Aqui esta mi nueva adaptación espero les guste.
**Los personajes son de Stephenie Meyer y la historia al final les digo el nombre de el autor
CAPÍTULO ONCE
Chicago
Sábado, 10 de marzo 06:00p.m.
Lo había extrañado. Edward no se había dado cuenta de lo mucho que había extrañado el bullicio, las risas, todo ese ruido. Se habían reunido como la horda de bulliciosos que eran. Carlisle y su esposa Esme, Cathy y su marido,Jasper y Vanessa. Ma estaba en el cielo rodeada por sus diez nietos. Los niños mayores habían comenzado un partido de futbol en el patio, Ethan el hijo de Bella, estaba allí con ellos.
Bella había caído bien a sus hermanas, parecía que se conocían de siempre. Cathy y las demás se la llevaron a rastras una vez que terminó la primera ronda de presentaciones.
―Supongo que eres hígado picado ―había comentado Ma con una sonrisa.
Cathy y Vane, apenas le habían dado un beso de saludo, pero estaba bien, ya habría tiempo para renovar las relaciones.
Estaba en casa ahora.
Él se había quedado en el primer piso, mientras los demás bajaban pesadamente por las escaleras del sótano, a la sala de recreo. Necesitaba unos minutos para procesar la alegre bienvenida y calmar la montaña rusa de emociones que amenazaba con romper su compostura. Se quedó en el living, disfrutando del resplandor que lo envolvía como una manta caliente. La conversación flotaba desde la planta baja, donde todos estaban reunidos alrededor del hogar. Sus hermanos veían ESPN, pero podía escuchar a Cathy, tratando de reunir una multitud para jugar Pictionary. Levantó una ceja cuando Jasper afirmó en voz alta que Bells sería su pareja, y decidió poner fin a su momento de respiro. Jasper podía encontrar su propia pareja de juego.
Bella es mía, pensó.
Se asombró tanto con la idea, que pauso sus pasos. Mía. La idea era primitiva, pasada de moda.
Espontánea. Quería que fuera suya. Desesperadamente. Estaba tan cansado de estar solo.
Su mano estaba en la barandilla y su pie en el primer escalón cuando el sonido de vidrios rotos atravesó el aire, seguido de susurros. Mascullando una leve maldición, fue a la cocina para investigar.
―¡Date prisa!
Un susurro infantil le respondió.
―Estoy tratando, Justin, estoy tratando.
―Date prisa, Carl. Tenemos que darnos prisa entes que el tío Edward nos atrape.
Cuando Edward llegó a la cocina se encontró a los dos hijos de Carlisle barriendo torpemente los restos de un florero, flores y agua esparcidos a sus pies. El mayor lo vio desde su posición de cuchillas en el suelo, la expresión de decepción en su rostro, y… ¿un poco de miedo tal vez? pensó Edward con el ceño fruncido.
―Carl no tenía intención de romper el jarrón, tío Edward, de verdad ―dijo Justin, tratando sin éxito de borrar el lío del suelo. A los ocho años, sus habilidades de limpieza dejaban mucho que desear.
Era miedo. Con sus cuatro años de edad, Carl estaba encogido contra el gabinete, sus ojos enormes y aterrados, sosteniendo una flor marchita en su mano regordeta.
Edward se agachó sobre una rodilla usando el bastón como apoyo, tan preocupado como sus sobrinos.
―Está bien muchachos, de veras. ―Agarró el recogedor―. Yo sostengo, tú barres, Justin. Está bien, Carl ―repitió con calma, y observó que los niños se relajaban un poco.
―¿Tú n-n-no te estás enojado? ―susurró Carl.
―No, Carl, por supuesto que no. No era más que vidrio viejo. Ven aquí. ―Vio como el niño se acercaba, los hombros tensos de nuevo, hasta que Edward lo atrajo en un abrazo―. No es gran cosa.
Solo ten cuidado de no caminar descalzo hasta que tu hermano y yo limpiemos este desorden.
―Edward sostuvo a Carl a su lado y en una maniobra con el recogedor, barrió el vidrio. A continuación señaló al niño de pie delante de él, incluso de rodillas se alzaba sobre él―. Carl
―comenzó tratando de mantener la voz suave―, ¿por qué tienen miedo?
―Tenía miedo de que te enfades, tío Edward ―dijo Justin con los dedos en el suelo y los ojos fijos en sus pies.
―¿Por qué piensas eso? ―preguntó, su voz más alta de lo previsto, y Carl dio un paso atrás―. Lo siento Carl. ¿Por qué pensaste que me enojaría?
La mirada de Carl cayó al suelo y Justin puso un brazo protector sobre los hombros de su hermano.
―Porque te pones irritable, tío Edward ―dijo Carl con voz muy baja, su pequeño cuerpo apretado contra su hermano―. Como yo cuando no tomo una siesta.
¿Irritable? La negación surgió en sus labios, pero murió cuando Edward se miro a través de los ojos de un niño de cuatro años. Los últimos doce años habían sido un tramo irritable de su vida. Las palabras infantiles lo habían picado. Principalmente porque sabía que eran verdad.
―Um…
―Shhh, Carl ―Justin comenzó a tirar de él.
―No, Justin, está bien. Vamos, Carl.
―Umm, no te gustan los niños pequeños.
Edward tomó aliento, tambaleándose ante la honestidad infantil. En las pocas veces que había vuelto a casa para las vacaciones en esos años había sido una mezcla del capitán Ahab y Oscar, el gruñón. Era hora de hacer al viejo Edward a un lado.
―Bueno Carl, puedo darme cuenta de cómo han llegado a esa conclusión. ―Podía ver los ojos de Justin cada vez más redondos y a Carl mirar para arriba entre los cabellos rojizos que caían sobre su pequeña frente―. Supongo que fui malhumorado, y tal vez por eso pensaste que no me gustaban los niños pequeños, pero eso no es cierto.
―¿No?
―No. La verdad es que yo no me gustaba a mí mismo.
Carl lo miraba fijo, y Edward curvó su boca en una sonrisa que no sentía.
