Prólogo

Lo que nunca nos dijimos

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La puerta se agitó. Y ella, con parsimonia, miró hacia la ventana pegada a la puerta, para ver si aquellos incautos estaban parados ahí, aguardando su desconcierto.

—¡Largo de aquí! —gritó ella.

Sin embargo, el envión a su puerta, soberbio e insensible, continuó molestándola con osadía. Astrid se levantó de la silla, para confrontar a los miserables de ahí afuera. Pero cuando se dio cuenta que el sonido, no era más que el vítor pomposo del invierno, volvió a tomar asiento.

Miró el baile de fuego que se desprendía frente a sus ojos, en aquella tenue fogata tan armónica, sosegada y delirante; esperó el llamado grotesco a su puerta una vez más, suponiendo que esos cretinos volverían para versar sus discursos hipócritas.

Suspiró cansada. Trató de dormir, pero le fue inútil.

Sus ojos se desmantelaron apenas parpadeó, y aunque trató de seguir escondiendo su tristeza, notó cómo dos lágrimas corrieron por sus mejillas. No Astrid, no llores. pensó

—Astrid.

Ella respingó al reconocer la voz. Y como si se tratara de un crimen, limpió las gotas de sus ojos, y espetó al aborigen sollozo hasta esconderlo nuevamente.

—Adelante. —respondió con fuerza.

Él entró. Tomó asiento mientras suspiraba.

Astrid notó la sapiencia con la que la miraba aquel hombre. Y como pocas veces hizo, ocultó su rostro entre la penumbra, fuera del resplandor de la hoguera, para disimular serenidad.

—¿Cómo has estado? —preguntó el hombre con voz pesada.

Astrid escrutó la tonalidad de su voz. Pellizcó ligeramente su túnica, intentando apaciguar el nerviosismo pérfido que tenía.

—Mejor. Bocón me tiene atada todo el día en la herrería. Dice que pasar tiempo ahí hace que me distraiga.

—¿Y tiene razón?

Ella agachó la cabeza, estrujando ligeramente sus ojos.

—Supongo que sí.

El hombre se meció en la silla. Vanidoso, se quitó el casco y lo dejó sobre el piso.

—Sí no es mucho pedir, quisiera que sigas ayudándolo.

Astrid vaciló por un momento.

—No es molestia.

La conversación, pronto, se congeló, como las últimas veces. Seguramente, pensó ella, él le diría que la disculpe porque tenía cosas que hacer, y ella le respondería que estaba bien; y nuevamente retrasarían la verdadera inquietud que ambos debían tratar.

—¡Bien! —se levantó, cumpliendo su presagio—. Debo irme. El consejo está esperándome, así que…

—Comprendo. —cortó.

Él se levantó, recogiendo su casco, para después despedirse una vez más y dirigirse a la salida. Pero Astrid, harta del desbarajuste, lo llamó.

—Estoico.

—¿Qué ocurre? —preguntó sin mirarla, con la voz temblorosa, como asimilando que el martirio del que huía, estaba por llegar.

Astrid no contestó de inmediato, convencida de que lo que estaba por decir era absurdo. Pero fue el tintineo tembloroso de su corazón, hablándole, diciéndole que no huyera; lo que la hizo seguir.

—Estaba pensando… que tal vez podíamos hacerle un funeral. Eso me haría sentir bien. —propuso, imitando la voz temblorosa de Estoico.

Él tardó en responder, como esperando algo más de ella. Cuando entendió que aquella petición era corta, escueta, sobria: asintió dos veces.

—Le avisaré a Bocón. —dijo Estoico.

—Está bien. Pero… preferiría que solo sea a él. —contestó Astrid.

—¿Hm?

—Preferiría que solo seamos los tres. —aclaró.

—¿Segura? ¿Y Patapez?

Astrid gruñó al escuchar ese nombre.

—Creo que al menos tengo derecho a elegir quiénes vendrán. Deseo que solo seamos los tres. —aludió tajante.

—Comprendo —se rindió—. Supongo que tienes razón. Después de todo, sigues siendo su esposa.

Estoico pudo ver el respingo amargo que ella dio, dejando ver ligeramente sus ojos: deslucidos ante la flagrante luz de la llama.

—Deberías descansar. —aconsejó.

La puerta se cerró. El frío nuevamente la heló, esbozando prepotentes ataques de clamor, que la hicieron reconsiderar si había hablado con sensatez, o con el corazón disfrazado de un afecto cariñoso que se negaba a aceptar.

—Lo siento, Hipo.

Volvió a suspirar, y cuando el temblor de sus brazos cesó, pudo cerrar los ojos y dormir.

Cuando se levantó, notó que habían pasado algunas horas, así que decidió seguir con la última lección, con la última enseñanza, que le daría a Hipo.

Tomó la pluma y siguió escribiendo la carta que le enviaría a su difunto esposo.

noté vulnerable aquello en lo que creías.

Fue incorrecto haber aceptado tu promesa. Jamás debiste hacerlo, Hipo.

Te lo advertí, te advertí que no lo hicieras, y aún así me juraste regresar.

Realmente me entristece que me hayas mentido. Pero quiero que sepas, que no estoy enojada contigo.

Deseo que hayas hallado eso por lo que te esforzaste tanto, de verdad anhelo que sí.

Lo único que me enoja, es que ese día no nos hayamos dicho adiós.

Pensé en varias formas de decirte adiós: mientras entrenábamos, mientras cenábamos, mientras bailábamos y mientras peleábamos. Pero fue inútil cargar con esa responsabilidad. Y cuando imagino el día en que partiste, me dan ganas de golpearte por no ser tú quien lo dijera. Grave error Abadejo, grave error.

—¡Astrid! —llamó alguien, afuera de su casa, casi como susurrando.

Astrid salió a ver quién era. El piso de madera rechinó apenas caminó, y el frío nuevamente la hizo agonizar al quedar desprotegida de su manta.

—Heather…

La pelinegra la empujó hacia adentro: furtiva y silenciosa. Se quitó la capucha para hablar.

—Esta noche, reunámonos en el muelle. Nadie debe seguirte. ¿Está bien?.

—¡¿Qué?! Qué tonterías dices, Heather. Hoy tenía planeado quedarme a ayudar a Bocón...

—¡Astrid! —exclamó, haciéndola callar—. Se trata de Hipo…