Capítulo 10

Entre dudas y tumbas


Dos días después de aquella charla con su madre, Santana ya se sentía más recompuesta, en especial porque no había discutido con nadie en cuarenta y ocho horas. En la casa se mantenían en una paz frágil y esto se debía -sobretodo- a que la morena se limitaba a asentir y accionar ante las sugerencias de Maribel.

Y era por pedido expreso de su progenitora que la latina se encontraba aquella tarde en las afueras del lugar en el que descansaban los restos mortales de su padre.

—Tengo una tarea para que hagas hoy—le dijo Maribel tras volver del trabajo—: un par de veces al año le pago a uno de los trabajadores del cementerio para que mantenga en condiciones la tumba de tu papá. Ellos suelen ocuparse del césped pero, si les das un incentivo, también se encargan de limpiar las lápidas y de retirar las flores secas —agregó extendiéndole un par de dólares a su hija, que la escuchaba con los ojos muy abiertos —. No pongas esa cara. No te llevará más de media hora. Yo iría si no tuviera que preparar todo para la clase de yoga de esta tarde. Ni siquiera tienes que ir a ver a tu padre si no quieres. ¿Hace cuánto que no lo visitas…?

No recordaba haberlo hecho. Que esa haya terminado siendo la primera salida de Santana luego de una semana de autoencierro sin dudas era algo cuestionable. Pero, a la vez, ¿cómo negarse?

Le sirvió que Maribel le aclarara que no tenía por qué ir hasta el lugar de enterramiento de Carlos. Lo cierto es que esto último no era una obligación, ni mucho menos. Santana no había querido ir hasta ese momento y ya se había dejado invadir por demasiadas culpas como para sumarle una más.

Sin embargo, tener esto presente no impedía que la morena dejara de rememorar sus últimos momentos junto a su padre. Si cerraba los ojos, todavía podía verse a sí misma mientras lloraba con la cabeza gacha frente a él, que aquella tarde deambulaba nerviosamente en su estudio.

—¿En que nos equivocamos con tu madre...? —preguntó él, sin ocultar su enojo —. Te lo dimos todo, Santana. Las mejores cosas, todo lo que pedías. Y ahora me sales con semejante capricho.

—Esto no es un capricho, papá.

—¿Y qué es entonces, una fantasía?

—Estamos enamoradas.

—Oh, tonterías. No tienes la menor idea de lo que estás diciendo.

—¡Claro que si! Amo a Brittany y ella me ama. Es tan simple como eso, no estamos cometiendo ningún crimen.

—¿Y cómo se lo explicarás a la familia? A tu madre, a la abuela. Dios mío, nadie dejará de hablar de esto.

—¡Qué importan los demás! Lo único que me interesaba era que lo supieras tú. ¿No puedes entender lo importante que es esto para mí? Lo feliz que ella me hace, los sueños que tenemos...

—Yo ni siquiera… —Ambos guardaron silencio, tan alterado estaba aquel hombre que no le salían las palabras. —Ni siquiera puedo verte a los ojos en este momento —musitó él.

—Papá, por favor—susurró ella mientras se acercaba a tomar por el hombro a su padre que, aunque se detuvo, no se volteó a verla —. Sigo siendo tu niña, con la que siempre hablaste, a quien siempre incitaste a ser valiente.

—Ya déjate de estupideces y mejor ponte a pensar en tu futuro. Vete. Déjame a solas.

El hombre se movió de forma brusca, obligándola a soltarlo. Después dio unos pasos y se paró con las manos tras su espalda mientras miraba por la ventana, abatido.

—Bien. Volveré más tarde —murmuró la latina de camino hacia la puerta.

—No —retrucó el doctor López, sin vacilar—. En tanto sigas con esta tontería con tu amiga, no quiero ni que te me acerques. Y ni una palabra más sobre esto a nadie, ¿está claro?

A Santana le temblaba la barbilla pero inspiró de forma profunda.

—Ella no es mi amiga —alegó entre dientes mientras lo miraba por sobre su hombro.

—Basta, Santana, te lo advierto.

—¡¿Por qué de repente estás siendo tan injusto?!

—¡Porque me decepcionaste! —exclamó Carlos, para luego intentar volver su tono grave y serio. —Me decepcionaste tanto que, si pudiese revivir el punto exacto en el que me equivoque contigo, tendría que volver al punto cero, donde tú no habías nacido —agregó ya muy agitado.

Santana se cubrió la boca ante esas palabras, como si hubiera recibido una sentencia letal. No lo entendía. Aquella reacción no estaba en sus planes pero no significaba que eso la detendría, nada ni nadie lo haría.

