Resumen: Como reportero gráfico, Edward estudia las emociones humanas, pero sus propios sentimientos están celosamente guardados. Bella no esconde nada, sus sentimientos son tan libres y abiertos como su corazón. Fotograma a fotograma, Edward siente que se acerca a ella. Pero, ¿está preparado para salir de detrás de la cámara y entrar en su vida?
¡Muchas gracias, Rosa y Sully, por toda su ayuda!
Mil Gracias a Chrissie (purpleC305) & Maggie (NewTwilightFan) por permitirme traducir esta bonita historia.
TIME LAPSE
Por: purpleC305 y NewTwilightFan
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—¿Qué desea, señor?
—Café. Solo, por favor—. Edward buscó su cartera. La sonrisa de la camarera era amable, pero sus hombros parecían caídos por el cansancio cuando le dio el total.
Es la época más maravillosa del año...
Edward suspiró mientras la canción volvía a sonar por los altavoces del aeropuerto. A Edward no le importaba que su vuelo a Denver se hubiera retrasado. No había nadie esperándole al otro lado. Lo que le molestaba era la presión de los cuerpos y el ruido excesivo en el abarrotado aeropuerto.
La temporada se había convertido en un tumulto de estrés y exceso de indulgencia; gastar de más, comer en exceso y escuchar música en exceso. Más allá de esas irritaciones superficiales, era una agonía estar rodeado de recuerdos de lo que había perdido.
—¿Algún plan especial para las festividades?— La voz de la camarera interrumpió sus sombríos pensamientos.
—Sólo viajar—, respondió con una sonrisa práctica y le entregó su tarjeta de crédito.
Ella la comprobó y se la devolvió al otro lado del mostrador. —Parece divertido. ¿Con tu familia?
—No. Sólo yo. — Esperaba esas preguntas. Era normal que la gente supusiera que todo el mundo tenía alguien, varios alguien, pero las preguntas siempre eran un poco más profundas en esta época del año.
A su lado en el mostrador, una joven castaña pedía té. Su voz alta e irritada llamó la atención de Edward.
—¡Mamá, estoy en Nueva York, no en Afganistán!
Eso le hizo sonreír. En realidad, volvía de trabajar en aquel país.
La castaña puso los ojos en blanco mientras pagaba la bebida con el teléfono pegado a la oreja. El pánico se reflejó en sus facciones y se mordió el labio. —Tengo que irme, mamá. Te veré pronto—. Pulsó el botón de finalización de llamada del teléfono y lo metió en su enorme bolso.
Edward la observó, intrigado por las emociones que aparecían en su rostro: incomodidad, pánico y luego resignación. El ceño de Edward se frunció cuando ella sonrió con facilidad a la camarera; las arrugas de preocupación y el ceño fruncido desaparecieron, sin más. Sus dedos se crisparon a su lado, queriendo coger su cámara y capturar cada una de sus fugaces expresiones sólo para compararlas, para estudiarlas más tarde.
—¿Vas a estar aquí todo el día?—, dijo una voz ronca detrás de él.
Edward cogió su café y se dio la vuelta para marcharse. Se disculpó con el hombre y esquivó la larga cola, luego abrió la tapa y sopló suavemente la bebida caliente. Aspiró los remolinos de vapor, saboreando el rico aroma. El cansancio lo atenazaba. Había recorrido medio mundo en las últimas 24 horas. Ahora sólo quería llegar a casa, dormir bien unas cuantas noches y pasar algún tiempo en su estudio. Tenía que publicar algunos avances en su cuenta de Instagram para generar interés en su proyecto más reciente. En menos de dos semanas volvería a salir del país, viajando a un mundo alejado de las tradiciones occidentales, lejos de las luces y las fiestas.
Edward había insistido en aceptar esta nueva misión. En lo más profundo de la selva amazónica, iba a observar y captar la vida de una aldea remota; la gente, las rutinas y tradiciones, una cultura no contaminada por la tecnología y las innovaciones modernas. Quería registrar todo lo que hacía única a aquella comunidad y compartirlo con el resto del mundo, mostrar a la gente la belleza y la sencillez de esta civilización intacta.
Por otro lado, ansiaba lo desconocido, los peligros ocultos de la jungla primitiva. Seis semanas en los desiertos de Afganistán, la incertidumbre de si viviría para ver un día más, deberían haber amortiguado su necesidad de adrenalina. Pero con las fiestas navideñas en el aire, no había mejor momento que el presente para buscar su próximo subidón. Aunque sólo fuera para escapar.
