Harry Potter pertenece a J.K. Rowling.

Solo nos pertenecen los OC.

La Pirata de los Cielos

Capítulo 50: Beauxbatons y Durmstrang

las clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa Contra las Artes Oscuras.

Céline ya había descubierto que Moody era un impostor y solía seguirlo de un lado a otro, pero esa noche, le dejaría una muy buena y efectiva advertencia, al Mortífago quien anunció que les echaría la maldición Imperius por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus efectos.

—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor —le dijo una vacilante Hermione, al tiempo que Moody apartaba las mesas con un movimiento de la varita, dejando un amplio espacio en el medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser humano estaba...

—Dumbledore quiere que les enseñe cómo es —la interrumpió Moody, girando hacia Hermione el ojo mágico y fijándolo sin parpadear en una mirada sobrecogedora—. Si alguno de ustedes prefiere aprenderlo del modo más duro, cuando alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí de acuerdo. Puede salir del aula. —Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró algo de que no había querido decir que deseara irse. Alex y Ron se sonrieron el uno al otro. Sabían que Hermione preferiría beber pus de bubotubérculo antes que perderse una clase tan importante. Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición imperius. Harry vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando el himno nacional, Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba. —Volkova —gruñó Moody—, ahora te toca a ti. —Céline se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas. Moody levantó la varita mágica, lo apuntó con ella y dijo: —¡Imperio! —Fue una sensación maravillosa. Céline se sintió como flotando cuando toda preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente relajado, apenas consciente de que todos lo miraban. Y luego oyó la voz de Ojoloco Moody, retumbando en alguna remota región de su vacío cerebro: «Salta a la mesa... salta a la mesa...» Céline, obedientemente, flexionó las rodillas, preparado a dar el salto. «Salta a la mesa...» "Pero ¿por qué?" Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Qué idiotez, la verdad», dijo la voz. Salta a la mesa... "No, creo que no lo haré, gracias" —dijo la otra voz, con un poco más de firmeza—. "No, realmente no quiero..." ¡Salta! ¡Ya! Lo siguiente que notó Céline fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa, que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, fracturarse las rótulas. —Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody. De pronto Céline sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza. Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó. —¡Mirad esto, todos vosotros... Volkova se ha resistido! Se ha resistido, ¡y la condenada casi lo logra! ¡Muy bien, Volkova, de verdad que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!

—Por la manera en que habla —murmuró Céline una hora más tarde, cuando salía cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Moody se había empeñado en hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la maldición imperius)—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a otro.

—Sí, es verdad —dijo Ron Weasley, entrando nervioso en la conversación, dando alternativamente un paso y un brinco: había tenido muchas más dificultades con la maldición que Céline, aunque Moody le aseguró que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida—. Hablando de paranoias... —Ron echó una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no estaba en ningún lugar en que pudiera oírlo, y prosiguió—, no me extraña que en el Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le oíste contarle a Seamus lo que le hizo a la bruja que le gritó «¡bu!» por detrás el Día de los Inocentes? ¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición imperius con todas las otras cosas que tenemos que hacer?

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Todos los alumnos de cuarto habían apreciado un evidente incremento en la cantidad de trabajo para aquel trimestre. La profesora McGonagall les explicó a qué se debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella acababa de ponerles. — ¡Están ustedes, entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica! —declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el TIMO.

— ¡Pero si no tendremos el TIMO hasta el quinto curso! —objetó Draco Malfoy.

—Es verdad, Malfoy, pero créeme: ¡Tienen que prepararse lo máximo posible! Las señoritas Greengrass y Volkova siguen siendo las únicas personas de la clasem que ha logrado convertir un erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Malfoy, aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler! —las recién nombradas, ignoraron olímpicamente a Granger y a Malfoy, quienes les dieron una envidiosa y envenenada mirada.

El profesor Binns, el fantasma que enseñaba Historia de la Magia, les mandaba redacciones todas las semanas sobre las revueltas de los duendes en el siglo XVIII; el profesor Snape los obligaba a descubrir antídotos, y se lo tomaron muy en serio porque había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para ver si el antídoto funcionaba; y el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como preparación a su clase de encantamientos convocadores.