―¿Qué hiciste mal para no gustarte? ―preguntó Justin.
Por un momento Edward se quedó mudo. Sin poder precisar él mismo la respuesta.
―Yo estaba enojado porque tenía que caminar con un bastón ―respondió finalmente. Carl asintió sabiamente.
―El hombro debía doler también.
Las cejas de Edward se juntaron en un gesto suave.
―¿Por qué debía dolerme el hombro?
―Papá dice que tienes un peso en tu hombro del tamaño de una montaña ―miró con curiosidad, pero no vio nada más que los anchos hombros de su tío envueltos en un suéter de lana―. Llevarlo debe hacer daño.
Edward puso los dedos sobre sus labios y borró la triste sonrisa de su boca.
―Así era, Carl. Me alegro que haya desaparecido ahora. Realmente aprecio esta fiesta de bienvenida, muchas gracias.
―No hicimos nada tío, Edward ―insistió Justin―. Mamá y la tía Cathy lo hicieron.
―Pero sí que hiciste. ―Edward acercó a Carl y lo abrazó de nuevo―. Viniste a celebrar conmigo. Y se los agradezco. Recuerdo todas las fiestas que teníamos aquí, cuando yo tenía su edad ―Se rió entre dientes al ver la expresión dudosa de Carl―. Sí, yo tuve tu edad alguna vez. Aunque no lo creas. Comíamos pastel y helado, y gritábamos tan fuerte como nos permitían nuestros pulmones.
―Con la abuela Cullen―dijo Justin y su carita pecosa se puso triste.
―No me acuerdo de ella ―confesó Carl.
―Bueno, yo sí ―dijo Edward, despeinando el cabello de Carl. ―. Mi abuela solía tener un baúl lleno de soldados de juguetes en el desván. Su padre, el tío Jasper y yo jugábamos mucho con ellos, especialmente en días desagradables como este para jugar afuera.
El labio inferior de Carl temblaba.
―Los niños grandes están jugando afuera. No quieren dejarnos jugar.
―Probablemente eso sea lo mejor ―dijo, sin apartar la mirada de la cara del niño. Era un detalle pequeño que recordó que su padre hacía. Ponía toda su atención y contacto visual ininterrumpido incluso con el niño más pequeño. Lo había hecho sentir que él era el más listo, el chico más importante del mundo. Al ver el calor en los ojos de Carl, supo que todavía funcionaba―. Los grandes probablemente les darían una paliza y eso dolería. Pero apuesto que los soldados de juguete todavía están en el ático. No puedo subir las escaleras muy bien, pero vosotros si podéis. ―Ya estaban saliendo para el desván―. Estaban en un baúl negro y viejo ―dijo Edward tras ellos. Esperó hasta que se perdieron de vista, para luchar con sus pies y vaciar el recogedor.
―Eso fue… amable, Edward.
Edward no se dio la vuelta ante el sonido grave de la voz de Carlisle. Incluso sonaba más profunda de lo normal. No había oído a su hermano, pero no necesitaba ser un genio para saber que Carlisle había escuchado toda la conversación. Había permanecido a la espera, en caso de que el malhumorado de su hermano se pusiera irritable con sus niños más pequeños.
―Son buenos muchachos, Carlisle. Tú y Esme ha hecho un gran trabajo.
Se quedaron en un incómodo silencio durante un minuto. Edward mirando el papel tapiz, y Carlisle mirando la rígida espalda de Edward. Finalmente, Carlisle dejó escapar un gran suspiro.
―Me disculparía por ellos, Edward. Pero estaban en lo correcto. ¿Podría ser que estaban, sea la palabra importante aquí? ―añadió, su voz un poco más áspera.
Sacando la constricción de su garganta, Edward se encogió de hombros.
―Me gustaría pensar que ya no asustaré a los niños pequeños.
―Edward. ―Carlisle dio el primer paso, levantando una mano tentativamente hacia la espalda de su hermano―. No le creí a Jasper cuando dijo que habías cambiado.
Pero quiero hacerlo. ―Él también se aclaro la garganta―. Realmente quiero. Quiero que las cosas sean como eran antes de que…
Carlisle no terminó la frase, pero la cabeza de Edward la terminó por él. Antes de que mataras a Pa.Había una maldita discusión cuatro años antes, en Navidad. Las tácitas acusaciones previas, finalmente habían aflorado esa noche. Y fue la última vez que intercambiaron palabra alguna. Hasta esta noche.
―Lo siento, Edward ―susurró Carlisle ásperamente―. Dije cosas que no debería haber dicho esa noche. ¿Podemos dejarlo atrás y empezar de nuevo? ―Después de un compás de silencio, Carlisle retiró la mano del hombro de Edward―. Está bien. Será como quieres. Al menos lo intenté. Para que lo sepas, me alegro que estés en casa.
Otro largo silencio pendió entre ellos, mientras Edward luchaba por mantener la compostura.
―Oh, al infierno con ello ―murmuró Edward, y se volvió, las emociones desnudas en su rostro―. Me alegro de estar en casa también. Echaba de menos esto. A todos ustedes. Y fui un estúpido tonto por haberme mantenido alejado tanto tiempo.
Una sonrisa lenta se formó en la cara de Carlisle, una mirada de evidente alivio en sus ojos.
―¿Así que ahora mataremos al ternero engordado, porque el hijo prodigo ha vuelto? Los labios de Edward temblaron.
―Bueno, no tan prodigo.
―Yo seré el que juzgue eso. ―Tiró un brazo sobre los hombros de Edward, diez centímetros más alto―. Después de que me cuentes todo sobre Denver. Actrices y… secretarias.
Los ojos de Edward se achicaron.
―Jasper tiene una gran boca. ―La risa ronca de Carlisle vibró a medida que comenzaron a bajar las escaleras―. Y la ha mantenido en movimiento todo el tiempo, hermanito.
OOOOO
―Estamos atados.