Edward llegó a la puerta de embarque, pero no había ni un solo asiento libre. Se giró para buscar otras opciones, pero casi se cae de espaldas cuando alguien le embistió. El café, abrasadoramente caliente, le salpicó la parte delantera de la camisa y los pantalones. La taza cayó con un ruido sordo y el café salpicó en todas direcciones antes de empapar la alfombra gris y azul.
—¡Demonios!— Se dobló por la rodilla, con la esperanza de aliviar el ardor que sentía en la polla y las bolas. —¡Mira por dónde vas, desgraciado hijo de puta!—, gritó con los dientes apretados, intentando respirar entre el dolor abrasador.
—Lo siento. Lo siento mucho—, la voz de una mujer rompió el zumbido de sus oídos. Su voz vaciló y se quebró cuando volvió a hablar. —Lo siento mucho. No estaba prestando atención...
Al escuchar su angustia, sintió un remordimiento de conciencia, pero lo apartó. Edward levantó una mano para hacerla callar. —Café. Solo—. Dos simples palabras. Una exigencia. Se negó a gastar otros cinco dólares para cubrir la torpeza de otra persona. Se dio la vuelta y se dirigió al baño más cercano para cambiarse.
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Más tarde, Edward entró en el pequeño bar situado a unas puertas de la explanada y pidió un trago. El enfado se le había pasado casi por completo. Suspiró y se llevó el vaso a los labios. Lo terminó y pidió otro mientras se desplazaba por las fotos de su cámara, borrando algunas a medida que avanzaba. Se acercaba la fecha límite para publicar las fotos del próximo mes en la National Geographic. Quería cerrar este proyecto antes de empezar el siguiente. Y aunque tenía en alta estima a Alec, el editor fotográfico de la revista, a Edward no le gustaba ver sus fotos sobreprocesadas. Tenía su propia visión.
Justo cuando el camarero le ponía otro vaso delante, una taza para llevar se deslizó por la encimera. —Café. Solo.
Sorprendido, Edward miró entre la taza y la castaña, a la que reconoció como la mujer del puesto de café de antes. Antes estaba demasiado adolorido como para darse cuenta. Estudió su rostro mientras ella llamaba al camarero y pedía una copa de vino tinto. Parecía tranquila, a diferencia de lo que había parecido cuando estaba al teléfono. Edward le dio las gracias y se llevó el vaso a los labios, volviendo a centrar su atención en la pantalla del portátil.
—Probablemente se haya enfriado mucho desde que, ya sabes, te he estado buscando durante casi una hora. Así que, si ahora vas a derramarlo por la camisa, no debería quemarte tanto—. Su tono era burlón.
—¿Estás sugiriendo que fue culpa mía?— Enarcó una ceja.
—Depende de a quién le preguntes. —Ella miró al frente y se llevó la copa a los labios.
Edward observó su garganta mientras tragaba. Tenía una belleza que le cautivaba. Carraspeó y se volvió hacia las estanterías llenas de licores variados. Tragando el café tibio, Edward forzó sus pensamientos en otra dirección. —Antes de discutir sobre quién está equivocado y quién tiene razón, ¿qué tal si preguntamos a un tercero?
—De acuerdo—. Se inclinó hacia delante, con el dedo índice trazando el borde de la copa. —¿A quién sugieres, señor Equivocado?
Edward se rio entre dientes. —Un momento, señora Equivocada— puso los ojos en blanco. —Un tercero, ¿recuerdas? ¿Qué tal el camarero?
—Para ti es señorita—, le corrigió mientras él le hacía una señal al camarero.
—¿Otro, señor?
—No, gracias. Nosotros—, Edward lanzó una mirada de reojo a su compañera y cayó en la cuenta de que seguía sin saber su nombre. —Necesitamos la opinión de un tercero desinteresado. Ella cree que tiene razón...
—Sé que la tengo.
Levantó un dedo para silenciarla. —Y yo sé que tengo razón. ¿Nos ayudas a aclarar las cosas?
Divertido, el camarero aceptó. Tanto Edward como la castaña expusieron su versión de lo sucedido. Ella afirmó que él se había cruzado en su camino cuando regresaba a la puerta de embarque. Ella sólo había desviado la mirada una fracción de segundo, por lo que era culpa suya. Edward argumentó que llevaba casi un minuto parado en el mismo sitio, buscando un asiento vacío, y que sólo se había girado ligeramente a la derecha cuando ella chocó contra él. Por lo tanto, ella habría chocado con él tanto si se hubiera girado como si no, así que era culpa suya.
