LINK

«Querido Link:

Se nota que eres un viejo quejica incluso cuando leo una carta tuya. Ni siquiera ha pasado una semana entera y ya te imagino gruñéndole a todo el mundo. Tienes que pasar más tiempo fuera de casa.

¿A quién quiero engañar? Te echo de menos. Seguro que tú ya lo sabes. Te lo digo cada vez que te vas. Pero esta vez es especialmente malo. Como cuando te fuiste y me enteré de que iba a tener Arwyn.

No, no he sangrado todavía, por si te lo estabas preguntando. Pero no creo que debas emocionarte mucho. No me encuentro bien, Link.

Arwyn ha hecho amigos nuevos. Dice que te caerían bien si los conocieras, pero yo creo que si tú los conocieras no harías más que quejarte. Sus familias son muy cercanas al alcalde. Artyb salió a jugar con ellos ayer, pero no tardó mucho en volver. No tenía buena cara, aunque no quiso decirme nada cuando le pregunté. Estoy segura de que no le hicieron nada malo, así que no debes preocuparte. Puede que discutan a menudo, pero Arwyn no dejaría que le pusieran un dedo encima a su hermano.

Creo que me estoy yendo por las ramas. Tus hijos te echan de menos, incluso Artyb. Me parece que lloró un poco hace dos días. Arwyn me pregunta cada día cuándo volverás.

Supongo que cuando leas esta carta ya habrá pasado una semana de negociaciones. Recuerda lo que acordamos. Y escríbeme, por favor. No te olvides de contarme lo que pasa en las reuniones, si no es mucha molestia para ti y tu supuesta mala memoria.

Ten cuidado y vuelve pronto,

Zelda.»

Me detuve en su firma, al final de la carta. Cuando me escribía a mí, nunca firmaba con su nombre completo. En ocasiones ni siquiera firmaba con su nombre. Conocía de memoria su caligrafía y su forma de usar las palabras. Sabía que era ella con solo echar un vistazo al papel.

Estaba casi seguro de que la carta aún olería a ella. A hogar. Y estuve a punto de comprobarlo, pero el bullicio me recordó que no estaba solo. Había gente importante mirando, aunque estuvieran ya tan borrachos que se tambaleaban sobre sus asientos. A los hylianos no los ayudaría que su portavoz fuera visto oliendo un trozo de papel, especialmente ahora. Cuando por fin empezaban a curarse de verdad.

Así que no olí el papel. No era ningún salvaje. Había aprendido a no serlo cuando, años atrás, me comí cuatro manzanas seguidas frente a las delegaciones de los zora y de los orni. Se me quedaron mirando como si hubiera ofendido a sus pueblos de alguna manera. A mí me había parecido muy divertido al principio, aunque dejó de parecérmelo cuando las manzanas desaparecieron de las reuniones. Zelda tuvo que explicarme el motivo.

Los zora y los orni no solían estar de acuerdo en casi nada. La única excepción era la falsa muralla de decoro que había que mantener a todas horas.

Tendría que contentarme con leer la carta otra vez. En una esquina del papel vi un dibujo. Al principio pensé que se trataba de un gusano pero, al fijarme mejor, caí en la cuenta de que era un caballo. Los caballos no tenían seis patas ni el cuello tan largo, pero eso era lo de menos. Mis hijos habían hecho aquel dibujo, y solo por eso me parecía una obra de arte.

—Si lo sigues mirando, va a acabar haciéndose polvo —dijo una voz a mi lado—. ¿Qué es? ¿Una carta de amor?

Karud intentó arrebatarme la carta, pero yo fui más rápido. No me hizo falta mirarlo para saber que estaba ebrio.

—Apestas —le dije sin apartar la vista de la carta.

Él rio a carcajadas. Recé por que alguien se lo llevara de mi lado, pero al parecer no habría suerte.

—Tú no. Y eso... eso sí que es raro. —Se le escapó un sonido extraño. Algo entre un bufido y una risotada—. ¿Por qué no pruebas esa cerveza de Tabanta? No puedes beber agua toda la noche. Y la cerveza de Tabanta hace... Oh, hace maravillas.

—Yo no bebo. Y pensaba que tú tampoco bebías.

—Oh, cielo, yo solo bebo en ocasiones especiales.

Me acercó una jarra que apestaba a cerveza y lo aparté de un manotazo. Lo miré entonces, con el ceño fruncido.

—¿Esta es una ocasión especial?

—¡Por supuesto que sí! Vamos a terminar las negociaciones con los zora. ¡Los zora, querido! ¡Los zora, que son más rígidos que un...!

—Cierra la boca —siseé—. Vas a avergonzarnos y a echarlo todo a perder. ¿Es eso lo que quieres?

Ni siquiera tuvo la decencia de mostrar vergüenza. Se limitó a sonreír y bebió otro trago de su maldita jarra.

—No estoy tan mal —dijo. Luego le entró hipo y dio varios botes en el banco—. No he bebido tanto.

—Y yo he bebido mucho.

Karud prorrumpió en carcajadas. Busqué ayuda con la mirada, pero todo el mundo parecía encontrarse en un estado similar al suyo. Supuse que era algo bueno. Al día siguiente, cuando la última reunión se celebrara, sería más fácil que estuvieran de acuerdo. Nadie querría discutir con un dolor terrible de cabeza.

La posta era amplia. Estábamos cerca de la región de los zora, en Lanayru, y por allí frecuentaban los viajeros. Así que tenía unos establos mucho más grandes, más habitaciones y más espacio en la sala común. Había intentado situarme en una mesa lejana al bullicio, donde la música y las voces eran mucho más tenues y donde pasaría desapercibido, pero no había habido suerte. Había perdido la cuenta de cuántos idiotas me habían invitado a beber.

