Capítulo 7

No es casualidad


Casi diez años atrás, durante una tarde de verano, una fina llovizna caía sobre quienes se reunían en un extremo del cementerio.

Samuel López sostenía a su madre del brazo mientras la mujer lloraba de forma desconsolada junto a la tumba de su marido. Por su parte, algo alejada de la multitud, Santana contemplaba todo el acto fúnebre aún sin poder creer que eso en verdad estuviera pasando: le parecía que todo aquello no era real y que, en cualquier momento, lograría despertar de una pesadilla.

Su padre sufrió un infarto luego de que ambos mantuvieran una acalorada discusión. El hombre murió camino al hospital y Santana sentía que todo había sido su culpa: no debió haberlo enfrentado ni mucho menos confesarle lo que le había confesado. Hubo tanto que no pudo decirle o preguntarle, y ya no tendría oportunidad de hacerlo. Él nunca la había juzgado, al menos no hasta antes de aquella discusión. ¿Por qué había reaccionado así? ¿Por qué? Si siempre aseguró que la amaba sin condiciones, ¿por qué no había sido capaz de aceptarla...?

Los sollozos y lamentos aumentaron cuando el féretro descendió a dos metros bajo tierra. Mientras sostenía una biblia humedecida por la lluvia en sus manos, el viejo sacerdote comenzó su discurso:

—Nos hemos reunido hoy para despedir a Carlos. No sin gran tristeza, debemos aceptar que nuestro hermano ahora se encuentra descansando en el sueño eterno. Quienes lo amaron, sepan que él ya no sufre. Ha vuelto al lugar más magnifico de todos, allí donde todos pertenecemos y de donde todos provenimos: a la raíz de la creación, a las manos de nuestro Creador.

Santana se aproximó hacia la tumba tras tomar un puñado de tierra húmeda. Dirigió su mirada hacia quienes estaban allí presentes y que la contemplaban con un dejo de tristeza que ella interpretó como lástima. Sin inmutarse, la joven latina soltó la tierra sobre el cajón en el que reposaban los restos mortales de su padre en tanto el sacerdote continuaba con un réquiem al que pocos escuchaban:

—...vuelve el hombre a su origen, donde todo es potencia incierta; vuelve el hombre al polvo, desde donde se forjó su cuerpo y se le dio un primer suspiro de vida...

—No lo soporto, papá... lo siento tanto —susurró Santana, cabizbaja, y -al cabo de unos segundos- echó a correr para alejarse del camposanto.

Durante su huida se encontró con Quinn, que detestaba los funerales y había estado contemplándolo todo a la distancia. De inmediato, la morena le explicó que lo mejor que podían hacer era irse de allí cuanto antes.

—Pero tus seres queridos están aquí...

—No están todos, Quinn. Falta alguien muy importante —la rubia se sorprendió y luego bajó la mirada.

— No he podido contactarla.

— ¿Lo intentaste por todos los medios posibles?

—No contesta ni los mensajes ni las llamadas. Es como si se la hubiese tragado la tierra.

—Hay que ir a buscarla —afirmó Santana y comenzó a caminar nuevamente hacia la salida.

— ¿Qué? ¿Ahora? —indagaba Quinn, siguiéndola más atrás.

—Sí. Necesito verla y saber que está bien. Aquí no me extrañarán: mi madre está con todo su show dramático, Samuel no habla, mi abuela tomó tantos tranquilizantes que no se acuerda ni de su nombre y ese cura senil se la ha pasado diciendo que todo esto era parte de un plan divino. ¡¿Qué puede saber ese anciano estúpido sobre lo que ocurre o lo que va a ocurrir?!

—Sé que esto es muy difícil, Santana, pero tienes que hacer lo posible por mantener la calma

— ¡No me pidas que me calme, no hoy! ¡Es uno de los peores días de mi vida y si no lo entiendes será mejor que me dejes en paz!

La morena quiso volver a correr pero la rubia la apretó contra su pecho, con fuerza, intentando contenerla y retenerla; y aunque Santana luchó y se resistió, pronto terminó dejándose abrazar por su amiga.

—Solo le dije lo que sentía, Quinn, lo juro. Le dije la verdad, toda mi verdad. Y se enfadó tanto, tanto, y luego me dijo esas cosas tan horribles...

—Lo sé, cariño, lo sé. Llora, necesitas llorar.

— ¿Cómo puede ser este un plan de Dios? ¡¿Cómo?! ¡No lo entiendo!