Sujetó la perilla de la puerta con su mano izquierda y entonces escuchó un estruendo a sus espaldas.

—¿Papá? —Preguntó antes de notar que Carlos se hallaba desplomado en el suelo. — ¡Papá, ¿qué pasa…?!

Lo joven corrió hacia él, le sujetó la cabeza y la acomodó sobre sus rodillas. El médico sólo la miraba con pánico mientras se llevaba las manos al pecho y hacía lo posible por volver a respirar.

Dentro de su auto, Santana negaba con la cabeza. Pese a todo, le indignaba no haber hecho más.

Nunca supo por qué aquel hombre había rechazado de forma tan rotunda su relación con Brittany. Preguntárselo aún era inevitable pero tan inútil como el tiempo que perdió sintiéndose culpable por todo ello. Ella no quiso que su padre se infarte, ni fue su intención que eso ocurriera. Lo había comprendido hace años y creía haberlo superado. Lo que de verdad debía preguntarse era para qué se había atrevido a revivir tales remordimientos, ¿qué ganaba con todo ello, más que amargarse? ¿Qué otra cosa no estaba viendo…?

Una figura masculina pasó caminando junto al Honda Accord de la morena, que todavía no se atrevía a ingresar al camposanto. Reconoció de inmediato la forma de caminar de aquel sujeto tan alto.

—¡Hey! —Exclamó abriendo la puerta del lado del conductor —¡Hudson! —le gritó a Finn, que despertó de sus ensoñaciones al escuchar un par de bocinazos a sus espaldas.

—No puede ser. ¿Santana? —preguntó el hombre en tanto entrecerraba los ojos para ver mejor a la distancia.

La morena sonrió con malicia al notar que su ex compañero llevaba consigo un pequeño ramo de rosas.

—¿Qué? ¿Le traes flores a tu amigo el sepulturero?

El ex mariscal de campo agachó la cabeza.

—En realidad, hoy era nuestro aniversario con mi esposa.

La latina se sintió de inmediato como una horrible persona: en su afán de querer molestarlo, había olvidado que Finn era viudo. Se paró de forma más esbelta y seria.

—Entonces no debes llegar tarde —le dijo mientras le hacía una seña para que se acercara—Vamos, sube.

Durante los siguientes minutos, ambos se dedicaron a recorrer el cementerio, el cual tenía más caminos de los que Santana podía recordar. No compartieron muchas palabras más allá de las indicaciones que Finn le daba para llegar hasta la tumba de su mujer. La misma se encontraba debajo de un cerezo japonés añejo. La brisa hacía que cientos de los pétalos rosas se regaran sobre el césped iluminado por la tarde soleada.

—Bonito lugar, ¿no crees?

— Si. Bueno, yo debo seguir. Tengo que hablar con uno de los encargados de aquí—comentó Santana.

—Ah, sí, sé dónde puedes encontrarlos a este horario —decía Finn en tanto se desabrochaba el cinturón de seguridad—. Esperame, te llevaré con ellos.

—No es necesario, Hudson, puedo arreglármelas sola.

—He dicho que esperes, mujer —sonreía el castaño—. Sé que Mía sabrá entenderlo —agregó antes de bajar.

Santana lo observó algo cohibida. Si bien estaba de espaldas, notó que Finn pronto se dispuso a hablar frente a la lápida como si mantuviera una charla con alguien más. Por la naturalidad de sus movimientos, sin dudas no era la primera vez que hacía aquello y –seguramente– tampoco sería la última. La latina decidió mirar hacia otra parte pues estaba siendo testigo de un momento que pertenecía al fuero íntimo de su ex compañero.

Optó por ponerse a revisar los últimos mensajes que se habían enviado con Rachel durante esa misma mañana. Estos habían consistido en un intercambio de fotos y emojis: mientras la morena le había compartido imágenes de Axel, la actriz le respondió con selfies nuevas de Iker y ella misma haciendo caras. Ante un video del pequeño López haciendo un dibujo, Rachel escribió:

Todo un artista. Eso lo heredó de mi lado de la familia!

Santana sonrió al releer aquel chiste interno que solían compartir con la judía.

Si se había atrevido a volver a ponerse en contacto de aquella manera, fue para tantear cómo estaba todo después de la discusión con Quinn. Si bien todavía no quería retomar el tema, a la latina le parecía que ya había pasado lo peor. Con toda la conmoción de haber vuelto a ver a Brittany, la morena no tuvo oportunidad de comentar que aquella vez también se había reencontrado con Finn… aunque, quizás, esto último no sería del agrado de su mejor amiga.

