado, mi amor —agregaba Maribel, observando a su nieto con dulzura —. Ahora, hablando en serio, ¿cuándo dejará el biberón? —preguntó de pronto, sin rodeos, y de forma mucho menos tierna.
Santana tosió un poco y se limpió con una servilleta: tal parecía que su madre no iba a pasar por alto aquel asunto y ella no tenía ánimos para confrontarla, al menos no durante su primera noche bajo el mismo techo.
—Seguirá con el biberón hasta que cumpla dos años o hasta que esté listo.
— ¿Listo para qué...? ¡Esa cosa le arruinará los dientes! Pasarás años pagando por su futura ortodoncia.
— Vamos, mamá, no exageres —Santana arrojó su servilleta contra la mesa, con desgano —. Él estará bien. Incluso su ex pediatra me dijo que puede seguir tomando la leche de fórmula mientras le siga gustando. Si tienes dudas, puedes preguntárselo a Samuel.
— Tu hermano no sabe nada de niños, Tana, le aterran.
— A él todo ser humano le aterra, mamá. Estoy segura de que no habla con nadie por fuera de su trabajo.
— Pues yo hablo con Samu cada mañana antes de salir de aquí. Es muy reservado, eso es todo.
— Es aburrido. Es un ermitaño de treinta y tres años. Apuesto que su definición de diversión es pasar una tarde haciendo crucigramas —reía la latina que, siempre que podía, se burlaba del hijo predilecto de su madre.
— Bueno, no voy a negar que me quedan pocas esperanzas de que me dé nietos alguna vez.
— Tendrás que conformarte con Axel. Pronto crecerá y tendrá una sonrisa perfecta y encantadora, como todos los López, ¿verdad, cariño?
Axel asentía sin dejar de comer guisado.
—Pues el ego de los López ya lo tiene bastante desarrollado — opinaba Maribel, bebiendo apenas de su copa de vino; Santana guardó silencio y se dedicó a comer con mayor avidez, comenzaba a ponerse de mal humor —. Tú sí que tenías hambre. ¿Desde cuándo tienes tan buen apetito?
—No había notado lo mucho que extrañaba la comida hecha en casa —se excusó Santana una vez que pudo volver a hablar sin tener la boca llena —. Ni siquiera en Manhattan comíamos así de bien...
— ¿Si? Pues yo te he notado algo más rellenita de lo normal.
Santana miró a su madre con seriedad en tanto Maribel la contemplaba, con los ojos entrecerrados, sin soltar su copa de vino. Aunque la latina había soñado con pasar una primera velada en paz en su antigua casa, tal parecía que su progenitora no anhelaba lo mismo.
—Justamente por eso, madre —remarcó con una falsa sonrisa —. Nunca he sido buena para cocinar. En Manhattan solíamos reunirnos con mis amigas para cenar en restaurantes o para pedir comida rápida.
— Oh, ya veo... —La mayor de las mujeres dejó su copa junto a su plato —. Así que seguiste juntándote con esa parejita tan… peculiar.
— Sí, estuvimos con ellas a diario. No por nada Quinn es la madrina de Axel. Ella y Rachel fueron un gran apoyo en este último tiempo. ¿Hay algún comentario que quieras hacer al respecto...? —Maribel negó con la cabeza y levantó apenas ambas manos, como queriendo librarse de los cargos —. Entonces, si me disculpan, me retiro —dijo la latina, que arrastró su plato hacia el centro de la mesa y luego se puso de pie.
— No has terminado tu cena.
— Iré por un antiácido —murmuró Santana —. Para la próxima deberías usar menos condimentos, mamá, empezó a dolerme el estómago —agregó antes de marcharse de la cocina y nada de lo que había dicho era mentira: algo de todo aquello le había provocado unas náuseas muy leves.
Ya en su cuarto, Santana comenzó a arrepentirse por lo ocurrido durante esa primera cena en familia pero ciertos detalles de aquella charla se habían vuelto difíciles de soportar en buenos términos. Innegablemente, le había molestado el tono despectivo que Maribel utilizó para referirse a sus amigas en Nueva York. La morena sabía que a su madre dejó de agradarle Quinn desde antes de que aquella rubia se casara con Rachel: en una oportunidad, incluso, había admitido que le parecía incorrecto que ellas hayan tenido un hijo.
A Santana le avergonzaba y le provocaba inseguridad notar esos rasgos de intolerancia en Maribel pero nunca se atrevió a discutir con ella al respecto. A la latina incluso le asustaba imaginar cómo podría acabar tal enfrentamiento. Ella estaría dispuesta a cuestionar las convicciones de toda persona que buscase coartar los derechos de los demás siempre que esa persona no fuese alguien de su misma sangre.
Todavía existían temas que no se tocaban en aquella casa. Con el único que habló al respecto fue con su padre y la experiencia resultó ser demasiado desgarradora como para atreverse a querer repetirla con alguien más de su familia de origen.
