Capítulo 37. La batalla de Rauru

Habían pasado dos meses desde el funeral de Saharasala. Estaban en los días más crudos del invierno y, aunque la nieve fue derritiéndose, vino una fuerte ventisca. Fue una tormenta tan grande que ni Zelda pudo salir a entrenar. Todos los ejércitos se refugiaron, hubo que ayudar a la población de refugiados y de ciudadanos. Ella se conformó con estar en la torre del homenaje, con la compañía de un irritado Link. La tormenta retrasaba la acción, no podrían partir con los ejércitos preparados. Según los jefes de cada ejército, lo más prudente era esperar al deshielo, que comenzaría el mes antes de que llegara la primavera.

– A este paso, celebraremos tu cumpleaños aquí – dijo Link.

– A este paso, el hijo de Kafei nacerá en Rauru – replicó Zelda, moviendo un bastón en el aire. No podía practicar con la Espada en el saloncito, por temor a darle a Link sin querer. Usaba un bastón corto ligero. Estaba en realidad probando nuevos movimientos. Link leía, en el sofá, unos libros que había logrado sacar de la universidad antes de la ventisca. Era sobre aparatos de guerra. Tomaba notas para la próxima reunión, usando un escritorio portátil que se ponía en el regazo, con su propio hueco para tener la tinta y la pluma preparada. Otro invento útil, de una ingeniera.

– A este paso, me saldrán canas – respondió a su vez, el rey.

Zelda dejó de practicar para mirarle. Link estaba de mal humor, y no era de extrañar. Los nobles presionaban para iniciar ya la ofensiva, a pesar de la opinión de los generales. Decían que Link era demasiado prudente, que no era tan arrojado como su padre o su abuelo. Uno de ellos cometió el fallo de comentar, sin saber que Zelda estaba detrás, que el rey era igual que su madre, un loco, y que hacía falta recobrar la valentía del rey Lion II.

– ¿Está llamando a su rey cobarde o loco? – le soltó por la espalda. Sintió un cierto placer al ver al noble temblar y asustarse. Que ella siguiera siendo una plebeya no quitaba el hecho de que era el primer caballero, y, por tanto, la mano derecha del rey.

Además, todos ya sabían que estaban juntos.

Zelda dejó el bastón. Se acercó a la ventana, y vio los copos de nieve sacudiendo los cristales, como si fueran piedras que se deshacían al segundo.

– Los sabios estarán bien, ¿verdad?

Kafei se había quedado a dormir en la casita con Maple, porque últimamente la chica había tenido algunas molestias por el embarazo y Kafei no estaba tranquilo. Radge estaba con ellos. Leclas se hospedaba en la universidad (y según le habían dicho, Lady Calladan, otra que estaba estudiando los avances en tecnología, también se quedaba allí, en la residencia femenina). Laruto, como buena zora, no soportaba el frío, y los suyos estaban invitados en las termas subterráneas de la ciudad. Tampoco los gorons estaban acostumbrados al frío, por lo que Link VIII y el ejército goron vivían en las calderas de la universidad, fabricando armas y ayudando a construir los inventos de los ingenieros. Nabooru y las gerudos eran bien recibidas en el castillo, y ahora habían ocupado parte de la torre de las damas y los aledaños. Medli también, aunque los ornis estaban repartidos en distintos lugares de la ciudad, ayudando con las patrullas.

A Zelda le parecía extraño que los sabios no quisieran estar con el rey, pero sospechaba, y no era la única, que lo hacían a propósito, para dejarles más tiempo a solas.

– Sí, están todos vigilados por los suyos o con escolta – aseguró Link, con la vista fija en los papeles.

Desde que se escaparon al mercado, Link estaba extraño. Dormía poco, cuando lo hacía se removía, agitado, y acababa despertándose. Practicaba la magia una y otra vez, hasta que sangraba por la nariz o se desmayaba. Zelda ya le había encontrado dos veces desplomado en el escritorio. Por eso, no le dejaba estudiar solo, y Link, para dejar de preocuparla, leía los informes de la universidad y los manuales en el saloncito.

