LINK
Sobraba decir que no estaba teniendo un buen día.
Había tenido que dormir en el suelo, porque estaba seguro de que Zelda me echaría a gritos si intentaba acercarme a la cama. Tal vez sería capaz de abofetearme. Así que me había preparado algo de té a medianoche, cuando solo quedaba una vela encendida y todo estaba en silencio. El té sabía a agua con un leve atisbo de hierbas. Incluso el té me salía mal. Jamás llegaría a prepararlo tan bien como Zelda.
Había estado dispuesto a hundirme en mi propia pena durante un rato cuando escuché pisadas suaves en las escaleras. Artyb tenía el pelo revuelto y los ojos muy abiertos.
—¿Papá? —me había susurrado—. No puedo dormir.
El plan había sido que durmiera con Zelda. O al menos ella se lo había llevado sin previo aviso. Iba a matarme cuando se enterara de que había dormido en el suelo, sobre un nido de mantas. Ya no podía enfadarse más, sin embargo.
Así que dejé el té a un lado y lo invité a refugiarse entre mis brazos, ocultos bajo el montón cálido de mantas. Él no había mentido cuando dijo que no podía dormir. Estaba verdaderamente inquieto.
—¿Y si viene un hombre malo? —preguntó en voz baja. Lo sentía temblar a mi lado.
—¿Por qué iba a venir un hombre malo? —repuse con el ceño fruncido. Él solo se encogió de hombros, sin mirarme, así que yo proseguí—: Si viene un hombre malo, tendrá que vérselas conmigo. —Le mostré los músculos del brazo con falsa arrogancia—. No sé si lo sabías, pero tu padre es el mejor. Pone en su sitio a los hombres malos como nadie.
Eso lo hizo reír. Luego me miró con un brillo de esperanza en los ojos.
—¿Wynnie está bien? —quiso saber.
Intenté que en mi gesto no se notara lo mucho que me dolía hablar de Arwyn. Había dormido durante la mayor parte del día. Y, cuando se había despertado, había sido para tomar su medicina y para murmurar algún delirio febril. Luego volvía a cerrar los ojos. El curandero decía que estaba mejorando poco a poco, y yo intentaba confiar en él. Era cierto que tenía mejor aspecto que la primera vez que la había visto al llegar a Hatelia. No había estado tan lúcida como la mañana en que Zelda fue a visitarla después de que descubriéramos lo del poder sagrado, pese a todo.
Pero estaba mejorando. Tenía que aferrarme a eso.
—Estará mejor todavía —le prometí a Artyb—. Pronto podrá volver a jugar contigo, ya lo verás.
Él asintió, entusiasmado, aunque luego miró a su alrededor y arrugó la nariz.
—Mamá está sola —observó.
—Lo está.
—Tú estás solo.
—Ahora no estoy solo —dije, abrazándolo con más fuerza. Él protestó y empezó a retorcerse para que lo soltara. Era demasiado listo.
—¿Por qué? —fue su simple pregunta. Yo comprendí a qué se refería al instante.
Le revolví el pelo, y él protestó de nuevo.
—Porque esta noche somos tú y yo contra el mundo.
Él preguntó qué significaba eso, pero yo me negué a contestar.
No se quedaba quieto, ni siquiera mientras dormía. Me asestó varias patadas en sueños, algunas tan dolorosas que se me saltaron las lágrimas. Así que, a la mañana siguiente, estaba dolorido, como si un goron hubiera pasado rodando sobre mí. No había recuperado energías del largo viaje, no había dormido bien en semanas y el té solo había hecho que él estómago se me revolviera. Pero me negaba a pedirle ayuda a Zelda.
Me concentré en evitarla durante la mayor parte del día. Salí de casa cuando era temprano, con la espada nueva oculta en una vieja vaina que había encontrado. Había dejado la espada de mi padre en su lugar habitual entre las cajas, aunque tenía la sensación de que ya no había nada que esconder.
Fui hacia los establos. Los caballos me recibieron con entusiasmo. Al menos ellos no iban a hacerme daño con palabras llenas de rencor y de veneno. Un caballo siempre sería sincero conmigo. No podría engañarme ni aunque quisiera.
Viento no me recibió con la alegría habitual. Supuse que seguía enfadado conmigo.
—¿Tú también? —murmuré. Hice una mueca—. Ya te he dicho que lo siento. Era importante llegar aquí. —Él resopló en mi rostro, como si quisiera que me apartara—. A veces no te entiendo. Eres peor que mi esposa.
Aunque a mi esposa sí que la entendía. Yo también había estado enfadado y había dicho cosas de las que me había arrepentido poco después. Cosas que le habían hecho daño, eso lo sabía muy bien. Sin embargo, yo también estaba dolido. Me había mentido, después de todo, y se negaba a decirme qué le había dicho el curandero.
Llevábamos años sin tener una discusión tan mala. El estómago se me revolvía con solo pensarlo. Apenas la había dejado explicarse. No había hecho más que herirla, una y otra vez. Porque me había hecho daño que me mintiera. Entre nosotros nunca había habido secretos. ¿Por qué tenía que empezar ahora, después de más de ocho años?
Le ofrecí a Viento una manzana después de que comiera. Él aceptó, pero eso fue todo. Yo acaricié su hocico con un suspiro.
—Eres un buen chico —murmuré.
Luego me ocupé de las demás cuadras. Calabaza me recibió con entusiasmo. Mermelada había crecido desde la última vez que la había visto, aunque Caballo y Barro seguían iguales.
Salí de los establos y fui a un rincón del jardín, detrás de casa. Zelda no se había ocupado de sus plantas todavía, así que el jardín no estaba en buenas condiciones. Tuve cuidado, de todas formas.
Desenvainé la espada con cuidado. Era de una longitud similar a la Espada Maestra. Era ligera, aunque no estaba hecha para mí. Lo sentí al instante. El acero no estaba vivo bajo mi mano. La hoja no me susurraba a modo de bienvenida. Aquel arma tampoco me pertenecía. Solo me había engañado al llevármela. El vacío que había dejado la Espada Maestra seguía sin cicatrizar, al parecer. Maldije para mis adentros.
El entrenamiento fue más largo de lo habitual. También me forcé más a mí mismo. Quise pensar que era solo por el miedo. Nos enfrentábamos a una situación difícil, y debía estar preparado para todo. Sin embargo, una parte muy pequeña de mí lo veía también como un castigo. Los brazos me dolían y me pesaban tanto que apenas podía moverlos cuando me obligué a parar. No obstante, aquella diminuta parte de mí me susurró que me lo merecía. Por haber sido un idiota con Zelda. Con mi esposa, a la que debía cuidar y proteger.