La muchacha ojos verdes prefirió guardar silencio. ¿Qué se podía decir o agregar en momentos de esa clase? La fe y las convicciones de Quinn eran claras pero -aun así- temía que nada de lo que hiciera o dijera serviría de consuelo para Santana.

La rubia fue testigo del momento exacto en el que a la morena le confirmaban que su padre había fallecido, una escena demasiado desgarradora y reciente como para querer rememorarla. Desde entonces, Quinn no se había separado del lado de la latina. Sin embargo, a pesar de todo el dolor que cargaba a cuestas, Santana solo admitía que necesitaba a aquella otra persona... y tenía razón al protestar por ello.

—Vámonos. No resolveremos nada quedándonos bajo la lluvia —dijo Quinn, pasando el brazo izquierdo de su amiga por sus hombros para que le abrazara la espalda, y -en esa pose, sin soltarse- caminaron hacia la salida del cementerio.

—Ella debería estar aquí...

—Y es por eso que iremos a buscarla, San. Mereces una explicación.

Viajaron en el auto de la madre de Quinn. Luego del accidente automovilístico, y tras varios meses sin estar frente al volante, la rubia se atrevió a volver a conducir con tal acompañar a su amiga en aquella tarde fúnebre. A su lado, en el asiento del copiloto, Santana solo continuaba anhelando el momento de despertar.

—Cambié para mañana mi última cita con el traumatólogo. Si quieres, una vez que lleguemos, puedo esperarte.

—No, Quinn, descuida —con disimulo, la morena se secó la nariz con el puño —.Ya has hecho suficiente.

—O puedo conducir por los alrededores en caso de que me necesites...

—Estaré bien, Fabray, de verdad. Deberías irte con la duendecilla que elegiste por novia.

—Estuve con ella anoche. Me llevó un rato convencerla para que no venga al funeral. Le dije que tu familia quería mantener todo esto en privado.

— No necesito que nadie más me vea así... suficiente tengo contigo.

Quinn giró en una esquina y aceleró en tanto inspiraba de forma profunda. Aunque hacía lo posible por mostrarse como una figura de apoyo, comenzaba a exasperarle la actitud de su amiga. Se entendía que debía estar devastada por los trágicos acontecimientos que habían ocurrido en su vida durante esos pocos dias, pero ¿acaso no podía tener mejores modales? La verdad es que un simple "gracias" de parte de Santana no le vendría mal. ¿Acaso lo que ocurrió con su padre no le había ayudado a comprender que el orgullo no la llevaría por buen camino? ¿No veía que nadie tenía la vida garantizada? ¿Qué más debía pasarle para que valorara a quienes tenía a su lado?

— ¿Tu madre no es de las que guarda brillo labial aquí, verdad? —indagó la morena, para cambiar de tema, husmeando en la guantera del auto.

— Lo dudo, no conduce mucho desde que empezó a salir con el tipo ese de la iglesia —murmuraba la rubia en tanto estacionaba frente a la casa de aquella otra chica, en una zona boscosa al noreste de Lima —. Entonces te llamaré por la noche. También puedes llamarme o escribirme cuando quieras.

— Lo sé, Fabray.

—Pero si no me contestas, apareceré en tu casa y me aseguraré de darte una paliza.

—Al menos te das una idea de lo molesta que me he sentido durante estos días…

Ambas miraron con intriga y recelo hacia la casa victoriana ubicada a unos metros de distancia.

— ¿Y si está evitándome…?—susurró Santana, con temor.

— No saquemos conclusiones apresuradas. Debe haber una razón para que esté actuando así… al fin y al cabo, nada ocurre sin un motivo.

La morena puso los ojos en blanco: no tenía ánimos para escuchar otra brillante frase de consuelo por parte de nadie. Estaba convencida de que esa clase de discursos sólo le servían a quien se atrevía a decirlos.

Quinn había cambiado desde que tuvo aquel accidente de auto en el que vio pasar su corta vida frente a sus ojos. Desde entonces, no solo había aprendido a no enviar mensajes de texto mientras conducía y había afianzado su relación amorosa con la insoportable de Rachel Berry, sino que -al parecer- también tuvo una especie de revelación en la que se le confirmó que el hecho de hacer entrar en razón a los demás era su deber. A Santana no terminaba de convencerle esta repentina sensatez en su amiga y, a diferencia de otros, no le interesaba darle palmaditas en la espalda cada vez que se mostraba como alguien fuerte y maduro. ¿Ahora qué cliché se atrevería a soltarle? ¿Algún argumento cursi en defensa de Dios, tal vez? ¿Le diría que Él, en su innegable generosidad, debía tener grandes cosas preparadas para ella? ¿O que las formas en que esa deidad podría obrar no dejaban de ser misteriosas? Sea como sea, todo discurso al respecto sería en vano. La morena estaba harta de que otros intentaran justificar lo que había ocurrido. Y si Dios en verdad existía y era tan bueno, ¿por qué permitía el dolor y el sufrimiento?

