ADVERTENCIA: Esta historia toca temas delicados y que pueden ser desagradables para el lector. Si eres menor de edad o no estas familiarizado con este tipo de contenido, lo más recomendable es que no lo consumas.

Disclaimer: Este fanfiction está libre de fin de lucro y existe solo para el entretenimiento del lector. Todos los derechos de los personajes pertenecen a Rumiko Takahashi.

Prólogo.

Londres 1888.

Rin se encontraba sentada en uno de los sillones de la sala, mientras bordaba algunos de los pedidos que tenía pendientes. A su lado estaba Victoria, la única criada que trabajaba en ese hogar.

—Rin… —la nombró la muchacha con algo de duda.

—¿Sí? —atendió sin quitar la mirada de su trabajo.

—Yo entiendo que te importa mucho el doctor, pero creo que deberías ir a descansar —mencionó con preocupación—. Hoy fue un día pesado para ti, y mañana no será diferente.

—Gracias por preocuparte, Victoria. —Los ojos marrones se posaron en la joven sirvienta—. Pero sabes que no podré conciliar el sueño si no veo a mi padre llegar sano y salvo a casa.

Victoria resopló resignada al ver que Rin no cedería hasta que viera a su progenitor cruzar el umbral de la puerta. Algo que se había convertido en algo usual en esa casa.

En ese instante la puerta fue abierta y cerrada abruptamente, algo que alarmó a las dos mujeres que se habían levantado de inmediato.

—¡Rin! —la llamó el hombre de cabellera castaña y sudorosa cara—. ¡Hija mía!

Edward se acercó a su hija con la respiración agitada y colocó sus temblorosas manos sobre los hombros de esta. Algo que alarmó a Rin, ya que no solo se dio cuenta de lo agitado que estaba, sino que apestaba a ron barato y a humo de cigarro.

—¿Qué ocurre, padre? — cuestionó no muy segura de querer saber la verdad detrás de ese estado.

—¡Rin, no hay tiempo que perder! —exclamó exaltado, alejándose de su hija para acercarse a la ventana y levantar levemente la cortina—. Recoge tus pertenencias más importantes y empácalas. Nos vamos ahora mismo —informó sin apartar la mirada de la lumbrera.

Rin dejó de mirar a su padre, para posar su vista en Victoria que se veía igual o peor de confundida que ella. Pero no tenía que tener dos dedos de frente, para entender que su progenitor había cometido una estupidez. Una más grave que las anteriores al parecer.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué de repente pide semejante tontería? —interrogó con calma.

—¡Rin por el amor de dios! ¡Haz lo que te digo! —gritó con voz temblorosa.

Ambas mujeres observaron al hombre con gran desconcierto, ya que esa era la primera vez que le había levantado la voz a su única hija.

Rin abrió la boca con toda la intención de enfrentarse a su padre y obligarlo a decir la verdad. Pero en ese instante alguien tocó la puerta, algo que logró que los tres tiritaran a la par.

—Rin, por favor —le habló en un susurro—, ve a tu recámara y no salgas por nada del mundo. —Después giró su atención a la joven sirvienta—. Victoria, ve y abre. Y sin importar lo que te digan, di que no estamos.

Otro toque a la puerta se hizo presente, esa vez con más fuerza.

—¡Doctor Davies abra la puerta, sabemos que está ahí! —había afirmado la voz de aquel extraño hombre.

Rin volvió a ver a su padre que tenía el rostro pálido y el sudor escurriéndole a chorros. Y eso era suficiente para saber, que esta vez, no se trataba solo de unas cuantas bebidas y unas pequeñas apuestas.

—¡Si no abre tiraré la puerta! —la voz fue más amenazante.

—¡Rin, sube! —murmuró su padre, mientras trataba de jalarla a la planta alta de la casa.

—¿Qué has hecho padre? —riñó aterrorizada.

—Hija, por favor…

La entrada volvió a ser golpeada logrando que el corazón de Rin latiera con fuerza, ante la amenaza que estaba detrás de ese pedazo de madera.

—¡Señorita! —la nombró Victoria con preocupación—. ¿Qué hago?

