Capítulo 7

Manjar de lentejas y golpes de estado

Cuando conocía a alguien, Nami solía estudiar sus debilidades mientras ocultaba las propias. Era algo que nacía en ella de manera instintiva. Igual que andar, comer o respirar. Al dar la mano estudiaba las uñas. Al hablar miraba de reojo las marcas en la piel. Observaba los pequeños gestos, las muescas en la ropa, todo aquello que le dijese dónde podía echar la sal para que llegase a la herida.

Cuando Arlong y su grupo invadieron el archipiélago de Conomi, ella se dedicó en cuerpo y alma a encontrar las debilidades de los hombres pez.

Les costaba estar fuera del agua. El cuerpo, ligero en el mar, se volvía pesado en la tierra. Les dolían ciertos comentarios. El peligro acechaba en cuanto alguien mencionaba las diferencias entre los gyojin y los humanos. Y habían sido esclavos.

La primera vez que observó la marca del hierro en las muñecas de Kurobi se dijo que había interpretado algo mal debido al cansancio. Uno de los tentáculos de Hachi se torcía de forma extraña en torno a una marca de perforación, aunque bien podría ser por una herida que se hubiese hecho cuando era niño. El dibujo de heridas cicatrizadas, largas y finas, en la espalda de Chew también serían parte de una infancia complicada. Las cadenas de oro que Arlong llevaba en las muñecas no eran para ocultar la piel erosionada por el hierro.

Todo aquello eran marcas de peleas. De otro tiempo antes de ella. La piratería y el pillaje siempre conllevaban algún tipo de precio. Nami también tenía cicatrices de los viajes.

Y, aun así, jamás habría podido confundir una de esas cicatrices de los días que pasaba surcando el mar y robando con una de las que le había infligido Arlong. Las cicatrices que dejaban una vida dedicada a la servidumbre eran fácilmente reconocibles y Arlong y su banda las tenían reflejadas en el cuerpo.

La debilidad de Arlong era la misma que la suya, la esclavitud.

La idea le costó meses procesarla. Que un esclavo se dedicase a esclavizar gente le provocaba náuseas, porque aquello significaba que algún día ella podría terminar siendo como quién le había hecho tanto daño. Nami no soportaba la idea, pero a lo mejor era su destino. Por eso, solía vigilar de cerca todas sus actitudes. Sólo permitía a la avaricia anidar en su interior.

Cuando Luffy estuvo a punto de precipitarse al vacío y arrojó la mano hacía delante para sujetarlo no pensó en nada, pero en el camino a casa, entre los tejados, las calles llenas de personas y marines corriendo, se juzgó a sí misma frente a la oscuridad de su mente y el alboroto de fuera.

Luffy la guiaba por las calles en busca de una salida sencilla de la muralla, pero los marines y la incertidumbre de saber que había sucedido en el palacio alentaban a la locura colectiva. Corrían rumores de reyes muertos y oro derretido, pero por ahora no eran más que eso, rumores.

El jaleo le permitía pensar mientras se dejaba llevar por la marea, detrás de Luffy.

El primer pensamiento fue que lo había salvado para aprovecharse de él. Al final era lo que pretendía siempre. A los salvadores nunca los estudiaban con lupa. Pero Luffy no desconfiaba de ella, Ace tampoco. La única que había puesto tierra de por medio era Nami, así que la teoría quedaba descartada.

Un hombre la empujó al pasar a su lado y un codo se le clavó en una de las costillas doloridas. Nami aumentó el paso.

Quizás había sido un simple instinto. El instinto solía ganar batallas en mitad de la desesperación. Pero cuando su madre murió no había intervenido. Cuando Carina la traicionó ni siquiera fue capaz de reaccionar. El instinto no había sido.

Una mujer le pisó el pie con el tacón y Nami soltó un gruñido, dolorida. Luffy se giró para observarla y tras pensarlo unos segundos, estiró un brazo como si fuese una cuerda y lo ató alrededor de su cintura.

—Así no nos podemos perder —afirmó el chico con una sonrisa.

Los dientes de Luffy, blancos y prometedores la marearon, con la respuesta a su pregunta en la punta de la lengua.

Luffy, sin siquiera saberlo, había dado con su debilidad.

Ella, que vivía tras una muralla, que dormía muerta de miedo, siempre con un ojo abierto, que desconfiaba de la mirada más dulce, se había relajado. Luffy le había tendido la mano y no se había dado cuenta de que, al tomarla, había bajado las defensas que tan orgullosa solía llevar por bandera.

El cariño y el querer eran el punto flaco de Nami y tenía que haberlo sabido en cuanto lo vio rebuscar entre sus cosas.

No era solo que quisiese o empezase a querer a ese chico de sonrisas infantiles y juegos a voz en grito. Porque sí, se había encariñado con él de una manera tan intensa y rápida que le asustaba. Hacía tanto tiempo que su querer lo había dejado atado a la isla de Cocoyashi que le resultaba asombroso sentirlo allí, rodeando a aquel autoproclamado amigo que jugaba con el sol y se estiraba como un chicle. A su madre también la había querido y, sin embargo, no había sido capaz de romper la inmovilidad. Pero por primera vez tras años de encierro, dolor y lágrimas alguien le había tendido la mano y ella había visto una promesa. Una promesa repleta de viajes, de mapas, de risas y juegos, de enfados y peleas, de comidas en reunión y sueños desenterrados. Luffy le había ofrecido esperanza y ella, tras cuatro años de pesadillas, había avistado luz en la oscuridad.

