Las flores
Un encuentro que ahorraba las presentaciones. Fueron tantos los días que Regina tuvo para recuperarse y que Emma tuvo para volver a seguir su rutina dentro del hospital que aquella ocasión exigía algunos minutos de ambas. Junto con las flores, Swan llevó a Regina a la cantina, aunque fuera complicado conducir una silla de ruedas con solo una mano. Dándose cuenta de la molestia que estaba causando sin querer, Regina se ofreció para llevar el ramo en su regazo, pues el camino hacia la cafetería dentro del hospital era una largo pasillo en el sótano.
Emma pidió que le trajeran dos zumos de naranja y croissants, mientras que Regina, aún tímida, intentaba agradecer a su amiga hecha por casualidad. A Swan le habían gustado las flores que juró colocarlas en un jarrón en cuanto llegara a casa, pero no sería cualquier jarrón.
‒ ¿Le gustan las flores?‒ preguntó Regina, al mismo tiempo en que la rubia dejaba el ramo sobre sus piernas.
‒ Sí, pienso que todas las plantas son hermosas. ¿Se ha dado cuenta?
Regina intentó sonreír, pero solo lo intentó, porque algo dentro de ella trababa sus labios cuando intentaba hacerlo, como si no tuviese derecho a expresar felicidad.
‒ Su gesto conmigo fue muy bonito. Perdóneme si esto le suena extraño, solo necesitaba agradecérselo.
‒ ¿Por qué extraño?
‒ Porque estoy invadiendo su espacio, viniendo hasta aquí a buscarla cuando usted claramente no quiso verme cuando me fui esta mañana.
‒ Es que odio las despedidas‒ Emma recordó la crueldad de las palabras de Jones. Era normal que los pacientes se marcharan y no agradecieran los cuidados de los enfermeros. Todo el mérito era siempre de los médicos, pero ¿quién hacía las curas? Normalmente se les recordaba por ser pesados, por ser quienes aparecían para preguntar si había dolor o para recordar la maldita medicación. Los enfermeros eran superhéroes disfrazados de cascarrabias para los ignorantes ‒ La gente normalmente no se acuerda de nosotros cuando agradece la estancia en el hospital.
‒ Qué enorme falta de educación de algunas personas
‒ Ya‒ los ojos de Emma descendieron por el rostro de Regina, vio un cordón dorado y una pequeña piedra colgada en su cuello y la ropa oscura que llevaba, clara referencia al luto. Aquellas ojeras de los días en coma aún estaban acentuadas en su semblante, pero su apariencia era infinitamente mejor de la que tenía cuando llegó ahí hacía dos meses ‒ Entonces, ¿cómo va su memoria?
‒ He recordado algunas cosas al llegar a casa. Por increíble que parezca aún sabía dónde vivía y me acordé de los nombres de mis empleados. Algunos detalles van apareciendo poco a poco en la mente, tengo que tener paciencia.
‒ Al menos es un avance. Qué bien que se está acordando poco a poco‒ Emma se mostraba animada.
‒ Aún tengo la sensación de que no me va a gustar lo que voy a descubrir. En realidad, no me ha gustado saber que dieron órdenes en mi casa en mi lugar.
‒ Dese un tiempo hasta entender lo que ha sucedido. Nada de rencores, nada de crear hipótesis, está todo en el pasado, tiene que seguir adelante.
‒ ¿Cómo voy a seguir adelante si he perdido a las personas más importantes de mi vida?‒ Regina sintió una lágrima resbalando por su ojo izquierdo ‒ ¿Cuál es el propósito de estar viva si ya no tengo a nadie?
Emma sintió pena, viendo a la mujer encogerse enfrente sin poder hacer mucho. Le ofreció un pañuelo de papel que llevaba en un bolsillo de la mochila y Regina se secó los ojos, evitando más lágrimas intrusas en la conversación.
‒ Hay un propósito, un propósito que quizás aún no conozca.
‒ He estado visitando las tumbas de ellos antes de venir para acá. También les llevé flores. Me acordé de ellos, me acordé de lo hermosos y felices que eran. Eran dos criaturas que yo deseé tanto tener, que hice lo posible por engendrar. Eran gemelos. Mi marido era un hombre atractivo, amable, aunque lo recuerde enfadado conmigo antes de morir.