Rob estaba en la improvisada zona de anotación, jadeando, su aliento formando grandes nubes. Era el mayor de los primos, y se había hecho líder del equipo. A Ethan no le importaba, estaba agradecido de que hubiera niños de su edad en esta fiesta a la que su madre lo había arrastrado. Estaba frío y húmedo afuera, pero por el momento no tenía que escuchar al nuevo jefe de su mamá. Hizo una mueca. El nuevo novio de su mamá. Era demasiado raro pensar en su madre de esa manera.
Incluso si a él le gustara Edward Cullen . Cosa que no era así. Al ver su gesto, Rob le gritó:
―¿Quieres parar?
―De ninguna manera. ―Se inclinó, apoyó las manos enguantadas en los pantalones vaqueros
mojados de tanto hacer frente y caer en la nieva medio derretida―. Quiero ganar.
―Tengo frío ―protestó Jason. Era un poco más joven que los otros―. Voy dentro por un poco de chocolate caliente. ―Tiró una bola de nieve en el hombro de su primo―. ¿Vienes, Zach?
Zach, el hermano de Rob, miró a Jason, y de nuevo a Ethan, indeciso.
―Lo siento, Ethan. Voy a dejar de jugar mientras todavía siento los dedos de los pies. Vamos, la tía Cathy hace el mejor chocolate caliente del mundo.
―¿Con malvaviscos pequeños? ―preguntó Ethan, que metió el balón bajo el brazo, y comenzó a caminar con los otros muchachos, contento por haber descubierto un talento oculto para tirar espirales. Los chicos se habían quedado debidamente impresionados por su condición de jugador de la liga menor en el equipo de baloncesto, por lo que sentía que tenía poco que demostrar al ganar a costa de congelarse.
―Y crema batida. ―Jason se pasó la lengua por los labios, que se secaron inmediatamente cuando el viento los quemó.
―¿Caseros? ―preguntó Ethan.
―No ―dijo Rob―. De esos de lata.
―Mi mamá los hace caseros. ―Y sí, un poco de orgullo había sonado en su voz. Ethan podía vivir con ello. Comprendió de verdad lo rara que era su madre.
―Caseros. De ninguna manera. ―Rob se acercó al final del camino, donde había un poste de cuatro metros cimentado en el suelo. Pretendiendo rebotar, giró en un círculo rápido, fingió ir a la izquierda y ejecutó una perfecta volcada en el aire―. ¿Piensas que el tío Edward volverá a poner el tablero?
―No sé ―respondió Jason. Estudio la parte superior del poste, pensativo―. Mi mamá espera que sí. Lloró cuando ella le pidió que viniera a casa y dijo que sí.
Intrigado, Ethan miró el poste también.
―¿Por qué tuvo que bajar el tablero? Rob se detuvo en seco.
―¿No lo sabes? Tío Edward fue uno de los mejores novatos que los Lakers han tenido. Fue jugador en Kentucky, también.
Ethan abrió los ojos impresionado, a pesar de su promesa de mantener al alto profesor a distancia hasta que confiara en el.
―¿Tu tío jugó para los Lakers?
Zach saltó, ansioso de contar parte de la historia.
―Sí, hasta que tuvo un accidente de auto con nuestro abuelo. Oh, hace doce años, ¿cierto, Rob?
Rob asintió con la cabeza.
―Sí. Has visto su bastón. Estuvo en una silla de ruedas durante años. Mi papá me dijo que el tío Edward llegó una vez a casa, de Harvard, y tuvo un ataque porque el tablero estaba todavía allí. La
abuela Cullen lo hizo bajar. Me acuerdo que él y mi padre tuvieron una gran pelea cuando yo tenía la edad de Carl. Solían pelear mucho.
El estomago de Ethan se llenó de nauseas.
―¿Mucho?
Rob hizo otro tiro al aire.
―Oh sí, una vez… ―hizo una pausa pensando―, creo que fue hace cuatro años, porque yo tenía casi once, tío Edward vino a casa para Navidad, y él y mi padre se pusieron a discutir, gritándose y todo. Creo que nunca vi a mi papá tan enojado. Ni cuando Zach se enredó con esa chica tras las gradas. ―Sonrió, esquivando la bola de nieve que le arrojó Zach en venganza.
―Cállate, idiota. ―Zach ladeó la cabeza, lanzando una bola de nieve de una mano a otra―. Puede ser que ahora papá encuentre accidentalmente esa revista que tienes escondida bajo el colchón.
Esas fueron las palabras para la pelea, y antes de que Ethan se diera cuanta, Zach y Rob estaban luchando en el camino de entrada, a centímetros de un charco de barro.
Jason se deslizó junto a Ethan.
―Apuesto un cuarto a que Rob va al barro en primer lugar. Tom frunció el ceño.
―Basta. Basta los dos.
Rob y Zach miraron hacia arriba, deteniendo a medias la lucha.
―¿Qué? ―preguntó Rob.
―¿Por qué? ―preguntó Zach. Ethan negó con la cabeza.
―Déjate de joder y termina tu historia. Quiero saber acerca de la pelea de tu tío y tu padre. Es importante.
Rob rodó por debajo de Zach, y se puso de pie, sacudiéndose los pantalones.
―Eso fue todo. Papá y el tío Edward gritaron. ―Se encogió de hombros―. Y luego Edward le pegó a papá…
El corazón de Ethan se detuvo.
―Oh, Dios mío. ¿Qué has dicho?
―Fue realmente un empujón ―dijo Zach, sacudiendo la nieve del interior de sus mangas―.
Ellos no se dejaron los ojos negros o algo así.
―Maravilloso ―murmuró Ethan. Había reconocido que algo estaba mal con Edward Cullen de inmediato. Su madre estaba tan ciega. Por lo general, ella era más inteligente acerca de casi todo. Excepto los hombres. La cosa más inteligente que había hecho en los últimos siete años era mantenerlos alejados. Apretó los puños a los costados. Su madre podía ser ingenua, pero él no, por Dios. Que Cullen intentara ponerle una mano encima a ella. Que lo intentara.