Se notaba la indecisión en el joven rostro, ya que la sirvienta siempre había obedecido más las órdenes de la hija que del padre.

Rin sabía que la mentira de su progenitor no menguaría las intenciones del hombre que estaba a fuera.

«¿Y si se trataba de alguien con autoridad? O peor. Alguien peligroso», pensó Rin.

Respiró profundo y cerró sus ojos, buscando un poco de calma en su interior, para poder resolver el problema que había ocasionado su padre. Se zafó del agarre del hombre y caminó hacia la entrada de la casa.

—¡Rin, detente! —carraspeó Edward entre dientes.

Rin abrió la puerta y se encontró no con uno sino con tres hombres. El de frente era un oficial de policía. El segundo lo conocía, se trataba del abogado Bankotsu Brown. Y el último era el más extraño de todos. No sabía quién era, pero por algún motivo se le hacía familiar ese cabello platinado y ese par de ojos ámbares.

—Buenas noches, caballeros —saludó con voz suave y serena—. ¿Puedo saber para qué buscan a mi padre a tan altas horas de la noche?

—Lamento importunarla, señorita Davies. Pero tenemos asuntos importantes que atender con su padre —le hizo saber Bankotsu con atenta educación.

—¿Tan importante como para traer a un oficial? —interrogó, esperando encontrar la manera para evitar que esos hombres entraran a su hogar—. ¿A caso mi padre cometió algún tipo de delito?

—No es un asunto que pueda atender una mujer, señorita —escupió sin más el oficial—. Así que llame a su padre o entraremos por él.

Rin frunció el ceño ante el despectivo comentario del oficial y mordió su labio para evitar ser grosera. Lo menos que deseaba era complicar la situación.

—Si no me dicen qué es lo que buscan, dudo mucho que podamos llegar a algo, señores —habló con cortesía—. ¿A caso mi padre le ha faltado, señor Brown? —se dirigió completamente al abogado, ignorando al policía.

—A mí no, mi estimada —le respondió con caballerosidad, como todas las veces que llegó a cruzar palabras con Bankotsu—. Sino con él.

Rin miró de nuevo al hombre de larga melena platinada y ojos dorados. El cual tenía una expresión impertérrita, algo que en vez de calmarla la alarmaba aún más. Y en ese momento entendió que no podía pausar más lo inevitable. Si no, todo se saldría de control, y no quería ver tal suceso. No siendo su papá el protagonista de tal escena.

—Pasen por favor. —Se hizo a un lado y dio el paso a los hombres muy a su pesar.

Ellos ingresaron a su hogar, algo que no había ocurrido desde que su madre falleció. Esa era la primera vez que otras personas entraban y no como visitas, sino como amenazas.

Rin cerró y se trasladó hacia la sala en donde se encontraban todos. Y sólo pudo ver como su padre la contemplaba fijamente, cuestionándose del porqué de sus acciones. Aunque en ese momento era ella quien debería preguntárselo a él.

—Cuando dijo que iría al sanitario, nunca me imaginé que se refería al de su casa. —Bankotsu quiso ser gracioso ante tal situación. Pero nadie se rio.

—¿Padre, puede decirme qué está ocurriendo? —Se acercó al hombre que ya tenía la cabeza baja—. ¡¿Padre?! —insistió, pero su progenitor no respondió.

—Su padre me debe una cantidad excesiva de dinero.

Rin por fin había escuchado la voz del hombre de los ojos de oro, y no pudo evitar que su piel se le erizara de sólo escucharlo. Era tan profunda e intimidante a la vez, que no sabía si era agradable o aterrador el oírlo hablar.

—¡No a usted, sino a su madre! —aclaró Edward.

—¡Que es exactamente lo mismo! —respondió tajantemente el hombre de cabellos platinados.

—Sesshōmaru —lo nombró Bankotsu—, se más amable que estamos frente a una dama.

—No estoy para juegos. —Sesshōmaru agravó el tono de su voz, se le veía más que enfadado—. Quiero ese dinero de vuelta o si no será detenido ahora mismo.

—¿Pediste un préstamo? —Volvió a divisar a su padre—. ¿Para qué? Si ya habíamos pagado todas tus deudas.