‒ ¿Por qué estaría enfadado con usted?
‒ Porque toda pareja tiene sus momentos, según yo creo. Puede que estuviéramos en crisis, pero sé que lo amaba.
‒ Lo siento mucho.
En un delicado gesto, Emma extendió la mano sobre la mesa. Regina no pensó en rechazarla y se la apretó, pensando que la generosidad era una fuerte característica en aquella enfermera. No entendía cómo alguien podía marcharse sin darle las gracias por toda la dedicación, aunque ella pensara que había sido una privilegiada.
Así que comen juntas, dejando de lado los asuntos tristes y hablan del hospital, de los casos extraños que Emma ya se había encontrado en la profesión, de las lecciones que se llevaba para su vida y finalmente hablan de ella. Sin querer, Swan habla de Isabelle, de la Dra. French, como era conocida allí. Hizo una pausa cuando citó ese nombre, preguntándose si Regina tendría interés en un asunto como ese.
‒ Isabelle…‒ Regina percibió la pausa dramática de Emma ‒ De la manera en que ha hablado, entiendo que usted es…
‒ Sí, soy eso que usted está pensando. Disculpe, fue sin intención. Estuve saliendo con esa mujer un buen tiempo y vivimos juntas muchas cosas, hay situaciones que no puedo dejar de asociarlas a ella.
‒ No, no, no estoy juzgando nada. Creo que nunca me he detenido a charlar con alguien como usted, la verdad.
‒ Si quiere, cambiamos de tema
‒ No necesitamos cambiar de tema, de forma alguna, me ha gustado conocerla un poco. Imaginaba cómo era la vida trabajando en un hospital de este tamaño, con una responsabilidad enorme todos los días. Al menos conmigo ha demostrado ser una gran profesional.
‒ Últimamente he sido demasiado profesional.
‒ ¿Por qué dice eso?
‒ Los últimos seis meses han sido complicados. Me he enterado de que Isabelle y mi ex mejor amiga están juntas. Fue una puñalada por la espalda, me quería morir cuando lo descubrí.
Una borrosa imagen perturba la mente de Regina sacándola de la realidad unos cinco segundos. Se encontraba en medio de personas, reía mucho y tenía un vaso de whisky en la mano, exactamente como su marido a cinco metros de ella conversando con una mujer.
Emma pensó que ella no diría nada, así que terminó el zumo de naranja de un tirón.
‒ Debe haber sido algo tremendamente difícil de tragar‒ dijo Regina, aún medio ida.
‒ Desde entonces para ver si puedo superar mi fracaso, vengo trabajando en el equipo de enfermería de todo el hospital. El Dr. Whale me dijo que no era seguro que me viciara con medicamentos, así que preferí encontrar cosas que hacer.
Como si fuera un manía inconveniente, Regina miró el reloj en su muñeca por tercera vez, dando a entender que estaba atrasada para algún compromiso.
‒ Ciertamente no es la mejor opción‒ Regina se dio cuenta de que ya llevaban hablando dos horas. Comenzó a preocuparse con Leopold, el chófer.
‒ Se está haciendo tarde. Debe estar cansada, hoy se le ha dado el alta y ya ha salido de su zona de confort. Bueno, gracias por las flores, de verdad‒ Emma se levantó.
Swan hizo todo antes de que Regina pudiera protestar: se acerca al mostrador, muestra la ficha, paga lo que las dos habían consumido y se coloca la mochila a la espalda, derrochando una simpatía surreal. Decidió llevar a la empresaria fuera del hospital y cuando pasan por la puerta de la entrada, recoge su ramo y lamenta tener que acabar con la buena conversación que habían mantenido. Ambas se miran, no saben qué decir al final. Parece que ninguna de las dos va a despedirse de la manera correcta.
‒ Ha estado muy bien‒ acabaron poder decir a la vez, y sonó tan cómico que Regina esbozó una verdadera sonrisa.
Se tocó los labios, miró a Emma sorprendida.