—Desde que nacieron tus pequeños te has vuelto blando. Me preocupas, Link.

—No hables de mis hijos mientras estés borracho.

Él hizo una mueca y suspiró.

—Sabes que eres como... un hijo para... para mí, ¿verdad? —farfulló, arrastrando las palabras—. Una vez conocí a un hombre que...

Me tragué un gruñido y guardé la carta de Zelda a buen recaudo. Estaba harto del ruido. Y también de Karud.

—¿Puedes andar? —le pregunté mientras me ponía en pie.

Él me miró, ofendido.

—Pues claro que puedo andar. No estoy tan...

Se interrumpió cuando tropezó y estuvo a punto de caerse de bruces. Suspiré y me cargué uno de sus brazos al hombro.

—Hora de irse a la cama para ti —murmuré.

Karud protestó, pero no le hice caso. Saludé a Nyel con la cabeza. Él había tenido la mala suerte de tocar en la posta aquella noche. No parecía muy contento, y no lo culpaba. Él y yo éramos los más sobrios en aquel lugar.

No quería montar ningún espectáculo, así que me deslicé entre las sombras hasta las habitaciones, intentando pasar desapercibido. Nadie podía ver al líder de los constructores hylianos tan ebrio que debían llevarlo a su habitación. Aunque estaba seguro de que todos allí lo habían visto hacer cosas mucho peores solo durante aquella noche.

Genial. Habría burlas al día siguiente. Esperaba tener la paciencia suficiente para aguantarlo.

—Debería darte vergüenza —mascullé mientras entrábamos en la habitación—. Mañana hay una reunión importante y estarás medio ebrio.

—No será la primera vez —suspiró él.

Di media vuelta y salí de allí. Sabía que Karud no intentaría regresar a la sala común. No tenía fuerzas para eso.

Vi mi propia habitación al fondo del pasillo. Karud y yo pertenecíamos al mismo grupo, así que los zora se habían asegurado de que nuestras habitaciones estuvieran cerca. Pensé en regresar a la sala común. Había dejado el cuenco de guiso a medias.

Al pensarlo mejor, sin embargo, me di cuenta de que no valía la pena volver allí por un poco de guiso frío. Así que me dirigí a la habitación, donde nadie vendría a buscarme.

Sentí alivio cuando el ruido se hizo más tenue al cerrar la puerta. No desapareció por completo, pero me dije que bastaría.

La habitación era pequeña. Había una cama, una mesa y una ventana. Y también había un armario diminuto, pero no lo usaba. Prefería dejarlo todo en las alforjas. Así sería más fácil ver si me robaban.

Me senté junto a la mesa y leí la carta de nuevo. Las Diosas sabían cuánto echaba de menos a mi familia. Sobre todo por las noches. No tenía el calor de mis hijos a mi lado, ni los veía dormirse al ritmo de la voz de Zelda. La cama era muy pequeña, pero se me hacía gigantesca. Y me sentía terriblemente solo sin ella.

Por Hylia, cualquiera habría pensado que después de tantos años me había acostumbrado a salir de viaje. Pero estaba lejos de ser el caso.

Saqué algo de papel y tinta de las alforjas.

«Zelda:

Te echo de menos. Te echo mucho de menos. Os echo de menos a los tres. Dile a Artyb que no llore. Tengo regalos para los dos. Les gustarán. Dile a Arwyn que vigile a sus amigos nuevos y que cuide de su hermano. Diles a los dos que los quiero. Y también te quiero a ti. Espero que te encuentres mejor. No me preocupes así, Zelda.

Partiremos hacia Hatelia dentro de dos días si todo va bien. Volveré pronto. Te quiero.

Link.»

Al terminar, cogí la carta de Zelda de nuevo. Vacilé un instante, indeciso, aunque al final me dije que no me vería nadie. Así que olí la carta por fin.

Su aroma seguía allí, de alguna forma que se me escapaba. Estaba casi convencido de que esparcía unas gotas de sus perfumes dulces sobre el papel porque sabía lo que eso me hacía.

Oh, cuánto la echaba de menos.

Dibujé un caballo en mi propia carta. Tenía un aspecto bastante estúpido, pero no me importó en absoluto. Los haría reír a los tres. Luego guardé mi carta para enviarla al día siguiente, aunque no hice lo mismo con la de Zelda. Tenía que leerla unas cuantas veces más.

Cuando me desperté al día siguiente, todavía tenía la carta de Zelda entre las manos. Los tenues rayos de luz se colaban por la ventana. Supuse que aún no había amanecido siquiera.

Sabía que no podría volver a dormir, sin embargo, y el estómago me rugía de hambre. Así que me puse en pie, recogí mis cosas y salí de allí.

La posta estaba en silencio. Las velas estaban casi consumidas, de modo que tuve que moverme a ciegas hasta el exterior.

Hacía frío, y el cielo solo empezaba a clarear. Miré hacia la región de los zora y supuse que la delegación estaría en camino. Llevaban meses pidiendo ayuda para los arreglos del embalse oriental, pero nada de lo que les ofrecíamos por carta les parecía suficiente. Así que no nos había quedado más remedio que hablar cara a cara. Y, por supuesto, yo representaba a los hylianos, y Karud, a los constructores que los zora tanto deseaban.

Escuché pisadas a mi espalda al cabo de un rato. No me hizo falta darme la vuelta para saber de quién se trataba.

