Capítulo 8
El club
Ni bien llegó a casa de su madre, Santana subió hasta el cuarto de baño y se encerró allí. Se apoyó temblando contra el lavabo en tanto sentía que todo a su alrededor daba vueltas y eso, a su vez, le causaba nuevas nauseas. Miró su reflejo en el espejo y se llevó una mano a la frente, segura de que estaba a punto de enfermarse.
Cuando el malestar fue menos intenso, se metió a la ducha en un intento por apaciguar el caos que acontecía en su interior. El agua tibia escurría por su cuerpo. Se frotó el cuello y los brazos con especial fuerza y urgencia, como si estos se hubiesen visto gravemente contaminados. Tras quitarse restos de jabón de los ojos, deslizó sus manos por su cara y las mantuvo por un instante sobre sus labios. ¿Cómo se había atrevido Brittany a retenerla por la fuerza y a taparle la boca? ¿Por qué no fue capaz de defenderse? Fue la ausencia de esa rubia la que había destruido sus sueños de juventud. No se merecía ni un atisbo de atención ni de compasión.
Pero, por más que se esforzó, Santana no pudo dejar de pensar en el reencuentro de ambas durante el resto del día. Apenas pudo aparentar que nada fuera de lo común le había ocurrido. No quiso cenar con su familia. Encargó una pizza para ellos y se recostó argumentando que le dolía la cabeza (y era cierto).
—Logré que Axel se siente a ver una película en mi cuarto— comentó Maribel, entrando a la habitación de su hija sin llamar a la puerta.
—Gracias por pasar la tarde con él…— murmuró Santana, con la cara hundida contra su almohada.
—Es un buen chico, se portó muy bien en nuestra salida —decía la otra mujer mientras encendía las luces y juntaba las cortinas en la ventana —. Mis amigas estaban encantadas y no paraban de hacer monerías para que se ría pero él no dejaba de preguntar por ti. Creo que están demasiado apegados.
—Tiene menos de dos años, el apego en su caso es algo más que comprensible.
—¡Y lo poco que habla! ¿No deberíamos preocuparnos…? A su edad, tú hablabas tres veces más que él. Eras como una esponja: aprendías cada palabra que decíamos, sea buena o mala, tanto en inglés como en español. Tu padre y tus abuelos estaban tan orgullosos, aunque debo admitir que a mí me desesperabas un poco. A veces no parabas de parlotear. Hablabas, hablabas y hablabas…
—Mamá, por favor, ahora no.
La latina levantó la cabeza para advertirle que no se encontraba de buen humor pero Maribel notó de inmediato que algo más le estaba ocurriendo a su hija.
—Estás pálida, Tana, como si hubieses visto un fantasma.
Santana se ladeó para darle la espalda.
—Solo tuve una tarde más complicada de lo esperado.
—No me digas que todo esto es por la discusión que tuvimos. ¿Crees que fui muy dura contigo? —indagó Maribel en tanto se sentaba en el borde contrario de la cama, sin tener conocimiento del miedo y la confusión que renacían en su hija.
—No, mamá, tú no tienes la culpa de esto…
—¿Entonces quién la tiene? ¡¿A quién hay que moler a golpes?!
Aunque la morena intentó reír, pronto sus gestos no pudieron ocultar su aflicción. No quería llorar cuando su madre estuviera presente: temía que, si se derrumbaba en ese instante, podría terminar revelando alguna parte de una historia y una verdad que había logrado evitar por diez años. Maribel le acarició el hombro en señal de afecto y la suavidad de su trato atentó con resquebrajar y derretir la coraza de hielo y orgullo de Santana. Había vuelto a Ohio para esto, para a sentirse acompañada, pero en ese momento se sentía muy sola. El que su madre estuviese allí para presenciar el dolor que emergía de su interior lo hacía todo aún peor. ¿A quién podría gustarle ver a un hijo sufrir? Debió haberse marchado a otro lugar que no fuera Lima, mantenerse a salvo en la distancia.