OOOOO
―Estás muy callado ―observó Bella, mirando por encima del hombro a Edward, sentado en su comedor. Estaba sirviendo café en sus mejores tazas. "Mejores". Nada de lo que alguna vez podría pagar se comparaba con la exquisita porcelana que había visto en el armario de Edward. Su madre usaba la porcelana china con total naturalidad, como si fueran del Wal-Mart. Le dijo a Bella que si tenían miedo de usarlo, ¿por qué molestarse en comprarlo? Había algo de sabiduría aplicable ahí, lo sabía. Tendría que pensar en ello ms tarde. Por ahora tenía que pensar en Edward, que había estado inusualmente callado durante todo el viaje de regreso a su departamento esa noche, sorprendiéndola. La fiesta de bienvenida había sido un éxito rotundo. Ver a Edward con su familia la hizo ponerse melancólica, pensando en cosas que todavía no se atrevía a desear.
―Estaba pensando ―respondió Edward―. Gracias. ―Tomó la taza que ella le ofrecía y esperó a que se reuniera con él―. Estaba pensando en ti. ―Sonrió cuando ella se sonrojó―. En nosotros.
Ella hizo una mueca, cuando al tomar a toda prisa se escaldó la garganta.
―Nosotros.
―Nosotros ―reflexionó Edward, tomando su mano libre―. Y el hecho de que eres mi estudiante.
―¿Ah, sí? ―Sintió su satisfacción evaporarse. Esto no parecía prometedor en absoluto.
―¿Qué tan encariñada estás con mi clase, Bella?
Se tragó su suspiro de alivio de que sus palabras no fueran "sería mejor que nosotros no nos viéramos más", o "podemos seguir siendo amigos".
―¿Qué quieres decir?
Edward puso su taza de café con precisión sobre la mesa.
―Quiero decir que quiero salir contigo. En cualquier lugar que tú o yo elijamos. Si elijo llevarte a cenar, o tomar tu mano, no quiero que nada me impida hacerlo.
Bella cerró los ojos un momento, para mantener su corazón galopante bajo control. Podía sentir sus mejillas cada segundo más calientes.
―Y ser tu estudiante lo impediría.
―Podría. Ayer mismo, la doctora Mallory me confrontó por eso.
Bella abrió los ojos, y su hermosa boca se curvo en una sonrisa triste.
―¿Lo hizo?
―Uh-uh. ―Edward bebió su café, sin apartar los ojos de su rostro―. Aparentemente descubrió que Jasper no era mi pareja de esa noche, y que tú y yo fuimos a cenar. Y, francamente, que me aspen si permito que ponga sus garras en ti. ¿Necesitas mi clase para graduarte?
Ella le apretó la mano, su corazón aun palpitante, porque el peso de sus palabras la abrumó con su significado. Él la estaba protegiendo de una manera en que nadie más lo había hecho. Se sentía bien. Muy, muy bien.
―Yo solo quería estar en la clase de Phil una vez más. ¿Quieres que deje la clase?
―¿Lo harías? Si estoy fuera de lugar, retrocederé y esperaré hasta el final del trimestre para…
―Meneó las cejas de manera sugestiva, haciendo que el rubor de su rostro se propagara hacia abajo.
La repentina urgencia de elaborar una respuesta similar a la de Edward, era demasiado fuerte para resistir. Así que no lo hizo, apuntaló el codo en la mesa, apoyando la barbilla en el puño y bajó los parpados. Luego levanto las pestañas y se deleitó por la forma en que sus ojos brillaban, y temblaba el músculo de su mejilla. Podía ser que no tuviera experiencia, pero aprendía rápido. Y Edward Cullen era un maestro excepcional.
―Pero me perderé el final de la clase ―murmuró, pasando su dedo sobre sus nudillos cerrados. Ella ya no tenía miedo de ese puño. Oh no, desde que había aprendido lo que podía hacer al apretar―. ¿Vas a decirme cómo termina todo para Inglaterra al final?
Edward se removió en la silla, claramente incómodo.
―Um, John señala la Carta Magna, e Inglaterra produce los Beatles, Rolling Stone y Sting. Bella rió.
―Eso es suficientemente bueno para mí. Dejaré la clase a primera hora del lunes.
Edward se relajó visiblemente y Bella constató que su respuesta realmente le importaba.
―Bien. ―Empujó la taza hasta la mitad de la mesa―. ¿Dónde está tu guardaespaldas? Bella frunció el ceño por su elección de palabras.
―¿Ethan? Está en su cuarto haciendo la tarea de matemáticas, debe sacarse una B en la libreta de calificaciones o no irá de campamento con sus amigos la próxima semana. ¿Por qué lo llamas así?
―Por la expresión de su cara cuando volvió de jugar al futbol con mis sobrinos. Me parece que no me quiere.
Bella se mordió el labio inferior.
―Oh, no creo que sea así. ―A pesar de que lo era. Ella había visto la cara de Ethan, y había estado preocupada toda la noche, con eso dando vueltas en su mente.
―. Simplemente todavía no confía en ti. Hemos sido solo nosotros dos por mucho tiempo y él… es protector conmigo.
Edward no parecía convencido, pero no presionó.
―¿Cuánto tiempo han sido solo ustedes dos?
Bella desvió la mirada, incapaz de mirarlo a los ojos. Ella sabía que preguntaría. Solo que no esperaba que fuera tan pronto.
―Emocionalmente, toda la vida de Ethan.
―Y físicamente. Bella se levantó.
―Siete años. ¿Quieres pastel?
Edward se levantó lentamente y la siguió hasta la cocina.
―No, pero podemos cambiar de tema. Lo siento si la pregunta es demasiado personal.
―No ―murmuró ella. Limpiando migajas que no existían en el mostrador limpio―. Tienes derecho a hacer preguntas. ―Enderezó su columna―. En algún momento, tendrás derecho a las respuestas.
―Pero hoy no.
Se volvió y lo miró a los ojos.
―Hoy no. Por favor.
Él le alzo la barbilla y ligeramente cubrió su boca con la suya.
―Hoy no. ―Se inclinó para rozar la curva de su cuello a través del suéter enviando escalofríos hasta sus pies―. ¿Lista para cambiar de tema ahora?