—Espero que hayas pasado una noche agradable.

Miré a Nyel, que apenas había cambiado en los últimos años. Seguía viajando por todo Hyrule, llevando sus canciones adondequiera que fuera. Ahora traía a sus hijas mayores con él.

—Había una fiesta justo al lado —dije—. Era difícil pasar una noche agradable.

—Pero no imposible. —Me mostró dos jarras—. Aquí tienes. Vino especiado. No hay nada mejor cuando uno tiene un día largo por delante.

Vacilé un instante antes de aceptar. Lo de que no bebía era una mentira a medias. Solo solía arriesgarme cuando estaba en casa con Zelda, y no ocurría muy a menudo. Sin embargo, confiaba en Nyel. Y, además, podía soportar un poco de vino. En eso sí había mejorado bastante.

—No te gusta tocar para un montón de borrachos —dije tras unos momentos en silencio. Había visto su gesto la noche anterior. Había estado deseando irse de allí, igual que yo.

Sus plumas se agitaron.

—Por supuesto que no. Mi música no está hecha para una... taberna maloliente. —Contuve la risa para no hacerlo enfadar—. No vine aquí con mis hijas para malgastar nuestras voces en algo tan vulgar.

—No vi a tus hijas anoche.

—Les dije que no salieran de nuestra habitación. No iba a mostrarles... lo que quiera que ocurrió anoche. Las Diosas no quieran que tengan que ver un espectáculo tan lamentable jamás.

Podía entenderlo. Solo con pensar en mis propios hijos viendo un montón de hombres borrachos en medio de una taberna sentía escalofríos.

—¿Cómo lo haces? —le pregunté—. ¿Cómo puedes marcharte de casa y dejar a tu familia atrás?

Nyel me miró. Los orni sonreían de forma distinta a los hylianos, pero era fácil distinguir cuándo estaban sonriendo una vez te acostumbrabas.

—Oh, nunca me he acostumbrado. Las echo de menos cada día. Ahora que son más mayores para viajar, he mejorado un poco. Pero Amali todavía se preocupa. Por suerte, gracias a vosotros, el sistema de envío de cartas es mucho más efectivo, así que no pasamos lunas enteras sin estar en contacto.

Pensé en la carta de Zelda, en mi habitación de la posta. No podría pasar meses sin recibir noticias suyas. Sin saber si estaba bien. Si mi familia tenía todo lo que necesitaba.

—Tu caso es muy diferente al mío, naturalmente —prosiguió Nyel—. Viajas por periodos más cortos de tiempo. Y, por suerte, nunca te sentirás como si te hubieras perdido gran parte de la vida de tus hijos.

Suspiré y alcé la vista para mirarlo. No fue difícil descubrir el brillo de tristeza en sus ojos.

—Puedes volar —le dije—. No tienes por qué viajar tan lejos.

—Yo tengo conocimientos que nadie más tiene, Link —repuso él—. Sé canciones que no pueden perderse con el paso del tiempo. Además, mis hijas tienen que seguir con mi legado. Deben aprender.

Tomé un sorbito de la jarra y observé la calma que reinaba en el exterior.

—Yo no sería capaz de hacer nada de eso —murmuré.

—Tú has llevado una vida muy diferente a la mía —dijo Nyel con un atisbo de simpatía en la voz—. No te culpo por ello. Aunque tampoco pienses que paso años sin regresar a casa. Suelo pasar largas temporadas allí antes de partir de viaje otra vez.

Estuvimos un rato en silencio.

—Las Diosas saben cuánto los echo de menos —susurré.

Nyel rio, e incluso ese sonido pareció una canción. Me puso una mano en el hombro.

—No sufras tanto. La de hoy será la última reunión, ¿no es así? Mañana ya estarás emprendiendo el viaje de vuelta.

—Si todo va bien —mascullé.

—Todo irá bien —insistió él—. Tengo entendido que hasta ahora habéis obtenido resultados satisfactorios.

Tomé otro trago. Ese fue un poco más largo.

—Había que alcanzar un trato —dije—. Siempre es difícil con los zora. Pero esta vez no lo ha sido tanto. Sabían que eran ellos quienes pedían ayuda, y eso nos ha dado ventaja.

—En ese caso, la reunión de hoy es solo para cerrar el trato.

—Supongo que sí.

Nyel se volvió hacia el exterior también y miró al cielo, que ya empezaba a clarear.

—Las estrellas me dicen que habrá suerte.

—Espero que no se equivoquen —murmuré.

Nyel bebió y, tras un corto silencio, dijo:

—Estaba pensando en ir a Hatelia después de esto. Hace tiempo que no visito la gran capital hyliana.

—No es ninguna gran capital —dije, sin poder evitar compararla con la Ciudadela de un siglo atrás—. Pero eres más que bienvenido. Tú y tus hijas. Iba a volver yo solo porque Karud y su compañía se marchan a Akkala, pero no estaría mal tener un compañero de viaje.

Nyel sonrió.

—Espléndido. Mis hijas se alegrarán al saberlo.

Permanecimos allí hasta que el cielo se tiñó de gris y me disculpé para ir a prepararlo todo. La reunión se celebraría temprano, y esperaba que no fuera a alargarse mucho tiempo. Tal vez, si Nyel tenía razón y todo iba bien, podría partir hacia Hatelia aquel mismo día. Seguirían siendo tres jornadas de viaje, tal vez dos si forzaba un poco la marcha, pero aun así llegaría antes.

Decidí aferrarme a aquella esperanza, por iluso que estuviera siendo.