Envainé la espada. Por suerte, Zelda estaba ocupada preparando té para cuando llegara Prunia. El olor hizo que el dolor se intensificara. Los músculos me suplicaban un poco de té, pero mi orgullo estaba demasiado herido para pedírselo a Zelda. Así que pasé de largo sin mirarla y, tras dejar la espada oculta en un rincón, fui a ver a Arwyn.
Zelda le había dado ya su medicina. Ella dormía con gesto tranquilo, aunque los grillos que estaban sobre la mesa empezaron a cantar de pronto, y eso pareció despertarla.
Entreabrió un ojo y sonrió al verme. Me fascinaba que, pese a estar muy enferma, encontrara las energías suficientes para sonreír. Yo no habría sido capaz, de estar en su lugar. Diosas, ni siquiera podía sonreír ahora, cuando no estaba enfermo.
—Papá —dijo en un susurro—, hoy sueño contigo.
—¿Ah, sí? Entonces era una pesadilla.
Ella rio, aunque pronto su risa se convirtió en un violento ataque de toses. La ayudé a tomar un sorbito de agua.
—¿Te encuentras mejor? —le pregunté una vez se hubo calmado.
Arwyn asintió y se acomodó sobre los cojines.
—Solo duele un poco aquí. —Señaló su cabeza y su pecho.
Sus ojos eran azules y estaban muy abiertos. No estaban nublados por el sueño ni por la fiebre. Sentí un atisbo de esperanza, por primera vez en días. Estaba despierta, y reía y hablaba conmigo. No estaba muriéndose.
Comprender aquello me dejó sin aire. Estaba mejorando de verdad. No iba a perderla para siempre. Y, Diosas Doradas, cuánto había temido perderla y que las fiebres se la llevaran como a muchos otros.
Me senté a su lado, sobre la cama, y pasé un brazo alrededor de sus hombros. Sentí su cuerpo frágil y diminuto junto a mí, y también como su pecho subía y bajaba. Su respiración no era tan trabajosa como antes. Y tampoco estaba tan caliente, aunque habría preferido que su temperatura bajara un poco más.
Pensé que el destino era cruel por haberla hecho sufrir así. Por haberme hecho creer que iba a quitármela, como me había quitado a todo el mundo hacía cien años.
—¿Papá? —dijo Arwyn. Tenía la nariz arrugada—. Eres raro.
Sonreí, a pesar de todo.
—Yo... Me alegro de que estés mejor, Wynnie. Estabas muy enferma. Pensé que iba a perderte para siempre.
Sentí un dolor agudo en el pecho con solo decirlo. Ella frunció el ceño.
—Papá tonto —dijo—. No voy a nigún sitio.
—Lo sé —murmuré—. Ahora lo sé.
Le besé la frente, y ella empezó a retorcerse entre risitas.
—Pica —rio ella, pasando una mano por la barba. Había crecido más de lo que me habría gustado—. Mamá dice que es feo.
Suspiré y me froté la mejilla áspera también. Había pensado deshacerme de aquella barba descuidada en cuanto tuviera algo de tiempo. Me hacía parecer más viejo. Sin embargo, cambié de opinión de pronto. Si a Zelda no le gustaba, la dejaría crecer por unos días más. Todo el tiempo que hiciera falta.
—Tu madre piensa que muchas cosas son feas —suspiré, apoyando la mejilla sobre su pelo. Ella rio y prorrumpió en toses de nuevo—. No le digas que yo te lo he dicho.
Ella me ofreció el meñique con gesto solemne. La había visto hacerlo con Artyb cuando ambos iban a prometerse algo, pero ellos iban muy en serio. No quería hacerla enfadar, así que imité su semblante grave y junté mi meñique con el suyo.
Ambos nos mantuvimos un rato en silencio después de eso. Era raro compartir el silencio con mi hija. Ella solía tomar la palabra y hablar sin parar, sin importar los errores que pudiera cometer pronunciando palabras. Sabía que yo no la juzgaría ni la miraría raro cuando dijera guerra en lugar de hoguera, y ella era consciente también de que yo no la corregía muy a menudo. Quería que dejara de tener problemas a la hora de hablar, por supuesto, pero siempre que conseguía decir una frase larga sin equivocarse recordaba lo rápido que estaba creciendo. Distaba más y más de ser un bebé.
Yo escuchaba, y rara vez la interrumpía. Solo le hacía preguntas porque sabía que a Arwyn la entusiasmaba responder, como a su madre. Sin embargo, el silencio la ponía nerviosa, y por ello siempre intentaba llenarlo fuera como fuese.
Ahora, pese a todo, ninguno decía nada. Solía ocurrirme con Artyb, pero no con Arwyn. Sabía que un momento así no volvería a darse en mucho tiempo, así que intenté grabarlo a fuego en mi memoria. Inspiré el aroma dulce de su pelo; Zelda le había dado un baño hacía unos pocos días. Olía a los aceites que Zelda utilizaba a veces y también había un ligero atisbo a las hierbas de su medicina.
—¿Papá? —susurró ella al cabo de un rato—. ¿Estás enfadado conmigo?
Me erguí de golpe y fruncí el ceño. Eché la vista atrás, intentando encontrar mi error. Debía de haber dicho algo malo. Algo que le había dado la impresión equivocada. Tal vez por eso había estado tan callada. Pero era imposible. Había sido un silencio cómodo, no uno lleno de tensión. Si ella estuviera nerviosa, habría empezado a revolverse entre las mantas.
—¿Por qué dices eso? —le pregunté. Estudié su rostro con cuidado. Ella alzó la vista, y comprobé con alarma que había lágrimas en sus ojos—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras?
Hizo un esfuerzo por contener el llanto, pero entonces su rostro se torció en un gesto doloroso y empezó a sollozar sobre mi hombro. La sostuve, confundido, mientras susurraba palabras tranquilizadoras. Había hecho aquello con Zelda en incontables ocasiones. Tenía algo de práctica.
La manga de la túnica que me cubría el hombro se quedó húmeda en cuestión de instantes, pero a mí no podía importarme menos.
—Wynnie, te sentirás mejor si me lo cuentas —le susurré—. Escucho mejor que mamá. Es de lo que mejor se me da.
Ella se frotó los ojos hinchados de llorar y sorbió por la nariz varias veces. Su voz sonó ronca cuando habló.
—L-la luz —empezó entre sollozos ahogados—. L-lo siento. Perdón, papá. Yo... yo...
