Capítulo 9
Intervención
En Lima llovió durante cinco días seguidos por lo que en la ciudad no se dejaba de hablar de ello.
A Maribel lo que le preocupaba era otro asunto. Al parecer, su hija contrajo una especie de gripe de la que no lograba librarse. Cada mañana se despertaba con náuseas, dolor de estómago y algo de fiebre. Por esos días hablaba poco y no mostraba ánimo ni interés por nada. Tampoco se había molestado en ayudarla con ningún quehacer de la casa. Pero lo más cuestionable era la atención que le estaba prestando a Axel: si bien se encargaba de que el niño coma y esté limpio, solía dejarlo jugando solo por largo rato mientras ella se recostaba alegando que se sentía fatigada. Por las tardes el malestar cedía pero, a la jornada siguiente, todo volvía a iniciar. A la madre de la latina le daban ganas de tomarla por los hombros y sacudirla para sacarla de aquel aletargamiento. Necesitaba que su hija reaccione o, al menos, que le discuta como en los inicios de su convivencia para así poder sonsacarle qué demonios le ocurría.
—No quiere ir al hospital ni que llame para que vengan a revisarla. ¿Y si contrajo aquel virus asiático que todavía anda por allí? —le preguntó la mujer a su hijo durante una de sus llamadas matutinas antes del trabajo.
—Si no quiere ir, no puedes obligarla —decía Samuel, con paciencia—. No parece que sea nada serio, aunque me alegra que te hayas convencido de que no le hicieron ningún maleficio.
—Eso está por verse. Ya le escribí a una conocida que hace reiki a distancia para que le revise los chakras.
—Uf, mamá…
—¿Qué hago si la chica se me deprime, Samu? ¿Qué hago?
—Oye: acaba de divorciarse, lo cual ya es complicado.
—Pues a mí no me parece que ese sea el problema.
—...y luego dejó todo para ir a meterse de nuevo a casa, contigo, que no es tarea fácil.
—Bueno, bueno, tampoco es que soy el peor de los tormentos —se defendió Maribel, mosqueada.
—No, pero tenemos esa tendencia a querer controlarlo todo y no siempre podemos. Hay procesos que se tienen que transitar, lo quieras o no.
—En eso no te equivocas.
El doctor sonrió.
—Tenle algo de paciencia a Santana, déjala que lidie con sus propias heridas—recomendó, en tanto su madre lo escuchaba bajando la cabeza —. Me esperan en urgencias. Si vuelve a tener fiebre, trata de convencerla para que se haga un chequeo. Y ya no se peleen. Recuerda que se atrapan más moscas con miel que con hiel.
—Eres tan sabio —afirmaba Maribel—, ¿qué haría yo sin ti?
Tras despedirse, la mujer experimentó adoración a la vez que irritación por recordar que su hijo mayor ya era un hombre que se desenvolvía en la vida como tal, casi sin necesitarla. Era difícil ocultarlo: Samuel estaba antes que nadie en su corazón; le aterraba perderlo en cualquiera de sus formas. Aunque tampoco podía negar que alguien más estaba dando una silenciosa pelea por estar en el podio de sus más grandes afectos.
Maribel fue hasta el cuarto de Santana y abrió la puerta con cautela. Al percatarse de que su nieto permanecía despierto y a la espera de que su madre reaccionara del sueño, se aproximó hasta la cama y lo tomó en brazos. No le cabían dudas de que Axel podría convertirse en un gallardo varón algún día y, por lo mismo, no dejaba de preocuparle lo delgado que se veía. Ella misma había sido así de alfeñique y la pasó muy mal tratando de ocultar sus tobillos huesudos y su apariencia pálida, como de enferma. La repentina dejadez de Santana le causaba enfado justamente porque no hacía más que recordarle aquellos tiempos de falta de cuidados…
—Pero para eso estoy yo aquí—le decía Maribel a Axel en tanto bajaban por las escaleras —. No podemos permitir que tu madre haga lo que quiera para siempre, algo se me tiene que ocurrir. Aunque antes vamos a prepararnos un rico desayuno.