Me dirigí a la habitación que me habían asignado y me aseguré de tenerlo todo conmigo. Luego fui a la habitación de Karud y tomé aire antes de empezar a aporrear la puerta con todas mis fuerzas.

Los nudillos me empezaron a doler, pero no me detuve hasta que Karud abrió la puerta y me miró con mala cara.

—¡Ya lo sé! ¡Ya sé que tenemos que estar ahí temprano, no tienes que recordármelo!

Lo miré con una ceja alzada, en silencio. Él suspiró.

—Por Hylia, muchacho, lo siento. Yo debería estar en tu lugar.

—Sé controlarme mejor que tú —dije con una risotada.

Por primera vez en mucho tiempo, Karud pareció avergonzado de verdad. No lo culpaba. Yo también lo estaría si fuera él.

—Lo siento —repitió—. Lo de anoche no volverá a repetirse. Los dos estamos aquí por trabajo.

Decidí mostrarle una pizca de simpatía.

—No te atrevas a llorar encima de mí —le advertí.

—No pensaba hacerlo.

Dejé que fuera a prepararse. Pagué por un desayuno en la posta y, mientras esperaba, divisé al orni que repartía las cartas en el exterior. En su bolsa ponía Hatelia, así que me apresuré a ir a su encuentro.

Le tendí mi carta tras asegurarme de que el nombre de Zelda fuera bien visible en el papel. Luego le di una rupia roja, y el orni emprendió el vuelo de nuevo. Esperaba que la carta llegara antes de mi regreso. De lo contrario, habríamos echado a perder los servicios de aquel orni. Y a Zelda no le haría ninguna gracia, teniendo en cuenta lo mucho que nos había costado establecer el sistema de reparto de correspondencia en Hyrule.

Casi tres horas más tarde, Karud, sus constructores y yo estábamos esperando la llegada de los zora cerca de la posta, como habíamos acordado. Karud se había traído a varios de sus constructores más importantes, incluidos Karid y Karad. Ellos parecían muy tranquilos, aunque yo no podía evitar estar inquieto. Había mejorado con los años, pero el nerviosismo nunca se marchaba del todo cuando estaba frente a una reunión importante. Especialmente si estaba solo. Siempre me había dicho a mí mismo que no servía para negociar con palabras ni para la diplomacia. Sin embargo, años atrás me había dado cuenta de que varios acuerdos se habían cerrado solo con mi intervención. Y entonces me permití pensar que tal vez sí sirviera para aquel trabajo.

Había ganado algo de confianza con el paso del tiempo, pero no la suficiente para estar completamente tranquilo antes de cerrar un acuerdo importante.

Mientras pasaba mi peso de una pierna a otra por enésima vez, deseé que Zelda estuviera a mi lado. Ella me daba el valor que me faltaba. Ambos representábamos lo mismo; éramos uno solo en aquellas reuniones. Cuando ella hablaba, yo sabía cómo debía seguir. Cuando uno cometía un error, el otro sabía cómo arreglarlo. Cuando yo tropezaba con las palabras, ella adivinaba lo que había intentado decir y me relevaba por un rato.

Malditos fueran los zora y su estúpido decoro. El nuevo Consejo Zora no nos odiaba, pero sus miembros seguían siendo implacables y terriblemente exigentes. Estaba seguro de que el rey Sidon se había desentendido por completo y había dejado el asunto en manos de su Consejo. De lo contrario, habría sido mucho más fácil cerrar el trato.

—¿Por qué demonios tardan tanto? —dijo Karud con fastidio—. La próxima vez no me despiertes tan temprano, chico.

Miré al sol, que se acercaba al mediodía.

—Quieren irritarnos —repuse, intentando aparentar serenidad. Era un experto en eso, por suerte. Solo Zelda se daba cuenta de que estaba fingiendo—. Ellos son así.

—Son quienes han pedido ayuda. Deberían estar de rodillas, suplicando a mis pies.

Escuché las carcajadas de Karid y Karad, detrás de nosotros. Tuve que contener la risa también.

—Son zora —murmuré, encogiéndome de hombros—. Tienen el honor y el orgullo casi tan altos como los orni.

Karud maldijo y fue a decir algo más, pero se detuvo de golpe. Seguí su mirada y divisé la delegación de los zora acercándose por el camino que llevaba a la posta. Inspiré hondo para tranquilizarme.

Me di cuenta entonces de que había adoptado una postura defensiva. Las viejas costumbres no se habían ido aún, después de todo. Karud se me quedó mirando cuando maldije en voz baja e intenté relajar los hombros. Casi dio resultado. Casi.

El Consejo Zora no acudió al completo, como era de esperar. Muzun tampoco estaba allí. Él no se encargaba de los asuntos relacionados con el embalse o sus reparaciones. De los siete miembros solo había dos. Los observé acercarse, con una guardia de honor justo detrás. Contuve un gruñido. Ninguno de nosotros iba armado siquiera.

Sentí la ya familiar y vieja punzada de temor al recordarlo. Era como si estuviera cayendo al vacío y no tuviera nada a lo que aferrarme. Se había vuelto más soportable con los años, pero la sensación de estar indefenso nunca se había ido del todo. Me recordé a mí mismo que ya no necesitaba ninguna espada. Que estaba a salvo y lo había dejado todo atrás.

Karud se adelantó unos pasos para recibir a los zora. Él debía hablar primero. Karud y sus constructores discutirían las condiciones del trato. Yo podía objetar y hacer observaciones, como voz de los hylianos, y se me tendría en cuenta. Luego sería el último en firmar el acuerdo. Sin mi firma, no habría trato. Podía decirse que yo poseía la última palabra.