—¿Sabes? Estuve recorriendo la ciudad y fue decepcionante —se esquivó, aunque lo que decía no era un invento —. Me sentí como esos turistas que visitan el lugar que tanto anhelaban conocer y se dan cuenta de que sigue siendo como cualquier otro: con basura, mucho ruido, con gente de mal humor, gente con la que no quieres toparte… —dijo mientras la imagen de su fugaz reencuentro con Brittany reapareció entre sus recuerdos.
Para su suerte –o desgracia–, Maribel la trajo de vuelta a la tierra con uno de sus comentarios mordaces:
—Pues yo me he topado con mucho de eso desde que se mudaron de Manhattan y no he hecho tanto aspamento.
Santana miró a su madre de forma cansina y meneó la cabeza. ¿Qué se podía hacer ante una mujer así? Primero te brindaba una caricia o una palabrita amable, como para bajarte la guardia y calmarte, y luego, ¡ouch!, el reproche. Agudo, certero y despiadado como un cinturonazo en las nalgas. Podría ser una técnica útil en un rodeo pero Santana no era una bestia a la cual había que domar.
—Está claro que no puedes esperar a librarte de nosotros —se quejó la morena en tanto se paraba de su cama con rumbo a su cómoda —. O, al menos, de mí.
—No he dicho eso…
—Oh, vamos, mamá: si yo no hubiera estado tan atenta, ya me habrías devuelto a Nueva York con una estampilla pegada en la frente.
—Hablas como si fuera una tirana. Ya te dije que aquí siempre habrá sitio para ambos. Aunque tienes que admitir que no me lo has puesto tan fácil como lo ha hecho Axel.
—Quizás es porque él aún no habla ni tiene por qué defenderse—comentó la morena en tanto abría uno de los cajones de su cómoda y revisaba entre la ropa limpia que había acomodado durante aquella misma jornada.
—Ah, ¿y tú crees que has tenido muchas razones para defenderte?
—¿Dónde están mis cigarrillos? —murmuró Santana, para sí, sin dejar de rebuscar entre sus cosas —. No quieras desentenderte del asunto. Desde que llegué, has criticado cada una de mis decisiones.
—¡¿Yo?! —Maribel se paró llevándose las manos al pecho, indignada. —En este tiempo solo he querido comprenderte, Santana, pero con lo sensible que estás últimamente estallas ante todo lo que digo o hago.
—Y me he contenido, mamá, porque si hablara, si yo hablara de verdad…—la latina se aproximó hacia su madre, apretando los dientes y señalándola con su índice izquierdo.
—¿Qué?—le preguntó ella, sin inmutarse—. Adelante, chica. ¿Qué es lo que tienes para decir?
Santana tragó saliva mientras le sostenía la mirada. El recuerdo que tuvo de la mujer que lloraba destrozada junto a la tumba de su marido se le sobrepuso sobre la cara impasible que su mamá tenía por aquel instante. Sus manos comenzaron a temblar como producto de la angustia y el enojo contenidos, por lo que pronto dejó de señalar a la mujer que le dio la vida y bajó la cabeza, apenada por su propia vulnerabilidad.
Hablar con la verdad era arriesgarse a abrir viejas heridas. Por querer ser honesta años atrás, Santana había perdido a su padre y no estaba dispuesta a profundizar en cualquier detalle cercano a aquel tema si debido a ello su madre también saldría herida. Tenía que lidiar con esa renovada carga que la abrumaba sin que Maribel lo sospechara. La culpa era de ella misma, debía controlarse o temía que pronto se quedaría sin nada.
—¿Qué esperas que diga? —preguntó en un susurro —¿Que puede que tengas algo de razón? ¿Que lamento ser un desastre, como me dijiste hoy por la tarde?
—Me das la razón y te disculpas, interesante —admitió Maribel, cruzándose de brazos— ¿A qué te saben esas palabras?
— ¿Si te soy sincera? A vómito.
—Ay, Tana…
—Bueno, te advertí antes de la cena que no me sentía bien. —Sin poder evitarlo, los ojos de Santana brillaron en el momento en que su cabeza dio con una excusa que le permitiría abandonar esa charla sin tener que ponerse en mayores aprietos. —Puede que los antiácidos ya no me estén sirviendo así que será mejor que vaya a comprar algo más.