Decidió llamar a su trabajo para avisar que se tomaría el día. Nadie opuso resistencia porque Maribel era una empleada con un desempeño impecable, a la que convenía mantener satisfecha. Cada tanto su jefe le ofrecía un puesto superior pero siempre se veía cortésmente rechazado: ella conocía cómo era el ritmo en aquella tienda, tanto así que podía manejarlo con la pulcritud de un director de orquesta. Allí sus palabras nunca eran ignoradas. Su premisa de trabajo era simple: en lo posible, no parar de moverse. Nada mejor que la rutina física para mantenerse enfocada en lo importante del día a día. Quizás algo de eso podría serle útil con su hija.
—¡Hora del almuerzo! —exclamó desde la entrada de la cocina cuando ya pasaba el mediodía.
Santana se movió en su cama, incómoda y algo acalorada. Permaneció un momento escuchando la lluvia golpeando sobre el tejado en tanto el tormento volvía a invadir su mundo interno.
¿Cuándo dejaría de rememorar su reencuentro con Brittany? De pronto se descubría a sí misma pensando en qué haberle dicho o preguntado, lo cual era inútil. Le ocurría algo similar con la discusión que mantuvo con Quinn, aunque en ésto último solía incluir comentarios más mordaces que los que llegó a expresar.
Desde la llamada de esa noche fuera de la estación de gasolina, no había vuelto a hablar con aquella abogada. El paso de las horas había enfriado poco a poco el enojo de la morena pero no tanto como para ser quien rompiera primero el periodo de silencio más largo que habían mantenido hasta ese entonces. Y después estaba lo otro, lo que le dijo Finn, que era mejor ni nombrar.
En cinco días no había vuelto a poner un pie fuera de la casa por temor a lo que pudiera encontrarse. ¿Cómo volver a creer en algo –o en alguien– con todo lo que había ocurrido en tan solo una tarde? Nada la convencía ni terminaba de cuadrarle. Era difícil no sentirse exasperada si en cuestión de unos meses se había quedado sin marido, sin hogar, sin rumbo y sin su mejor amiga. Su irritación ante todo subía de un momento a otro, al igual que su temperatura en el último tiempo.
—Axel, mantén tu almuerzo en tu plato, por favor— le exigió a su hijo, que la recibió en la cocina arrojándole comida a la cara.
—Déjalo, está feliz –sonreía Maribel en tanto observaba que su nieto comía y jugueteaba con alegre picardía.
—¿Desde cuándo la felicidad implica arrojar spaghetti por todos lados? —reclamaba la morena mientras se pasaba una servilleta por la mejilla.
—Bueno, al menos está comiendo lo que me esmeré en prepararle.
Santana puso los ojos en blanco y atrajo hacia sí el tazón de comida que su madre le había servido.
—Detesto la sopa. Dudo que hoy sea el día en que empiece a gustarme –murmuró antes de llevarse una cucharada a la boca, de mala gana.
—Sin quejas. Es una vieja receta familiar.
—Pues con razón todos nuestros parientes murieron: los han envenenado con esto.
—Todo lo contrario. Tu abuelo Pedro me enseñó a prepararla ni bien me mude a vivir con ellos. Decía que era una sopa "levanta muertos" —explicaba Maribel, en español, enfatizando el sonido vibrante de la erre en aquella palabra como solía hacerlo su suegro —. A él le servía para recomponerse de sus noches de juerga y esto era lo único que yo podía comer cuando estaba…
—El abuelo era un borracho. Papá decía que la pasaron muy mal por eso—interrumpió Santana en tanto se paraba en busca de unas galletas saladas guardadas en la alacena.
—Oh, a veces a tu padre también le encantaba sentirse como una víctima —comentó Maribel, que la miraba con enfado—. Yo prefiero recordar a don Pedro por lo positivo. Además, intentó dejar el trago varias veces, sobre todo después de que nacieron ustedes…
—Yo solo recuerdo que tenía una guitarra y se enfadaba si alguien más intentaba tocarla—agregaba la morena en tanto volvía a su sitio.