No estaban solos, claro. En la Torre sí, pero en cuanto salían, tenían a la familia Brant al completo, al rey Rober, que se había quedado para ayudar a su ejército, Tetra y Reizar. Estos dos de hecho estaban un poco más desaparecidos. Desde que habían quitado la norma de vivir en la torre de las damas y Reizar había sido reconocido como marido de Tetra en pleno derecho, los dos tenían una habitación de matrimonio en el ala principal. Zelda escuchó decir a las doncellas que la pareja hacía "ruidos" a todas horas, y era peor por las noches. Este comentario le puso hasta las orejas coloradas, y tuvo que salir corriendo para que nadie se diera cuenta.

Miró al rey de reojo. Link seguía concentrado en su tarea. Entendía que su forma de ser era tranquila, habituado a esperar, a ser paciente. Le admiraba su organización, sus horarios medidos, el control que ejercía a sus emociones. Cuando le conoció, era más emotivo, pero el peso de la corona, esa diadema de oro con el rubí, le había hecho más frío. Ella era organizada, pero se distraía. Si veía otra actividad más divertida e interesante, aunque no tuviera pensado hacerla, olvidaba el plan original y seguía su instinto.

Dejó de practicar con el palo, se sentó en el sillón frente a Link, y le miró en silencio. Se preguntó si las doncellas hablarían de ellos como hacían de Reizar y Tetra. Desde luego, no podrían decir que de la torre salían ruidos incómodos. Por las noches, dormían en silencio, abrazados. A veces, demasiado. Zelda ya se había despertado porque Link la apretaba contra él con mucha fuerza. Recordó la tontería de conversación que tuvo con Reizar, antes de aparecer los centaleones, y no pudo evitar ponerse muy roja.

– ¿Te encuentras bien? – preguntó, interrumpiendo sus pensamientos. Zelda se había sentado con las piernas colgando del reposabrazos, y estaba mirando a Link con la mano bajo la barbilla.

– Sí, bien.

– Estás muy colorada, supongo que por el ejercicio. Deberías beber algo de agua y apartarte del fuego un rato – Link hablaba sin mirarla, concentrado en la tarea. Zelda no hizo nada de lo que le sugirió.

Siguió observándole en silencio, haciéndose la pregunta de por qué era tan comedido con ella. Ya no había ninguna amenaza, ya nadie trataría de alejarla de su lado. Los nobles seguían sin aceptar que era una plebeya, pero habían permitido su presencia armada en las reuniones. Recordó las palabras de la saga, algo de que ella era fuego y que el agua requería paciencia y meditación. ¿Se refería a su relación? ¿Era esa su predicción, que eran tan distintos que nunca serían felices?

"No importa, si yo le hago infeliz, será por un período corto de tiempo" pensó, y sintió el estremecimiento que tenía cuando recordaba que su tiempo pasaba. Era más consciente de esto cuando estaba quieta, esperando. Link levantó la mirada de los papeles, el ceño fruncido, se hizo un masaje en el puente de la nariz y la miró.

– Algo te pasa – dijo el rey.

– Sí, claro. Que me aburro. Mierda de tormenta de nieve. No puedo entrenar con Saeta, no puedo pasear por la ciudad, no tenemos reuniones, no hay nada más que hacer que esperar y esperar – Zelda le siguió observando con las dos manos bajo la barbilla, el único cambio en su postura.

Link sonrió. Fue una especie de mueca divertida, pero también dolorosa.

– Nunca has vivido tormentas de nieve así, claro…

– En el refugio del Bosque Perdido, pero como había tantos niños, debíamos tenerlos entretenidos. Además, siempre había alguien enfermo al que cuidar – Zelda pensó en otros inviernos. La verdad es que ella solía poner rumbo a Labrynnia para estar los primeros meses del año en Lynn, con su padre, y cuando empezaba la primavera, regresaba a sus labores de Primer caballero. Link lo llamaba "sus vacaciones" aunque todos los años se veía envuelta en alguna aventura –. ¿Y tú? Seguro que los inviernos en tu palacio tenías mucho entretenimiento.

Link miró hacia la ventana, donde el viento lanzaba los copos de nieve como pequeña munición contra los cristales. Si estaban callados, por encima del crepitar del fuego, se escuchaba cómo se rompían contra la torre.