—¿A esta hora? No deberías medicarte por tu cuenta, ¿no prefieres que te prepare una sopa o un té de hierbas…?—indagaba Maribel en tanto seguía a su hija por el pasillo hacia la escalera —¿Y qué pasa si Axel vuelve a preguntar por ti y se angustia? No has estado con él en casi toda la tarde.
Ambas se detuvieron frente al cuarto de Maribel y, cuando la morena abrió la puerta, contemplaron en silencio cómo Axel dormía a sus anchas en el centro de la cama de su abuela.
—No lo veo muy angustiado —reía Santana, pensando en que su niño dormía con los brazos y las piernas estirados cual estrella de mar al sol —. Tomaremos esto como un ejercicio de desapego, ya que te preocupa tanto ese asuntito— agregó antes de dejar un beso leve en la mejilla de su madre —. Volveré pronto.
Maribel la contempló bajando por la escalera y tomando el primer abrigo que encontró en el perchero junto a la puerta. Salió de forma enérgica, sin mirar atrás. La secuencia de su marcha se escuchó lo suficiente como para alterar la calma habitual que envolvía las calles para aquel horario: la alarma del auto siendo desactivada, los chasquidos de apertura y cierre de la puerta, el sonido del motor al ser encendido y -tras un instante- el arranque, la aceleración y un derrape impertinente ya a la distancia. ¿Qué dirían los vecinos…?
La mujer esperó a que la casa quedase sumida en silencio y solo entonces se permitió sentir un escalofrío de turbación y enojo. ¡Aquella chiquilla incluso huía de las discusiones tal y como lo hacía su padre! Cuando eso ocurría, podían pasar semanas enteras en las que Carlos solo veía a los niños cuando estos ya dormían o estaban a punto de hacerlo. Huía de lo que sea con tal de no enfrentar a su esposa. Ahora, sin embargo, Maribel no podía –ni quería– permitir que se repitieran las historias…
Ya no le quedaban dudas de que a Santana le pasaba algo y no se estaba esmerando lo suficiente en ocultarlo, como si no supiera con quién se estaba metiendo. Ahora, por ejemplo, Maribel sabía que su hija iba camino a comprar cigarrillos, aquellos que buscó en el cajón de su cómoda y que no encontró porque su propia madre los había arrojado a la basura cuando nadie la estaba observando. A veces era tan fácil y decepcionante el descubrirla en sus tretas.
Para Maribel una sola cosa era importante: tratar de ir siempre un paso adelante, sigilosa y en alerta, para no perder ni ceder el control. Quería darse a respetar, que no la pasen por arriba. Si alguien debía doblegarse en esa casa, no sería justamente ella. Con algo más de insistencia, Santana y todas sus murallas se derrumbarían como un castillo de naipes. Pronto bajaría la guardia y le contaría qué le ocurría en realidad. Tanta terquedad y orgullo no la llevarían por buen camino y eran imposibles de sostener en el tiempo. Si su madre no estaba allí para presenciar ese acontecimiento, ¿quién lo haría?
Quinn contemplaba una hoja de cálculos en su computadora sin terminar de comprender lo que estaba viendo. Su familia ya dormía pero ella no quería unírseles hasta terminar de hacer una lista con sus gastos del último tiempo. Sin embargo, dicha tarea se le estaba complicando más allá de lo imaginable. En épocas pasadas, Blaine se hubiera encargado de tranquilizarla acerca de su estado financiero. Quizás le hubiera aconsejado que hiciera algunos recortes con la misma discreción con la que hablaban respecto a ciertos gastos que la abogada tenía por su cuenta… Era una lástima que, dadas las circunstancias, ellos tampoco volverían a verse ni hablarse.
—¿Y tú no piensas irte a la cama? —indagó Rachel, que se había levantado a tomar un vaso de agua, ante lo que su esposa dio un pequeño respingo de susto.
— En un momento. Debo terminar con un asuntito que tengo pendiente.
— ¿De nuevo te dieron trabajo extra?