—¡Bienvenidos, compañeros! —exclamó Karud. Hice una mueca ante su tono lleno de alegría forzada—. Espero que hayáis tenido un buen viaje. El nuestro ha sido corto, pero hemos tenido una larga espera para compensarlo.

Le dirigí una mirada de advertencia. Karud siguió sonriendo. El muy idiota iba a estropearlo todo.

Por suerte, los zora siempre conservaban la compostura. Sonrieron también, cortésmente, sin mostrar ningún indicio de malestar por lo que había dicho Karud.

—Nuestras más sinceras disculpas. El camino desde la región es complicado de atravesar —dijo uno—. Las corrientes tampoco estaban de nuestra parte, así que nos vimos obligados a recorrer gran parte del camino a pie.

Por el momento estaba yendo bien. Se mostraban humildes, y los zora más poderosos no solían disculparse por nada. Tal vez estaban tan deseosos de acabar con aquel asunto como yo.

—Voz —dijo el segundo zora, mirándome.

Inclinó la cabeza en señal de respeto, y yo le devolví el gesto. No era un saludo muy pomposo; era un simple signo de reconocimiento. Ellos me habían visto y yo los había visto a ellos. El rey Sidon solía enviar a uno de sus consejeros a las reuniones del concilio como portavoz, así que teníamos posiciones casi idénticas.

La reunión iba a tener lugar cerca de la posta, así que el dueño había tenido la amabilidad de prestarnos sillas y una mesa diminuta. Estábamos en los alrededores de la posta, aunque al mismo tiempo lo suficientemente lejos para que no hubiera miradas u oídos indiscretos.

Los miembros del Consejo sacaron los papeles del trato. Uno de los zora era pequeño y tenía las escamas verdes. Zelda lo había llamado Arrugas una vez por la forma de sus escamas, y así se había quedado, porque había olvidado su nombre poco después de conocerlo. El segundo zora era más alto y no tan anciano, con escamas azuladas. Parecía estar siseando siempre, de modo que Zelda y yo le habíamos puesto Mosca. Había sido idea mía, y estaba bastante orgulloso. Probablemente Zelda se acordaba de sus nombres reales, pero nunca los utilizábamos cuando estábamos a solas.

—Las condiciones son claras —dijo Arrugas. Extendió un papel y lo leyó—. Construcciones Karud nos dará más ayuda. Treinta y siete constructores, para ser exactos.

—Ni uno más, ni uno menos —dijo Karud. Todavía sonreía. Si yo fuera él, aún estaría bajo los efectos de la bebida. No tendría fuerzas para hablar, mucho menos para sonreír.

—Construcciones Karud aportará materiales para los arreglos del embalse —prosiguió Arrugas—. A cambio, los zora enviaremos refuerzos a los diversos proyectos de reconstrucción que Construcciones Karud tiene en pie. Si uno de los miembros de Construcciones Karud sufre un accidente mientras trabaja en los arreglos del embalse oriental, su majestad el rey Sidon se hará cargo de todas las consecuencias que eso conlleve.

»Se pagará a cada miembro de Construcciones Karud con una suma de rupias correspondiente a la de los constructores zora.

Alcé una mano y Arrugas me concedió la palabra.

—¿Cuándo recibiremos ayuda de los zora en la reconstrucción?

Mosca siseó.

—Las condiciones son claras —dijo—. Las reparaciones del embalse durarán al menos medio año. Después de eso, quedarán finalizadas, y cumpliremos nuestra parte del trato.

—¿Cuál es la suma de rupias que se pagará a los constructores?

Mosca y Arrugas se miraron. Luego Mosca siseó de nuevo.

—La suma que se le da a cualquier constructor. La misma con la que se les paga en Construcciones Karud.

Miré a Karud, que se limitó a encogerse de hombros. Sentí una punzada de irritación, pero no dije nada. Ya no tenía sentido discutir. No cuando el trato estaba prácticamente cerrado. Arrugas se aclaró la garganta.

—Su majestad el rey Sidon ofrecerá la hospitalidad de los zora y proveerá de alimento y alojamiento a los miembros de Construcciones Karud. Cualquier afrenta y cualquier problema será inmediatamente notificado y solucionado.

Hubo silencio por un instante. Luego Arrugas reordenó los papeles y se nos quedó mirando.

—Su majestad el rey Sidon está de acuerdo con estas condiciones.

Karud y yo nos miramos. Él asintió, y yo hice lo mismo. No era un mal acuerdo. Podríamos haber presionado para que aportara más beneficios a los hylianos, aunque me dije que no habría servido de nada. Además, Construcciones Karud y la reconstrucción habían crecido hasta alcanzar límites insospechados en los últimos años. Jamás habría pensado que existían tantos nombres en Hyrule que empezaban por Ka.

—Nosotros también estamos de acuerdo —dijo Karud.

—Espléndido —repuso Mosca. Sacó una pluma, y ambos firmaron. Luego le tendió el papel y la pluma a Karud—. En ese caso, sellamos el acuerdo.

Karud firmó sin pensárselo dos veces. Yo, en cambio, leí las condiciones una última vez por si había alguna trampa, aunque no veía a Sidon y a su nuevo Consejo capaces de una ofensa así. Una vez me hube asegurado de que todo estaba en orden, les devolví el acuerdo y la pluma a los zora.

—La ayuda llegará dentro de una semana —dijo Karud—. Tenéis mi palabra.

Mosca sonrió.

—Cuanto antes, mejor.