En Runas y en Aritmancia, sus profesoras parecían haberse puesto de acuerdo y dejaban tareas tan similares, que se confundían y los alumnos terminaban, aplicando fórmulas de una clase, en la otra. Así que debían de reiniciarlo todo.

Hasta Hagrid los cargaba con un montón de trabajo. Los escregutos de cola explosiva crecían a un ritmo sorprendente, aunque nadie había descubierto todavía qué comían. Hagrid estaba encantado y, como parte del proyecto, les sugirió ir a la cabaña una tarde de cada dos para observar los escregutos y tomar notas sobre su extraordinario comportamiento. —No lo haré —se negó rotundamente Malfoy cuando Hagrid les propuso aquello con el aire de un Papá Noel que sacara de su saco un nuevo juguete—. Ya tengo bastante con ver esos bichos durante las clases, gracias.

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Solo gracias a un Gira-Tiempo, era que Céline podía emplear la Capa de Invisible de los Potter y un par de hechizos de Invisibilidad, para seguir al extraño y espeluznante profesor Moody.

Al comienzo, ella creyó que no había nada allí, pero el Mapa del Merodeador de su hermano, le reveló una historia completamente distinta, una tarde, cuando le preguntó: —Celine, no quiero meterme en tus asuntos, pero, ¿Por qué has estado siguiendo al Sr. Crouch, los últimos días?

— ¿Seguir al Sr. Crouch? —su voz sonaba a extrañeza e incredulidad.

—Sí. Ha estado viendo a Hogwarts, ¿no se te hace muy raro? —Preguntó el pelirrojo de ojos avellana.

Céline entrecerró los ojos. —Muy raro, hermanito.

Luego de eso, siguió a Moody el doble o incluso el triple del tiempo, usando un hechizo para enviar una especie de clon a clases.

Hasta que una noche, cuando ya todos deberían de estar descansando, vio a Moody entrar en su oficina, vio como la cara del hombre comenzó a cambiar: se borraron las cicatrices, la piel se le alisó, la nariz quedó completa y se achicó; la larga mata de pelo entrecano pareció hundirse en el cuero cabelludo y volverse de color paja; de pronto, con un golpe sordo, se desprendió la pata de palo por el crecimiento de una pierna de carne; al segundo siguiente, el ojo mágico saltó de la cara reemplazado por un ojo natural, y rodó por el suelo, girando en todas direcciones.

Céline vio como en la silla, se sentaba un hombre de piel clara, algo pecoso, con una mata de pelo rubio. El hombre se levantó la manga de la túnica. —La Marca... se está oscureciendo, se está marcando. Sí... ¡Eso es! —gritó eufórico —El Señor Oscuro, está retornando a su poder.

Ante esto, Céline envió un Mensaje de Viento, a Katia, quien llegó tan rápido como le fue posible, hasta el lugar donde estaba su princesa, quien le señaló al hombre y le explicó, que era un aparente Mortífago, haciéndose pasar por un profesor. Katia se colocó una máscara y le entregó la suya a su señora; Céline cambió su cabello de rubio a negro y ambas ingresaron rápidamente en la habitación, enviándole hasta tres Petrificus Totalus, para luego abalanzarse sobre él golpearlo con todas sus fuerzas, causando grandes daños en su rostro.

— "Ten cuidado con tus planes, antes de que salgan terriblemente mal" —susurró Katia, antes de que Céline le pisara la cara, desmayándolo muy dolorosamente.

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Luego de casi doce o trece días, durante una noche, especialmente fría, todos fueron a las puertas de Hogwarts, para dar la bienvenida a los extranjeros.

—Weasley, ponte bien el sombrero —le ordenó la profesora McGonagall a Ron—. Patil, quítate esa cosa ridícula del pelo. —Parvati frunció el entrecejo y se quitó una enorme mariposa de adorno del extremo de la trenza. —Acompáñenme, por favor —dijo la profesora McGonagall—. Los de primero delante. Sin empujar... —Bajaron en fila por la escalinata de la entrada y se alinearon delante del castillo. —Volkova, deja de jugar con la varita y muestra interés —Céline asintió y guardó su varita. Era una noche fría y clara. Oscurecía, y una luna pálida brillaba ya sobre el bosque prohibido. Céline, de pie entre Daphne y Tracey en la cuarta fila, vio a Dennis Creevey temblando de emoción entre otros alumnos de primer curso.