Tras un momento de silenciosa deliberación, el camarero habló. —Creo que los dos tienen la culpa. Ninguno de los dos estaba atento a su entorno cuando chocaron—. Empezaron a discutir, pero el camarero se excusó para atender a otro cliente.
Edward cogió su trago añejo y agitó el líquido ámbar. —De acuerdo. ¿Qué te parece esto?— Se dio la vuelta y la vio mirándolo, con los ojos marrones un poco vidriosos por el vino. —Asumiré la culpa si me cuentas la conversación que mantuviste por teléfono en la cafetería—. Sí, estaba curioseando. Quería saber qué le había provocado semejante cúmulo de emociones. ¿Qué había dicho su madre?
Ella miró su copa un momento, pensativa, con el labio inferior entre los dientes. Los dedos de Edward se crisparon. Quería pasar el pulgar por aquel labio suave. Tal vez incluso podría besar ese ceño fruncido.
—Es una foto preciosa.
—Estás cambiando de tema—, dijo, pero volvió a centrar su atención en el portátil.
La pantalla mostraba la imagen de un soldado con una rodilla en tierra, su fusil a un lado, mientras entregaba un caramelo a un niño. Era hermosa. Un destello de humanidad en medio de la guerra. En ese momento, Edward decidió que esa foto saldría en la revista.
—Reportero gráfico, supongo.
Asintió mientras pasaba a la siguiente imagen: otro soldado hablando por teléfono, con una enorme sonrisa en la cara y los ojos llenos de alegría.
—Debe de ser difícil...—, se le cortó la voz al ver la siguiente imagen. Estaba tomada desde lejos. El cuerpo de un adolescente yacía desordenadamente a un lado de la carretera. Edward recordaba vívidamente aquella mañana. La noche anterior habían bombardeado una pequeña ciudad a las afueras de Kandahar, matando a un montón de civiles, habitantes del pueblo, algunos de ellos personas a las que probablemente había saludado al pasar por la calle.
—Cada foto cuenta una historia—, empezó a decir, sin dejar de repasar las imágenes, pero con los ojos clavados en ella mientras miraba cada fotografía, con la cara llena de expresiones: tristeza, horror y, en raras ocasiones, alegría. —Mi trabajo es contar su historia. Las palabras sólo te llevan hasta cierto punto, pero una imagen... una imagen te muestra una perspectiva más amplia de los acontecimientos—. Al llegar al final de la serie, apagó el portátil y lo cerró.
El silencio llenó el espacio entre ambos, cada uno con su bebida.
Es la época más maravillosa del año...
—Otra vez no—, gimió, levantando su vaso casi vacío para indicárselo al camarero.
—¿No te gusta la música navideña?
—No me gustan las fiestas. Punto.
—A mí me encantaban—. Se giró para mirarla de nuevo y quedó inmediatamente absorto mientras ella sonreía, con la mirada a kilómetros -incluso años- de distancia. —Mi padre decora sus tres acres cada año con luces, renos, árboles, bastones de caramelo. Incluso tiene un taller de Papá Noel en la hectárea de atrás. Todos los años participa en el concurso de luces navideñas del pueblo y, sin excepción, todos los años gana. De niña, esa era mi parte favorita. Le ayudaba a decorar y bebía ponche de huevo. El suyo estaba cargado, por supuesto.
Edward rio entre dientes, imaginándose una versión más joven de aquella hermosa mujer. Se inclinó más cerca, queriendo más de ella.
—Todas las noches recorría el laberinto para perderme entre las luces. Era mágico—. Ella se detuvo, la alegría desapareciendo lentamente de su rostro.
—¿Qué pasó? — insistió Edward.
Ella soltó una carcajada sin gracia. —Crecí. Me mudé. Y mi madre—, sacudió la cabeza y bebió más vino. —Mi madre me ha estado acosando para que vuelva a casa y siente cabeza desde entonces. La amo, pero no se da cuenta de que me parece bien no sentar la cabeza todavía. Por eso hace dos años que no he vuelto a casa por Navidad. Porque sé que no será capaz de dejar el tema durante toda la semana que esté allí. Dice que está preocupada por mí estando sola en esta gran ciudad. No sería para tanto, pero mis dos hermanos se casaron con sus novias del instituto, y aquí estoy yo... Bella. La solterona de veintiocho años. Según mi madre. Quizá debería empezar a coleccionar gatos.