Nos despedimos de ellos en términos amistosos y emprendimos el camino de vuelta a la posta.

—Ha ido bien, ¿no? —dijo Karud mientras caminábamos.

—Supongo que sí.

—Al parecer no terminaremos Arkadia pronto —suspiró él. Arkadia era el nombre que habían decidido ponerle a la nueva aldea que estaba construyéndose en Akkala.

—Por eso dije lo de las rupias —mascullé. Karud me miró confundido, así que proseguí—: Vas a hacer un gran esfuerzo. Sé que tu compañía ha crecido, pero deberías haber buscado más beneficios para ti, ¿entiendes?

—¿Más rupias?

—Más rupias.

Él pareció pensarlo un momento.

—Supongo que tienes razón. Pero estoy satisfecho de todas formas.

Sonreí a medias.

—Es un buen acuerdo.

—Esos vejestorios se quedarán con la boca abierta cuando su embalse esté terminado. Contemplarán el poder de Construcciones Karud en todo su esplendor.

La reunión no se había alargado demasiado, aunque muchos de los viajeros que se alojaban en la posta vagaban ya por el interior. La mayoría tenía mala cara y ojeras. Me compadecí de ellos en silencio. Beber hasta perder el sentido nunca era buena idea. Divisé a Nyel en una mesa, junto a sus hijas. Él sonrió y se acercó.

—Confío en que todo ha ido bien —dijo al llegar a nuestra altura.

Karud le dio varios golpecitos en el ala con una sonrisa amplia.

—¡Oh, bardo! Ha sido espléndido. Deberías haber estado ahí para escribir una canción sobre las condiciones de nuestro trato.

—Seguro que esa tonada habría sonado heroica sin importar cuáles fueran las condiciones —sonrió Nyel.

Sus hijas aparecieron detrás de él. Molli y Sagelli, así se llamaban. No recordaba los nombres de las cinco, aunque me había encargado de grabar aquellos dos a fuego en mi memoria. Sabía que debían de tener catorce o quince años ya, pero seguían pareciéndome diminutas. No habían sacado la estatura de Nyel, desde luego.

Nyel acarició las plumas de ambas. Sentí una punzada dolorosa en el pecho. Por Hylia, cuánto echaba de menos a mi familia.

Decidí entonces que hablaría con Nyel. Era temprano aún. Si partíamos aquel mismo día, llegaríamos a Hatelia más pronto de lo previsto.

—Todas tus canciones son heroicas —dijo Karud—. Incluso las canciones de borrachos suenan heroicas cuando las tocas tú. No sé cómo lo haces, bardo.

El rostro de Nyel se ensombreció. Incluso sus plumas parecieron desinflarse un poco.

—Mi padre no toca canciones de borrachos —dijo una de las hijas de Nyel. Molli, adiviné por el color de sus plumas—. No le gustan.

Miré a Karud, haciendo esfuerzos por contener la risa. Él contempló a la niña con el ceño fruncido.

—Querida, sé muy bien quién es tu padre —empezó en tono plano—. ¿Tu nombre empieza por Ka?

Contuve un gruñido. La niña pareció confundida. Miró a Nyel y luego se centró en Karud de nuevo.

—No —respondió por fin.

—Entonces eres una mocosa insoportable como todas las demás.

Nyel estaba tan acostumbrado a Karud como yo. Él se refería a los niños como mocosos a todas horas. Cada vez que llamaba a Arwyn mocosa, entraban en una competición de quién podía gritar más alto. Ella siempre ganaba, por supuesto.

—Déjala en paz —le dije—. No te ha hecho nada.

Karud me miró con disgusto y se volvió hacia Nyel.

—¿Lo ves, bardo? Desde que tiene dos moscosos a su cargo se ha vuelto blando. Ya era blando antes, pero ahora solo ha empeorado.

Nyel sonrió.

—Es lo que tienen los niños.

Karud soltó un bufido.

—Y este es uno de los muchos motivos por los que jamás traeré moscosos al mundo —masculló. Recogió sus cosas del banco—. Me voy a dormir un rato. Aún no me he recuperado de lo de anoche.

—¿Irás a Akkala pronto? —le pregunté.

—Dentro de unos días. También esperamos tu visita, poderoso portavoz hyliano.

Hice una mueca. No quería dejar Hatelia poco después de haber vuelto, aunque sabía que no me quedaba otra opción. Había estado retrasando aquel viaje por demasiado tiempo. Probablemente pasaría unas semanas en Akkala. Tal vez una luna entera.

—Estaré allí dentro de dos lunas —le prometí.

—Bien. Dale recuerdos a Zelda. Espero verla pronto. Y saluda a tus mocosos de mi parte también.

Me descubrí sonriendo. En el fondo les tenía algo de afecto.

Karud se despidió de Nyel y luego se perdió entre la multitud. El orni me miraba con una sonrisa amplia, y supe que, de alguna forma inexplicable, había adivinado mis intenciones.

—Así que ¿partimos hoy mismo hacia Hatelia? —quiso saber.

Solté una risotada.

—¿De verdad soy tan blando?

—Yo no lo llamaría ser blando. Es más bien querer a tu familia.

Me descubrí pensando que aquella era la única verdad innegable que existía. Quería a mi familia. Solo las Diosas sabían cuánto.

—Espero que no suponga ninguna molestia para ti —le dije.

—Oh, por supuesto que no. Lo último que deseo es pasar otra noche aquí, tocando canciones de borrachos.

Molli asintió con un brillo de indignación en los ojos. Reí de nuevo y recogí la bolsa que había llevado conmigo aquella mañana.