—Hija… —Edward no fue capaz de mantenerle la mirada y agachó la cabeza nuevamente—. Yo no he dejado de… —calló abruptamente.

Rin miraba con incredulidad a su padre, al darse cuenta que nada había cambiado. Sacrificó mucho para lograr pagar esas apuestas. Pero ahora resultaba que siguió con ello, y ahora estaba endeudado nuevamente.

—¿El dinero que les debe fue por las apuestas o por préstamos? —Vio directamente a Sesshōmaru.

—Préstamos para pagar sus apuestas —pero el que respondió fue Bankotsu—. Señorita Davies, el adeudo no sólo implica un coste monetario. Su padre dejó como garantía las escrituras de su hogar a la condesa Devington. Y, aun así, la deuda sigue siendo demasiado grande.

«¡Condesa Devington!», se sorprendió la joven mujer.

Rin observó de soslayo al hombre llamado Sesshōmaru, y pudo comprender el por qué le parecía familiar. Él era el hijo de la condesa Irasue Devington. Y con ello también comprendió que dicho adeudo era más de lo que había manejado anteriormente.

—¿Tanto? —preguntó, y miró suplicante al abogado de cabellos negros.

—Sí, señorita.

La joven mujer pudo sentir la mirada de todos sobre de ella, en especial el de Victoria quién la veía con preocupación y angustia. Solo la sirvienta conocía las penurias que había tenido que vivir, para solucionar los problemas de Edward.

—Entiendo.

Rin inhaló profundamente y volvió a tomar una postura sosegada. Ya que si quería solucionar ese dilema tenía que hacerlo con la cabeza bien fría.

—Me gustaría saber de cuánto estamos hablando. Tal vez podría saldar una buena parte de la deuda —aseguró Rin.

Bankotsu mostró sorpresa ante la seguridad de las palabras de Rin. Y enseguida miró a Sesshōmaru para saber cómo debía de proceder, y con solo un gesto de su rostro le permitió entregarle la hoja en donde constaba la cantidad del adeudo. Porque era obvio que era la hija la que poseía la prudencia que le faltaba al padre.

—Aquí tiene. —Le extendió la hoja.

Rin se acercó y tomó el documento, y al ver la cantidad que estaba escrita ahí, no pudo evitar que su cuerpo tambaleara de la impresión. Y estaba tan segura que el color se le había ido de su faz.

—Esto es…es… —Apretó sus labios con fuerza y reprimió sus ganas de llorar—. Señor Devington —se dirigió expresamente a él. Sesshōmaru se enfocó solo en ella—. No cuento con tanto dinero —fue sincera—. Pero puedo darle una cantidad bastante generosa, para llegar algún tipo de acuerdo con los pagos. Sé que no es lo que usted busca, pero no tengo otra solución más que esta.

Todos los presentes se quedaron en silencio esperando la respuesta de Sesshōmaru, el cual no había apartado su intensa mirada de Rin.

—Bien —aceptó—, hablemos usted y yo para llegar a ese acuerdo, señorita Davies. En privado —aclaró.

—¡Hija, no! —intervino Edward.

—Padre, por favor no diga nada —le pidió con la poca paciencia que le quedaba—. Victoria, guía al señor Devington al despacho, mientras yo voy por el dinero.

—Sí, señorita —asintió la criada.

—¡No harás nada de eso, Victoria! —ordenó el hombre, y en seguida siguió los pasos de su hija al pie de las escaleras—. Hija mía detente por favor.

—¡Estoy impidiendo de que lo lleven a la cárcel, y aun así quiere detenerme! —alzó la voz fastidiada. No entendía por qué su papá se oponía a una posible solución—. No se quejó tanto cuando le pagué sus demás deudas —expresó enojada.

—Hija es que no lo entiendes. —Edward se acercó a su hija con lágrimas en sus ojos.

—¿Entender qué?

—Ese dinero ya no existe. Yo lo tomé todo y lo perdí en una apuesta hace una semana —confesó el hombre su fechoría al instante en que se hincó ante su hija y escondió su rostro en la oscura falda del vestido—. ¡Lo siento mucho, yo no quería…te lo juro que no quería!