―Mmm. ―Tiró el trapo de cocina en el fregadero y paso los brazos alrededor de su cuello―.
He estado lista desde que bajaste las escaleras, bien afeitado y listo para traerme a casa.
El se rió entre dientes y colocó las manos en su ahora suave mentón.
―Así que te diste cuenta.
Deslizó una mano desde el cuello hasta la línea dura de su mandíbula, ahora sin problema.
―Mmm. Estoy segura de que tu madre pudo oír los latidos de mi corazón.
Sus ojos se oscurecieron y él susurró un suspiro. Podía sentir el hormigueo en la piel por la anticipación. Había estado esperando para besarlo durante todo el día.
Esperando por los sentimientos que solo este hombre había sido capaz de despertar. Un segundo después, Edward tomó su boca con la fuerza de una represa rompiéndose. Con avidez, como si nunca fuera a ser suficiente. Ella sabía que nunca lo sería. Se apretó aun más, esperando que él estuviera tan excitado como ella, necesitando sentir su erección contra la parte de su cuerpo que palpitaba cada vez que él estaba cerca. Las manos de Edward se movieron por la espalda, apretando sus nalgas, levantándola de sus pies. No lo suficientemente alto. El pensamiento atravesó la bruma, cuando sintió el pulso contra su estomago. No lo suficientemente cerca. Ella se retorció contra él, susurrando su nombre contra los labios que continuaban con el saqueo. Lista para rogar por más, por todo lo que podía dar. De repente, la soltó bruscamente y dio un paso atrás.
Bella se balanceó sobre sus talones por el duro tirón. Apretó la temblorosa mano contra el corazón, esperando que el débil gesto lo mantuviera dentro de su pecho. En su experiencia muy limitada este había sido el pináculo. Su cuerpo todavía hormigueaba, sus nalgas dolían por la necesidad de sentir sus manos de nuevo allí, su pecho necesitaba presionarse contra él. Pero allí estaba, con los ojos cerrados, y la mandíbula tensa, mirando por todo el lugar como si tuviera intención de escapar.
Él la había apartado. La herida picaba en su corazón golpeado.
―¿Qué pasa Edward? ―preguntó en voz baja.
Con evidente esfuerzo, endureció su columna y levantó los parpados para mirarla, y el dolor se disolvió, volviendo la calidez entre ellos.
―Tú querías que me detuviera. ―Su tono era un poco ronco, ligeramente acusatorio.
―¿Eso quería? ―Dio un paso más, atrapándolo en el mostrador. Podría llegar a convertirse adicta al arte del flirteo con semejante hombre como compañero. El calor en los brumosos ojos de Edward bien podría derretir la fórmica en ese momento―. Es curioso, recuerdo que quería un montón de cosas, pero que te detuvieras no era una de ellas. ―Enganchó un dedo en el cuello de su suéter y lo tiró hacia abajo unas cuantas pulgadas―. No estaba tratando de escapar.
Ella podía ver el pulso latiendo en el cuello de Edward.
―¿No querías? Piedad.
―Uh-uh. Estaba tratando de acercarme, pero creo que tendré que arrastrar el taburete.
―Entonces, Bella jadeó con sorpresa cuando él deslizó las manos bajo sus brazos y giró, alzándola en el mostrador y acomodándose entre sus rodillas.
―¿Qué tal esto? ―murmuró él.
Su rostro quedaba ahora al mismo nivel.
―Mucho mejor.
Muy consciente de las persistentes manos que vagaban, casi moldeando los lados de sus pechos, Bella suspiró y el aire movió un mechón de cabello detrás de la oreja de Edward, y se preguntó hasta que punto lo dejaría llegar. Preguntándose ahora, cuando la realidad se entrometía, qué era aquello que ella le hubiera suplicado.
Él se acercó más.
―No creo que necesites un taburete esta noche. ―Rozó su pecho con el pulgar, y ella contuvo la respiración.
―¿Cuánto mides, de todas maneras? ―preguntó, consciente de que su cuerpo se había puesto rígido, pero sin poder hacer que se relajara. Los nervios se habían apoderado de ella, enfriando el calor que había estado a punto de abrumarla unos minutos antes.
Los ojos de Edward se entrecerraron ligeramente mientras la miraba. Luego respiró profundo y dejó caer las manos, que descansaron suavemente en sus caderas.
―Un metro ochenta y cinco―respondió, y la rigidez en los hombros de Bella se disipó―.
¿Qué tan baja eres tú?
Él había retrocedido, y ni siquiera se lo había pedido. Había retrocedido sencillamente porque había detectado su malestar. No había presionado. No había gritado. Ni siquiera se lo veía enojado. Su temor momentáneo había sido solo eso. Momentáneo. El alivio se mezcló con confianza. La combinación era poderosa y extraña.
―Un metro sesenta y cinco ―respondió, su voz había adquirido esa cualidad entrecortada que aun le sorprendía―. Pero estoy pensando en comprar algunos tacones muy altos.
Los dedos de Edward se ajustaron sobre sus caderas un momento antes de relajarse y deslizarse entre la encimera y sus pantalones vaqueros, para sostener nuevamente su trasero.
―Es ridículo como la visión de una mujer en tacones puede encender a un hombre ―murmuró él. Y el calor comenzó a crecer una vez más. Bella pensó que era una locura la forma en que ella le respondía. Pero bueno, la locura podría no ser tan mala. Las manos de Edward corrían por sus piernas, poco a poco, haciendo una pausa en la curva de sus rodillas, antes de curvarlas por detrás de su cintura y llegar a los tobillos. Los dos golpes de sus zapatos contra el suelo fueron el único sonido en la cocina cuando Edward llevó los brazos detrás de su espalda y frotó suavemente una línea en la planta de cada pie, a través de sus calcetines, sin apartar los ojos de su rostro. Oh, Dios.
―¿Pueden? ―susurró.
Él se inclinó para dejar un beso justo debajo de su oreja.
―¿Pueden qué?