—No estoy enfadado por tu luz —le aseguré. Ella me miró, sorprendida, y yo sonreí para mostrarle que hablaba en serio—. Diosas, tu madre siempre la ha tenido. Estoy acostumbrado. No tiene nada de malo.
Ella se mordió el labio, como si así pudiera impedir que las lágrimas brotaran. Sus hombros seguían estremeciéndose con cada nuevo sollozo, sin embargo.
—¿No es mentira? —dijo entre temblores.
—Tu padre miente muy mal. Ya te habrías dado cuenta, Wynnie. —Le besé la sien otra vez—. Te quiero igual, con luz o sin ella. Sigues siendo mi pequeña.
—No soy pequeña —protestó ella mientras sorbía por la nariz de nuevo.
—No —dije yo—. Eres diminuta.
Ella me miró con la nariz arrugada, pero no dijo nada más. Me recordó a su madre, no por primera vez.
—Escúchame —le dije, llamando su atención de nuevo—, nada de esto es culpa tuya. Jamás te sientas culpable por tu luz. Tú no podías controlar nada, ¿entiendes?
Arwyn parpadeó, y de pronto parecía agotada. Así que sonreí a medias y decidí zanjar la conversación para no confundirla más.
—Cuando seas mayor, lo entenderás.
Para entonces ya habría aprendido a controlar su poder, si las cosas salían como nosotros queríamos. Odiaba decirle que debía crecer para entenderlo, pero no me faltaba razón.
En cualquier otro momento, habría protestado porque había insinuado que era pequeña, pero lo único que hizo ahora fue acurrucarse más contra mí. El llanto había agotado las pocas energías que había traído consigo, al parecer.
—¿Y mamá? —preguntó ella a media voz—. ¿Mamá está enfadada?
—Claro que no. Contigo no.
—P-pero mamá llora. Antes. Yo lo vi.
Suspiré contra su pelo. Recordé las lágrimas de Zelda cuando Arwyn había despertado su poder por primera vez y mi corazón se encogió. Su llanto no se calmó hasta que la poción para dormir surtió efecto. Había estado aterrorizado aquella noche.
—No lloraba porque estuviera enfadada, Wynnie —respondí—. Ella... Mamá no sabía que tú tenías la luz dentro también. Se asustó cuando te vio. Pero no está enfadada.
—¿De verdad?
—De verdad. Métetelo en la cabeza.
Arwyn no hizo más preguntas. Se durmió al cabo de un rato, y yo decidí marcharme para permitirle descansar. La dejé sobre los cojines de nuevo y la arropé bien con las mantas. Me detuve junto a la puerta. Podía oír su respiración tranquila. Su piel había recuperado algo de color. Me dije que todo aquello era una buena señal. En solo cuestión de días, podría salir de la cama y perseguir grillos en el jardín. Podría ser una niña otra vez.
Salí de la habitación, sabiendo que sería difícil evitar a Zelda. Y no me equivocaba. Me topé con ella nada más cerrar la puerta a mi espalda. Estaba sentada junto a la mesa con Prunia, y ambas hablaban en voz baja. Artyb mordisqueaba algo de pan con gesto aburrido.
Me quedé muy quieto cuando todas las miradas se clavaron en mí. Incluso la de Zelda. Era fría como el hielo, y mi corazón se hundió. ¿Qué había esperado? Yo había iniciado la discusión. Le había hecho un daño inimaginable. Y ella era la más rencorosa de los dos. No iba a olvidarse tan fácilmente.
—Me preguntaba dónde estabas, Linky —dijo Prunia, rompiendo el silencio tenso—. ¿Ella está bien?
—Está mejor —respondí yo, más para Zelda que para la propia Prunia. En ningún momento la miré, por supuesto—. Se ha dormido ahora.
Prunia se puso en pie y se detuvo a mi altura.
—Sé que Zelda no va a decir nada porque os habéis peleado o algo así. Por eso lo voy a decir yo.
—¡Prunia! —siseó Zelda. De reojo vi que tenía las mejillas encendidas. Prunia le hizo caso omiso, sin embargo.
—Gracias por venir tan rápido y por arreglar toda esta situación, Linky —prosiguió ella—. Otra vez. No sé qué haríamos sin ti.
Entorné los ojos, intentando decidir si estaba burlándose de mí o si hablaba en serio. Su tono seguía siendo el mismo de siempre, pero eso no ayudaba en absoluto. Tenía una forma particular de meterse con todo el mundo. Al final, decidí dejarlo estar.
—Gracias por cuidar de ellos —dije, señalando a Artyb con un gesto—. No eran tu responsabilidad. Los ayudaste sin esperar nada a cambio.
—Eso no es del todo cierto —dijo ella—. Me debes tres mil seiscientas cincuenta rupias, para ser exactos. Puedes pagar por plazos o del tirón, tú decides.
Parpadeé, incrédulo. Me volví hacia Zelda con lentitud, preguntándome si me había ocultado aquello también, pero Prunia me detuvo con una carcajada.
—¿De verdad te lo has creído? —dijo entre risitas—. Diosas, esa cara es lo mejor que he visto en días.
Sentí que enrojecía. Me esforcé por contener la irritación y esperé a que su risa se calmara. Se me daba bien esperar.
—Gracias de todas formas —dije tras carraspear—. Si de verdad quieres algo a cambio, solo tienes que...
—No seas idiota, Linky. Sabes que lo único que quiero de ti es la receta de tu guiso. No he probado nada mejor, y eso que he vivido muchos años.
Me descubrí sonriendo, a pesar de todo.
—Eso es lo único que no puedo darte —dije, y Prunia chasqueó la lengua con fastidio—. Pero puedo cocinar algo para ti antes de que te vayas.
Su expresión se iluminó.
—Me voy en tres días. Pay empezará a entrar en pánico si tardo más en regresar.
—Entonces en tu última noche aquí.
Ella sonrió y me dio unos golpecitos en el hombro.
—Tenemos un trato, Linky.
Tomó asiento junto a Zelda de nuevo. Mi mirada se cruzó con la suya por un breve instante. Su expresión indescifrable me dejó clavado en el sitio, y aparté la mirada un momento después. Prunia debió de percibir el intercambio silencioso porque puso los ojos en blanco.
—¿Quieres algo de té, Linky?
Zelda la fulminó con la mirada, aunque Prunia no se volvió en su dirección. Zelda se lo había contado todo. Seguro que me había pintado como un completo patán. Y no la culpaba.