‒ Lo logré‒ susurró
Emma entendió lo que había acabado de pasar, habían pasado días para concretizarse. Ese era uno más de sus deseos, ver aquel triste rostro enrojecer y sonreír por cualquier banalidad entre ellas. Tenía ahora un motivo más para estar contenta. No olvidaría la forma tímida en que Regina recordaba la más básica sensación de la vida.
‒ ¿Quiere que la lleve?
‒ No, tengo un chófer, me está esperando. Gracias por la tarde y por hacer que no piense en mi vida por algunas horas.
Modesta, la enfermera la mira con mirada calmada y comprensiva.
‒ Me gustaría seguir manteniendo contacto si no es un inconveniente. Puede encontrarme en Facebook, soy la única Emma Swan de la red‒ quizás pedirle que la acepte en la red no sea una opción viable ahora, ya que Mills apenas debe saber lo que es un ordenador en sus actuales condiciones mentales ‒ Ah, perdone, lo olvidé. Bueno, voy a darle mi tarjeta‒ sacó uno de esos papelitos con el nombre y el teléfono del bolsillo y se lo dio
Emma Swan
Enfermera
(380) 672-7959
Regina le echó un vistazo, lo vio interesante, pero evidente si Emma también hacía trabajos fuera del hospital a veces, supuso.
‒ Está bien, Emma. La llamaré para seguir charlando un poco más.
‒ Tiene la libertad para llamar a la hora que sea. Si lo necesita, llame, hasta de madrugada si fuera el caso.
‒ Gracias‒ Regina consiguió dar aquella sonrisa de nuevo. Aunque discreta, era una sonrisa.
Leopold se acercó a buscarla, y despidiéndose con la mano se dijeron un "hasta pronto" simbólico. Él la ayudó, la sentó en el asiento de atrás del coche y guardó la silla de ruedas en el maletero. Emma vio al coche doblar la esquina del hospital y se colocó el ramo de flores como una madre protegiendo a su hijo en sus brazos.
Mills reconocía cada espacio de la casa en la que vivía, viéndola muy grande para una persona sola. ¿Cómo atendería tantas estancias si ahora vivía en soledad? Poco después de llegar, Cora arregló el cuarto de invitados para que no tuviera necesidad de subir escaleras hasta la habitación principal. Con la señora incapaz de andar y la prontitud que siempre requería, conocida por los trabajadores, no era buena idea mantenerla en el piso de arriba. La gobernanta encontró a Regina abrazada a una muñeca en la biblioteca. La señora no estaba llorando, pero tenía los ojos cerrados, sintiendo el olor de sus hijos. La escena hizo que los ojos de Cora se humedecieran y se formara un nudo en su garganta. Conocía a aquella mujer desde siempre, trabajó para sus padres y hoy la servía a ella, una mujer hecha y derecha a la que consideraba casi como a una hija. Cora tuvo deseos de abrazar a Regina y decirle que todo había sido solo un desagradable sueño, pero no, era la realidad. Estaba sufriendo tanto como todos los que tenían aprecio por aquella familia.
No quería, pero tenía que sacar a su señora del trance, así que Cora carraspeó para evitar su propio llanto y para llamar la atención de Regina. Entró en la estancia, pidió permiso y se ofreció para colocar la muñeca en su sitio.
‒ Perdóneme, señora, le pedí a Virginia que colocara la muñeca de Lisa en el cuarto, pero ella se olvidó.
‒ No hay de qué preocuparse. Tiene su olor. Es gracioso, también noto el olor de Henry. Eran tan parecidos, ¿no cree?‒ comentó Regina
‒ Ciertamente, eran muy parecidos‒ Cora finalmente se libró del nudo en su garganta ‒ El cuarto de invitados está listo para que pase la noche. Pronto se servirá la cena y como puede ser incómodo sentarse a la mesa, conseguí una bandeja para llevársela al cuarto.
‒ Gracias, sí, prefiero cenar en el cuarto
‒ ¿Tiene alguna preferencia? Estamos haciendo todo según las indicaciones de los médicos.
‒ Confío en ustedes, sé que será todo de mi agrado. Antes de ir a dormir, ¿puede prepararme una palangana y una toalla? Pretendo bañarme.
‒ Por supuesto, señora‒ Cora se giró para retirarse, pero fue interrumpida.