Todo le parecía una tontería, un chiste cruel, cuando no un completo sinsentido.

Por aquel momento, Santana solo sabía que necesitaba de su mejor amiga desde la infancia, de su gran amor. El tiempo desde que no se habían visto se sentía como una eternidad pese a que solo habían pasado un par de noches sin verse ni hablarse. La muerte del padre de Santana interrumpió el curso natural de la vida de la latina y del resto de su familia. De un momento a otro, se vieron yendo de aquí para allá, todos envueltos y azotados por un torbellino de confusión y pesar. Pese a ello, en los pocos ratos libres que tuvo durante esos días tan grises, la morena llamó incansablemente por teléfono a su novia y nunca le contestaron. La situación se tornaba desesperante y, como bien había dicho Quinn, Santana merecía una explicación.

Se despidió de su amiga y esperó a que se marchara. Solo entonces volteó a ver hacia la casa. Todas las luces de aquel sitio estaban apagadas, lo que solo alimentaba su incertidumbre. Necesitaba respuestas, necesitaba creer que lo de ellas era verdadero y que nada malo estaba ocurriendo. Mientras comenzaba a llover con más ímpetu, trepó la cerca y se inmiscuyó al patio trasero. Ya no estaba la escalerilla junto a la ventana del segundo piso, aquella con la que tantas veces logró escabullirse al cuarto de esa hermosa chica. Husmeó como pudo en cada ventana de la planta baja y, poco a poco, fue comprobando que dentro de ese lugar ya no había ningún mueble.

Corrió hasta la entrada de la casa, tocó el timbre y golpeó la puerta hasta casi lastimarse los puños. No hubo respuesta. Muy cerca de allí, bajo un rosal enclenque y mal cuidado, encontró tirado el pequeño cuadro de cristal con la foto de ambas que le había regalado para San Valentín. Lo tomó con confusión e hizo lo posible por limpiar el lodo que lo ensuciaba. Y entonces, una voz masculina le habló a la distancia:

—Se fueron hace dos días —la latina miró hacia la calle, desde donde un anciano con sobretodo volvía de pasear a su perro, un bulldog regordete y mal agestado—. Primero los padres con las chiquillas. Después vinieron unos tipos que metieron todo lo que pudieron en un camión y también se largaron sin decir nada.

—Pero… —Santana apenas era capaz de articular palabras pues sus labios temblaban de angustia y temor —. ¿Por qué? ¿Dónde fueron…?

El hombre se inclinó de hombros.

—Nadie lo sabe. Al menos tuvieron la gentileza de dejar la escalerilla del patio trasero, se las presté hace tantos años que casi olvidé que la tenía. Tal vez fue para mejor. Mi esposa dice que eran inofensivos pero para mí eran unos cretinos —se carcajeó el anciano y, mientras se marchaba hacia su casa arrastrando a su mascota de la correa, exclamó: — ¡Será mejor que se vaya, señorita, o pescará un resfriado!

Santana no se movió durante largo rato, sin saber qué pensar o qué hacer, a punto tal de quedar empapada por la lluvia. Reaccionó ante el poderoso estruendo de un trueno que hizo vibrar la tierra a sus pies. Solo entonces comenzó a correr por la calle, sin rumbo fijo, como enloquecida, queriendo seguir un rastro ya imposible de descifrar. Pasados unos interminables minutos, comprendió que no podría hacer nada para alcanzarlos. Se quedó parada en medio de la calle divisando un horizonte y una realidad en donde ya no se encontraría con la persona que más había amado.

¿Por qué la dejó atrás? ¿Qué no entendía que la necesitaba allí? ¿Por qué desapareció de pronto?

Alejó de su pecho el cuadro que mantenía abrazado y lo contempló: a pesar de ser tan diferentes parecían tan felices… Volvió a mirar hacia la carretera y allí tuvo la clara y aterradora sospecha de que nunca más volverían a verse y ella había sido de las últimas en enterarse de ese hecho. Todo fue una mentira, todo había sido en vano. Un inmediato sentimiento de odio empezó a arrasar con todo en su interior con la fuerza de mil incendios. Furiosa como nunca antes lo había estado, tiró el cuadro para que se estrelle y estalle contra el piso y, entre el ruido de los cristales que se rompían, solo logró gritar:

— ¡Maldición!