—No, gracias —murmuré. Fui hacia Artyb y lo cogí en brazos. Él empezó a retorcerse, pero no lo solté—. ¿Quieres acompañarme a cuidar de los manzanos?
—Es aburrido —refunfuñó.
—Estar aquí es más aburrido todavía. —Él frunció el ceño. Casi podía oír como consideraba sus opciones—. Será divertido.
Le mostré una sonrisa maliciosa, esperando que él entendiera que pensaba dejarlo escalar todos los árboles que quisiera. Él me devolvió el gesto. De reojo percibí que Zelda abría la boca para decir algo, aunque no escuché el sonido de su voz. De modo que me despedí de Prunia y salimos de casa.
No pensaba ser yo quien diera el primer paso hacia la reconciliación. Siempre tenía que empezar porque ella tenía un orgullo muy grande para disculparse sin que yo me acercara. Pero yo también tenía mi propio orgullo, aunque no lo pareciera. Y había sido pisoteado en demasiadas ocasiones ya.
Los manzanos se encontraban en buen estado. No teníamos muchos y eran jóvenes todavía, pero los frutos sabían de maravilla. Si la cosecha era abundante, la vendíamos y recibíamos un buen montón de rupias a cambio. Si no, eran para nosotros. Salíamos ganando fuera como fuese.
—La tía Prunia te llama Linky —dijo Artyb.
Alcé la vista del tronco del árbol en el que estaba buscando signos de enfermedad. Él estaba colgado de la rama de un manzano.
—Ella se lo inventó. A tu madre le gustó poco después. Al parecer Linky suena bien.
—¿Puedo llamarte Linky?
—Claro que no.
Él hizo una mueca de fastidio. Se impulsó con los brazos para quedar sentado a horcajadas sobre la rama del árbol. Parecía diminuto y menudo, pero era más fuerte de lo que cualquiera pensaría.
—¿Mamá está enfadada?
—¿Con quién?
—Con papá —dijo como si fuera obvio.
Maldije para mis adentros. Cogí la cesta y empecé a guardar manzanas con cuidado. No pensaba venderlas; solo quería unas pocas para probarlas en casa. Si no iba a dirigirle la palabra a Zelda, iba a necesitar manzanas.
—¿Qué has oído? —quise saber.
Ella hablaba delante de nuestro hijo para ponerlo en mi contra. Pero iba a ponérselo difícil. Artyb movía los pies, que colgaban de la rama. Parecía pensativo.
—No más verduras —dijo con gesto grave.
Sabía que si no aceptaba él jamás me contaría la información que necesitaba. Así que suspiré y me acerqué a su árbol.
—Solo por esta semana.
Él asintió con una sonrisa maliciosa, aceptando el trato. Yo le revolví el pelo y seguí recogiendo manzanas. El muy canalla era igualito a su madre.
—Mamá dice que eres tonto —empezó él—. Dice que te quiere dar una... una...
Le resultó difícil encontrar la palabra, así que yo seguí mis instintos.
—¿Una bofetada? —sugerí.
—Sí —dijo él, sonriente—. Eso. —Su gesto se ensombreció—. Después mamá estaba triste.
Fruncí el ceño. Eso era nuevo.
—¿Por qué?
—Dice que te dijo cosas malas y dice que tú dices la verdad. Dice que quiere pedir perdón.
Estuve a punto de dejar caer la cesta de manzanas. Lo miré con los ojos muy abiertos.
—¿De verdad? —dije—. ¿No te lo estás inventando tú?
—No miento. —Su expresión se ensombreció por un corto instante, aunque luego siguió escalando el árbol—. Dice que papá es bueno con ella y con Wynnie y conmigo. Mamá dice que está triste porque no tienes una amiga mejor.
Aquello me dejó boquiabierto. Sabía que debía parecer un verdadero idiota allí plantado, con una cesta de manzanas bajo el brazo y con el rostro congelado en una mueca de sorpresa. Sin embargo, no podía importarme menos.
—¿Mamá dijo todo eso? —le pregunté a Artyb.
Él asomó la cabeza entre las hojas de la copa del árbol. Parecía irritado.
—Dijo más cosas. No me acuerdo de más.
Lo acepté en silencio. Había oído suficiente. Una parte de mí que seguía teniendo diecinueve años me gritaba que corriera a casa y le suplicara de rodillas que me perdonara. No volvería a discutir con ella. Sin embargo, ya no tenía diecinueve años —por suerte—, y muchas cosas habían cambiado desde entonces. Sin importar lo mucho que me gustaría reconciliarme con ella, sabía que la propia Zelda había cometido un error. Ella debía disculparse primero.
Mi voluntad fue de hierro durante el resto del día y durante parte del día siguiente. No nos dirigimos la palabra. Yo no me deshice de la barba para sacarla de quicio. Tampoco dormí en nuestra cama. Permanecí en el suelo, en un rincón, solo, porque Artyb había vuelto a la habitación que compartía con Arwyn.
Su mejoría había sido notable, y el curandero había disminuido la dosis de medicina que tomaba. Algunas hierbas podían ser peligrosas para ella. Había mejorado tanto que entreabrimos la ventana junto a su cama para que se colaran los sayos del sol cuando hacía un día cálido. Incluso le llevé un cuenco de sopa, que ella devoró en pocos instantes. Seguía estando agotada, sin embargo, así que no quise sacarla de la cama tan pronto.
Zelda también me evitaba. Pasaba horas en la parte de arriba de la casa. Sabía que trabajaba en la próxima reunión del concilio. Yo todavía tenía que hablarle del viaje, de las peticiones de Karud y de las incontables quejas de la aldea Adenya, pero no pensaba hacerlo por el momento. Si no compartía la cama conmigo, trabajar juntos acabaría en desastre.
Una tarde, me mantuve ocupado cuidando de los caballos. Artyb estaba jugando en el jardín, y Arwyn lo acompañaba desde la ventana. Me asomé con cautela y vi a Zelda bajo el manzano de nuestro jardín. Tenía el cuaderno de notas abierto en su regazo, aunque la conocía lo suficiente para saber que no estaba leyendo. Se había dormido mientras trabajaba. Aquello me hizo soltar una risotada.
No dije nada mientras Artyb escalaba hasta la ventana de Arwyn cuando el sol empezaba a esconderse. Se deslizó hasta el interior de la casa con una agilidad sorprendente, y pensé entonces, estúpidamente, que debería haberlo regañado por ello. Zelda lo habría hecho. O tal vez debería haber plantado verduras bajo la ventana para que Artyb no se atreviera a acercarse siquiera.