Volvió su mirada hacia donde estaba aquel hombre, que ahora se encontraba hincado frente a la tumba, como lo haría un novio a punto de pedir matrimonio. La comparación hizo que Santana sintiera un escalofrío. Se fregó el brazo derecho y luego encendió la calefacción en un intento de mantenerse distraída, de no angustiarse.

¿Qué importaba que ella ya no tendría a alguien que le llevara flores en el día de su aniversario de bodas? ¿Para qué pensar en eso…?

Quizás –reflexionó– para no tener que pensar en su papá, ni en Brittany, ni en lo que Quinn se atrevió a ocultarle respecto a esa rubia. Y si Santana se afligió tanto por todo ello fue, a la vez, para no enfrentarse ante lo que Finn le había confesado por accidente: que Blaine le fue infiel casi desde el primer momento en que estuvieron casados.

Daría lo que fuera por no haberse cruzado en el camino de aquel traidor, por nunca haber permitido que se introdujera de tantas maneras en su propia vida. Por más recompuesta que tratara de mostrarse, era difícil ocultar la rabia y la angustia de haber querido a alguien para que luego esa persona se haya ido de su lado; de nuevo. Y esto ni siquiera era lo peor: ahora lo más terrible del asunto era tener que presenciar las consecuencias que esa ausencia permanente provocaría –y ya estaba provocando– en la vida de su pequeño hijo. A veces era tan doloroso que, incluso, le costaba mirar a Axel a la cara.

Pero tenían que hacer lo posible por reponerse, en especial ella. Si había un lugar en el que resultaba más sencillo recordar que nadie en la vida era imprescindible, era en un cementerio.

El amor se acaba, se muere. Esa era la realidad. Y la habían dejado, si, la habían engañado. ¿Qué ganaba con negarlo? No tenía por qué tirarse al abandono, ni tiempo para hacerlo. Lo único que le convenía era tener un poco de respeto y de dignidad por sí misma, porque eso ni Blaine ni nadie se lo había llevado.

Pues ya estaba. Tocaba dejar de lamentarse y de boicotear su avance con culpas y dudas insulsas. Ahora ya nada volvería a detenerla. Tampoco volvería a amar a nadie como para arriesgarse a que la lastimen así otra vez.

—Gracias por esperar— interrumpió Finn sentándose nuevamente en el asiento del copiloto—. Bien. Para ir con los encargados nos conviene ir hasta el sector de los mausoleos, al oeste. Justo detrás de los basureros tienen un pequeño anexo en donde almuerzan y suelen guardar herramientas y archivos.

—Eso no suena muy higiénico—comentó Santana mientras ponía en marcha el auto y se preguntaba por el instante en que esa pasó a ser una misión en equipo.

—Son buenos chicos. Siempre están dispuestos a darte una mano.

La morena condujo varios metros antes de atreverse a mirar a su ex compañero, que no dejaba de sorberse la nariz.

—Por cierto, elegiste unas rosas muy hermosas, Hudson.

—Ah, si. Mía era fanática de ellas y de los girasoles —detalló el castaño, con melancolía, en tanto se cruzaba de brazos —. Desde que se fue, me comprometí a que siempre pueda recibir al menos una de sus flores favoritas.

Santana asintió y se puso a toquetear los botones del aire acondicionado para ocultar que la invadía tanto la ternura como el nerviosismo. Ella también adoraba las rosas.

A su lado, el hombre volteó a mirar por la ventana a su derecha para ocultar sus ojos húmedos.

—Todo fue repentino, ¿verdad? —indagó la latina en un intento de que el asunto les resultara algo más natural.

—Ahora gira a la izquierda y avanza unos cien metros —indicó Finn antes de pegar la frente al cristal —. Si, lo fue. Al principio no entendía qué estaba pasando. Después, creí que iba a enloquecer. No podía dejar de recordar nuestros últimos instantes juntos, su cara, sus últimas palabras…

—Si, sé cómo se siente.

—¿Blaine…? —preguntó Finn, ante lo que la conductora se estremeció y abrió y cerró la boca un par de veces.

—No, no —respondió y, aunque pensó en su ex marido y otra persona también se le vino a la mente, agregó: —, mi padre tuvo un infarto un tiempo antes de que me marchase a Nueva York. Prácticamente se murió en mis brazos.

—Rayos, lo siento— dijo el hombre, con sinceridad—. En la próxima, gira a la derecha o tendrás que retroceder.

—¿Qué eres ahora, un maldito GPS?

—¡No maldiga en un lugar así, señorita!

—Oh, a los muertos no les importará, Hudson, créeme.

—Si tú lo dices—murmuró Finn, poco convencido.