Bella se estremeció por su tono, y la forma en que su lengua trazaba el exterior de su oreja y por sentir el aliento caliente contra su piel.
―Los tacones altos. ―Logró decir―. Encender a un hombre.
―Oh, sí. Los tacones altos dejan las piernas de una mujer muy bien formadas. ―Dejó sus pies y se traslado de nuevo a sus pantorrillas, masajeando con cuidado a través de los vaqueros―. Tengo que irme pronto.
Sus ojos se abrieron de golpe.
―¿Por qué?
Su risa baja fue triste.
―Porque quiero hacer mucho más que frotar tus pies. Y no me parece que estés preparada para eso. Y no estoy seguro de cuánto tiempo pueda soportar esto.
―Lo siento ―susurró, la inclinación de su boca hacia abajo.
―No lo sientas. Ha pasado menos de una semana. ―Le dio un apretón amistoso en la pantorrilla―. Además ha sido un día completo para los dos. Gracias por venir a mi fiesta sorpresa. Me lo has hecho mucho más fácil.
―No me necesitabas. No realmente.
―Sí, sí lo hacía. ―Hizo una pausa y apoyó la frente contra la de ella―. Bella, no he sido el más jovial de los miembros de mi familia. Ellos tenían todo el derecho de ser… aprensivos con respecto a mí.
―Pero te aman, y tú les has dado paz a sus aprensivas mentes ―señaló. Ella notó la chispa de sorpresa en el ahumado fondo de sus ojos―. Pude ver lo que había ante mí, Edward. Al principio, tu familia estuvo curiosa y nerviosa, pero esperanzada. Lo pude ver en cada uno de ellos cuando bajamos del auto. Querían ser uno contigo y al final, no los defraudaste. ―Ella sacudió la cabeza, inclinándose sobre su frente―. Las miradas en su rostro cuando bajaste con Carlisle, y te uniste a ellos, como si nunca los hubieras dejado. Al final, no estaban más que curiosos.
―¿Pero no nerviosos y esperanzados?
―No, yo no lo creo. No es que yo sea una experta en familia, que conste.
―Nunca hablas de la tuya. Bella tragó.
―Nunca tuve mucha de una. ―Oyó el acento en su propia voz e hizo una mueca.
―¿Por qué haces eso? ―preguntó bruscamente.
―¿Hacer qué?
―Tratar de ocultar tu acento.
―Porque lo odio. ―Vio que sus ojos parpadeaban con sorpresa por el evidente veneno en su voz.
―¿Por qué?
Ella trató de retirarse, pero una de sus manos presionaba su nuca, para mantener su frente contra la suya. Su suspiro fue de resignación.
―Porque me recuerdan un momento y un lugar que preferiría olvidar. Edward, tu padre te quería,
¿cierto?
―Sí. ―Fue una simple declaración, lo dijo con tanta confianza que hizo arder los ojos de Bella.
―Entonces, no puedes entenderme. Mis padres no se amaban y no me amaban. Tu padre trabajaba en dos empleos para poder mantenerlos a todos, el mío no se aferraba a uno por mucho tiempo. Yo era… pobre, pero ser pobre no es el fin del mundo si tienes un hogar al que querer regresar todos los días.
―¿Y no lo tuviste?
―No. No lo tuve.
―¿Lo tienes ahora?
―Con Ethan, sí.
Se hizo una pausa, en la que cada uno tomó aliento para reforzarse.
―¿Quieres más?
Se humedeció el labio inferior con la punta de la lengua.
―Sí.
Sus ojos brillaron con algo indefinible.
―Entonces, eso hace todo mucho más fácil ¿verdad? ―murmuró―. Porque yo también.
Greenville, Carolina del Norte
Domingo, 10 demarzo.
11:30p.m.
Witherdale aplastó su cigarrillo en la taza vacía de café de McDonals. Puso su coche en marcha y salió detrás del Ford Taurus blanco, que abandonaba el estacionamiento del hospital. Cynthia Paterson comprobó cuidadosamente su espejo retrovisor e hizo un pequeño ajuste innecesario. Su luz intermitente izquierda se encendió, lo mismo que el día anterior, igual que el día antes de ese. La vigilancia dePaterson había sido bastante sencilla, después de todo. Un alivio ya que quería mantener cualquier investigación a raya. MaCarty estaba teniendo también muchas preguntas. Si no encontraba a Mary Grace pronto, MaCarty podría lograr inventar algo que pudiera perjudicarlo. Witherdalfrunció el ceño ante este pensamiento, el único consuelo era que sabía donde vivía MaCarty.
Witherdal se concentró en el asunto inmediato que tenía entre manos. El Taurus blanco de Paterson iba camino a casa de su suegra, se dirigía a buscar a su bebé. Su esposo trabajaba de noche y su madre cuidaba al pequeño Tyke cuando Cynthia tenía el segundo turno. La siguió hasta un vecindario antiguo. En la casa de al lado de la abuela había un sillón en el porche delantero y un coche bloqueaba el patio. La casa de la abuela también estaba muy bien cuidada, con un bonito jardín en el frente. Podía admirar un bonito jardín. Esa era una de las cosas que Mary Grace hacía bien, ahora que lo pensaba. Habían tenido siempre flores brillantes. Hasta su accidente. A partir ese momento, ella no fue capaz de hacer una mierda. Fue un enorme cero en todos los sentidos.
El Taurus blanco entró en el camino de entrada de la abuela, y Witherdal estacionó unas casas más abajo. Paterson estaba totalmente desprevenida, a diferencia de la enfermera Burns. Podría aprender una cosa o dos de auto defensa, especialmente a ser consciente de su entorno. La había estado siguiendo durante dos días, y ni una sola vez había notado su existencia. Desapareció dentro de la casa, saliendo a los pocos minutos con su hijo y toda esa mierda de bebé. Lo metió en el asiento del coche y llovió besos en sus mejillas. El Taurus blanco salió de nuevo por el camino.
Casi la hora. Paterson cruzó de largo sin sospechar nada, acercándose al río Tar. Había sido una primavera muy húmeda, y el Tar estaba casi desbordante en las orillas. Sabía por su viaje de ayer, y el del día anterior, que el río se precipitaba fuerte ahí.