—Iré a prepararlo todo. —Miré a Nyel—. ¿A mediodía?

—A mediodía —asintió él.

Una hora después, estábamos casi listos para partir. Fui hacia los establos para ensillar a Viento. Todavía lo llevaba conmigo de viaje. Igual que yo, estaba haciéndose viejo, pero en ocasiones podía correr tan deprisa como antes. Estaba fuerte, aunque después de tantos años se cansaba con más facilidad. Lo entendía muy bien.

—Debería haberte sacado de aquí antes —le dije al terminar de colocar las alforjas—. Sé que no te gusta estar encerrado tanto tiempo.

Viento bufó y se me quedó mirando. Le ofrecí una manzana a modo de disculpa. Mientras le acariciaba el hocico y esperaba a que terminara con la manzana, me descubrí pensando en Hatelia otra vez. Los orni podían recorrer largas distancias a vuelo. Seguramente Zelda recibiría mi carta al día siguiente.

—Vamos a casa —le susurré, y luego tiré de las riendas para sacarlo de los establos por fin.

Me reuní con Nyel en las afueras de la posta. Los orni no utilizaban caballos para desplazarse, así que no viajarían a mi lado. Acordamos un punto de encuentro, y luego él y sus hijas emprendieron el vuelo, levantando una nube de polvo a su paso.

El viaje fue tranquilo. Había viajeros que iban y venían. Algunos llevaban carros. Los caminos eran lo suficientemente amplios para que pasaran carros otra vez. Sentí un familiar atisbo de orgullo. Debería haberme acostumbrado a ver los caminos tan concurridos después de tantos años, pero seguía pareciéndome algo increíble. Cuando viajaba solo recordaba haberlo creído imposible. Sin embargo, Hyrule empezaba a parecerse a lo que había sido antes.

Nos detuvimos al anochecer, después de haber cruzado el paso de los Picos Gemelos. Nyel y sus hijas ya estaban esperando allí. Les agradecí en silencio que siguieran mi ritmo. Podrían haber llegado a Hatelia aquel mismo día, si hubieran forzado un poco el vuelo.

—¿No descansaremos en la posta? —preguntó Nyel. El cielo ya mostraba las primeras estrellas.

—Estoy harto de postas —mascullé mientras recogía mi bolsa de viaje de las alforjas de Viento.

Nyel rio y se mostró de acuerdo.

Juntos montamos el campamento cerca del camino. Era tarde ya, así que pocos viajeros pasaban por allí. Supuse que habrían buscado refugio ya, si eran sensatos.

A los orni les gustaba el pescado. Nyel había encontrado nuestra cena mientras esperaba a que llegara al punto de encuentro. Estaba observando como los peces se tostaban lentamente al calor del fuego cuando Nyel habló.

—La gente de Hyrule te reconoce —dijo—. La mayoría te saludaba.

Sonreí a medias.

—Es culpa de Zelda. Ella es... Bueno, Zelda es Zelda. Se preocupa por el pueblo, así que el pueblo la quiere. Y no sé cómo, yo me he ganado la misma fama. O algo parecido.

Nyel sonrió también, aunque la suya era una sonrisa amable. Una que siempre te levantaba los ánimos. Me pregunté entonces de dónde sacaría las energías para ser eternamente optimista. A mí me resultaba difícil en ocasiones.

—Debe de ser muy gratificante que este sea el fruto de todos vuestros esfuerzos —dijo.

—Lo es —murmuré. Cosas como aquella me recordaban que todo el sufrimiento había valido la pena—. Sí que lo es.

Hubo silencio durante un rato. Era un silencio cómodo, a decir verdad. Observé a las hijas de Nyel, que comían sus peces medio crudos con alegría. Cuando fueran más mayores, solo recordarían los tiempos de paz que atravesábamos ahora. Recordarían el nuevo Hyrule, que empezaba a alzarse por fin.

Era un pensamiento agradable.

Más tarde, estaba sobre mi montón de mantas, contemplando las estrellas. Dormir en el suelo no me haría ningún bien, y estaba seguro de que Zelda me reprendería cuando se enterara. Sabía que al día siguiente me maldeciría a mí mismo tantas veces que acabaría pasando las próximas noches del viaje en una posta.

—¿Link? —dijo Nyel de pronto, desde el otro lado del fuego. Lo miré con curiosidad—. ¿Te gustaría escuchar una historia antes de que nos retiremos por lo que queda de día?

Me descubrí sonriendo otra vez. Sabía que a Nyel le resultaba increíblemente difícil no utilizar títulos cuando hablaba con Zelda o conmigo. Pero, por Hylia, era divertido ver como lo intentaba.

Iba a responder, pero por suerte sus hijas se adelantaron. Seguían teniendo vocecitas agudas, y solo sonaban más chillonas aún cuando se entusiasmaban. Observé como hacían sugerencias a Nyel. Mencionaron historias de las que jamás había oído hablar. Supuse que tenía sentido que se las supieran todas. Eran hijas de un bardo, al fin y al cabo.

—Creo que tengo la historia más apropiada para esta noche —dijo Nyel, alzándose por encima de las voces de sus hijas. Me miró de nuevo—. Me temo que tienes la última palabra, amigo mío.

—No podría negarme —respondí.

La sonrisa de Nyel se hizo más amplia. Carraspeó y cogió su extraño instrumento alargado.

—Bien. En ese caso, creo que te gustará esta historia, pues es la de un hombre que quiso ser rey.

Empezó a tocar una melodía lenta con su instrumento. Las notas se mezclaban con el crepitar del fuego.