—Podía parecer un viejo cascarrabias, si, pero era muy atento y trabajador. A ti y a Samuel los quiso mucho. Y era quien más se ponía de mi parte en esa casa. Siempre pienso que se pudo haber hecho algo más por él pero, al igual que cierta persona que yo conozco, se negaba a ir al médico.
La latina miró de reojo a Maribel y soltó un suspiro.
Quería que la dejaran sola, en paz. Por supuesto, no iba a ponerse a explicar que -a lo mejor- se le bajaron las defensas luego de lo ocurrido días atrás. Su cuerpo y su salud estaban pagando por lo que no tenía ánimos de expresar ni afrontar.
Continuó comiendo más que nada para que su madre dejara de sacarle cosas en cara, sin cambiar su mal semblante. Se mantuvieron en un silencio incómodo y tenso hasta que el enchastre que Axel estaba haciendo entre medio de ambas comenzó a salirse de control.
—Ax, te lo advierto, no estoy de humor…
—Sí, ya todos lo notamos.
—¿Y tú no puedes ahorrarte esos comentarios y dejar de meterte?
—¡Pues me meto y punto! — exclamó Maribel mientras dejaba caer la palma de su mano derecha sobre la mesa, con tal énfasis que las copas y los platos temblaron en su sitio.
Debido al ruido y la brusquedad del acto, Axel se llevó las manos a la boca y comenzó a llorar.
—Oh, no, cariño…
—Bravo, abuelita, lo asustaste.
—Levántate y espérame en el salón.
Al recibir esa orden, Santana cambió su mueca sarcástica por una de confusión.
—¿Qué? ¿Ahora no quieres que me termine tu dichosa sopa…?
—Luego la recalientas en el microondas—dijo la otra mujer, con cierto nerviosismo, mientras sentaba a su nieto sobre su falda.
La latina se limitó a observar cómo Axel pataleaba y se resistía a que le pasaran una servilleta por la cara. Él no solía actuar así y a ella le desagrada presenciar esa rabieta, tanto así que le gustaría alejarse de allí, como si aquel niño no tuviera nada que ver con ella. ¿Dónde estaba la madre de esa criatura…?
—Estoy hablando en serio, Santana. Ve al salón, ¡ahora! —le exigía Maribel, despertándola de su desconcierto.
La morena decidió esperar parada frente a la ventana que daba hacia la calle, con los brazos cruzados, en tanto nuevos cuestionamientos se formaban en su interior.
¿No se suponía que debería preocuparse por consolar a su hijito? Debería querer estar a su lado en ese momento. En cambio, lo que hacía era apartarse. En casi dos años no había tenido la oportunidad de pasar tantas horas seguidas a su lado pero resulta que ahora también le agotaba estar tan al pendiente de él. Notaba lo egoísta y desconsiderado de todo el asunto. Debería importarle, si, pero se sentía incapaz de dar o de cumplir con lo que se esperaba de ella. Si tan solo bastase con la voluntad para volver a poner los pies en la tierra…
Al igual que la lluvia en el exterior, el llanto de Axel también se fue deteniendo. La abuela del pequeño lo dejó instalado en su silla en la cocina con un vídeo de frutas bailarinas puesto en su teléfono móvil. Sin embargo, no era difícil intuir que se avecinaba una nueva tempestad en aquella casa.
Santana se giró de forma muy digna y ofendida cuando percibió la presencia de su madre a sus espaldas. Al estar cara a cara, cada una saboreó las cosas que estaban a punto de decirse: se iban a reprochar por esto y aquello, y -con razón- ambas sentirían rabia.
—Por Ax, no vamos a gritar —aclaró Maribel—, pero que quede claro que esa va a ser la única y última vez en que me hablas como lo hiciste, Santana. No soy una amiga a la que puedes mandar a callar así como así.
—Sólo dije que te ahorraras tus comentarios…
—...hasta el día en que me muera sigo siendo tu madre y, por lo tanto, me debes respeto —prosiguió Maribel, con tal dureza que su hija se empequeñeció en su sitio encogiéndose de hombros—. Lo quieras o no, en esta casa hay reglas que seguir. Lo que me lleva a preguntarte, una vez más, ¿qué está pasando contigo?