—Son casi las seis —anunció Fred Weasley, consultando el reloj y mirando el camino que iba a la verja de entrada—. ¿Cómo piensan que llegarán? ¿En el tren?

—No creo —contestó Hermione.

— ¿En escoba? —preguntó Alex, levantando la vista al cielo estrellado.

—Es demasiado lejos —dijeron Céline, Hermione y Lisa Turpin (de Ravenclaw)

—Lejos e incómodo —añadió Daphne, frunciendo el ceño ante la idea de viajar por tantas horas en una escoba y como se sentiría el trasero, después de ese martirio.

— ¿En Traslador? —sugirió Ron—. ¿Pueden Aparecerse? A lo mejor en sus países está permitido aparecerse antes de los diecisiete años.

—Nadie puede aparecerse dentro de los terrenos de Hogwarts. ¿Cuántas veces se los tengo que decir? —exclamó Hermione frunciendo el ceño, mientras lentamente, iba perdiendo la paciencia con sus amigos.

Y entonces, desde la última fila, en la que estaban todos los profesores, Dumbledore gritó: — ¡Ajá! ¡Si no me equivoco, se acercan los representantes de Beauxbatons!

— ¡Por allí! —gritó uno de sexto, señalando hacia el bosque.

Una cosa larga, mucho más larga que una escoba (y, de hecho, que cien escobas), se acercaba al castillo por el cielo azul oscuro, haciéndose cada vez más grande. — ¡Es un dragón! —gritó uno de los de primero, perdiendo los estribos por completo.

—No seas idiota... ¡es una casa voladora! —le dijo Dennis Creevey. La suposición de Dennis estaba más cerca de la realidad. Cuando la gigantesca forma negra pasó por encima de las copas de los árboles del bosque prohibido casi rozándolas, y la luz que provenía del castillo la iluminó, vieron que se trataba de un carruaje colosal, de color azul pálido y del tamaño de una casa grande, que volaba hacia ellos tirado por una docena de caballos alados de color tostado, pero con la crin y la cola blancas, cada uno del tamaño de un elefante.

Un segundo más tarde el carruaje se posó en tierra, rebotando sobre las enormes ruedas, mientras los caballos sacudían su enorme cabeza y movían unos grandes ojos rojos. Antes de que la puerta del carruaje se abriera, Céline vio que llevaba un escudo: dos varitas mágicas doradas cruzadas, con tres estrellas que surgían de cada una. Un muchacho vestido con túnica de color azul pálido saltó del carruaje al suelo, hizo una inclinación, buscó con las manos durante un momento algo en el suelo del carruaje y desplegó una escalerilla dorada. Respetuosamente, retrocedió un paso. Entonces Céline vio un zapato negro brillante, con tacón alto, que salía del interior del carruaje. Era un zapato del mismo tamaño que un trineo infantil. Al zapato le siguió, casi inmediatamente, la mujer más grande que Céline había visto nunca. Las dimensiones del carruaje y de los caballos quedaron inmediatamente explicadas. Algunos ahogaron un grito.

Ésta reveló un hermoso rostro de piel morena, unos ojos cristalinos grandes y negros, y una nariz afilada. Llevaba el pelo recogido por detrás, en la base del cuello, en un moño reluciente. Sus ropas eran de satén negro, y una multitud de cuentas de ópalo brillaban alrededor de la garganta y en sus gruesos dedos. Dumbledore comenzó a aplaudir. Los estudiantes, imitando a su director, aplaudieron también, muchos de ellos de puntillas para ver mejor a la mujer. Sonriendo graciosamente, ella avanzó hacia Dumbledore y extendió una mano reluciente. Aunque Dumbledore era alto, apenas tuvo que inclinarse para besársela.

—Mi querida Madame Maxime —dijo—, bienvenida a Hogwarts.

— «Dumbledog» —repuso Madame Maxime, con una voz profunda—, «espego» que esté bien.

—En excelente forma, gracias —respondió Dumbledore.