Había pasado tanto tiempo, habían vivido tantas cosas.

A Santana le parecía que el mundo se movía de manera lenta como en un mal sueño. Hizo lo posible por dejar aquellos recuerdos atrás, por no hablar ni pensar al respecto. Creía que lo había superado pero solo ahora notaba cuán equivocada estaba. Todo permanecía en su cabeza de una forma clara, dolorosamente exacta, tanto así que no pudo hacer más que revivir las horribles cosas que sintió en ese entonces.

Volvían a estar una frente a la otra y solo una de ellas -la que usaba una camisa con el logotipo del supermercado en el que se encontraban- se ilusionó con ese reencuentro. ¿Sería esta feliz coincidencia un simple acto del destino? Le gustaba creer que hasta los tontos como ella tenían suerte de vez en cuando. Pero esto era algo más que el azar o la buena fortuna. Era como aquello que le dijo su mentora allá en Londres y que tanto la había marcado, aunque en ese instante no podía recordar sus palabras con claridad. Tenía algo que ver con las ardillas. No. Con lo que comían las ardillas. ¿Nueces? No, como lo que tanto perseguía la ardilla esa de La era del hielo. ¡Bellotas, si, bellotas!

"Si cada bellota sabe cómo convertirse en roble, ¿tú de qué te preocupas? Puede que ahora no tenga sentido, pero alguna vez entenderás que esto era lo único y lo mejor que te pudo haber pasado."

Fue lo último que escuchó de boca de aquella mujer y recién ahora comenzaba a comprenderlo: las cosas eran y se daban de cierta manera, naturalmente, en el momento justo y en ningún otro, ni de ninguna otra forma. Nada de lo que estaba ocurriendo podía ser una casualidad.

Para Santana no fue tan sencillo de asumir. Entre recuerdos y tormentas, la morena logró pensar en probabilidades: millones de personas, cientos de lugares en el mundo, una enorme suma de segundos que se hacían minutos y estos- a su vez- llegarían a transformarse en meses y años... ¿Y justo tenía que reencontrarse con aquella mujer en ese preciso instante? Podía entender que, volviendo a Lima, existía la remota posibilidad de chocar de repente con un ex compañero como le ocurrió con Finn Hudson. Pero esto... esto no tenía lógica alguna: durante años se había convencido a sí misma de que esta situación nunca podría ocurrir. Para ella, estaba ocurriendo lo imposible.

A todo esto, tan solo habían pasado un par de segundos en aquel mercado. El ruido de la botella vino al caer y quebrarse por fin se acabó. El mundo se reconstruyó de un golpe y les devolvió la conciencia. Ahora, cada una era de nuevo la persona que diez años- y todos sus actos y consecuencias- habían sabido moldear. Se mantenían enfrentadas sin saber qué decir, petrificadas antes que estoicas, solo atinando a mirarse y reconocerse.

Aunque Santana quiso evitarlo, las lágrimas empezaron a asomarse en sus ojos marrones e impenetrables. Titubeó y prefirió mirar hacia otro sitio. Temía que el pánico se apoderaría pronto de ella por lo que tenía que buscar una forma rápida de solucionar aquel desastre: quizás aún podía hacer que esto continuara siendo imposible. Tomó una bocanada de aire y empezó a correr directo a su auto, sin dudarlo y sin mirar atrás.

En tanto llegaba al estacionamiento y buscaba sus llaves de forma apresurada (¡¿Por qué tenía tantos objetos inútiles en su bolso?!), unas tibias manos la sujetaron por el brazo. La latina sintió como si un shock eléctrico atravesara su cuerpo cuando percibió aquel calor. En verdad creyó que su corazón se iba a detener.

—Pedí tanto por un momento como este… —murmuró la otra mujer, con un hilo de voz.

— ¡¿Qué haces aquí, Brittany?! —exclamó Santana, haciendo lo imposible por no empezar a sollozar de forma desconsolada.

¿Cuándo había sido la última vez en que fue capaz de pronunciar ese nombre en voz alta?

— ¿Qué hago aquí...? —La chica rubia ladeó un poco la cabeza como lo haría un cachorro confundido. —Trabajo medio turno aquí, soy repositora...

— ¡Por un demonio! ¡Me refiero a Lima!