Casi… el momento. Witherdal alcanzó su sirena, bajó la ventanilla y la fijó en el techo de su coche camuflado. Dejó sonar el chillido de la sirena unos segundos. Ella miró por el espejo retrovisor y se dio cuenta en el mismo momento que la señalaba a ella y que no había lugar para detenerse. Había que cruzar el puente. Perfecto.
El Taurus blanco se detuvo como el buen ciudadano que era. Ni una multa de tráfico a su nombre. Pero ella había tenido un momento difícil con ese bebé, le había confiado una vecina en voz baja cuando se había asomado alrededor de su casa el jueves mientras ella y su esposo trabajaban. Depresión post-parto. Había sacudido al bebé porque lloraba. Pero realmente era una buena madre, había insistido la vecina.
Se detuvo detrás de ella y apagó la luz. La guardó debajo del asiento y salió del coche. Su equipo de pelucas estaba guardado de forma segura en el maletero. Hoy no llevaba disfraz, quería que ella lo reconociera. Para que recordara de lo que era capaz. Para que le temiera como nunca en su vida había temido a nada.
Se aproximó al auto, y la vio bajar la ventanilla. Vio como ella lo observaba por el espejo de su lado. Ese no era un buen lugar para detenerse. Lo había elegido cuidadosamente. El condado había hecho la ampliación de la carretera y los muchachos de la construcción habían despejado un amplio claro a ese lado del puente. Nadie tendría que reducir la velocidad cuando pasara. No es que él esperara que alguien pase. En un sábado por la noche, esa calle estaba prácticamente desierta.
Cuando llegó lo suficientemente cerca se detuvo justo detrás de la puerta del conductor. Ella estiró el cuello para verlo, pero su rostro estaba en las sombras. Lo iba a descubrir a su debido tiempo.
―Oficial. ¿Qué pasó? ―Se volvió para mirarlo―. Sé que no iba a exceso de velocidad.
No, no había exceso de velocidad. En todo caso, había ido demasiado lento. Lo molestaban como el infierno los conductores que iban demasiado lento.
Deliberadamente, tiró de la puerta del pasajero justo detrás de ella, que no estaba con seguro, tal como había supuesto. Era un coche viejo, hecho antes del bloqueo automático, cuando se superan las quince millas por hora. Dios sabía que ella no había sido lo suficientemente cuidadosa como para cerrar las puertas. En el momento en que ella se lanzó desde el asiento delantero enfurecida, él tomó al bebé de su asiento, que se acurrucó en sus brazos, y se dirigió al puente.
―¿Qué demonios está haciendo? ―explotó. La miró por encima del hombro, con lo que esperaba fuera su mirada más condescendiente. Que idiota. Esperaba no tener nunca la mala suerte de tenerla como enfermera. Probablemente trataría de conectar el hueso de su pierna a su cabeza.
Corrió detrás de él, resbalando en el barro rojo inundado por toda la lluvia.
―¡Espere! ¡Deténgase! ¡Devuélvame a mi bebé! ¡Por favor! ―Lo último lo pronunció en un sollozo, como si finalmente se diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
Witherdale continuó su paseo sobre el puente. Deteniéndose a tres metros de la orilla. Hoy el nivel de agua estaba más alto. Mejor todavía. Movió al bebé, que ahora chillaba en sus brazos. Chico lindo. Ocho meses de edad y vestido para la primavera. Sus labios se curvaron, definitivamente no iba vestido para nadar.
Ella ahora estaba llorando, pidiendo por su hijo. Sostuvo al bebé más cerca y la empujó hacia atrás. Solo un poco más de lo necesario. Se apoyó en el puente. No era un puente alto, solo un pequeño puente común. Construido en el mismo estilo que el puente de caballetes del ferrocarril, quince metros río arriba.
―¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ―Sus ojos se habían puesto redondos por el miedo, y estaba temblando. Bien.
―Cynthia Paterson. ―No fue una pregunta.
―Sí. ¿Qué… quién es usted?
En realidad su primera pregunta podía estar más cerca de la verdad. ¿Qué era él? Él esperaba ser su peor pesadilla volviéndose realidad.
Esa mujer era responsable de que se perdiera siete años de la vida de su hijo. El odio ya no lo quemaba. Ahora, era una fría piedra.
―Usted fue voluntaria en el Hospital General de Asheville, hace nueve años. Trabajó con una enfermera mayor.
Ella asintió con la cabeza, todavía sin entender. Idiota. Todavía no lo reconocía.
―Sí, con Charlotte Desmond. Fui voluntaria ese verano. Por favor, devuélvame a mi bebé. Le daré lo que quiera.
Levantó una ceja.
―Por favor, recuerde esa oferta, señorita Paterson.
Ella mantenía el apellido de soltera. A él siempre le molestaba cuando las mujeres hacían eso. El tipo era lo suficientemente bueno para casarse, ponerle los grilletes para toda la vida, pero no lo suficiente para llevar su apellido. Ellas querían tener el pastel y comérselo también, estas feministas. Eso era suficiente para ponerlo enfermo.
―¿Quiere dinero? Voy a buscar mi bolso. Solo… solo no le haga daño a mi bebé. Por favor.
―No quiero dinero. Quiero información. Mary Grace Witherdale. ¿La recuerda? Vio sus ojos vidriados.
―No, no recuerdo. Por favor…
―Trate de recordar. Era la esposa de un oficial de la policía local. Se había caído por unas escaleras. Estaba en el Hospital General, recuperándose. ―La miró de cerca y vio el momento justo en que ella recordaba a Mary Grace. El momento justo en que lo recordaba a él. Estalló de júbilo. Estaba aterrorizada. El pulso de Witherdal se disparó junto con la oleada de adrenalina.
―Oh, Dios mío ―susurró―. Usted… oh, Dios. Por favor. Por favor. Devuélvame a mi bebé. Es solo un bebé. ¿Qué quiere de mí? ―Ahora eran gritos lastimeros. Estaba progresando.