En ese momento el tiempo se detuvo para Rin. Había vendido todas las pertenencias de su mamá y se mató trabajando en la costura para ganar unos chelines de más. Y ahora todo su esfuerzo se había ido a la basura por la ludopatía de su progenitor.

—Supongo que debo proceder —habló el oficial, con cierta pena ante el escenario que estaba presenciando.

—¡No! —gritó Rin y se liberó del agarre de su padre, y caminó hasta quedar frente a Sesshōmaru—. Aun podemos negociar.

—Señorita Davies… —Bankotsu quiso intervenir, pero ella lo ignoró y siguió firme ante la mirada ambarina.

—¡Por favor, al menos hablémoslo en el despacho! —suplicó—. Y si no llegamos a nada, no me opondré a que se lleve a mi padre y nos desaloje de la casa. Pero al menos deme la oportunidad.

Rin se enfrentó al hombre que la veía sin expresión alguna en su rostro. Pero eso no le importaba a ella, debía conseguir que aceptara mientras pensaba en una solución ante la problemática de su padre.

—Guíeme al despacho —esa había sido su respuesta de Sesshōmaru.

La joven mujer dirigió sus pasos hacia el pequeño despacho de Edward. Pero, aun así, fue capaz de escuchar las pocas palabras que intercambiaron los dos hombres.

—¿Qué es lo que haces, Sesshōmaru? —consultó en voz baja un preocupado Bankotsu.

—Escuchar a la dama —contestó Sesshōmaru escuetamente.

Rin prefirió ignorar esas palabras y se avanzó hacia su destino, seguida por los pasos del hombre de cabellos platinados.

Abrió la puerta y fue directamente a los candelabros para encenderlos y así iluminar el lugar. Algo que al hombre no le importó, porque había ingresado al interior sin el permiso de Rin. Al terminar su labor cerró las puertas y respiró profundamente para iniciar la charla.

—Por favor, tome asiento —le ofreció ella por educación.

—No, así estoy bien. —Sesshōmaru se quedó recargado en el pequeño librero en donde solo había libros de medicina.

—Lamento no poder ofrecerle algo de beber, ya que…

—No importa —la interrumpió—. Vamos a lo importante, señorita Davies.

—Bien —carraspeó un poco para aclarar su garganta—. Como verá, yo poseo un trabajo y aunque no gano mucho, podré juntar…

—¿Cuánto tardará? —Él volvió a interrumpirla.

—Yo…

Rin no supo que responder, ya que no tenía idea de cuánto tardaría en juntar al menos una cantidad cercana a la que había estado ahorrando. Para llegar a ese monto, tuvo que administrar ella misma el poco dinero de las escasas consultas que llegaban a su padre. Aparte de lo poco que ganaba como costurera, a pesar de que se destrozaba sus dedos para cumplir con las exigencias de la modista que por pena le había dado trabajo. Incluso llegó a limitar cualquier consumo innecesario. A duras penas llegaban a hacer una o máximo dos comidas por día. Y sin olvidar que ya había vendido casi todo lo de valor que había en esa casa, incluyendo los recuerdos de su difunta madre.

—La deuda debe ser saldada una semana antes de me vaya. Y es obvio que ese tiempo no es lo que usted necesita.

—Pero la condesa seguirá aquí, ¿no es así?

Rin se pasmó al ver al hombre sonreír tan repentinamente, ya que todo lo que podía esperar de él era cualquier cosa menos una sonrisa. En ese instante fue consciente del que estaba a solas con un hombre en ese pequeño despacho. Y que era él quien tenía el control de toda la situación. Ella estaba totalmente expuesta y con todas las de perder.

—Su padre no solo tiene una deuda con la condesa, señorita. Y dichas personas también desean cobrarse lo que el doctor les debe —fue claro con ella—. ¿Ahora lo entiende?

—Sí.

Rin entendió rápidamente a lo que Sesshōmaru se refería. Si ellos no se adelantaban, terminarían sin recuperar el dinero que habían prestado.

—No tiene nada que ofrecerme —sus palabras fueron parcas.