El refugio de los cuidadores del cementerio era una salita despintada y fresca, con un par de sillas y una mesa metálica sobre la que se hallaban un viejo televisor de antena y unas cuantas carpetas de archivo apiladas. Los recibió el más antiguo de los encargados, quien sonrió de forma felina al volver a ver a Finn.

—Hoy no vine por mí, Bob —aclaró el castaño, en tanto le estrechaba la mano con firmeza.

—Lo sé, a su mujer siempre le tenemos todo en buen estado—sonrió el hombre mientras le hacía un guiño.

Finn tomó a Santana por la espalda para que quede delante de él.

—Bueno, ella quiere lo mismo para su padre, si sabes a lo que me refiero…

—Se hará con mucho gusto. Dígame, ¿en qué sector se ubica la tumba, señorita?

Los hombres miraron expectantes a la latina, quien titubeó en su sitio mientras subía el calor en su rostro. ¿Qué se suponía que tenía que decir? ¿Acaso debía de dar las coordenadas exactas?

—Vamos, San, dile —la apuró su ex compañero dándole un empujoncito con su costado derecho.

—La verdad es que me envió mi madre—murmuró—. Sólo me dijo que le diera esto —agregó mientras ponía el fajo arrugado de billetes sobre la mesa con algo de timidez.

—Así que no recuerda la ubicación de la parcela…

—¡¿No recuerdas la ubicación?!

—¡Fue hace diez años!

—¿Y qué, no lo has visitado desde entonces?—indagó Finn sin ocultar su asombro.

—¡Te dije que me fui del pueblo al poco tiempo de su muerte! Y, a decir verdad, no creo que haya nada allí que visitar ni que se lo tenga merecido.

Fiuuu—silbó Bob—. ¿Quién era entonces, su padre o su verdugo?

Santana guardó silencio y mantuvo el ceño fruncido, pero apartó la vista.

Su papá había sido un buen hombre. Sólo en esos últimos minutos de su vida no fue el mejor. Sin embargo, era por esto por lo que Santana más lo recordaba y por lo que más se atormentaba, por ese único y último fallo. Aquel no fue un error cualquiera, ni una mancha menor en el historial de Carlos: fue un rechazo categórico hacia su propia hija, hacia lo que ella amaba… al menos en aquel tiempo. Y era por esto que, a pesar de todo, ella todavía no podía comprenderlo ni mucho menos perdonarlo.

—¿Tienen otra forma para ubicarlo o sólo están haciéndome perder el tiempo?

—Descuide. Aquí están registrados todos los que descansan en este cementerio—se apuró en aclarar Bob mientras daba unas palmaditas sobre las carpetas apiladas —. Pero me temo que tendrán que ayudarme a buscar porque olvidé mis gafas en casa.

Y así lo hicieron, sin más opción. Cada quien a su ritmo, se pusieron a rastrear el nombre del padre de Santana en una serie de listas que parecían no tener fin.

—¿López, Maxwell?

—No.

—¿López, Rupert…?

—No todos los López estamos relacionados.

—¿Cómo puedes leer así? —indagó Finn mientras la morena a su lado inspeccionaba y pasaba una página tras otra.

—En la universidad, o aprendes a leer rápido o enloqueces. Es una gran ironía cuando tienes que estudiar cosas como la teoría falocéntrica de Freud.

—Disculpa, ¿falo qué….?

—Falocéntrica. En resumen, penes, penes y más penes. Desde una perspectiva simplista pero crítica, claro.

—¿Pero qué rayos estudiaste…?—preguntó Finn, espantado.

Santana cerró su carpeta y fue por la siguiente.

—Se suponía que esto iba a llevarme un par de minutos.

—Pues si que les vendría bien tener una base de datos. Sería todo más veloz —murmuraba el castaño en tanto retomaba su lectura—. ¿López, Samuel?

—De él si que me acuerdo —afirmó Bob, aparte, mientras terminaba de contar el dinero que Santana le había entregado—. Desde que trabajo aquí que alguien paga una vez al año para que se mantenga aquella lápida.

Tras un instante de silencio, la latina se ubicó nuevamente junto a su ex compañero y releyó la identidad que este le señalaba con su dedo índice.

—¿Lo conocías…?

—Es el nombre de mi hermano pero —susurraba Santana en tanto tomaba en su poder la carpeta que Finn había estado sujetando —... no es posible.

—Debe ser una coincidencia.

—No, este si es familiar mío. O lo fue. Era el hermano mayor de mi padre.

—Vaya, murió muy jóven—comentaba Finn en tanto calculaba la diferencia entre las fechas de nacimiento y de defunción de aquella persona —, sólo tenía dieciocho.