Pero no le convenía pensar en el pasado, al menos no durante aquella primera noche de nuevo en casa. En un intento por distraerse, la morena decidió hacer una videollamada: comenzaba a extrañar la serenidad que sólo su mejor amiga podía proporcionarle.
— ¡Casi son las once de la noche! ¡¿Cuándo pensabas avisarnos que estabas bien?! —protestó la abogada, ni bien contestó, con tal volumen que a Santana casi se le resbala el teléfono de las manos.
— ¿Estás enojada?
— ¡Estoy indignada! ¡¿Tan difícil era mandarme un mensaje o grabar un audio para avisarme que habías llegado?! ¡Si te tuviera enfrente juro que te patearía el trasero, Santana!
— Yo también te echo de menos, Fabray —respondió dulcemente la latina en tanto observaba cómo su amiga suspiraba con frustración.
— ¿Y bien? ¿Qué sientes al haber vuelto a tus raíces?
— La verdad es que, por ahora, todo se siente bastante literal —decía Santana, mientras se sentaba sobre su cama —. Mucho de aquí sigue tal y como lo recuerdo. Volveré a dormir en mi antigua habitación, que está casi intacta, pero admito que el estilo de decoración que tenía en mi adolescencia deja mucho que desear...
— Si, ¿en qué pensabas cuando pintaste todas las paredes de negro? —La latina se encogió de hombros —. ¿Y qué tal te ha ido con tu madre?
—Eso, bueno, podría haber sido peor.
— ¿Ya tocaron temas candentes...?
—Hablamos de mi padre, de mi abuela, del asunto de Ax y el biberón, de nuestra dieta...
— ¿En ese orden?
— Y sin anestesia —respondió Santana, mordiéndose los labios de forma sutil.
— Vaya, qué buen recibimiento — se rio Quinn, sarcástica, mientras pasaba una mano por su cabello —. Por cosas como esas es que yo prefiero no hablar con mi madre.
La latina abrió la boca para contestarle a su mejor amiga -quien, por lo demás, mantenía una relación compleja y distante con su propia familia de origen- pero le parecía que había tenido suficientes discusiones durante aquel día como para querer sumarle una más.
— Tampoco es tan terrible. Solo tengo que recordar los temas que es mejor no tocar con ella.
—En tanto no le cuentes de nuestra última borrachera en la cabaña del amor...
— ¿Y arriesgarme a dañar tu imagen tan correcta e intachable?
—Cuidado con lo que dices —dijo la rubia, de forma seria, a modo de advertencia
—Descuida, Q, no soy tan torpe como para contarle ese tipo de cosas —habló Santana, más relajada — ¿Y ustedes cómo están?
— Muy tranquilos —afirmó la abogada —. Rach y Aik se han pasado el día entero viendo películas, y yo, aprovechando este milagroso tiempo en calma, pude adelantar algunas cosas de mi trabajo.
—A veces trabajas demasiado, Fabray.
— Eso es... apenas incorrecto —quiso defenderse la abogada, quien -de hecho- solía trabajar más de la cuenta cuando lo que buscaba era evadir su propia realidad —. Lo importante es que estamos bien y en calma.
— ¿Quinn? ¿Qué haces en el balcón?
La cámara del teléfono de Quinn enfocó a Rachel, quien, de inmediato, se aproximó hacia su esposa.
— ¡Lo sabía! ¡Sabía que no resistirían ni un día sin llamarse! ¡Dame eso!
Por un momento, la videollamada se vio interrumpida hasta que la inconfundible cara de la actriz se divisó en la pantalla.
— ¡Santana!
— Hola, cacatúa Berry, es bueno ver tu nariz de nuevo.
—Antes de que empieces con tus burlas, mándale saludos a mi sobrino. Dile que su tía favorita lo adora y lo extraña, ¡pero sobretodo lo adora! —exclamó la judía, haciendo que latina sonriera.
— Está bien, Rach, también dile lo mismo a Iker de mi parte.
— Oh, San, ahora están tan lejos. Nueva York ya no es lo mismo sin ustedes.
La morena puso los ojos en blanco.
—Vamos, Berry, nos fuimos hace unas horas. ¿Cómo piensan sobrevivir sin nosotros allá?
— No lo sé, y no podemos evitarlo. Todos estamos con caras tristes, incluso Pompón.
— Cariño, exageras…
— Al menos digo lo que siento. San, escúchame: debes saber que tu amiga allí presente... —explicaba Rachel, enfocando a su esposa detrás de ella —... está con un humor de perros desde que te fuiste y no quiere hablarlo con nadie. Después del trabajo, se encerró toda la tarde en nuestro cuarto. Te extraña y no quiere admitirlo.
—No es necesario que mientas ni que me acuses.