—Sí, pero es algo sencillo —mintió Quinn porque su esposa no estaba enterada sobre cada una de sus decisiones financieras —. Solo es… un informe que me pidió Richard.
La actriz hizo un leve mohín.
—Pues dile que tengo dos audiciones en esta semana y que necesito dormir y que me den un buen papel o, de lo contrario, procederé a saltar desde el puente de Brooklyn.
La rubia se rio negando con la cabeza.
—Estoy segura de que los vas a deslumbrar, cariño.
—No sé, no he tenido una gran racha en este tiempo. A veces temo que nunca me irá mejor que cuando fui…
—...Funny Brice, en Funny Girl, tal y como Barbra Streisand lo hizo. Conozco la historia.
—Nunca es un mal momento para recordar mi primera noche de estreno. Además, pronto se cumplirán ocho años de eso —suspiró Rachel —. ¿Y si se me está acabando la suerte?
—Tonterías. Te esfuerzas mucho por hacer bien tu trabajo. Aunque no siempre obtengas los protagónicos, aun así, han reconocido tu talento en cada elenco en el que has participado. Piénsalo. Hace meses que interpretaste a Desdémona por última vez y se sigue hablando de ello. Eso no es suerte. Eres tú, Rach, siempre has sido tú.
La actriz sonrió. A veces olvidaba lo buena que podía ser Quinn para convencerla de que todo estaría bien.
A Rachel le interesaba obtener otro papel importante porque rentar y vivir en Nueva York era costoso y en los últimos meses sus ingresos habían sido escuetos a comparación de otras épocas liderando sobre las tablas. Y allí estaba Quinn, apoyándola a pesar de su (casi) cesantía, alentándola para que siga adelante con el teatro. Ambas sabían que había temporadas en que el mismo no era muy redituable pero nunca cuestionaban que la actuación era el propósito en la vida de Rachel, su razón de ser. Si fuera por la judía, sin dudas moriría sobre un escenario.
Sin embargo, con Quinn estaban discutiendo más seguido, lo que le hacía suponer que su esposa empezaba a resentir el tener que llevar gran parte de la carga ella sola. ¡Si la pobre hacía trabajo extra casi a diario con tal de mantener a la familia a flote! Y la abogada no se quejaba, sino que seguía trabajando en silencio.
"Pero la compensaré." Pensó Rachel mientras observaba a la rubia tecleando en su computadora.
A ella también le importaba su familia. Tanto amaba cómo eran cuando estaban juntos que, en el último tiempo, otra razón para insistir con las audiciones surgía a diario por su cabeza: a Rachel le gustaría que su familia volviera a crecer. En otras palabras, quería tener otro hijo.
Una nueva fertilización in vitro era inviable en su situación monetaria actual pero quizás podrían recurrir a otro método menos invasivo si es que a Quinn le espantaba la idea de volver a enfrentarse a las pruebas de sangre, las citas médicas y toda la incertidumbre que aquello podía acarrear.
Por supuesto, antes que nada, Rachel tenía que hablar al respecto con su esposa solo que aún no hallaba el momento (ni el valor) para hacerlo. Obtener un buen papel le ayudaría a allanar el terreno y a sentirse más segura en su decisión de lo que ya lo estaba.
Comenzaba a plantearse, incluso, buscar otro trabajo. Quizás podría anotarse para hacer tutorías en alguna universidad o dar talleres de dramaturgia. En su caso, las posibilidades siempre le parecían infinitas e igualmente emocionantes. Sin dudas, valdría la pena el intento. Era cierto que amaba la actuación con todas sus fuerzas pero, ¿acaso no era capaz de hacer otras cosas? ¿No debería amar un poco más a su familia que a su carrera? ¿Preocuparse más por su bienestar y el de su matrimonio que por ser una estrella?
—Eres maravillosa, ¿lo sabes? —le dijo a Quinn, que asintió sonriendo de forma coqueta.
—¿Y tú sabes lo afortunada que eres? Debes ser la envidia de toda América.
—Oh, créeme, lo sé —reía Rachel, siguiendo la broma —. Cada vez que me paran en la calle para preguntarme qué es lo que más amo de ti, por supuesto que yo respondo: su modestia. —La rubia volvió a reír y procedió a bajar la tapa de su computadora portátil. — ¿Ya vienes a la cama…?