—Mis alumnos —dijo Madame Maxime, señalando tras ella con gesto lánguido. Alex, que no se había fijado en otra cosa que en Madame Maxime, notó que unos doce alumnos, chicos y chicas, todos los cuales parecían hallarse cerca de los veinte años, habían salido del carruaje y se encontraban detrás de ella. Estaban tiritando, lo que no era nada extraño dado que las túnicas que llevaban parecían de seda fina, y ninguno de ellos tenía capa. Algunos se habían puesto bufandas o chales por la cabeza. Por lo que alcanzaba a distinguir Alex (ya que los tapaba la enorme sombra proyectada por Madame Maxime), todos miraban el castillo de Hogwarts con aprensión. — ¿Ha llegado ya «Kagkagov»? —preguntó Madame Maxime.

—Se presentará de un momento a otro —aseguró Dumbledore—. ¿Prefieren esperar aquí para saludarlo o pasar a calentarse un poco?

—Lo segundo, me «paguece» —respondió Madame Maxime—. «Pego» los caballos...

—Nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas, se encargará de ellos encantado —declaró Dumbledore—, en cuanto vuelva de solucionar una pequeña dificultad que le ha surgido con alguna de sus otras... obligaciones.

— "Con los escregutos" —le susurró Ron a Alex, quien se llevó una mano a la boca, para no reírse.

—Mis «cogceles guequieguen»... eh... una mano «podegosa» —dijo Madame Maxime, como si dudara que un simple profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas fuera capaz de hacer el trabajo—. Son muy «fuegtes»...

—Le aseguro que Hagrid podrá hacerlo —dijo Dumbledore, sonriendo.

—Muy bien —asintió Madame Maxime, haciendo una leve inclinación—. Y, «pog favog», dígale a ese «pgofesog Haggid» que estos caballos solamente beben whisky de malta «pugo».

—Descuide —dijo Dumbledore, inclinándose a su vez.

—Allons-y! —les dijo imperiosamente Madame Maxime a sus estudiantes, y los alumnos de Hogwarts se apartaron para dejarlos pasar y subir la escalinata de piedra.

— ¿Qué tamaño calculáis que tendrán los caballos de Durmstrang? —dijo Seamus Finnigan, inclinándose para dirigirse a Alex y Ron entre Lavender y Parvati.

—Si son más grandes que éstos, ni siquiera Hagrid podrá manejarlos —contestó Alex.

— ¿No oyes algo? —preguntó Ron repentinamente. Alex escuchó. Un ruido misterioso, fuerte y extraño llegaba a ellos desde las tinieblas. Era un rumor amortiguado y un sonido de succión, como si una inmensa aspiradora pasara por el lecho de un río...

— ¡El lago! —gritó Lee Jordan, señalando hacia él—. ¡Mirad el lago! Desde su posición en lo alto de la ladera, desde la que se divisaban los terrenos del colegio, tenían una buena perspectiva de la lisa superficie negra del agua. Y en aquellos momentos esta superficie no era lisa en absoluto. Algo se agitaba bajo el centro del lago. Aparecieron grandes burbujas, y luego se formaron unas olas que iban a morir a las embarradas orillas. Por último, surgió en medio del lago un remolino, como si al fondo le hubieran quitado un tapón gigante... Del centro del remolino comenzó a salir muy despacio lo que parecía un asta negra, y luego Céline vio las jarcias... — ¡Es un mástil! —exclamó. Lenta, majestuosamente, el barco fue surgiendo del agua, brillando a la luz de la luna. Producía una extraña impresión de cadáver, como si fuera un barco hundido y resucitado, y las pálidas luces que relucían en las portillas daban la impresión de ojos fantasmales. Finalmente, con un sonoro chapoteo, el barco emergió en su totalidad, balanceándose en las aguas turbulentas, y comenzó a surcar el lago hacia tierra. Un momento después oyeron la caída de un ancla arrojada al bajío y el sordo ruido de una tabla tendida hasta la orilla. A la luz de las portillas del barco, vieron las siluetas de la gente que desembarcaba. Todos ellos, según le pareció a Céline, tenían la constitución de Crabbe y Goyle... pero luego, cuando se aproximaron más, subiendo por la explanada hacia la luz que provenía del vestíbulo, vio que su corpulencia se debía en realidad a que todos llevaban puestas unas capas de algún tipo de piel muy tupida. El que iba delante llevaba una piel de distinto tipo: lisa y plateada como su cabello.