Zelda no se había movido de su sitio. El aire frío soplaba desde el Monte Lanayru. Dudé un instante y luego lo mandé todo al infierno. La quería, pese a todo. Era un idiota al que no le importaba que pisotearan su orgullo una y otra vez. Mientras fuera Zelda quien lo pisoteaba, sería feliz.
Recogí las herramientas que había estado usando. Contemplé el cepillo con desagrado. Zelda había trenzado la crin de Viento solo para irritarme. Él no se había inmutado, pero yo sí. Era más compleja que de costumbre, así que me había llevado un rato deshacerla. Sabía que Zelda lo había hecho a propósito.
Salí de los establos, y el frío me golpeó con fuerza. Lamenté no haber traído mi capa. La mañana había sido agradable, cálida, incluso. Vi que Arwyn había cerrado la ventana, y lo agradecí en silencio.
Me detuve junto a Zelda y dejé caer una manta sobre ella. Zelda se sobresaltó y miró a su alrededor. Parecía desorientada. Me pregunté qué habría estado soñando.
Cogí su cuaderno de notas, y ella alzó la vista para mirarme. Las manos me temblaban, no solo por el frío. Ninguno dijo nada por un largo, largo rato, y de veras me sentí como un niño otra vez. Al final me aclaré la garganta y me obligué a hablar.
—Está oscureciendo —dije. Mi voz sonó extraña. Demasiado suave y demasiado brusca al mismo tiempo. El aliento se condensaba en el aire—. Vas a congelarte aquí fuera.
Ella parpadeó e intentó ponerse en pie. No lo consiguió, así que le tendí una mano. Me sentí herido al verla dudar, no iba a negarlo. Sin embargo, yo mismo había plantado las dudas en su corazón. Tenía parte de la culpa.
Fuimos a casa sin mediar palabra. La mayor parte de la cena transcurrió en silencio también. Le tendí otro cuenco de sopa a Arwyn, y su humor debió de mejorar porque empezó a parlotear poco después. Al terminar, Zelda anunció que iba a darse un baño.
Cuando regresó, los niños estaban en la cama ya. Yo había estado limpiando los cuencos sucios, y me detuve al verla llegar. Zelda me dirigió una rápida mirada, aunque la apartó con brusquedad, como si solo verme le doliera. Recogió sus notas y tomó asiento junto a la chimenea, envuelta en la manta que yo le había dejado.
Sequé un último cuenco y vacilé cuando me pregunté a mí mismo cómo seguir. El corazón me latía muy deprisa, tanto que temía que Zelda fuera a oírlo al otro lado de la habitación. Al final suspiré, cuadré los hombros y fui en su dirección.
No alzó la vista de su cuaderno cuando tomé asiento a su lado. Flexioné los dedos de la mano de la espada y me maldije a mí mismo. Zelda era mi esposa. Habíamos estado juntos en las buenas y en las malas. Y ahora me comportaba como si fuera una desconocida a la que quería pedirle bailar.
Inspiré hondo y me apoyé en la pared. Intenté no pensar. Los pensamientos solo empeoraban las cosas.
—Artyb dice que me llamaste tonto.
Las palabras rompieron el silencio de repente. Zelda tardó unos momentos en alzar la vista. Me miró como miraba a los líderes que no le caían bien.
—Tu hijo oye lo que quiere.
—No creo que esté equivocado, de todas formas.
Ella no dijo nada. Se limitó a volver a sus notas. Apreté los puños, sintiéndome como un tonto, tal y como había dicho Artyb. Me aparté de la pared. Si íbamos a discutir otra vez, no quería estar en una posición de desventaja.
—¿Podemos hablar? —le pregunté en voz baja.
Alzó la cabeza con brusquedad. Sus ojos relampaguearon.
—¿Qué más hay que decir? —me espetó ella.
Yo me apoyé en la pared de nuevo. Cerré los ojos y me maldije a mí mismo tres veces. Si ella hubiera hecho el primer movimiento, la habría recibido con los brazos abiertos y habría aceptado sus disculpas al instante. Sin embargo, había cometido el error de empezar yo, y aquello era lo que me llevaba a cambio.
Estaba dispuesto a irme con los caballos. Ellos no intentarían hacerme daño. Ni siquiera Viento estaba enfadado conmigo ya. Además, estaba demasiado agotado para discutir con ella ahora. No obstante, Zelda cerró su libro de pronto, y me detuve en seco. La escuché suspirar pesadamente.
—Lo siento, Link —dijo—. Tú tenías razón. En todo.
Por un momento estuve seguro de que estaba soñando todo aquello. Sin embargo, cuando la miré sus ojos brillaban, y yo jamás veía sus ojos con tanto detalle en sueños.
—Yo...
—No, escúchame. Déjame hablar primero.
Cerré la boca de golpe y asentí con la cabeza. Ella tomó aire. Podía ver lo mucho que se esforzaba por sostenerme la mirada, y mi corazón se encogió.
—Siento haberte ocultado lo del alcalde —dijo—. Tendría que habértelo contado desde el principio. No quería que te enteraras de esa forma tan horrible, Link.
—No querías que me enterara de ninguna forma —mascullé con una nota de amargura.
Ella clavó la vista en su regazo y apretó los labios, aunque no parecía enfadada conmigo. Ya no. Descubrí por su postura familiar de derrota que estaba enfadada consigo misma.
—No, no lo quería. Y eso estuvo mal. Sé que no tendría que haber estado a la defensiva ese día. Tú tenías todo el derecho del mundo a enfadarte, pero yo no. Tendría que haberme disculpado desde el principio. —Sonrió un poco, y fue un gesto triste—. Pero supongo que tengo el orgullo demasiado grande para eso, ¿a que sí?
Intenté encontrar las palabras adecuadas. En su rostro no había una pizca de irritación ni de enfado. Había calma. Ella estaba dispuesta a escuchar.
—Estaba enfadado —repuse—. Dije cosas que no te merecías. Y tal vez no debería haber reaccionado de esa forma por algo tan pequeño. Si lo piensas, lo que hiciste no fue tan grave.
Ella sacudió la cabeza.
—No digas tonterías. Claro que fue grave. Sé que a ti te dolió, y había motivos de sobra para que te doliera. Era lo suficientemente grave para que discutiéramos.
—Eso no significa que todo lo que te dije estuviera bien. Seguías sin merecértelo, Zelda. Tendría que haberte escuchado y haber dejado que te explicaras.
Zelda me miró de nuevo. Luego suspiró.