—En cinco minutos— susurró la ojos verdes con voz seductora, ante lo que su esposa se mordió el labio inferior. ¿Cómo no querer más hijos con una mujer así? —. Ordeno este lio, me cepillo los dientes y seré toda tuya.
—Eso espero—sentenció Rachel, marchando de nuevo hacia su cuarto.
Quinn se apuró en juntar unos documentos que tenía desparramados sobre la mesa, de muy buen humor. Pero, cuando ya estaba a punto de terminar, su teléfono empezó a vibrar con una llamada entrante. Miró a ambos lados de la habitación en la que estaba, como temiendo que alguien la estuviera observando y luego avanzó a toda velocidad hasta la puerta que daba hacia la terraza exterior del departamento.
—¿Crees que estas son horas para hacer llamadas...? —Se quejó en voz baja pero sin ocultar su aire de reproche — Si Iker se despierta, no lo sacaremos de nuestra cama en toda la noche. — A la rubia le pareció percibir un débil sollozo — ¿San...? —La abogada se alarmó—. ¿Qué ha pasado? ¿Axel está bien? —preguntó tras notar que la morena no respondía —. Santana, vamos, no me preocupes…
En Lima, en las afueras de una estación de gasolina, la morena se cubría la boca con su mano en un intento de contener su enojo y su llanto. Ni siquiera sabía cómo fue capaz de conducir hasta allí pues, desde que salió de la casa de su madre, había sufrido una desconexión de su accionar que le permitió concentrarse solamente en lo que acontecía en sus pensamientos: su ex novia parada frente a ella, asombrada, vestida con aquel uniforme, (¿desde cuándo trabajaba allí?, ¿alguien más la habría visto o reconocido? ¿Habría manera de hacer que la reubiquen en otra sucursal, al otro lado del país, tal vez?); luego sujetándola, arrinconándola, pidiéndole que la escuche, (¿y si la acusaba con algún superior y lograba que la despidan…?), porque tenía cosas que explicarle (¿qué "cosas"? ¡No tendría que importarle!), intentó explicárselo también a Quinn… ¿Había dicho eso último o lo imaginó?
—Hoy choqué con Brittany— logró decirle a la que, hasta entonces, creía, era su mejor amiga.
Quinn abrió mucho los ojos. Tuvo la instintiva sensación de que tenía que huir, tan poderosa que por poco suelta el teléfono para que caiga desde el balcón. Lo hubiera hecho de no ser porque el móvil era nuevo y -si llegaba a golpear sin querer a algún transeúnte con aquel aparato- cabía la posibilidad de que la demanden (dolo eventual, sin dudas, pero ese era otro asunto). Ahora era cuando correspondía aplicar lo primero que les recomendó un profesor en la universidad: ante la duda y antes que nada, niéguenlo todo.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué Brittany? —indagó la rubia con un aplomo muy bien impostado.
—Brittany Pierce, la única que hemos conocido — afirmó la latina ya convencida de que las últimas palabras que le había gritado aquella mujer habían sido ciertas.
Se habían visto, en el pasado o hace muy poco; lo mismo daba. A Santana le tomó toda una tarde para llegar a aquella conclusión. Lo que intuía, le dolía y le molestaba, era que había sido la última en enterarse de ello. ¿Cómo sacarle una confirmación a la maldita al otro lado de la línea?
— No puede ser, ¿está de nuevo en Lima…?
—Sé que se vieron, Fabray, ¿cuándo fue eso?
Quinn cerró los ojos y gesticuló una palabrota. No podía creerlo: su mejor amiga la había acorralado con tan solo una pregunta. Se le ocurrió que podría colgar la llamada y luego inventar que se había quedado sin batería. Era eso o hacer como el caso de aquel sujeto que logró falsificar su identidad y terminó yéndose a otro país.
—No te escucho bien. Quizás mañana con más calma podríamos…
—¡Idiota! ¡No trates de hacer como si nada hubiera pasado! ¡Suenas exactamente como tu madre!