Santana mantenía los brazos cruzados e hizo un esfuerzo por tragar saliva. No había nada que pudiera o quisiera decirle a aquella mujer, salvo que cada día lamentaba más haberse mudado a vivir con ella de nuevo.
—¿Por qué crees que no fui a la tienda hoy…?
—Nadie te pidió que te quedaras a hacernos el almuerzo, si a eso te refieres.
—Me preocupas —le explicaba Maribel, tomando asiento en el sofá—. Y también me preocupa Axel. Él necesita rutinas, una estructura. Si hace estos berrinches es porque también lo está resintiendo…
—¿Qué cosa?
—Bueno, para empezar, tu actitud. Es como que estás y no a la vez. Lo cuidas, sí, pero…
—Increíble. ¡Hago lo que puedo, mamá!
—Pues no es suficiente —remarcó Maribel, muy seria—. Y después, ¿crees que es muy bonito tener que estar tolerando tu mala cara todo el día? ¿Y tus excusas…? Antes, dormías poco; ahora, duermes de más. No trabajas, no limpias ni me colaboras. ¿Qué es esa clase de abandono? Yo no te críe para esto.
—Pues lamento no ser tan perfecta como Samuel, ¿si? Al parecer es el único de los López que sirve para algo —se defendió Santana con evidente desesperación.
Su madre se llevó las manos al pecho, sin ocultar su desaliento, y la morena pudo ver en sus ojos todo el malestar que le estaba generando. Lo peor era notar que Maribel tenía razón, en especial en lo referido a Axel. La latina le estaba fallando a él más que a nadie. Los miedos y las culpas la azotaron incluso antes de llegar a aquella vivienda y -desde entonces- sólo se habían incrementado y la habían distraído de sus prioridades.
Aunque hasta ese momento había deseado marcharse de Lima, lo cierto era que no debería someter a Axel a más cambios de ese estilo. El niño se había encariñado rápidamente con su abuela y ninguno de ellos tenía por qué pagar por sus propias incertidumbres. Sin dudas merecían algo mejor que convivir con esta figura desvaída y amargada a la que le estaba resultando difícil levantar cabeza. Si Axel hablara, sin dudas también le diría que su desempeño estaba siendo más que lamentable.
—No tenías por qué meter a Samu en esto…
—Tú empezaste. Todas las mañanas te escucho hablando con él sobre mí, como si yo fuera un caso clínico al cual atender—murmuró la morena, sentándose también sobre el sofá.
—Porque nos importas. No sé de dónde sacaste esa idea de que lo quiero más a él o de que eres una completa decepción. Nada de eso es verdad —mintió la mayor de ellas, porque era lo que correspondía hacer.
Al escucharla, Santana esbozó una sonrisita entre incrédula y melancólica. Su padre le había expresado justamente lo contrario antes de morir. Carlos había anhelado que su hija fuera una mujer de futuro brillante pero, en cambio, murió aborreciendola luego de que ella le confesara que amaba a Brittany Pierce. ¿Qué pensaría ahora sobre ella, si aún viviera? ¿Siquiera le dirigiría la palabra…?
—Sé que no tiene sentido pero, a veces, me gustaría saber cómo sería todo si… si papá no hubiera muerto —habló con la mirada ausente —. Me fui de Nueva York para no tener que lidiar con más recuerdos, mamá, y al volver -de una u otra manera- me topé con todo lo anterior a su muerte. Pensé que sería mucho más fácil seguir adelante pero la realidad es…distinta. Puede que no lo entiendas, la verdad es que yo tampoco termino de entenderlo aún.
Maribel chasqueó la lengua mientras observaba a su hija frotarse las manos con verdadera congoja. Tal parecía que no obtendría mayores disculpas de su parte. Sus últimas palabras le hicieron rememorar una vez más cuánto esa muchacha quería a su padre. Sin embargo, le molestaba el hecho de que –después de todo– a quien más extrañaba y en quien más pensaba era en él. Maribel era quien la estaba ayudando, quien trataba de apoyarla, y -aún así- era incapaz de competir contra la imagen idílica que su hija tenía respecto a Carlos.