—Eres demasiado bueno. —Pareció recomponerse antes de que yo pudiera decir una sola palabra—. Siento haberte ocultado que fui a hablar con el alcalde. Y sobre todo siento no haberte perdido disculpas cuando debería. Sé que tal vez eso te hiciera más daño que la propia mentira. Ya no somos solo tú y yo y hay mucho más en juego, y aun así yo... Decidí ser egoísta. Otra vez. Así que espero que me perdones por ello.
Me la quedé mirando fijamente. No sabía qué cara había puesto, pero debió ser la equivocada porque Zelda empezó a retorcerse los dedos en su regazo con nerviosismo. Antes de que yo recuperara la voz, ella habló de nuevo.
—Sé que es difícil ganarse tu confianza, y yo acabo de romperla. No espero recuperarla hoy mismo, pero tenemos todo el tiempo del mundo. Puedo esperar hasta que vuelvas a confiar en mí. Podemos darnos tiempo para...
—Ya la tienes.
Ella se detuvo en seco y frunció el ceño.
—¿Qué?
—Yo ya confío en ti, Zelda. Un error es un error, pero eso no significa que no quiera compartir nada contigo. Diosas, si mi confianza fuera tan frágil estaría viviendo solo en medio de un bosque.
Zelda pareció aliviada, pese a lo que había dicho antes. Una sonrisa diminuta se abrió paso en su rostro.
—Bien —murmuró. Entrelazó las manos en su regazo y dejó de retorcerlas, por suerte—. Espero que sepas que no te pido disculpas para darte pena. Lo hago de corazón, Link. Quiero... quiero que las cosas mejoren y que esto no vuelva a repetirse. Es una promesa que puedo hacerte.
Yo ya había sabido que ella no mentía cuando me pedía disculpas. Su tono era sincero, y en ningún momento había intentado mostrarse vulnerable. De hecho, había esperado lo peor, si había creído que yo no la perdonaría al instante. Flexioné los dedos otra vez, aunque en esa ocasión no fue por el nerviosismo. Lo cierto era que no sabía qué hacer con las manos.
—Acepto tus disculpas —dije— si tú me prometes algo más.
—¿El qué?
—Intenta no mentirme. Por favor —le dije con una nota suplicante, pese a que ella acababa de prométemelo sin que yo tuviera que pedírselo—. Y prométeme que no intentarás usar nuestro dinero para sobornar a nadie sin que yo lo sepa.
Su sonrisa solo continuó ensanchándose.
—Puedo prometerte todo eso.
—Y... una cosa más.
Me aclaré la garganta. Sentí que enrojecía. Ella me miraba con curiosidad.
—No vuelvas a pensar que eres una mala esposa —le dije—. Eres la mejor compañera de todas. Y eres más de lo que me merezco.
Zelda alzó una ceja.
—¿Cómo sabes que soy la mejor compañera de todas si nunca has estado con otra mujer?
Me encogí de hombros.
—Por algo soy el favorito de las Diosas.
A ella se le escapó una risita. El sonido hizo que mi corazón latiera más deprisa. Íbamos por buen camino. Solo teníamos que seguir adelante.
—Prométeme que no volverás a pensar que eres una madre horrible —añadí—. Te he visto con ellos. Los quieres, Zelda y... Diosas, ellos te adoran. Y, cuando dudes, piensa que ellos son felices. Tienen comida, un techo y una familia. Pueden ser niños, y eso es más de lo que nosotros tuvimos. Así que al menos ya sabes que eres mejor que tu padre.
Cuando terminé, vi que ella tenía los ojos húmedos. Sonreía, pese a todo.
—¿Sabes qué? —dijo—. Cuando lo pones así, sí que te sientes mejor.
Sonreí también, y luego la estreché con fuerza contra mí. Diosas, la había echado de menos. Su pelo dorado me hizo cosquillas bajo la nariz. Olía a hogar y a los aceites dulces que usaba cuando se daba baños. Sentí la forma familiar de su cuerpo junto a mí, y me relajé por primera vez en semanas, porque todo aquello me recordó que por fin estaba en casa.
—Puedo prometerte todo eso —dijo ella sin separarse de mí—. Lo siento, Link. Lo haré lo mejor que pueda en el futuro.
—Disculpas aceptadas. —Alcé la vista y contemplé las llamas de la chimenea—. Siento haberte gritado.
—Nunca me has gritado.
—Ya sabes a lo que me refiero.
La escuché resoplar. Luego ambos nos mantuvimos en silencio por un largo rato. Me entretuve en escuchar su respiración, acompañada del crepitar de las llamas. Tras haberme preocupado tanto por su seguridad en Akkala, era un alivio saber que Zelda estaba bien. Que nuestra situación empezaba a mejorar de una vez por todas.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo ella de pronto.
Se separó de mí para mirarme, sorprendentemente seria. Mi corazón se hundió. Asentí, sin embargo, y Zelda inspiró hondo.
—¿De verdad sospechas de mí tú también?
Me maldije a mí mismo. Aquello le había hecho verdadero daño. Y mi intención había sido herirla. Sacudí la cabeza al instante.
—Claro que no sospecho de ti. Estaba enfadado, Zelda. Te lo dije antes. Sé que no has sido tú.
Ella se mostró aliviada.
—Pensaba que te habías vuelto uno de los matones del alcalde. —Me miró a los ojos—. Yo no he sido, Link. Jamás le tocaría un pelo a ese hombre.
—Lo sé —respondí—. Yo tampoco lo maté.
Solo con pensarlo sentí escalofríos. Pensé en la espada de mi padre, que estaba entre las cajas, en el rincón bajo las escaleras. Me habían permitido recuperarla, por suerte. No la había examinado de cerca, pero estaba convencido de que alguien la había robado para incriminarme. Todo aquello había estado planeado desde antes de que yo partiera de viaje.
—La espada nueva de la que no te hablo... —Suspiré—. La encontré en el Bastión de Akkala. Es igual que la Espada Maestra, Zelda. Es una maldita réplica. No quería llevármela, pero yo... Pensé que tal vez...
Zelda asintió, comprendiendo, y yo cerré la boca antes de que pudiera soltar alguna tontería. Ella se atrevió a rozar mi mejilla con una mano.
—Oh, Link —murmuró—. Podemos ir al Bosque Kolog cuando quieras. Así podrías volver a verla.
Negué con la cabeza.
—No. Eso no. —Cerré los ojos e inspiré hondo—. La espada necesita descansar. Ya no es mía. No tengo nada que hacer allí.
Ella no dijo nada, aunque si hubiera estado en desacuerdo lo habría expresado sin pensárselo dos veces.