Normalmente, cuando los desconocidos le soltaban la historia de su vida o sus tragedias, Edward encontraba la forma de excusarse de la situación. Pero con ella... no sintió esa compulsión. En lugar de eso, quería tomar su cámara, captar cada nueva expresión, quería catalogarlas todas. Pero ella seguía siendo una extraña. Llamada Bella. Soltera. Además de que su madre estaba chiflada, esas dos cosas no le habían pasado desapercibidas.
Edward colocó la bolsa de la cámara en el banco que había entre ellos. Sacó su cámara DSLR y un lente. Ambos listos, enarcó una ceja mirando a Bella mientras ella lo observaba. —¿Te importa?— Preguntó en tono bajo, ajustando el balance de blancos, la apertura y la velocidad de obturación para contrarrestar las escasas luces del bar.
Sus mejillas se sonrosaron. Antes de que ella pudiera responder, él hizo una foto.
Clic.
Unos ojos muy abiertos le miraron fijamente. —¿Soy terrible?
Le enseñó la foto y su rubor se intensificó. Aspiró su dulce aroma a vainilla y canela. —Hueles a Navidad—, refunfuñó, ligeramente contrariado por aquel hecho.
Bella levantó la mirada y se detuvo en su boca. Sacó la lengua y se la pasó por el labio inferior. Edward tragó saliva.
Luego se echó hacia atrás, con el rostro enrojecido. —Creo que el alcohol se me está subiendo a la cabeza.
Clic.
—Eres muy bueno.
—¿Hmm?— murmuró Edward desde detrás de la cámara, mirando por el visor, absorto en su tema.
—Siempre he odiado que me hagan fotos, pero esa foto me hace parecer...— buscó las palabras, una mirada de concentración en su rostro, luego sus ojos se cerraron y sus rasgos se relajaron en una expresión soñadora.
Estaba hermosa, bañada por las luces apagadas del bar.
Clic.
—¿Hermosa? ¿Sexy?— preguntó Edward, anticipándose a su reacción.
Bella giró la cabeza hacia él, con los ojos muy abiertos y la boca abierta. Cada fracción de segundo, la cámara de Edward hacía clic al ver cómo se transformaban sus rasgos, con expresiones que iban de la incredulidad al halago.
—Ni siquiera me conoces. Eres un extraño.
Edward bajó la cámara, se inclinó hacia ella y ella hizo lo mismo. El aire se sentía cargado, intenso.
—No tengo por qué serlo. Me llamo Edward.
Más cerca. Más cerca. Su aliento le recorrió la cara. Sus ojos buscaron los de él, aprensivos, pero deseando, necesitando.
Ring. Ring. Ring.
—Hablando del diablo—, murmuró Bella y se echó hacia atrás, contestando su teléfono. —Mamá...—, se encogió de hombros a modo de disculpa y salió por la puerta, con la maleta rodante golpeando las patas de la silla mientras se apresuraba a encontrar algo de intimidad.
—Carajo—, murmuró Edward y se pasó una mano por el pelo mientras con la otra sujetaba la cámara.
Le temblaba la mandíbula. Un rapidito —pum, pum, y un gracias, señorita— habría hecho maravillas con sus nervios sobrecargados. Pero ahora... el humor se había evaporado en el momento en que sonó su teléfono. Sí, él sabía que ella no estaría dispuesta a una follada rápida en el baño más cercano cuando volviera... si es que volvía. Echó un vistazo por encima del hombro hacia la salida del bar y la vio paseándose al otro lado del cristal, con el teléfono pegado a la oreja y la ansiedad retorciéndole las facciones.
Los tonos del interfono indicaron el comienzo de otro anuncio, y la azafata anunció que comenzaba el embarque de su vuelo. Edward empezó a recoger sus cosas -el portátil y la cámara- mientras el camarero deslizaba el recibo por la barra con una sonrisa. Su mirada se desvió hacia la abandonada copa de vino de Bella.
—Pon la suya también en mi cuenta—. Se volvió para ver si Bella se había dado cuenta de que se iba, pero ya no estaba.
Edward estaba decepcionado, pero ¿qué era una oportunidad más perdida? Siendo realistas, con su estilo de vida nómada y a menudo peligroso, una chica como Bella no era para él. Su mente ya estaba volviendo al trabajo mientras cruzaba el concurrido vestíbulo hacia su puerta de embarque.
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(*) Time Lapse es una secuencia de fotografías tomadas con un intervalo de tiempo de separación entre una y otra y unidas, con un programa o software de vídeo, para crear un vídeo final en el que la acción transcurre a una velocidad mayor.