—Lo siento—continuaba la joven latina, en tanto deslizaba el dorso de su puño por su nariz—. Sé que te duele hablar de él.
—No es eso, hija, créeme—decía la mayor de ellas, sin deseos de querer profundizar en aquel asunto—. Escucha: yo no tengo un título en psicología ni mucho menos, pero si he vivido lo suficiente como para poder sentarme aquí frente a ti y decirte que lo mejor que puedes hacer es tratar de vivir tu vida, con ausencias o sin ellas, como lo hemos hecho todos, como si tu padre aún estuviera aquí.
—¿Para hacerlo sentir orgulloso?
—¡Al diablo con el orgullo! —Exclamó Maribel para luego liberar una idéntica risotada con su hija; no obstante, pronto ambas volvieron a verse con seriedad. —No siempre lo que más duele es perder a alguien, Santana. A veces es peor tener que presenciar cómo un ser amado arruina su vida. Te aseguro que ni papá ni yo querríamos eso para ti, aunque es verdad que ya muy poco de eso depende de nosotros.
—Si, lo sé —susurró la latina, con la cabeza gacha, y luego se secó una lágrima que quería rodar desde su ojo derecho —. De todas formas, podrías haberme ahorrado la vergüenza de echarme de la mesa frente a mi hijo de un año.
—¿No estuve muy fina, no?
—No la verdad, no.
—Oh, querida, ven aquí. —Maribel estiró un brazo y la atrajo para abrazarla por sobre los hombros, acto ante el que Santana no se resistió. —¿Sabes qué? Venimos de una larga línea de mujeres de acero, duras por naturaleza, asi que es inevitable que choquemos y nos saquemos chispas entre nosotras. Siempre digo que eres el calco de tu padre pero créeme que, a veces, me recuerdas tanto a mí misma que me pone los pelos de punta.
La morena recostó su cabeza contra el cuello de su mamá, con deseos de sentirse cómoda y segura de estar bajo su abrazo. No obstante, pese a la cercanía, había un abismo que las mantenía distantes. Todavía existían cosas que no se habían dicho y que, por el bien de ambas, quizás nunca se dirían. Si bien sabía qué decirle para exponer sus vulnerabilidades y volverla a poner en su centro, lo cierto era que su madre no la conocía tan bien como creía. ¿Y cómo podría hacerlo si, hasta ese entonces, Santana no se lo había permitido?
—¿También discutían así con la abuela…?
—¿Con tu abuela Alma?
—No, con la abuela Isabel, con tu mamá.
Ambas despegaron sus cabezas del abrazo para poder mirarse a los ojos. Maribel tuvo que hacer un esfuerzo extra para no demostrarle a aquella muchacha que había tocado una fibra interior sumamente delicada.
—No me estarás queriendo analizar, ¿o sí? Porque todavía no estoy lista para que me metas en un manicomio —bromeó pellizcando a su hija por la cintura y la latina sonrió negando con la cabeza —. Tu abuela fue… uf, ella fue una mujer muy, muy difícil. Eran otros tiempos y, si una se atrevía a responderles a sus mayores, no pasaban cosas buenas…
Maribel era muy reticente a dar detalles sobre su pasado, en especial respecto a su vida antes de conocer a Carlos. ¿Para qué traer al recuerdo las veces en que su madre le hizo sangrar la nariz de una bofetada, con tal de callarla o de calmarla? Lo realmente importante y significativo era haber podido salir de aquel lugar.
Le costaba comprender por qué a Santana se le estaba dificultando tanto seguir adelante, como si no tuviera razones para hacerlo. Ella misma pudo forjar un nuevo porvenir siendo más jóven y en épocas más complicadas que las actuales.
He aquí las consecuencias de haberla consentido tanto, de dejar que su marido asintiera a cada uno de sus caprichos. Bajo ese camuflaje de orgullo, mal caracter y lengua filosa, solo existía una criatura ingrata que se frustraba ante la más mínima dificultad, débil e insegura. Nunca le levantó una mano a su hija y mucho menos a Samuel, ni permitió que Carlos lo hiciera, pero sin dudas habían faltado límites. Quizás no era tarde. Siempre era posible hacer las cosas diferentes, cambiar el rumbo de la historia.