— ¡Dumbledore! —gritó efusivamente mientras subía la ladera—. ¿Cómo estás, mi viejo compañero, cómo estás?

— ¡Estupendamente, gracias, profesor Karkarov! —respondió Dumbledore.

Karkarov tenía una voz pastosa y afectada. Cuando llegó a una zona bien iluminada, vieron que era alto y delgado como Dumbledore, pero llevaba corto el blanco cabello, y la perilla (que terminaba en un pequeño rizo) no ocultaba del todo el mentón poco pronunciado. Al llegar ante Dumbledore, le estrechó la mano. —El viejo Hogwarts —dijo, levantando la vista hacia el castillo y sonriendo. Tenía los dientes bastante amarillos, y Alex observó que la sonrisa no incluía los ojos, que mantenían su expresión de astucia y frialdad—. Es estupendo estar aquí, es estupendo... Viktor, ve para allá, al calor... ¿No te importa, Dumbledore? Es que Viktor tiene un leve resfriado... Karkarov indicó por señas a uno de sus estudiantes que se adelantara. Cuando el muchacho pasó, Alex vio su nariz, prominente y curva, y las espesas cejas negras.

Era Viktor Krum, jugador de Quidditch a nivel profesional, lo habían visto en el Mundial de Quidditch.

Primero ingresaron los alumnos de Beauxbatons, seguidos por los de Durmstrang y al final, los de Hogwarts.

Los alumnos de Durmstrang se quitaban las pesadas pieles y miraban con expresión de interés el negro techo lleno de estrellas. Dos de ellos cogían los platos y las copas de oro y los examinaban, aparentemente muy impresionados.

Viktor Krum y sus compañeros de Durmstrang se habían colocado en la mesa de Slytherin. Alex vio que Malfoy, Crabbe y Goyle parecían muy presuntuosos por este hecho, mientras que Céline y Daphne, solo suspiraban pesadamente, por tener que aguantarse, las caras de estúpidos, que se les quedaron a los Mortífagos Jr. en el instante en que miró, Malfoy se inclinaba un poco para dirigirse a Krum.

En el fondo, en la mesa de los profesores, Filch, el conserje, estaba añadiendo sillas. Como la ocasión lo merecía, llevaba puesto su frac viejo y enmohecido. Alex se sorprendió de verlo añadir cuatro sillas, dos a cada lado de Dumbledore. —Pero sólo hay dos profesores más —se extrañó Alex—. ¿Por qué Filch pone cuatro sillas? ¿Quién más va a venir?