La esperanza que le provocaba ese cariño, esa confianza peligrosa era su gran debilidad, Nami y Arlong lo sabían muy bien. Por eso había pasado los dos primeros años encerrada, a merced de las palizas, las humillaciones y los recuerdos.

El abrazo de Luffy mientras corrían por las calles le daba seguridad y miedo. Miedo porque hablar de sueños y posibilidades le rompía siempre el corazón.

Mientras corrían, cada vez más lejos de la ciudad, Nami captó presagios de muerte y terror. Si los susurros eran reales las cosas se complicarían de nuevo en su misión. El pensamiento la aterraba y más ahora que se había visto a sí misma débil y desamparada en brazos de dos extraños a los que tendría que abandonar pronto.

A pesar de la intranquilidad y los pensamientos en forma de neblina, conforme se acercaron de nuevo a casa de Luffy y Ace, la calma se hizo paso. La calma era una virtud y, aunque a Nami se le diese mal mantenerla, solía trabajar en ella a menudo.

Desde la estructura de madera, que se encontraba a unos metros de la casa del árbol de Ace y Luffy, flotaba música estridente y ruido. El hecho de que aquel edificio sirviese de taberna de algún grupo de a saber que tipo de personas, le generó cierta intranquilidad a Nami que estudió la luz anaranjada con ojo crítico. No se dio cuenta de que se había detenido, sumergida en sus pensamientos y pesquisas, hasta que Luffy le tocó la mejilla amoratada con un dedo. Con la curiosidad propia de un niño.

Ella saltó, agitada por la sorpresa y, para cuando quisó enfrentar la molestía, los ojos de Luffy se encontraban a un par de centímetros. La respiración honda del chico le daba cosquillas. El enfado se diluyó bajo la curva de aquellas pestañas infantiles convertidas en cuchillos.

—¿Te duele?

Nami abrió la boca para contestar y él bajó la mirada al lateral de su mandíbula, al lado que aún no usaba para masticar.

Se planteó negarlo categóricamente, ofenderse por la pregunta, porque Luffy viese la debilidad que había intentado esconder, pero el día iba dejando paso a la noche y en la oscuridad de las noches sin luna, por lo general, solía tumbarse con su hermana, en silencio, antes de confesar lo que no se atrevía a hablar bajo el calor del sol.

—Un poco, el oleaje ese día estaba demasiado embravecido. El golpe fue muy duro.

Su amigo entornó la cabeza para observar mejor. La música amortiguada de fondo, con las voces de borracho entretejidas, la habría puesto nerviosa de no ser porque se encontraba acompañada y, en compañía, los miedos disminuían.

—Cuando nos conocimos cojeabas y antes, cuando te he abrazado o cuando saltabamos entre los tejados, hiciste esa mueca con la boca que has puesto cuando te he tocado la cara. ¿Tienes más golpes, verdad?

Ella se alejó agitando la cabeza incluso antes de formular palabras.

—Tengo que irme por…

—Ace dijo que sería mejor que no te preguntara. Que a lo mejor querrías alejarte. A él tampoco le gustaba que hiciera preguntas.

La confesión la detuvo en seco. Paralizada por un pensamiento que ya se había vuelto tormenta.

—¿A Ace le pegaban?

Los ojos de Luffy, oscuros y redondeados, que siempre parecían navegar por el mundo sin rumbo, se encontraron de nuevo con los de Nami y los vellos de la nuca se le erizaron.

—¿Te han pegado?

La pregunta despertó agonía y nervios. El corazón se le aceleró y la angustia la redujo a un pensamiento confuso y solapado entre miedos, ansías de huida y excusas vagas.

Antes de que pudiese gritar, salir corriendo o tocarse las dos costillas que la habían delatado, la música subió de volumen cuando la puerta de la taberna se abrió y volvió a cerrarse. Con los nervios activados, Nami giró la cabeza por impulso hacía quien fuese que hubiese escapado del ruido de las voces.

La tensión se volvió alivio en cuanto reconoció el extraño sombrero de Ace y la sonrisa que se le había empezado a formar en el rostro al verlos allí.

—He escuchado lo del atentado terrorista, pensaba salir a buscaros si no volvíais pronto. Gracias por proteger al estúpido de mi hermano. Si lo hubiese dejado solo seguro que ya lo habrían detenido por el alboroto… —el adolescente se detuvo al ver la tensión en el ambiente, tan impropia de Luffy— ¿Ha pasado algo?

De manera automática, Nami generó una amplia sonrisa, metida de nuevo en la mentira y el engaño. En modo de supervivencia.

—No, nada, yo es que me iba ya, que es hora de cenar y tengo que calentar las lentejas.