—Y este año harán cuarenta años de su muerte —agregó ella, casi atónita.

Su desconcierto se debía principalmente a dos motivos: el primero de ellos era que, hasta ese entonces, no estaba enterada de que los restos de su tío paterno permanecían enterrados allí; el segundo era más que nada una curiosidad, pues el día de partida de aquel muchacho coincidía con el del cumpleaños del pequeño Axel, para el que ya no faltaba mucho.


Fue Finn el que terminó ubicando a Carlos en la siguiente carpeta que tuvo a su alcance. Para aquel momento, Santana ya había sido invadida por la impaciencia y la certeza de que su madre se enfadaría por su demora. Zanjado el asunto, emprendieron la marcha hacia la zona más urbana de Lima. Ya se acercaba el horario en que el castaño debía retirar a su hija de la guardería. Fue él quien más conversó durante el viaje de regreso y, aunque su tema predilecto fue su difunta esposa, esta vez habló sobre ella sin visos de tristeza ni añoranza.

—Estudió en la misma preparatoria que nosotros. También fue animadora e incluso conoció al señor Schue.

—¿Estuvo en el Glee-club?

—No. No le gustaba cantar frente a otros, aunque tenía una voz preciosa.

—¿Y cómo se conocieron…?

—Choqué con ella una vez que fui a saludar al señor Schuester y ella había ido a donar unos libros para la biblioteca. Se graduó unos años después que nuestra generación.

—Vaya, quién diría que Finn Hudson terminaría convirtiéndose en un "robacunas"—bromeó Santana ante lo que el castaño sonrió con timidez.

—Bueno, ¿y tú…? Ya nos hemos visto dos veces y aún no sé mucho sobre tí.

—¿Qué detalles quieres saber?

—No lo sé, los que quieras, ¿en qué te has convertido?

"En una divorciada de menos de treinta, desempleada y que ha vuelto a vivir con su madre." , pensó la latina, sin atreverse a decirlo en voz alta pues le parecía que un comentario tan tristón y patético no era digno de alguien como ella. Continuó conduciendo y optó por decir:

—Soy psicóloga —y tras decirlo, oyó que Finn se aguantaba una carcajada —¿Qué, qué es lo chistoso? —Preguntó ella mientras el castaño se mordía los labios.

—Nada, sólo es algo…, difícil de creer.

—Pues hay un título que lo certifica e incluso tengo una especialización en adolescencia.

—¡Dios mío, ¿y además te permiten tratar a gente más jóven?!

Santana lo miró ofendida pero dispuesta a defender su honor.

—Ahora suenas como mi madre. No sé por qué se atreven a poner mi desempeño en duda.

—Bueno, no puedo hablar por ella pero en mi caso…—Finn se llevó una mano tras la nuca y suspiró. —Todavía recuerdo tus comentarios y chistes crueles. La verdad es que, cuando querías, eras bastante bully.

Ella tragó saliva y abrió la ventanilla de su lado del auto para refrescarse tanto como le fuera posible. Pero, ¿a qué se debían esos calores? ¿Volvía a tener fiebre o estaba ingresando en una menopausia precoz...?

—Eso fue hace años —murmuró, entre el sofoco y el bochorno.

—Me llamaste ballena al menos una docena de veces. Te burlaste de todos, incluso del señor Schue.

—Bueno, él tampoco era perfecto: viéndolo a la distancia, tenía comportamientos más que cuestionables.

—Literalmente, hiciste una canción sobre los labios de Sam. Empujaste a Quinn contra un casillero y luego la arrojaste al suelo.

—¡Tú no estabas ahí para saber lo que pasó! —se defendía la morena pero, como su ex compañero le hablaba muy en serio, optó por despacharlo—¿Está bien si te dejo cerca de la estación de autobuses?

—Oh, la demolieron hace años. En su lugar pusieron otro Walmart —dijo el castaño ante lo que la conductora se limitó a asentir; luego, para alivianar un poco el ambiente, él agregó: —Todo cambia, ¿verdad? La ciudad, la gente, nosotros mismos.

—Si. Y aún así, de vez en cuando, una se lleva sus sorpresas. Fabray terminó casada con Berry y creo que con eso te lo digo todo. —Finn le sonrió de lado y la psicóloga sintió un inevitable cosquilleo de alivio. —¿Te molesta que hable sobre ellas?

—En lo absoluto. ¿A tí te incomoda hablar sobre Blaine?

—No si me permites maldecirlo de vez en cuando. —La sonrisa del castaño se completó pero Santana no pudo sostener la suya por mucho tiempo. —Por ahora, estoy en la fase en que desearía nunca haberlo conocido. Supongo que entiendes a qué me refiero.