Brittany Susan Pierce, a sus 28 años, entendía que -en esencia- seguía siendo ella misma. ¿Por qué Santana tenía que verla y comportarse como si fuera una completa desconocida? Brittany seguía siendo alta, de cabello rubio y de maravillosos ojos azules. Le alegraba haber heredado aquel rasgo de sus orígenes holandeses: si pudiera tener otro par de ojos adicionales, los llevaría con orgullo. Pero eso era todo lo que podía agradecer de Holanda porque, para ser honesta, no le gustó mucho estar allí. Le agradó más Londres, en donde alguna vez se consagró como bailarina y estudió para ser coreógrafa.

Hacía casi dos años que vivía en Lima y ahora más que nunca creía que haber vuelto fue la decisión correcta. Se sentía muy afortunada por estar allí en ese momento y no podía dejar ir esa oportunidad. Confiaba en ello pese a que se encontraba tan o más nerviosa que la mujer a la que sujetaba.

— ¿¡Qué quieres?! ¡¿Estás buscando una pelea o algo así?! —se resistía la morena, forcejeando para que la suelten.

— ¡No, jamás pelearía contigo! Y no estoy buscando nada, lo juro.

— ¡Entonces ya quítame tus malditas manos de encima!

— Lo haré, pero antes tienes que escucharme: creo que vine aquí para... encontrarte —dijo la rubia, de forma vacilante pero sincera; no se sentía capaz de soltar a Santana ni de retener sus propias lágrimas: verla así de enojada empezaba a resultarle muy doloroso.

La morena detuvo sus forcejeos solo por un instante para mirarla con una mezcla de asombro e incredulidad.

— ¡Déjame! ¡Ya, suéltame! —exclamó nuevamente porque le parecía que aquella mujer la estaba tomando en broma y eso la indignaba de sobremanera —. ¡Déjame ir o…llamaré a la policía!

En un acto desesperado, Brittany optó por taparle la boca con las manos, arrinconándola con fuerza entre su auto y ella. Solo así tuvo tiempo para volver a ver de cerca esas facciones latinas que tan bien recordaba: los años no habían tocado aquel rostro en lo absoluto

—Permíteme explicarte qué ha pasado, Santana. Estoy segura de que debes sentirte como cuando no puedes terminar un rompecabezas, que tienes preguntas sin resolver —La morena cerró los ojos con fuerza, convencida de que no tenía nada que oír de parte de aquella mujer. —No temas, por Dios, sé que esto se ve mal pero no quiero hacerte daño —explicaba Brittany en tanto iba bajando el tono de su voz —. Tan solo mírame, por favor…

Un par de lágrimas escaparon de los ojos de Santana, que renegaba en silencio. No le temía, nunca lo había hecho. Sin embargo, ya era muy tarde para que esa mujer dijera que no quería hacerle daño: casi diez años tarde. Ambas respiraban agitadas hasta que, poco a poco, Santana dejó de luchar para liberarse. De forma lenta pareció ir recobrando la calma e incluso volvió a mirar a fondo aquellos ojos azules frente a ella. Los recuerdos se amontonaban y desfilaban una y otra vez por su mente.

— Perdón por taparte la boca. Lo único que te pido son unos minutos para a hablar en calma porque, escucha: yo tengo las piezas que faltan. Tarde o temprano, todo se pone en su lugar, ¿no crees? —Preguntó Brittany que, aunque le temblaba la barbilla y no quería parecer una psicópata, sonrió de forma leve cuando la latina hizo un gesto afirmativo — Ahora voy a soltarte.

Alguna vez que otra vez aquella rubia había imaginado cómo podría ser el volver a hablar con la latina, pero en ese momento solo decía lo que podía. Cumplió con lo dicho y liberó a la morena, que apenas se movía y respiraba. No obstante, ni bien Brittany retrocedió unos pasos, Santana corrió a su puerta y se metió en el auto: no tenía por qué obedecer o aceptar alguna propuesta de parte de nadie.

— ¡Santana, aguarda! ¡No te vayas, por favor! ¡Necesito explicártelo todo, como intenté hacerlo aquella vez con Quinn...! — rogaba la rubia mientras golpeaba en los vidrios con las palmas de sus manos, ahora sin parar de llorar.

La morena encendió el motor y arrancó sin que nada le importase. Brittany no dudó en seguirla corriendo tan rápido como le fue posible. Santana la veía por el espejo retrovisor mientras negaba con la cabeza, como intentando borrar su imagen de allí, queriendo no comparar esa escena con la que ella misma vivió años atrás pero haciéndolo de todas formas.

Finalmente, la rubia también desistió de la carrera y -agotada- dejó que aquel auto negro se mezclara y se alejara entre el tráfico de la tarde.