‒ Y, ¿Cora…?
‒ ¿Sí?
‒ No me llame más señora a partir de ahora. Me suena muy formal. ¿Hace cuántos años que me conoce?
La pregunta sorprendió a la gobernanta, pues nunca esperó tal actitud de su señora. Aunque la conocía desde pequeña, la relación entre empleada y señora siempre fue intocable.
‒ Pero, Regina, no me parece correcto.
‒ ¿Hace cuánto que me conoce, Cora? Responda.
‒ Hace más de 25 años.
‒ Pues ya es hora de que rompamos esa barrera entre lo formal y lo familiar. Si nunca lo he expresado, quizás este sea el momento. Me doy cuenta de que usted se preocupa por mí como lo haría una madre con su hija. Así que, llámeme sin miedo solo por el nombre, Regina.
De repente, aquel nudo en la garganta volvió, sin embargo, ahora no dolía de tristeza sino de alivio. ¿Quién decía que una tragedia no podía cambiar a las personas? Cora jamás pensó que escucharía un pedido de esos de boca de Regina. Pocas fueron las veces en que habían intercambiado afecto en todos esos años. Algo había cambiado en Regina Mills durante ese período en coma. Cora tenía miedo de que fuera arrepentimiento por aquello de lo que había sido testigo a veces. Pero aún así, no rechazó la oferta de acercarse a la hija que nunca tuvo.
‒ Está bien, Regina‒ la gobernante sonrió, pidió permiso y se retiró.
Emma había cenado con la pareja de amigos, Ariel y Jones, aquella noche tras meses de insistencia por parte de él. Por lo menos se divirtió algo, cosa que no pasaría quedándose en casa. Chismorreraron, hablaron mal de Isabelle y Zelena, porque Ariel trabajaba como auxiliar veterinaria en la clínica de la doctora Green. Pero Emma no quería para nada tocar ese tema. Zelena había comenzado enfermería con su promoción y a mitad de curso optó por pasarse a cuidar de los animales. La amistad duró, pues Green escondía muy bien que le gustaba Isabelle French, una doctora residente en el Amber City Center. Emma siempre lo negaba, pero era tan transparente que el rencor y ella iban de manos dadas. Jones era aún el único que la animaba a olvidarse del pasado, cosa que no estaba resultando sencilla.
Regresó a su pequeño apartamento a las once. Encendió la tele del cuarto, abrió la ventana para que el gato de los Carter visitara de madrugada el tazón de leche sobre la cómoda y se tiró en la cama en cuanto se puso la gastada camisa de dormir. Pero antes de conciliar el sueño, recordó la conversación que había tenido con Regina Mills por la tarde. Ella no era fascinante, era una sombra lista para ser revelada. ¿Y si pudieran ser amigas? ¿Se quedaría solo en gratitud por los cuidados durante el coma o sería algo de provecho? Emma no quería soñar, pues sabía que corría el riesgo de caer en las trampas de la expectativa. Regina era solo una mujer que acababa de perder a su familia. Y de repente, para Emma, recordar que le había dedicado más tiempo de lo debido, la avergonzaba. Debería haberse preocupado menos, claro, si hubiera sabido que estaría bien al abandonar el hospital.
Sin soñar con una conversación futura, Emma miró las flores en el aparador y pensó que cuando se marchitaran, muriendo porque así era el ciclo, ella debería hacer lo mismo. Ella podía cambiar los hechos, comenzar desde cero y hacer exactamente lo que siempre hizo con las flores de Regina, cambiarlas por otras nuevas. El interés por las cosas simples de la vida partía de aquel principio. Así que, qué se fuera al infierno aquel sentimiento ridículo de rabia que tenía por la relación fracasada, por no tener a alguien por quien preocuparse al volver a casa, por no tener nada más allá del trabajo. Por eso, se giró hacia un lado, apagó la lámpara y agradeció que, al menos, podía volcarse en el trabajo y tratar el problema de los demás.