—¡Eso no! —Reclamó Quinn pero, de inmediato, intentó recobrar la compostura y ubicar su voz en un tono conciliador —. Sé que estás muy alterada, San, pero podrías ahorrarte los golpes bajos.
—Eres una negadora compulsiva al igual que ella— bufó Santana, con ofensa, mientras se pasaba un puño por los ojos para secarse las lágrimas —. ¿Cómo pudiste hacerme algo así, Fabray…?
— ¡Pero si no he hecho nada, yo…! —Quinn se detuvo al oír que su amiga volvía a llorar —. Lo siento—se atrevió a susurrar—, lo siento, San, de verdad, esto no debe ser fácil para ti.
Su amiga latina balbuceó algo pero sus sollozos no le permitieron completar ninguna de sus palabras. La rubia comenzaba a angustiarse: pocas veces había sido testigo de aquel llanto en su amiga. ¡Y ahora estaban tan lejos! Lejos para consolarla, para estar a su lado, para garantizar que no había hecho nada en su contra…
—¿Dónde dices que la viste? —preguntó Quinn, en un mal intento de distraerla.
—En un supermercado, parece que está trabajando allí porque usaba una camisa con el logo y... me sujetó como si todo siguiera igual entre nosotras. ¿¡Qué quiere!? ¡No tengo nada que hablar con esa traidora!
—Quizás quería decirte la verdad —murmuró Quinn, tomándose del cuello.
Se hizo el silencio. Santana se cruzó de cejas.
—¿Cuándo estuviste con ella, Fabray? ¿Cuándo se encontraron?
—Te contaré lo que sé—suspiró la abogada —, pero conserva la calma. Nada es tan malo como tú crees.
—Seré yo quien juzgue eso –gruñó la latina de forma amenazante —. Habla. Ahora.
Quinn tragó saliva, pensó en sus palabras con cuidado y asintió.
—Brittany volvió al país hace unos años. Pasó mucho tiempo trabajando en un grupo de baile, intentó estudiar para ser coreógrafa pero...
—¿Y por qué eso debería importarme? —la interrumpió Santana, con capricho, a lo que su amiga giró los ojos.
—Porque me temo que todo este tiempo ha querido volver a verte. De hecho, una vez vino aquí solo… con la intensión de encontrarte.
Y fue así que Quinn intentó rememorar para su amiga el día en que habían vuelto a ver a Brittany Pierce. Fue en un tiempo en que Iker aún no cumplía un año, en una tarde en que ambos esperaban a que Rachel saliera de un ensayo. Una colega les avisó que, en las puertas del teatro, había una persona que insistía con ver a la judía asegurando que se conocían desde jóvenes. Con curiosidad, el matrimonio Fabray-Berry fue hasta la entrada e inmediatamente supieron que era Brittany cuando esta les hizo una alegre seña con la mano. Aquella rubia quería ubicar a Quinn y cuando vio en las carteleras de Broadway que Rachel Berry protagonizaría otra obra, pensó que era posible que esa castaña la guiara de nuevo hasta la ojos verdes.
Tras una sesión de abrazos estoicos, decidieron ir a un restaurante para hablar más tranquilas. Siempre que pudo, Quinn aclaró que lo único que suplicaba por aquel entonces era que Santana no la llamara pues sentía que estaba traicionándola tras haber sido testigo de lo mal que su amiga lo había pasado por la partida de Brittany.
Esta última no tardó en contarles, a grandes rasgos, cómo había sido su vida desde que tuvo que marcharse a Ámsterdam con sus padres. En algún punto, su estadía allí se tornó insoportable por lo que escapó y subsistió gracias a su mejor talento: el baile. Mencionó que sus primeros tiempos fueron duros y que llegó a pedir monedas para pagar el boleto del tren. No fue hasta que ganó un concurso de improvisación que logró alejarse del país. Recorrió varios pueblos antes de llegar a Londres. Se volvió bailarina profesional y le faltaba poco para convertirse en coreógrafa cuando la academia en la que estudiaba cayó en bancarrota. Algunos exalumnos formaron una pequeña agrupación y, tras reunir el dinero suficiente, viajaron juntos a América para mostrar y enseñar lo que sabían a lo largo de aquel enorme país. Brittany no quiso volver con ellos a Europa.