Sentí sus labios sobre los míos de pronto. Ella iba con cuidado, como si temiera hacerme daño. Rodeé su cintura, y ella suspiró y deslizó sus brazos alrededor de mis hombros. Sentí su pecho junto al mío, y una calidez inesperada estalló en mi estómago cuando rocé la piel suave y desnuda que se escondía bajo su vestido.
Ella se estremeció, y lo siguiente que supe fue que sus manos estaban en mi pelo y que se había acercado más, si eso era posible, tanto que tuve que apoyarme en los codos para dejarle todo el espacio que quería.
Se acercó un poco más. Y luego un poco más. Hasta que se detuvo de pronto, y yo abrí los ojos, confundido. Iba a preguntarle qué ocurría, pero entonces vi su sonrisa maliciosa. Seguí su mirada y se me escapó un gemido de dolor cuando mis peores temores se confirmaron. No sabía por qué me sorprendía, sin embargo. La inconfundible tensión había llegado cuando ella empezó a besarme.
—Al parecer alguien quiere divertirse esta noche —dijo ella.
Enrojecí de golpe. Enterré el rostro en su hombro, y ella rio.
—Lo siento —gruñí.
—No has hecho nada malo —dijo Zelda. Sentí sus manos en mi pelo de nuevo, y eso me tranquilizó—. Me habría preocupado que no reaccionaras de ninguna forma, en realidad.
Me descubrí sonriendo.
—Llevo casi dos lunas sin ver a mi esposa —dije—. La he echado de menos.
—¿Qué parte has echado de menos?
La miré con el ceño fruncido.
—Todas.
—Tu esposa debe de ser muy afortunada.
—Oh, yo soy afortunado. Ella solo es maravillosa.
Zelda me mostró una sonrisa radiante y me besó de nuevo. Estuve a punto de perder el equilibrio, y su risa hizo que yo riera también.
—Yo también te he echado de menos —dijo ella una vez se hubo calmado—. Pero dejémoslo para mañana. Estoy cansada, y con esa barba no pienso dejar que te acerques.
Hice una mueca.
—Pensaba que la encontrabas atractiva, Zelly.
Ella rozó mi mejilla con cuidado y entornó los ojos.
—Ya te gustaría —dijo. Me hizo una pregunta silenciosa con la mirada, y yo asentí al instante. Estaba satisfecho con solo sostenerla durante el resto de la noche. Mientras estuviera a su lado, no emitiría una sola queja. Ella se separó un poco y se abrazó a sí misma, sin embargo. Fruncí el ceño al ver como evadía mi mirada—. Además, tengo que contarte algo, Link.
Tuve un mal presentimiento al instante.
—¿El qué?
—¿Me prometes que de verdad me has perdonado?
Me pregunté qué demonios tendría eso que ver.
—Te lo prometo —respondí—. ¿Qué...?
Ella se puso en pie con cierto esfuerzo y luego me invitó a que hiciera lo mismo.
—Te haré algo de té y te lo contaré todo.
Decidí no insistir porque podía ver que ella ya estaba nerviosa. No quería empeorar la situación ni presionarla. Así que la observé mientras ella dejaba que el agua hirviera y añadía las hierbas. Un rato después estaba sentada junto a mí en la mesa, y yo tenía una taza de té entre las manos. La miré, expectante, y ella carraspeó.
—¿Es malo? —pregunté antes de que Zelda tuviera tiempo para hablar.
Rio con nerviosismo.
—Depende de cómo se mire.
—¿Eso qué significa?
Puso su mano sobre la mía.
—Deja que te lo explique.
Tomé un sorbito de té, esperando que me ayudara a calmar los nervios. Ella respiró profundamente, y su mano tembló sobre la mía.
—Recuerdas que estaba enferma antes de que te fueras, ¿verdad? —dijo ella. Yo asentí al instante, intentando comprender a dónde quería llegar—. Vomitaba, me mareaba, no comía y sufría cambios de humor bruscos. ¿Recuerdas todo eso?
—Lo recuerdo todo, Zelda.
Ella asintió y se irguió en su silla.
—Bien —dijo—. Fui a hablar con el curandero después de que te marcharas, como ya sabrás.
—¿Quién demonios te convenció de que fueras a verlo? —pregunté con una pizca de diversión. Buscaba aliviar su nerviosismo también, no solo el mío.
—Fui a supervisar la construcción del pozo —respondió ella con una sonrisa diminuta—. Monté un verdadero espectáculo.
Sacudí la cabeza.
—Diosas, Zelda, ¿por qué eres tan testaruda?
No la recriminaba con mi tono de voz. No quería volver a discutir, y tampoco estaba en buena posición para reprocharle no cuidar de sí misma. Yo hacía lo mismo con más frecuencia que la propia Zelda.
—No eres el único que se lo pregunta —sonrió ella—. El curandero me dijo... Yo... —Cerró la boca, como buscando las palabras adecuadas. Yo esperé en silencio. Aquello no solía ocurrirle. Ella siempre sabía qué decir y cuándo decirlo. No le costaba decir lo que debía decirse. Al final suspiró, frustrada—. Diosas, soy patética.
—No lo eres. Puedo ayudarte, si quieres.
Ella parpadeó, pensativa. A mí me parecía lo más lógico del mundo. Ella siempre me ayudaba cuando las palabras me evadían. Lo justo era que yo hiciera lo mismo por ella, ahora que se me presentaba la oportunidad. Tomé otro sorbito de té, que ya estaba tibio.
—Es más adivinarlo que ayudarme, me temo.
—No me importa. —Ella sopesó nuestras manos unidas. Decidí empezar—. ¿Has pillado las fiebres tú también?
—No. Por supuesto que no, Link.
—¿Tienes esa enfermedad por la que se te hinchan las extremidades?
Hizo una mueca y negó con la cabeza. No pude evitar sentir algo de alivio. Ella se llevó nuestras manos unidas al vientre, y yo se lo acaricié distraídamente.
—¿Es algo del corazón?
Zelda parpadeó con incredulidad. Me pregunté qué demonios la sorprendería tanto.
—No.
—¿Y del estómago? —Su rostro enrojeció—. Tiene que ver con eso, ¿a que sí?
Para mi sorpresa, Zelda estalló en carcajadas. Fue mi turno de mostrar incredulidad. Aquello solo hizo que riera con más fuerza.
—No has cambiado nada en todos estos años.
—Pero...
—El curandero me dijo que estoy embarazada, Link.
Al principio fue como si me hubiera hablado en hyliano antiguo. Pero luego vi que tenía los ojos brillantes y que sus lágrimas eran de felicidad. Contemplé mi mano, que seguía sobre su vientre, y solo entonces comprendí el significado de sus palabras.