Había un reloj encima del mueble, Regina puso su mirada en él cuando se despertó asustada del sueño de media hora. Contaba las veces que había despertado, ya era el décimo susto, exhausta, buscando la paz en medio de la madrugada que estaba durando una eternidad. Sudaba frío, pero no de fiebre. Tuvo pesadillas con el marido y los hijos, el accidente y la fiesta, que no sabía si había ocurrido o si era una invención de su mente perturbada. Casi llamó a la gobernanta, sin embargo sería de cobardes despertar a una mujer mayor en medio de la noche solo para pedirle que se quedara allí para que ella pudiera descansar. Regina no quería tener aquellas pesadillas de nuevo, y se quedó despierta viendo el tiempo pasar. ¿Acaso nunca volvería a dormir sin tener que tomar calmantes? Intentando no quedarse dormida, se traga las ganas de llorar, ve que pasa un minuto entero y observa debajo del reloj un papel que probablemente dejó caer y lo pusieron allí. Había sido Cora cuando la había ayudado a la hora del baño, recogiendo sus ropas y trayéndole el pijama.
Regina se estiró, cogió el papel y vio el nombre de la enfermera en él. Ella dijo que podía llamar hasta de madrugada si lo necesitaba. La mujer lo encontraba mal, aunque Emma estuviera acostumbrada a ofrecer ayuda. ¿Por qué no? Solo una vez no sería tan malo y podría compensarla con dinero si se sentía mejor después de una charla. Aún dudando, cogió el teléfono del cuarto sobre el mismo mueble y se arriesgó a marcar.
Tras sonar cinco veces, una voz somnolienta atendió
‒ ¿Diga?
‒ Hola‒ Regina vaciló un momento, pero consiguió continuar ‒ Soy Regina. Me dio su teléfono esta tarde en el hospital
‒ ¿Regina?‒ escuchó un sonido parecido al viento, tela rozando con tela, todo al otro lado ‒ Hola. ¿Todo bien?‒ la voz mejoró un poco
‒ No, Emma, nada está bien. Llamo porque no sé qué hacer. He tenido pesadillas desde el momento en que me acosté. Mis hijos, mi marido, he visto el coche destrozado, he visto cosas horribles y no consigo dormir bien.
‒ Cálmese, quédese conmigo en línea, no piense en las pesadillas. ¿Toma algún medicamento?
‒ Un analgésico después de cenar.
‒ Puede ser estrés post-traumático. Al estar dormida casi dos meses, es como si el accidente hubiera ocurrido ayer. ¿Pudo conversar con el Dr. Whale, el psiquiatra?
‒ Solo una vez. Me recetó calmantes. Aquellos que usted me daba a las diez de la noche. Son muy fuertes, tengo miedo de no lograr despertarme.
‒ Pero es necesario que los tome, Regina, al menos de momento.
‒ Son pesadillas terribles, Emma, no voy a soportar, voy a volverme loca.
‒ No, eso no pasará, esto es pasajero‒ la voz de Emma sonó tan tierna que Regina lo encontró gracioso.
‒ Quizás necesite que esté aquí conmigo, solo mientras duermo. Igual que hacía en el hospital‒ habló temblorosa, sus dedos sudaban y el teléfono casi se resbalaba entre ellos.
‒ Quedó mal acostumbrada, no debí hacerlo.
‒ Claro que debió hacerlo, en caso contrario no me habría recuperado tan rápido. Gracias de nuevo por la dedicación que tuvo conmigo.
‒ No hice más que mi trabajo‒ Emma sabía que Regina tenía que mantener la calma.
‒ Creo que jamás conseguiré recompensar su esfuerzo. A propósito, si la estoy molestando, quiero pagar por los minutos de sueño que le quite.
Fue gracioso, porque Emma acabó por bostezar y Regina pudo escucharlo tras la línea.
‒ No se atreva a hacer eso, me ofendería‒ replicó en tono de alerta ‒ En los días de guardia tener un amigo para conversar es un regalo. Vamos a imaginar que hoy estoy de guardia.
‒ Aún estando en coma, juro que recuerdo su voz charlando conmigo‒ Regina se sentó en la cama ‒ Usted estaba allí y yo sabía que estaba incluso cuando no hablaba nada. ¿Puedo preguntarle por qué pasaba tanto tiempo conmigo?