Habiendo entrado todos los alumnos en el Gran Comedor y una vez sentados a las mesas de sus respectivas casas, empezaron a entrar en fila los profesores, que se encaminaron a la mesa del fondo y ocuparon sus asientos. Los últimos en la fila eran el profesor Dumbledore, el profesor Karkarov y Madame Maxime. Al ver aparecer a su directora, los alumnos de Beauxbatons se pusieron inmediatamente en pie. Algunos de los de Hogwarts se rieron. El grupo de Beauxbatons no pareció avergonzarse en absoluto, y no volvió a ocupar sus asientos hasta que Madame Maxime se hubo sentado a la izquierda de Dumbledore. Éste, sin embargo, permaneció en pie, y el silencio cayó sobre el Gran Comedor. —Buenas noches, damas, caballeros, fantasmas y, muy especialmente, buenas noches a nuestros huéspedes —dijo Dumbledore, dirigiendo una sonrisa a los estudiantes extranjeros—. Es para mí un placer daros la bienvenida a Hogwarts. Deseo que vuestra estancia aquí os resulte al mismo tiempo confortable y placentera, y confío en que así sea. El Torneo quedará oficialmente abierto al final del banquete —explicó Dumbledore—. ¡Ahora les invito a todos a comer, a beber y a disfrutar como si estuvieran en su casa! —En la mesa de los profesores, ya se habían ocupado los dos asientos vacíos. Ludo Bagman estaba sentado al otro lado del profesor Karkarov, en tanto que el señor Crouch, el jefe de Percy Weasley, ocupaba el asiento que había al lado de Madame Maxime. —Ha llegado el momento —anunció Dumbledore, sonriendo a la multitud de rostros levantados hacia él—. El Torneo de los tres magos va a dar comienzo. Me gustaría pronunciar unas palabras para explicar algunas cosas antes de que traigan el cofre. Sólo para aclarar en qué consiste el procedimiento que vamos a seguir. Pero antes, para aquellos que no los conocéis, permitidme que os presente al señor Bartemius Crouch, director del Departamento de Cooperación Mágica Internacional —hubo un asomo de aplauso cortés—, y al señor Ludo Bagman, director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos. Los señores Bagman y Crouch han trabajado sin descanso durante los últimos meses en los preparativos del Torneo de los tres magos —continuó Dumbledore—, y estarán conmigo, con el profesor Karkarov y con Madame Maxime en el tribunal que juzgará los esfuerzos de los campeones. —Quizá Dumbledore percibió el repentino silencio, porque sonrió mientras decía: —Señor Filch, si tiene usted la bondad de traer el cofre... Filch, que había pasado inadvertido, pero permanecía atento en un apartado rincón del Gran Comedor, se acercó a Dumbledore con una gran caja de madera con joyas incrustadas. Parecía extraordinariamente vieja. De entre los alumnos se alzaron murmullos de interés y emoción. Dennis Creevey se puso de pie sobre la silla para ver bien, pero era tan pequeño que su cabeza apenas sobresalía de las demás. —Los señores Crouch y Bagman han examinado ya las instrucciones para las pruebas que los campeones tendrán que afrontar —dijo Dumbledore mientras Filch colocaba con cuidado el cofre en la mesa, ante él—, y han dispuesto todos los preparativos necesarios para ellas. Habrá tres pruebas, espaciadas en el curso escolar, que medirán a los campeones en muchos aspectos diferentes: sus habilidades mágicas, su osadía, sus dotes de deducción y, por supuesto, su capacidad para sortear el peligro. Ante esta última palabra, en el Gran Comedor se hizo un silencio tan absoluto que nadie parecía respirar. —Como todos sabéis, en el Torneo compiten tres campeones —continuó el director de Hogwarts con tranquilidad—, uno por cada colegio participante. Se puntuará la perfección con que lleven a cabo cada una de las pruebas y el campeón que después de la tercera tarea haya obtenido la puntuación más alta se alzará con la Copa de los tres magos. Los campeones serán elegidos por un juez imparcial: el cáliz de fuego. —Dumbledore sacó la varita mágica y golpeó con ella tres veces en la parte superior del cofre. La tapa se levantó lentamente con un crujido. Dumbledore introdujo una mano para sacar un gran cáliz de madera toscamente tallada. No habría llamado la atención de no ser porque estaba lleno hasta el borde de unas temblorosas llamas de color blanco azulado. Dumbledore cerró el cofre y con cuidado colocó el cáliz sobre la tapa, para que todos los presentes pudieran verlo bien. —Todo el que quiera proponerse para campeón tiene que escribir su nombre y el de su colegio en un trozo de pergamino con letra bien clara, y echarlo al cáliz —explicó Dumbledore—. Los aspirantes a campeones disponen de veinticuatro horas para hacerlo. Mañana, festividad de Halloween, por la noche, el cáliz nos devolverá los nombres de los tres campeones a los que haya considerado más dignos de representar a sus colegios. Esta misma noche el cáliz quedará expuesto en el vestíbulo, accesible a todos aquellos que quieran competir. Para asegurarme de que ningún estudiante menor de edad sucumbe a la tentación —prosiguió Dumbledore—, trazaré una raya de edad alrededor del cáliz de fuego una vez que lo hayamos colocado en el vestíbulo. No podrá cruzar la línea nadie que no haya cumplido los diecisiete años. Por último, quiero recalcar a todos los que estén pensando en competir que hay que meditar muy bien antes de entrar en el Torneo. Cuando el Cáliz de Fuego haya seleccionado a un campeón, él o ella estarán obligados a continuar en el Torneo hasta el final. Al echar vuestro nombre en el cáliz de fuego estáis firmando un contrato mágico de tipo vinculante. Una vez convertido en campeón, nadie puede arrepentirse. Así que debéis estar muy seguros antes de ofrecer vuestra candidatura. Y ahora me parece que ya es hora de ir a la cama. Buenas noches a todos.