Él levantó las cejas y observó a su hermano, confundido, pero Luffy ya había vuelto a ser el Luffy de siempre, desenfadado y risueño.

—Le he dicho a Nami que se quede a cenar. Con carne seguro que sus lentejas están más ricas.

Ella se forzó a reír.

—Sí quieres que me quede a comer tendrás que pagar un extra, Luffy, mi tiempo vale oro.

Ella disimuló la pena que le daba aquella despedida disfrazada de mentira mientras colocaba el macuto. En cuanto se marchase no volvería.

No podía volver.

Tenía que alejarse. Ahora o nunca. Ya.

Luffy era peligroso. La información podía perjudicarla.

Al día siguiente daría un rodeo para entrar una última vez en la ciudad y dibujar lo que pudiese y se iría. Daba igual que no pudiese terminar el mapa. Haría otra isla, un archipiélago entero si eso dejaba tranquilo a Arlong. Buscaría libros sobre la Isla de Dawn y alejaría a la tripulación de hombres pez de allí. De una isla aburrida y sin encanto. Del peligro que podía suponer que Chew o Hachi se fuesen de la lengua entre copas cuando revisasen las calles dibujadas del pueblo de los molinos.

Las ideas empezaban a perfilarse cuando Ace quisó intervenir, pero Luffy se adelantó.

—¿Cuánto?

El hilo de pensamientos se cortó de golpe con la pregunta.

—¿Cuánto qué? —murmuró ella.

—¿Cuánto dinero quieres para quedarte a cenar? No tenemos mucho así que, si quieres, te dejo mi cama o la de Ace a cambio.

Nami, aún en blanco, trastabilló al hablar.

—¿Qué?

—Sí bueno, seguro que te gusta más que dormir en la rama. Seguro que sirve de pago y la comida de mi hermano estará riquísima con las lentejas, ¿verdad, Ace?

El adolescente, confundido por la pregunta, el ambiente y la forma en la que se estaba desarrollando la conversación, asintió entre interrogaciones.

—¿Sí?

Ella bajó la cabeza, dudosa.

—¿Qué quieres?

Él sonrió.

—Que te quedes a cenar y a dormir. Podrías vivir con nosotros.

El silencio cobró vida, lleno de música, tensión diluida y sugerencias estúpidas.

—Luffy, sabes perfectamente que en algún momento me voy a ir. Lo sabías desde el principio. Yo ya tengo un lugar al que debo que regresar.

El muchacho pareció encogerse sobre sí mismo, replegado como la goma caliente.

—Quédate —refunfuñó.

—Que no puedo, Luffy, ¿me escuchas cuando hablo?

—Yo quiero que te quedes.

—No voy…

Ace dio un par de pasos al frente para echar un brazo por encima de los hombros de cada uno. De nuevo, como si fuese su deber mediar en todas las discusiones que tenían.

—Bueno, por ahora creo que toca cenar. ¿No tenéis hambre?

Luffy soltó una exclamación ahogada.

—¡Ace, no me pellizques de duele! —A pesar de la petición, el muchacho se quejó con más fuerza cuando su hermano volvió a pincharle.

—Carne y lentejas —comentó Ace con una enorme sonrisa y un guiño de ojos que a Nami le dio la sensación de que tenía poco ensayado—. Y un poco de arroz que me ha dado Dadán. Nos vamos a chupar los dedos.

Ella tuvo la intención de desmentir, de bajarse del plan y salir huyendo, porque el plan parecía a un paso del precipicio, pero era buena mentirosa, podía darle la vuelta a la tortilla para que la próxima vez que Luffy preguntarse por las heridas quedase todo en un malentendido. Y la verdad es que tenía hambre, estaba cansada y quería comer carne y arroz en vez de lentejas recalentadas al fuego por cuarta noche consecutiva.

La idea de alejarse cada vez pesaba más y ella cada día era más ligera. Había llegado la hora de marcharse. Su corazón tembló bajo el pensamiento.

Dos días. Se daría de margen dos días, prepararía las cosas, disfrutaría el tiempo al lado de dos personas que a pesar del cariño, seguían siendo desconocidas y se marcharía. Ya se le ocurriría alguna excusa para Arlong cuando el momento llegase.

Ella ya no podía soportarlo más. O huía ahora o acabaría muerta de dolor cuando el barco zarpase y la traición y los amigos se quedasen en tierra.


Notas de la autora:

Me ha costado la vida este capítulo, entre que esta semana ha sido un horror de papeles, demandas y escritos en el trabajo y que escribí un capitulo entero que al final no me convenció (solo he salvado de él los primeros párrafos), me estaba dando algo con el fic.

En el capítulo descartado por fin introducía a Dadán, pero es que Nami necesita tiempo para empezar a centrarse. Que con todo el lio la pobre tiene que estar perdida y aceptar que les está empezando a pillar cariño a estos dos desconocidos tiene que ser duro. Porque en algún momento los va a tener que dejar.

Así que poco a poco, que las cosas de palacio van despacio. Ya tendrá tiempo Dadán para comentar todo lo que le parece esta locura de amistad jajajaja.