—¿Tú... estás...?
—Lo estoy —asintió ella.
Dejé la taza de té sobre la mesa y me recliné en la silla pesadamente. Me descubrí mirando su vientre de nuevo. Aparté la mano y vi que seguía siendo plano, tal y como lo recordaba.
—¿Cuánto tiempo...?
—Tres lunas.
Tres lunas. En tres lunas nuestro hijo tendría un tamaño considerable dentro de ella. Nuestro hijo. Diosas, seguía sonando como lo más increíble del mundo, y ni siquiera era el primero.
Aparté la vista de su vientre y miré a Zelda. No parecía tan agotada como unos momentos antes. Sus ojos seguían brillando, y su expresión era vulnerable. Me puse en pie porque la silla empezaba a arder. Me pasé una mano por el pelo, intentando ordenar los pensamientos.
Un hijo. Por Hylia, eso cambiaba tantas cosas. Habíamos estado intentándolo durante el último año, y ahora... ahora...
Sentí algo cálido extendiéndose por mi pecho. Zelda tomó mi mano de nuevo para que la mirara.
—¿Estás contento?
Tiré de ella para que se pusiera en pie y la estreché con fuerza contra mí.
—Diosas, claro que lo estoy. ¿Cómo no iba a estarlo?
—Te pusiste verde —replicó ella, encogiéndose de hombros—. Y luego morado. Y luego...
—No creo que haya nadie más feliz en toda Necluda. O en todo Hyrule.
Ella sonrió y me besó. Toqué su vientre plano de nuevo, incrédulo. Por fin, por fin, las cosas mejoraban.
—¿Y tú? —le pregunté.
Zelda se escondió en mi hombro, como solía hacer Arwyn. La rodeé, resguardándola entre mis brazos.
—Estoy feliz —dilo—. Pero también estoy aterrada.
Fruncí el ceño y la miré a los ojos. Una lágrima solitaria resbalaba por su mejilla.
—¿Quieres tenerlo? —le pregunté. Sabía que nos habíamos esforzado durante meses para conseguir aquello. Habíamos tenido que intentarlo tres veces. Ambos éramos jóvenes todavía. Zelda estaba en plena edad fértil, según las palabras del curandero. Podríamos seguir intentándolo durante años.
Sin embargo, entendía que tuviera miedo. Artyb había nacido varias semanas antes de lo previsto, y no habíamos estado en absoluto preparados. Ella había estado a punto de entrar en pánico, y se había negado a empujar por un rato. Y cuando por fin lo había visto por primera vez, más diminuto de lo que un bebé debería ser, el terror en su expresión me rompió el corazón. No se había separado de Artyb después, y por suerte todo había salido bien. Pero sabía que el miedo había tardado mucho tiempo en desaparecer.
La veía tomarse un elixir casi cada luna, aunque no hiciéramos el amor. No había querido más sorpresas, según me había dicho. Y yo no había presionado. Teníamos todo el tiempo del mundo por delante. Había dejado de tomárselos con tanta frecuencia un año y medio después de que naciera Artyb. Hacía un año, sin embargo, la había visto verter los diminutos frascos en la chimenea. Me había dicho entonces que quería otro hijo.
—Claro que quiero tenerlo —dijo ella, y leí sinceridad en sus ojos—. Es solo que... Decidí esperar tanto, entre otras cosas, porque Hyrule iba por buen camino por fin. Todo estaba calmándose. Pero Hatelia se ha puesto patas arriba tan deprisa... A veces pienso que no puede llegar en peor momento. Pero ya he esperado cuatro años. Tiempo suficiente para...
—Si necesitas esperar más, no me importa —dije, interrumpiéndola—. Tengo paciencia de sobra. No soy un maldito animal, Zelda. No voy a obligarte a tener un hijo cada año, como si fuera la cosecha anual. Estaré más que contentos con los hijos que ya tenemos.
Ella sonrió, aunque en el fondo parecía aliviada. Puso mi mano sobre su vientre de nuevo, y mi corazón empezó a latir más deprisa.
—Sé que quieres un hijo, de todas formas —replicó.
—Ya sabes que no me importa. Pero creo que tú también deberías querer tenerlo.
—Gracias, Link —susurró ella—. Necesitaba oírlo.
Caí en la cuenta entonces de lo asustada que debía de haber estado mientras yo viajaba a Akkala. Se había enterado de que estaba esperando, y poco después la habían encerrado en las celdas por un crimen que no había cometido. Sentí como la ira burbujeaba en mí estómago, sorprendentemente vívida.
—Esos bastardos te encerraron y estabas embarazada.
—Ahora estoy bien.
—Podrías no estarlo —dije con más brusquedad de la que pretendía, aunque mi enfado no iba dirigido hacia ella. Inspiré hondo para no darle la impresión equivocada—. Podrías haberte hecho daño por su culpa. Diosas, podrías haberlo perdido.
Ella se abrazó a sí misma y sus ojos se humedecieron de nuevo. Las palabras retumbaban en mis oídos, y no fui capaz de contener un escalofrío.
—No ha pasado nada malo —susurró con voz temblorosa—. El curandero dice que todo sigue bien. Eso es lo único que importa.
No le guardaba rencor a muchos. Sin embargo, no sabía si llegaría a perdonar a los hombres del alcalde algún día. Desde luego, que Zelda estuviera bien no era lo único que me importaba.
—Ahora me siento como un patán por haberte gritado —murmuré.
—No me has gritado —dijo ella. Tocó mi mejilla con dedos suaves—. Prométeme que no vas a sentirte culpable.
Pensé en la espada de mi padre, envuelta en una tela oscura en la diminuta habitación bajo las escaleras. Aún intentaba contener el impulso de esconderla entre un montón de cajas. Pensé también en la espada nueva, la que tanto se parecía a la Espada Maestra. Aquello hizo que un fuego que llevaba mucho tiempo extinguido se reavivara.
Cogí su mano, que seguía sobre mi rostro, y la rodeé con cuidado.
—Esto es lo que puedo prometerte —le dije—: Nadie volverá a haceros daño. Te lo prometí hace años, pero no me importa volver a hacerlo. Estaréis a salvo. Los cuatro. Te he fallado tantas veces que he perdido la cuenta. —Ella fue a protestar, pero yo le pedí que me escuchara con solo una mirada—. Pero eso se acabó. Yo mismo mataré a quienquiera que intente haceros daño. Esa es mi promesa, Zelda.