—Pues no —respondió Finn mientras se cruzaba de cejas —¿Te arrepientes?

—¿Nunca te arrepentiste de haber estado con Mia?

—Jamás —afirmó él —. Fuimos muy felices en el tiempo que estuvimos juntos y no hay nada que pueda arruinar eso. El que haya muerto…, bueno…, es un dolor diario, pero supongo que ese es el precio a pagar por todo el amor que sentía y que aún siento por ella. Si tan sólo pudiera volver a tenerla enfrente —decía Finn de manera soñadora.

A su lado, la morena hacía lo posible por no sentirse empalagada y por ignorar el hecho de que estaban pasando justo enfrente del mercado en el que se había reencontrado con Brittany siete días atrás.

—¿Qué harías si volvieras a verla o si pudieran estar juntos por última vez? —indagó ella, no sin dobles intenciones

Uff, tantas cosas. La abrazaría, le diría que no me arrepiento de nada. Oh, y le diría que nuestra hija es hermosa como ella pero tan torpe como yo: hace tres noches tuve que llevarla a urgencias porque se había metido un par de arándanos en la nariz. Resulta que empezó a estornudar y largar unos mocos azules, y…

Santana no escuchó toda la anécdota porque, para ese momento, otro asunto comenzaba a ponerla en alerta: su propia pregunta había disparado nada menos que el recuerdo de su última tarde junto a Blaine, cuando seguían estando casados y ella no había descubierto aún ni los boletos a París ni los mensajes comprometedores en el teléfono de aquel tipo.

—¿Y tú, qué harías? —retrucó Finn, en tanto Santana procuraba concentrarse en la ruta y no en el hecho de que aquella tarde habían empezado discutiendo con Blaine por una tontería y terminaron haciéndolo contra una pared de aquel departamento neoyorkino…

—¿Qué? ¿Con quien…? —preguntó ella mientras trataba de desentenderse del momento en que acabaron en la cama con su ex marido, semi desnudos, enlazados en la última de las dichas.

—No lo sé. Con tu papá, por ejemplo. ¿Qué le dirías?

Hundida en una nueva vorágine de temores y sospechas, Santana supo que no podría ir directo a casa de su madre porque antes debería hacer una parada en otro sitio. No obstante, primero tenía que deshacerse del preguntón que tenía a su lado.

—Creo que nos dijimos todo lo que teníamos para decir —concluyó ella.

Finn hizo una mueca irónica.

—¿De verdad? ¿Ni siquiera un "gracias, papá, por todo lo que me diste"?

—Sólo era su deber.

—O:"gracias, papá, por mi fiesta de quinceañera…"

—¡Cierra la boca, Hudson, yo no tuve quinceañera! —reclamó la morena ante lo que su excompañero obedeció volteandose hacia la ventanilla, para no reír. Sin embargo, a los pocos segundos, volvió a mirarla de reojo con un dejo de picardía que no pudo contener.

—"Gracias, papá, por mi cirugía de aumento de pechos".

—Okey. Es suficiente. —Santana viró el vehículo hacia la acera más próxima y aparcó sin gran delicadeza —. Fuera de aquí—ordenó y Finn se encogió de hombros.

—Siempre es bueno hacer algo de ejercicio.

—Adelante, no dejes que te retenga.

—Pues nos veremos pronto, supongo.

—Como si tuviera ganas de ver tu gran cara de tonto otra vez.

Ni bien terminó de decir aquella frase, un autobús pasó frente a ellos exhibiendo en su lateral la publicidad de una agencia inmobiliaria; en el centro de la imagen, Finn Christopher Hudson le hacía un guiño.

—Burlate cuanto quieras. Ahora este tonto es uno de los número uno en Ohio.

Y tras decir aquello, el hombre se marchó más que satisfecho.

Santana se mantuvo perpleja en su asiento por casi un minuto. De una u otra forma, todo lo ocurrido durante aquella tarde -y gracias a aquella charla- la había puesto en su sitio.

Se reincorporó y sacudió la cabeza. Todavía tenía una inquietud que resolver.


Poco después, estaba deambulando por los corredores de una gran farmacia. Llevaba puestas sus gafas Ray-Ban, como para ocultarse, por temor a toparse con algún conocido más. Al pasar junto a dos mujeres mayores, contuvo el aliento y agarró un jarabe para la tos.

Una vez parada frente al cajero, un muchachito larguirucho y con acné, todavía quería disimular que sabía exactamente lo que había ido a buscar.

—Esto y una caja de Pepcid, por favor.

—Sólo tengo de fresa—se excusó el empleado, en tanto pasaba el lector sobre el código de barras del jarabe.