―La enfermera Desmond. Usted la ayudaba.
Sus brazos alcanzaron el bebé, y él esbozó una sonrisa.
―Señorita Paterson, el agua está muy alta hoy aquí. Sería una lástima que su hijo fuera a caer… ―Su rostro se vació de todo color―. Veo que ahora entiende. La enfermera Desmond. Usted la ayudaba.
―Sí. Yo solo tenía dieciocho años. No sé lo que quiere.
―¿Cuáles eran sus tareas nueve años atrás, señorita Paterson?
―Yo… ―Sus manos flexionadas, temblaban, y se sostenía del puente para mantenerse erguida.
―Seguía a la enfermera Desmond, giraba en torno a ella. Todo el tiempo. Oía lo que decía a sus pacientes. Usted escuchaba. Estaba ahí para aprender. Quiero saber que ha aprendido. También hacías amistad con los pacientes. Con mi mujer en particular. Le dio una estatua.
―Sí, lo hice… ―dijo en voz baja―. Recuerdo.
―Bien. Estamos progresando. Me esposa desapareció hace siete años. ―La miró de cerca―.
¿Recuerda la circunstancia?
―Sí. ―Su voz era ronca―. Sr. Witherdal, por favor…
Witherdalse echó hacia atrás donde sus manos no lo alcanzaran y sostuvo al bebé sobre el borde del puente una fracción de segundo. Tiempo suficiente para que la señorita Paterson gritara. No importaba. Estaban completamente solos.
―Es Detective Witherdal. Charlotte Desmond le dijo a mi esposa que se ocultara, ¿cierto? La mujer abrió la boca pero no salió ningún sonido.
―Ni siquiera piense en negarlo, señorita Paterson. Su bebé… ―Miró por encima de la barandilla―. Tanta lluvia últimamente.
―Usted será detenido. Arrestado. ―Salvajemente miró a su alrededor en busca de ayuda. No había nadie. Era sábado por la noche. Cualquier persona que viviera a lo largo de ese camino estaría en su cama a esa hora. Las fábricas que se extendían desde ahí hasta el siguiente pueblo, ya habían empezado el segundo turno, nadie iba a pasar por algún tiempo.
―Yo no lo creo así, señorita Paterson. No me siento del todo paciente. Estoy esperando que conteste a mi pregunta.
―Voy a decirle a la policía que se robó a mi bebé.
Él negó con la cabeza. Estúpida perra. ¿Pensaba que él estaba actuando por el impulso del momento? ¿Que no había planeado hasta el último detalle?
―Yo no lo creo, señorita Paterson ―repitió―. Su bebé se está volviendo pesado. Su cara se puso aun más pálida. No lo había pensado posible. Excelente.
―La enfermera Desmond. ¿A dónde mandó a Mary Grace?
―No sé.
Él le dio un puñetazo con la mano libre, viéndola registrar el shock ante el contacto del puño con su mandíbula con un fuerte sonido.
―No me mienta, señorita Paterson. Esa fue una advertencia. La próxima vez su bebé se cae al rio. Sería una lástima. Sus vecinos estarán dispuestos a decir que tenía depresión post- parto. Pobre Cynthia. Pobre bebé. ¿Qué va a decir su marido?
Sus labios temblaban.
―Usted es…
―¿Despreciable? Supongo que puedo entender su punto de vista. Volvamos a la enfermera Desmond. ¿Qué le dijo a mi esposa?
―Le juro que no recuerdo.
―Será mejor que lo intente. ―Se volvió y dio unos pasos más cerca del centro del puente. La oyó correr para alcanzarlo. Se detuvo y se volvió hacia ella nuevamente―. Para empezar, recuerde a Mary Grace. Recuerde su rostro. Su cuello. Su espalda.
―La recuerdo. ―Witherdale tuvo que esforzarse para escuchar su susurro, casi perdido entre la brisa.
―Entonces, sabe que puedo y haré lo que le digo. ―Hizo una pausa y vio su lucha consigo misma―. El nombre del lugar, señorita Paterson. Tiene diez segundos antes de que su bebé se caiga y se parta como una rama. Diez, nueve, ocho… realmente esperaba que no me hiciera hacer esto. El Bebé es un chico lindo. Cinco, cuatro… tres, dos ―Se trasladó con el bebé al borde del puente. Lo sostuvo sobre el borde. Sus manos firmes en la caja torácica del bebé.
―Chicago ―espetó ella. Sus manos se extendieron por el niño. Estúpida perra. Chicago era una ciudad grande. Podía buscar durante un año y no encontrar a Mary Grace en Chicago. Sobre todo si ella no estaba allí después de tanto tiempo.
El bebé se retorcía en sus manos.
―Está bien, ese es un comienzo. Pero había un lugar en especial, ¿no es así? Su bebé se está volviendo difícil de sostener. No me gustaría que se cayera. Diez segundos, señorita.
Sus hombros se hundieron.
―Era un lugar llamado Twilight House. Por favor, deme a mi bebé ahora.
Twilight House. Éxito. Involuntariamente apretó las manos y el bebé grito en un tono que habría destrozado un cristal. Y estuvo a punto de soltarlo. Eso habría sido malo. Realmente no quería hacerle daño al bebé. El pequeño no tenía nada que ver con la desaparición de su hijo.
Era la mamá del bebé la que tenía que pagar. Witherdale se quedó mirándola. La interferencia de esa perra era la culpable de que se perdiera siete preciosos años de la vida de Jimmy. Estiró la boca en un gesto pensativo.
―No creo que este en posición de hacer demandas, señorita Paterson.
―Usted ha dicho…
Irritado le lanzó una mirada aguda sobre el hombro.
―Sé lo que dije, señorita Peterson ―Se acercó a su coche, colocó al bebé en su asiento y lo ató. No había sido la peor de las experiencias. Probablemente. ¿Quién sabe lo que los bebés entendían y escuchaban de todos modos? Se enderezó y se volvió a la mujer temblando. Su piel había adquirido un tinte verdoso―. Dije que no le haría daño a su bebé
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