Si estuvieran cara a cara, Regina vería cómo el rostro de Emma se ponía rojo, como si estuviera ardiendo. Emma no sabía explicar. Era algo que iba más allá de la comprensión. No quería decirle que se había encantado con Regina, ni quería decir que se atiborraba de trabajo, porque regresaba a su casa tras su turno. Emma no sabría explicar la empatía que sintió hacia ella el día en que entró en el cuarto y miró aquel rostro sin color ni vida. Había algo en ella que le decía que se quedara rezando por la señora Mills independientemente de si recibiría un premio al final del tratamiento. Su trabajo con Regina era mayor del de los médicos. Sentía la necesidad de estar en la habitación 340 siempre que era posible, solo para ver aquellos ojos abriéndose, solo para tener la sensación de ver a alguien naciendo a una nueva vida que ella deseaba.
Emma tardó al otro lado de la línea, suspiró, pero dio su versión de los hechos.
‒ Porque quería estar en su lugar, señora Mills‒ Regina escuchó con atención ‒ ¿A cuántas personas no les gustaría entrar en coma profundo y despertar meses después? En el fondo, quería que tuvieran pena de mí. Quería que hubiera alguien exactamente como yo para preocuparse por mí, para regalarme unos "buenos días", "buenas tardes" y "buenas noches", preguntándome si he mejorado. No estoy deprimida, por si quiere saberlo, me he hecho muchos test con el psicólogo del hospital, solo siento un enorme vacío. un agujero que no sé cómo voy a llenar.
Regina permaneció callada hasta arrepentirse de haber preguntado.
‒ Lo siento mucho, no debí haber preguntado.
‒ Debió, hizo bien. Nunca me he desahogado con nadie de esta manera.
‒ Y yo pensando que estaba pasando por el mayor dolor del mundo. Ha sido un gran error pensar que solo yo estaba sufriendo por estar viva.
‒ Todo el mundo pasa por fases en la vida. Un día la mía va a pasar, así como la suya. Entonces, ¿se siente más calmada ahora?
‒ Oh, sí, me siento mucho mejor. No sé cómo lo consigue, usted me tranquiliza‒ una idea surgió en la cabeza de Regina, pero tuvo miedo de preguntar, aún así se arriesgó ‒ Emma, ¿trabaja usted como enfermera acompañante?
‒ Sí, señora
‒ ¿Qué le parece trabajar para mí mientras recupero mis movimientos? No quiero sobrecargar a mi gobernanta, y usted es perfecta para este trabajo
Emma se lo pensó por un minuto. Tenía tiempo para el trabajo a domicilio, conocía a Regina y admitía que sería maravilloso ayudarla a recuperarse. No tenía por qué rechazar.
‒ Está bien. Creo que sí
‒ ¿Puede empezar mañana?
‒ Puedo
Emma se encontraba en la dirección que Regina le había pasado, puntualmente a las 11:00. Fue al hospital a pedir sus vacaciones que llevaba acumuladas desde el año pasado, solo había necesitado un empujoncito para pedir ese mes libre. Un hombre calvo y con perilla se acercó a abrir el portón. Había recibido instrucciones sobre una mujer rubia que llegaría para cuidar a la señora. Leopold le pidió a Emma que la siguiera hasta la casa. Emma imaginaba que Regina tenía dinero, pero no que era tan rica. Su marido le debe haber dejado un imperio, pues todo en aquella casa costaba miles de dólares y daba miedo siquiera tocar nada. Se sintió minúscula con su ropa sencilla en medio de la sala.
La gobernanta traía a Regina en la silla de ruedas. Se podía escuchar un ruido proveniente de uno de los pasillos.
‒ Regina, la enfermera llegó
Emma se giró y vio cuando Cora dejó a su señora delante de ella. La mujer pidió permiso, pero ella ni siquiera se dio cuenta, pues estaba examinando lo diferente que parecía Regina a la persona que había visto el día anterior. Se había maquillado, vestía unos pantalones negros y una camisa de seda roja. Otra mujer.
‒ Buenos días, Emma. Qué bien que haya venido‒ sonrió, mejor que ayer, mejor que todas las veces.
‒ Buenos días, Regina‒ Swan le devolvió la sonrisa ‒ Estoy lista para comenzar.