Regresó a Lima cuando le dieron la oportunidad de cubrir una suplencia en una de las academias de danza clásica más caras y prestigiosas de la ciudad. Le enseñaba ballet a niñas de entre ocho y doce años, todas de clase acomodada y buen talento. Esa era la razón por la cual estaba en Manhattan por esos días, porque las pequeñas verían una presentación en nada menos que el Centro Lincoln para las Artes Escénicas.
—¿Y por qué te buscaba a ti? —preguntó Santana en tanto fumaba su segundo cigarro de forma enérgica.
—Porque creyó que yo podría decirle dónde podía ubicarte — explicaba Quinn, con paciencia —. Dijo que tenía que hablar contigo, que había algo importante que debía contarte.
—¿Y qué era?
—No lo sé —negó la rubia, inclinándose de hombros—, no quiso darnos detalles. Creo que esperaba que le diera tu número o algo así. Recuerdo que dijo que intentó contactarte pero no logró dar contigo ni que le respondieras. Tiene sentido porque, después de ese asuntito que ya sabemos, borraste casi todas tus cuentas en redes sociales.
La morena arrojó lo que le quedaba de cigarro a la calle. No se le ocurría una manera de comprobar si algo de todo aquello en verdad había ocurrido y tampoco era lo que más le interesaba en aquel instante. No se permitía confiar de forma ciega en las palabras de Quinn, ya no.
—No se te habrá ocurrido decirle algo sobre mí, ¿verdad?
— No…
—Bien —asintió la latina, satisfecha—, me alegro.
—…pero Rachel, si.
—¡Fabray!
—San, San, escúchame: tienes que entender que fue algo inesperado y que nos sentíamos muy, muy incómodas al ver lo ilusionada que estaba Brittany por volver a tener noticias tuyas. Quisimos persuadirla de que no era una buena idea, sobretodo en aquel momento.
—¿Por qué? ¿Qué pasaba en aquel momento? —preguntó Santana, entre confundida y molesta.
Quinn suspiró con tristeza.
—Faltaba una semana para tu boda.
Santana cerró los ojos y se llevó una mano a la frente. No debería seguir escuchando más. Como recién divorciada, lo que menos tenía era ánimos de recordar aquellos días en que se creyó sumergida en un cuento de hadas, con aquel vestido blanco por lo demás fabuloso, con el velo, el ramo, la liga…
—Cuando Rachel le dijo que te casarías fue como si le hubiéramos echado un balde de agua helada —prosiguió Quinn —. Se puso pálida y se quedó callada por un rato largo…
—No puedo hacer esto —musitó Santana, quien tampoco quería imaginar la reacción que Brittany pudo haber tenido al enterarse de aquello pero lo hizo—. ¡Par de idiotas! ¿Qué más le dijeron, huh? ¿En dónde pasaría mi luna de miel? ¿También le dieron mi número de cuenta bancaria…?
—Santana, por favor, no te he contado esto para que te enfades.
— ¡Callate, Fabray! ¿¡Cómo quieres que reaccione?! ¿Quieres que te agradezca o que me ponga a cantar de felicidad? ¡Tú y la otra bocafloja traficante de mocos de tu mujer le contaron todo sobre mí a alguien que no he visto ni he querido ver por los últimos diez años!
—Y fue por eso que no te habíamos dicho nada —reclamó la rubia —, porque durante años prohibiste incluso decir su nombre. Porque te alterabas cada vez que la recordabas, porque te dejó en el peor momento de tu vida y se lo hicimos saber —afirmó Quinn, con orgullo y vehemencia, ahora convencida de que Rachel y ella solo habían intentado realizar un acto de justicia —. Le dejamos en claro que saliste adelante y que eras muy feliz, al menos en aquel tiempo, y que a ella la habías dejado en el olvido. Porque fue así, ¿verdad?
Santana se sonrojó.
—Claro que sí —dijo en tanto tragaba saliva —. Pero eso no justifica que me hayas ocultado esto.