Rin tomó asiento en una de las sillas al darse cuenta de algo aún más horrible. No se trataba de quién cobrara primero, sino que los adeudos seguirían ahí. Cada uno de ellos. Por ende, la condena de su padre se volvería más grande. Literalmente pasaría los últimos días de su vida en una mazmorra. Y ella no podría hacer nada para evitar el funesto destino de su progenitor.

En ese momento algo cruzó por la cabeza de la castaña mujer, algo totalmente estúpido, pero tenía que intentarlo. La desesperación la estaba guiando a ello. Rin sabía que tenía que jugárselo todo.

—Usted podría prestarme el dinero suficiente para pagar los demás saldos. —Ella lo miró directamente y sin dudar—. De esa manera sólo le debería a la condesa y a usted, ¿no es así?

—¿A dónde quiere llegar?

Rin se acercó hasta al hombre con la mente nublada del único plan que le quedaba.

—Que haré cualquier cosa. Seré su sirvienta o incluso su esclava si así lo desean. Besaré el suelo que pisan si con eso puedo pagarles cada uno de los chelines que les debemos.

—¿Cualquier cosa? —cuestionó él con total frialdad.

—¡Sí, cualquier cosa! Aunque… —Giró hacia otra parte con total concentración—. Sí ustedes no aceptan, tendré que recurrir a los demás cobradores hasta que uno de ellos acepte.

—¿Se da cuenta de lo que está diciendo?

—No tengo nada que perder, ni un apellido ni mucho menos un estatus. Qué más da, si ya me han juzgado. —Viró de nuevo hacia el hombre—. No voy abandonar a mi padre. No dejaré que sus últimos días sean en un calabozo.

La determinación de Rin fue tan fuerte que incluso molestó al hombre que tenía frente a ella. Pero no le importaba a la mujer, estaba decidida a llegar hasta lo más hondo del fango para lograr su propósito.

—¿Cuál es su nombre, señorita Davies?

Rin parpadeó un par de veces al no entender por qué ahora le preguntaba su nombre. Aun así, decidió contestarle.

—Rin.

—¿Está segura de la propuesta que me ha hecho?

—Sí —respondió sin titubear.

—¡Cualquier cosa! —repitió con severidad— Que así sea, señorita Rin.

Sesshōmaru salió del despacho y avanzó hacia la sala en donde aún se encontraban los tres hombres y la joven criada, y ella le siguió pasó sin decir nada.

Desde ese momento le pertenecía a él o a la madre. Daba igual a quién, el resultado era el mismo.

—Oficial, ya puede retirarse —le informó Sesshōmaru al policía.

—¿Seguro, señor Devington? —preguntó curioso el hombre de la ley.

—Sí.

—Bien. —El hombre se levantó—. Que tengan buena noche.

—Victoria, acompaña al oficial —le pidió Rin a la joven chica.

—Sí, señorita.

Victoria se retiró junto al hombre, quedando ahora solo ellos cuatro.

—Entonces ¿al final llegaron a un acuerdo? —cuestionó el abogado.

—Sí —respondió Sesshōmaru.

—Como abogado de tu familia, me gustaría saber los detalles de…

—Desposaré a la señorita Rin y pagaré todas sus deudas. Ese es el acuerdo.

—¡¿Qué?! —Bankotsu no pudo ocultar su asombro.

Rin abrió los ojos de par en par, pero sin levantar la mirada del suelo. No había duda que ella estaba más asombrada que Bankotsu.

«¡Cualquier cosa!», había repetido él al cerrar el acuerdo.

«Pero, ¿qué ganaba él casándose con alguien como ella?», se preguntaba Rin.

En ese instante vio como su padre cayó al piso y posó su rostro en la desgastada tela, mientras le pedía perdón entre lloriqueos. Rin no pudo más que acariciar la cabeza del hombre, como si eso fuera un consuelo para él o quizás para ella.

En ese instante se percató de que aquellos intensos ojos dorados estaban clavados en su persona.

«¿Intimidante o curioso?», se cuestionaba la mujer.

Rin levantó la mirada, y al encontrarse con ese par de gemas doradas sintió que por primera vez en su vida estaba totalmente expuesta.

Continuará…

Autor: Leslie Gómez (Hasuless).

Beta: Mayra Salazar.