—Desde los inicios de la historia, siempre ha habido reyes. Y, en el raro caso de que no hubiera reyes, siempre había alguien en el poder. Los reinos crecen, chocan y se derrumban otra vez, solo para después volver a empezar. Y todo por la codicia de unos pocos.

»Hubo un hombre una vez que miró al rey hyliano de su tiempo. Lo paseaban por las calles en un palanquín, cubierto de oro y joyas y rodeado de sirvientes, y después regresaba a su enorme castillo. Y un buen día este hombre decidió que él también iba a ser rey.

»Por supuesto, había un problema. El hombre era un mendigo. Vivía a la intemperie, y podía pasar días enteros sin probar bocado. Así que, como es lógico, nadie creyó sus palabras cuando anunció entre sus amigos y conocidos que iba a ser rey. Pero él no se rindió.

La música se volvió más rápida.

—Nuestro héroe no era un necio, y sabía que existían requisitos que debía cumplir para ser rey. El primero era tener un castillo y un trono en el que sentarse. Así que se alejó de la capital y encontró una colina con un árbol majestuoso justo en la cima. Anunció que aquella colina sería su castillo, y el árbol, su trono.

»Un rey también necesita un pueblo al que gobernar. De modo que convenció de unirse a él a varias familias pobres que habían perdido toda esperanza de encontrar ayuda en la capital. Alrededor de la colina había extensas tierras de cultivo, y también estaba rodeada de agua casi por completo. Cualquiera podría haber llamado isla a aquel lugar, con sus paredes rocosas similares a los acantilados.

»Muchos más se unieron a él y a sus súbditos con el paso del tiempo. Aquellas eran tierras escondidas e inexploradas, mucho más allá del límite que rodeaba Hyrule en todos los mapas.

Nyel dejó de tocar de forma abrupta. Cuando siguió con su historia, lo hizo acompañado de una nota triste.

—Pero entonces —dijo— la guerra estalló. Fue una especialmente cruenta; una que casi ha terminado por perderse en la historia, pero que destruyó el castillo de Hyrule hasta los cimientos. Nuestro aspirante a rey sobrevivió gracias al castillo del que él mismo se había proclamado señor. Él y sus súbditos estaban tan aislados que la guerra no llegó hasta allí.

»Cuando todo parecía haberse calmado, el rey mendigo viajó con un grupo a las ruinas de la capital. Allí, por suerte, encontraron más supervivientes. Entre ellos se hallaba la reina hyliana, que estaba esperando un hijo. El hombre no se sintió amenazado por la presencia de la reina. De hecho, llevó a todos los supervivientes a su castillo, lejos de la destrucción. Eran tierras fértiles y ricas. Tanto que, allí, la esperanza nació.

»Se cuenta que el reino de Hyrule se alzó otra vez. El nuevo castillo se erigió en la colina que el hombre había encontrado mucho tiempo atrás. Y nuestro héroe no se convirtió en rey, sino en constructor de reinos.

La música cesó poco a poco. Nyel guardó su instrumento con cuidado de no despertar a sus hijas, que se habían dormido mientras él contaba la historia.

—¿Llegó a ser rey? —pregunté, rompiendo el silencio—. ¿Se casó con la reina?

Nyel alzó la vista y sonrió.

—No. La reina lo ejecutó por traidor a la Corona poco después. —Hice una mueca, y él rio entre dientes—. Pero me gustan los finales felices, así que prefiero pensar que se hizo rey.

Sonreí también.

—Nunca había oído esa historia —murmuré—. ¿Ocurrió de verdad?

—Oh, por supuesto.

Abrí mucho los ojos.

—¿De... verdad?

—De verdad —asintió él—. Hyrule tiene la costumbre de olvidar las guerras civiles, las que dejan el reino en ruinas por la codicia de unos pocos. Para muchos es preferible cantar tonadas heroicas de salvadores que salen victoriosos frente al Mal. Pero no siempre es así.

Guardé silencio, pensativo.

—¿De cuándo es esa historia? —quise saber.

—De hace más de diez mil años.

Lo miré, boquiabierto.

—Pero eso... eso es...

—Antiguo, lo sé. Mi maestro me enseñó mapas de esa época. —Su sonrisa se hizo más amplia—. El Templo del Tiempo estaba siempre junto al castillo. Y se dice que en la Meseta de los Albores se hallan los cimientos del reino de Hyrule.

—Pero ahora el castillo está al norte. Ni siquiera está cerca de la Meseta de los Albores. —Miré en dirección al castillo. Si no estuviera a oscuras, podría haberlo visto—. Hay un foso alrededor. Y está en una colina.

Miré a Nyel a través del fuego con los ojos entornados. Él rio y alzó las alas en señal de rendición.

—No voy a decir más. De lo contrario, la historia perdería su gracia.

—Justo —reí también.

Le di las buenas noches y luego me acomodé sobre las mantas como pude. Cerré los ojos y soñé con el calor del hogar una vez más.


Gracias a todos por darle una oportunidad a esta historia! Es secuela directa de mi otro fanfic, Cicatrices. También está siendo publicado en Wattpad y ao3. En Wattpad, además, encontrarán otras obras de este fandom que tengo publicadas. Esta historia, además, fue escrita antes de la salida de Tears of the Kingdom, así que no tiene nada que ver con la historia de ese juego.

Recomiendo haber leído Cicatrices antes de empezar con Luz dorada y espadas olvidadas simplemente para comprender mejor el contexto :)

Espero de corazón que les guste esta historia. Disfruten de la lectura!