—Solo callamos por tu bien, San, eres nuestra amiga.
—Si, creí que lo era…
Tras esas palabras, ambas sintieron de forma simultánea como si algo filoso y frío les rasguñaba el corazón.
La abogada soltó un suspiro que encubría una pequeña risa de incredulidad.
¿Acaso debería sentirse culpable por haber hablado con quien también había sido su amiga? Además, solo se vieron aquella vez y luego volvió a perderle la pista. Nunca pensó que Brittany y Santana podrían reencontrarse y que lo primero que aquella rubia cabeza hueca haría sería hacer alarde de su reunión en Nueva York. Ahora la morena desconfiaba de sus palabras por primera vez en años y eso a Quinn le afectaba casi como si su propio matrimonio hubiera entrado en crisis. Como ni siquiera había dado el primer golpe, le pareció que correspondía defenderse.
—No quiero discutir contigo, Santana, de verdad, pero le estás dando a esto más importancia de la que merece.
—¿De qué demonios hablas...? –dijo la latina.
Quinn se relamió en tanto pensaba en sus próximas palabras.
—Si de verdad lo dejaste todo en el olvido, ¿por qué te puso así volver a verla? Me llamaste llorando, es obvio que chocar con ella te produjo algo más que enojo.
—Voy a colgar, ya es tarde —se excusó la latina —. No sirve de nada hablar contigo si vas a ponerte de su parte.
—¡Por Dios, qué testaruda eres!
—¡Ja! Ahora crees que yo soy el problema.
—Sabes bien en qué creo. Creo que todo tiene una razón. Ahora es cuando tienes la oportunidad de obtener una explicación a algo que quedó inconcluso en tu vida no por unos días, sino por años, pero te niegas a escucharla. Jamás vas a poder avanzar si no te concilias con esa parte de tu pasado.
—Sí, claro, porque soy la única aquí con heridas que se niega a mostrar, ¿no es así? —preguntó Santana sin ocultar su ironía —. Eres la persona de quien menos esperaba un sermón de esta clase, prácticamente tienes un doctorado en negar cosas de tu pasado. Has lastimado a otros y dejado a varios. ¡Quién lo diría! Al final tú y Brittany tenían más en común de lo esperado, con la diferencia de que ella quizás no le ocultaría cosas a su esposa ni se mentiría a sí misma como tú lo haces. La presidente de los deshonestos, Quinn, eso es lo que eres.
A la abogada le temblaba la barbilla mientras sus ojos brillaban con lágrimas. El lenguaje de Santana para realizar ataques era impecable: cuando se lo proponía, podía sonar como uno de los seres más ruines y malagradecidos con los que alguien se podría topar.
—Sí, bueno —musitó la rubia, sonriendo para aguantarse el llanto —, bienvenida al club — agregó antes de finalizar la llamada.
Santana mantuvo el teléfono junto a su oído por un momento para luego apretarlo fuerte con el deseo de abollarlo como a una lata de cerveza.
Entró a su auto y cerró de un portazo.
Pensó una vez más en lo que pasó esa tarde. Recordó esos ojos azules, lo que sintió cuando ella volvió a tomarla del brazo. Y lo que le dijo: "...creo que vine aquí para... encontrarte."
Más incrédula que ofuscada por lo que había dicho y oído, la morena le dio una serie de manotazos desesperados al volante.
Durante diez años había caracterizado a Brittany como una traidora por dejarla así como así y lo que le contó Quinn aquella noche, si bien no le convencía, empezaba a hacerla dudar. Tal vez existía una explicación para esa ausencia que tanto había marcado sus días pero, ¿qué ganaría con saberlo? ¿Qué garantías había de que Brittany le diría la verdad? ¿Y cuál era, en efecto, esa verdad?
A Santana le parecía que solo su cuerpo permanecía allí, rodeado de cosas que no eran reales ni lograrían serlo. Aunque Quinn le dijo que la ojos azules intentó contactarla, no había manera de comprobarlo y la latina tampoco se creía capaz de hacerlo…
Mentiras, mentiras. Todas eran unas mentirosas.