—Da igual —murmuró Santana mientras se apoyaba casualmente en el mostrador y resoplaba —. Y dame también un test de embarazo—agregó, indignada con ella misma y ‐más aún‐ con su ex esposo, porque lo que no fue buscado en lo absoluto era el posible resultado de todo aquello.


Blaine cerró los ojos y levantó la barbilla justo cuando el agua de la ducha comenzó a escurrir sobre su rostro. La temperatura de la misma era mayor de lo que le hubiera gustado pero, tras casi dos meses de vivir en aquel apartamento, le daba vergüenza admitir que aún no dominaba los controles digitales de ese artefacto de baño. Cuando llegó a París y Kurt le explicó que su nuevo hogar se limitaba a un ático, el ojos verdes imaginó que se encontraría con una buhardilla con bocetos o muestras de tela por doquier, cortinas al viento y flores frescas sobre la mesa. Sin embargo, al toparse con la vanguardia y el futuro hechos mobiliario, la demencial cocina de estilo industrial y la orden de usar posavasos, comprendió que tendría que recalibrar un poquito sus expectativas. En ese sitio reinaba una funcionalidad y una elegancia mayores que las que había conocido jamás.

Se acabaron los días de moteles y pubs en los que era posible pasarse mano bajo la mesa, pero, así y todo, sobraba espacio para el amor. La convivencia entre ellos iba muy bien. Como era de rigor, cada tanto daban largos paseos por monumentos y atracciones turísticas, los cuales solían concluir en la terraza de algún café a las orillas del Sena. Kurt lo guiaba por la zona con el mismo entusiasmo con el que lo presentaba en las reuniones sociales a las que asistían con frecuencia.

—C' est mon partenaire parfait.

Su pareja perfecta.

Los conocidos del diseñador de modas rodeaban a Blaine para besarlo en cada mejilla, le palmeaban la espalda y le preguntaban si sabía jugar al tenis. Él, todavía azorado ante tales demostraciones espontáneas de afecto, sólo decía "Oui". Ante la duda, y por si acaso, "oui".

Esa noche habían cenado con unos inversores para hablar del próximo desfile de la marca de Kurt. Cerraron la reunión con un brindis y ahora aquel castaño de ojos azules esperaba a su amado para irse a la cama. Entretanto, Kurt se hallaba en su vestidor. Todas sus prendas estaban dispuestas según color, tipo y textura, lo que le generaba una sensación de paz y pulcritud tan embriagadoras como el champagne más costoso. Se había vuelto un fanático del orden: todo en su vida debía estar organizado, sin margen de error. Lo único que todavía no le cuadraba allí era una de las valijas que Blaine había traído desde Nueva York.

—Creo que esta cosa vieja se irá pronto a la basura —murmuraba a la vez que arrastraba la maleta por el suelo y se sorprendió al notar que la misma no estaba vacía.

La abrió en búsqueda de más objetos que acomodar y se topó con un teléfono móvil y un par de libros. El aparato de pantalla táctil captó su atención de inmediato. Miró hacia ambos lados e intentó encenderlo; el teléfono vibró y -tras unos segundos- mostró el menú de inicio. La curiosidad lo llevó a indagar en el registro de llamadas y mensajes. Como el historial del antiguo teléfono de Blaine estaba limpio, suspiró con tranquilidad. Kurt optó por cerrar la valija y, ya que su pareja no salía del baño, se sentó sobre ella para husmear si el móvil resguardaba algo más. Al abrir la galería de las fotografías, su corazón empezó a latir agitado. Quizás Blaine se había olvidado de borrarlas... O, tal vez, no tuvo el valor para hacerlo.

La gran mayoría de las imágenes eran de un niño al que Kurt nunca llegó a conocer en persona.

—Así que este es tu primogénito, Blaine —comentó, no sin ironía, mientras observaba un retrato del ojos verdes con aquella criatura en brazos—. Heredó tu sonrisa —agregó agrandando la imagen, como hipnotizado.

En la galería también existía un único video. En él, Blaine filmaba al pequeño deambulando torpemente por un pasillo color verde pastel.

Vuelve aquí, Ax.

¿Qué están haciendo ustedes dos...?

Kurt se distrajo para percibir el rumor de la ducha hasta que sintió que se le erizaba la piel: aquella voz le resultaba más familiar de lo que era capaz de admitir. En el video aparecía Santana, que se agachó para recibir y sostener al niño tras cerrar la puerta de entrada.

Estoy filmando los pasos de Ax. Él podría ser una estrella alguna vez— respondía Blaine, mientras la latina se reía y se desabrochaba el abrigo.