— ¡Todo lo que dije es verdad! ¡Vimos Frozen y te negaste a cantar las partes de Elsa!
—Rach, nunca he podido cantar como Elsa... —decía Quinn, frotándose cansinamente el tabique de su nariz —. En mi vida llegaría a notas tan agudas.
— Entonces, la próxima vez te cederé las partes de Anna. No todas, pero si una o dos estrofas...
— Detesto las partes de Anna —se quejó la abogada, mientras su esposa la escuchaba con la boca abierta en expresión de sorpresa —. Detesto a Anna y, es más, ¡también detesto Frozen! Listo. Lo dije.
— Tiene que ser una broma —habló la actriz en tanto inspiraba de forma profunda para no salirse de sus cabales —. Espero que te retractes de lo que acabas de decir, Quinn, o juro que habrá consecuencias.
— No pienso retractarme en lo absoluto. Todo es ruidoso y molesto en esas películas, como tú y Abraham durante la mayor parte del tiempo
— ¡Quinn Fabray, te lo advierto!
—No puedes obligarme a decir algo que no quiero, estamos en un país libre y democrático.
— Cielos, voy a extrañar a este par de idiotas —susurraba Santana mientras contemplaba con renovada fascinación al matrimonio Fabray-Berry, que continuó discutiendo hasta el momento de terminar la videollamada.
Con todo aquello, la morena pudo notar que las pequeñeces que le divertían de su vida en Manhattan ahora comenzaban a generarle algo de melancolía y añoranza. Se preguntó si acaso ahí no estaba el secreto de todo en la existencia: en los pequeños momentos, en los detalles inolvidables, en lo sutil pero irremplazable.
Pensando en eso estaba cuando escuchó que, en el piso de abajo, Axel y Maribel se reían de buena gana. Salió de su cuarto en dirección a las escaleras y, en silencio, tomó asiento en los peldaños mientras se deleitaba con aquellas carcajadas. Inevitablemente, en los labios de la latina se formó una media sonrisa dotada de una agradable sensación de triunfo: sea como sea, su mamá volvería a tener a alguien a quien amar, aunque tal vez no con la misma intensidad que en los tiempos en que su padre aún vivía.
En la pared junto a la escalera solo había una fotografía. En la misma, Samuel -a punto de mudarse a Washington- abrazaba a su madre por los hombros. Mientras tanto, algo apartada de ellos, Santana sonreía y posaba con su característico traje rojo de las animadoras del William McKinley High School. El padre de los hermanos López no aparecía allí por haber sido el encargado de tomar la fotografía. Y aunque todos lucían muy bien, a la latina le entristeció notar que esa imagen reemplazaba a otra mucho más significativa para ella. En el pasado, en aquel muro, el propio Carlos se había encargado de colgar una fotografía en la que sólo figuraban Santana y él mismo. La sacaron al mudarse a aquella casa, cuando la morena tenía cuatro años, y -de hecho- aquel momento era uno de sus recuerdos más felices: él, sonriente y vital, cargándola en brazos, susurrándole y haciéndola reír, mientras contemplaban la casa a punto de ser inaugurada...
Convivieron algo más de catorce años bajo el mismo techo. Y luego, llegó aquella fatídica tarde. Al rememorarla, a Santana le parecía que todo había ocurrido tan solo hacía un par de minutos. Tal vez por ello ya no estaba aquella fotografía en la pared de la escalera. Quizás esa era la forma en la que Maribel aprendió a lidiar con la pérdida del amor de su vida… A Santana le bastó aquella tarde de nuevo en Lima para entender que también le costaba estar en la casa a la que su padre jamás retornaría. Y todo debido a aquella discusión…
La culpa comenzaba a acecharla más pronto de lo esperado.
No es que quisiera excusar a su madre, ni pasar todo por alto, pero si intentaría ser más comprensiva y no malinterpretar sus comentarios. No quería hacerle pasar malos ratos ni causarle grandes molestias. Al menos, intentaría darle el beneficio de la duda por un tiempo.
Después de todo, la convivencia no era una experiencia sencilla ni espontánea. Todos allí podrían sentirse susceptibles e inquietos por diversas causas. Mientras que Axel y Santana estaban en un proceso de grandes cambios, Maribel -por su parte- tenía que adaptarse a compartir los espacios de su hogar con los miembros recién llegados de su familia luego de pasar años viviendo en soledad. De igual modo, la latina tenía que aprender a convivir de nuevo con los recuerdos de aquel sitio, con los momentos vividos en el pasado, con las risas y las discusiones de antaño. Y también, desde luego, tenía que aprender a lidiar con la culpa, con lo que le dolía más allá de lo explicable pero que ya no podía solucionar de ninguna manera. No era una tarea imposible pero, sin dudas, aún le quedaba mucho trabajo por delante.