—A decir verdad, ni siquiera recuerdo haber tenido un momento como este con ella. Decía que las hijas sólo traían problemas— agregaba Maribel como si mencionara un hecho cualquiera.
Santana se cruzó de cejas.
—¿Y tú también lo crees…? —preguntó sin ocultar su desagrado.
La madre de la morena le acarició el cabello mientras evaluaba sus próximas palabras: en verdad pensó exactamente aquello ni bien volvió a tener a su hija enfrente, y no sentía remordimientos sinceros al respecto.
—Yo lo que creo es que tú viniste a hacer algo muy importante a este mundo, Tana, aunque todavía no sepas el qué.
—Claro que si, vine a conquistarlo.
—O a cambiarlo. Sé que tú y tu hermano hicieron eso con el mío.
—Sí, sé a qué te refieres —murmuró Santana en tanto veian a Axel ingresando al salón con el teléfono móvil entre sus manos.
Cuando el niño notó que ambas se mantenían juntas y abrazadas, sus ojitos marrones brillaron con nuevas lágrimas y su rostro se transformó en un gesto de total desconsuelo. Rápidamente soltó el teléfono de su abuela y corrió llorando a los brazos de su madre, para separarlas.
—¡Oye tú, yo llegué primero! —reclamaba Maribel, en broma, mientras Axel se aferraba con devoción al cuello de Santana —. Mirá nada más lo celoso que se pone. Ay, si yo le hubiera hecho algo así a mi madre…
—Siento que no hayas tenido oportunidad de vivir esto con ella, mamá —decía la latina a la vez que acomodaba a su hijo en el hueco de su brazo y lo acunaba con ternura, como cuando era un bebé.
—Bah, fue lo que me tocó y eso ya quedó atrás.
—Ya quisiera yo tener toda esa fortaleza...
—La tienes, Tana, que no te quepa la menor duda de ello. La vida nunca nos pone en el camino nada que no podamos enfrentar ni contra lo que no podamos luchar.
Santana se limitó a asentir.
Aquella charla logró mitigar su angustia, mas no bastó para librarla del agotamiento que aún experimentaba. Se volvió a mirar a su niño, que jugueteaba tímidamente con el dije que ella traía al cuello, el último regalo que sus amigas le habían dado: un fénix, el arquetipo de la resiliencia. A veces pasaba por alto que, antes de renacer de las cenizas, aquélla mítica ave se dedicaba a construir un nido pues su llama debía de arder en alguna parte.
Mientras Maribel se levantaba para recoger su teléfono, la morena aprovechó para acercarse a su hijo y rozar la punta de su nariz con la del pequeño, que se rió con su típica dulzura. Luego lo abrazó con fuerza contra su pecho en tanto rememoraba sus propias promesas y sueños. Santana se había comprometido a brindarle un hogar feliz y mantenerlo a salvo, y en lo único en lo que se había enfocado en ese tiempo era en nimiedades. Se suponía que iba a empezar desde cero, a hacer lo mejor posible por él y por ella misma.
Como bien le había dicho su madre, no tenía por qué fijarse en las ausencias. ¿Por qué no valorar lo que ya tenía a su alcance…?
"Yo tengo las piezas que faltan", le había dicho Brittany, cinco días atrás, y el eco de la voz de aquella rubia resonó otra vez en su cabeza.
Había cabos sueltos que solo podrían atarse teniendo una visión más completa de los hechos, una con pruebas contundentes. Pero, lamentablemente, quienes podían brindarle ciertas respuestas eran las mismas personas que se negaba a ver o escuchar.
La sola idea de volver a enfrentarse a su ex novia le revolvía el estómago aunque era cierto que, por aquellos días, Santana se había enterado de cosas peores y nada de eso había logrado destruirla… al menos no del todo.
Debía ponerle un punto final al tema, zanjar de forma definitiva esta crisis en la que se había detenido por tanto rato. Ella lo necesitaba, su madre –con justa razón– se lo exigía y su pequeño hijo –más que nadie en ese mundo– lo tenía merecido.