Será mejor que le pongas zapatos. A nadie le gusta una estrella resfriada.

Me encanta eso.

¿Qué cosa...?

Verte reír, y así, sosteniendo a Ax. — Blaine se acercaba a la morena sin dejar de filmar.

No intentes hacerte el romántico cuando te estoy sermoneando. —Santana le dio un beso en la frente al niño antes de dejarlo en brazos del ojos verdes.

Yo soy muy pero muy romántico. ¿No es así, Ax? —La cámara enfocó la sonrisa del pequeño mientras los adultos volvían a reír. —¿Lo ves? Eso es un "si" confirmado por el mismísimo Axel Anderson López.

Como ustedes digan.

— ¿Y qué? ¿No hay siquiera un beso para el cumpleañero? —reclamó Blaine.

Hubo un parpadeo en la pantalla. Casi al instante, la filmación continuó desde la cámara frontal del teléfono. Blaine buscó el ángulo para poder filmarse junto a su hijo, y luego Santana se sumó al cuadro en tanto abrazaba al hombre por la cintura. Se miraron con ternura antes de darse un beso rápido en los labios.

Feliz cumpleaños—dijo ella.

Te quiero—susurró él, dulcemente —. Tomémonos una selfie los tres juntos.

Acabo de volver del trabajo.

¿Y qué? Tú siempre te ves hermosa.

Oh, vamos…

¡Por favor! Así luego la imprimo y la pongo junto a las demás en el salón, para la posteridad.

Bien, ¡bien!, pero que sea rápido.

Sí, querida. —Los tres miraron de nuevo hacia la cámara. —Muy bien. Sonrían y…

—¿Kurt…?

Casi de un salto, el diseñador de modas se puso de pie. En medio del susto y el nerviosismo, presionó el botón que apagaba la pantalla del móvil, lo que lo salvó de que lo hallaran infraganti. Blaine se plantó en el minúsculo vestidor sólo con una toalla alrededor de la cintura.

—Pensé que vendrías a ducharte conmigo—protestó el ojos verdes.

—Si, lo siento. Me entretuve planeando mi ropa para mañana—se excusó Kurt, con la mano que sujetaba el teléfono tras la espalda. Al instante notó que la mirada de su pareja apuntaba hacia la valija en el centro del lugar. —Oh, y eso… yo…,todavía no sé dónde podemos guardarla. ¿Tienes algo de valor ahí dentro?

—Sólo un par de libros. Otro día les busco un lugar—le contestó el otro castaño antes de marchar hacia el dormitorio, sin darle mayor importancia al asunto.

Kurt se apuró en dejar la maleta en un rincón y, al volver mirar el teléfono que aún tenía en sus manos, se cruzó de cejas. ¿Blaine no se acordaba que tenía ese aparato allí o fingió no recordarlo…?

Al volver a su habitación, lo observó por un momento mientras se secaba el cabello con otra toalla. En un acto súbito de cariño, Kurt se le acercó y lo abrazó por la espalda. Blaine sonrió.

—¿Qué ocurre...?

—Te quiero—susurró el ojos azules dejando un beso en la nuca húmeda y fresca del otro hombre. —Y tambien quiero que nos pongamos románticos—exigía antes de empezar besarlo en el cuello

—¿Románticos?—repetía Blaine, mordiéndose los labios.

—¿Qué, estaría mal?

—No, para nada—sonreía el ojos verdes, girándose a verlo; entonces Kurt tomó una de sus manos y la apoyó sobre su mejilla izquierda. —De hecho, yo soy muy, muy romántico —afirmó el contador mientras la toalla que lo cubría caía y se deslizaba por sus piernas.

Horas después, Blaine dormía dándole la espalda. El diseñador se mantenía despierto en la oscuridad, analizando cada detalle del video que había visto. Era incómodo y molesto que Blaine aún conservara ese recuerdo de su familia anterior, de su ex mujer. Si aquel video fue hecho para el último cumpleaños del hombre, entonces ambos ya planeaban irse a vivir juntos y Blaine le aseguraba que ya no sentía nada por Santana.

Todo aun era muy reciente. Esa noche, por primera vez, Kurt temió que nunca podría terminar de saber todo lo que su pareja sentía, pensaba o recordaba, ni confirmar por completo la veracidad en sus palabras. Ambos prometieron que lo de ellos iba a ser para siempre. Por su bien, por todo lo que había hecho para que estuvieran juntos, para que no hubiera secuelas ni contratiempos, lo mejor que Kurt podía hacer era desaparecer todo rastro que hiciera que Blaine recordara a esa familia que abandonó... empezando por ese teléfono móvil.