– El castillo, cuando yo era príncipe, era un lugar muy aburrido. Tenía muchas actividades, estudios y tareas. Solo tenía un rato libre por las tardes, antes de ir al baño y tomar la cena – Link trató de recordar esos tiempos tan lejanos. Cenaba sin su madre, a veces con Frod Nonag, otras solo porque el maestro tenía una reunión con su madre o el día libre. Estaba tan habituado al silencio a su alrededor que tardó en acostumbrarse a comer y cenar con gente a su alrededor –. El invierno era una época triste. Mi padre falleció en una batalla contra una horda justo en mitad de una ventisca. Mi madre no solía estar de humor entonces, y se aislaba en sus habitaciones.

Zelda deslizó las piernas para posarlas en el suelo, dejó la butaca y se sentó en el sofá, al lado de Link. Retiró el escritorio portátil, aunque Link se quejó.

– Mi madre falleció en verano, yo estaba en casa porque no había escuela. Mi padre, desde ese momento, se propuso que ese día fuera para los dos, a solas. Hacíamos una acampada en el bosque. Te conté, ¿no? Con nueve años, durante una tormenta, me dejó a solas. Fue en ese aniversario – Zelda se acercó y le posó la cabeza llena de rizos sobre el hombro. Había usado el líquido (jabón de magnolia, le explicó Tetra) para tener el cabello más suave y brillante. También le había crecido algo más, ahora ya rozaba los hombros.

– No pueden decir que hemos tenido una infancia común – dijo él, acariciando los rizos.

– ¿Eso existe? ¿Quién tiene una infancia común? – preguntó usando en las dos últimas palabras el mismo tono que Link. Metió las manos a propósito bajo la camisa de él. Le gustaba acariciar la piel del torso, suave y con un vello rubio casi invisible a la vista, pero al tacto era como una manta de terciopelo. Sabía además que le hacía cosquillas, y le gustaba escucharle reír.

Pero últimamente, ni eso conseguía.

– Anda, deja que termine con esto… ¿Por qué no vas a visitar a Centella y Saeta? Si nosotros nos aburrimos, imagínate ellos.

Zelda se apartó, le dejó solo, y se marchó sin decir nada. Esta vez sí hizo caso de su sugerencia, y se acercó al establo que Leclas había construido cerca de la torre del homenaje, para que sus monturas estuvieran a solo un ligero paseo, bajo la tormenta. Había un mozo de cuadras que se ocupaba de echarles de comer y agua, pero tanto ella como Link pasaban una vez al día al menos para asegurarse de que estaban bien. La pelirroja tenía que calmar a Saeta, a quién el mal tiempo le ponía nervioso. Centella era más tranquila. Los dos se había habituado a la presencia del otro, pero sin llegar a acercarse. Se toleran, diría su padre.

Centella prefería como golosina una manzana, Saeta carne o pescado. Centella era paciente, se dejaba cepillar, dar de comer, montar por cualquiera, aunque solo cabeceaba cuando Link estaba cerca. Saeta era ingobernable, nadie más que no fuera Zelda, si acaso Reizar, podía obligarle a salir de la cuadra y montarse encima. Mirando a los dos animales, Zelda pensó que eran exactamente como ellos dos. Uno, calmado, el otro impetuoso. Mientras veía a Saeta devorar otra cabeza de pescado seca, Zelda pensó otra vez en la Saga, y en su predicción. Estaba casi segura de que había hablado de su pelea en el Templo del Agua. Pero había una parte gris, que podía interpretarlo como que hablaba de ella y de Link. Él era calmado, le gustaba la meditación, las palabras, los libros. Para él, no había ningún problema en estar todo el día encerrado en la torre, leyendo y estudiando. No se desesperaba, como le pasaba a ella. Igual que Centella, que masticaba su heno con los ojos brillantes, mientras Saeta daba saltos en la cuadra, estirando las alas para no olvidar qué era volar.

Salió del establo. Miró el cielo de la noche, sin estrellas porque había muchas nubes. El aire era frío, y todavía caían algunos copos, en ráfagas que le agitaban los rizos y hacía volar la bufanda que se había puesto para salir. Zelda suspiró, pensó en ir a dar una vuelta por el castillo, y dejar de molestar a Link, cuando fijó su vista en el cielo. Fue un segundo, pero le pareció ver un punto rojo, a lo lejos. Volvió a mirar, pestañeó, y volvió a verlo. En ese momento, Ul–kele aterrizó frente a ella.

– Noticias. ¿El rey está en la torre?

Zelda dijo que sí, y corrió tras el orni.

La batalla de Rauru empezó así: una noche más de invierno.

– Sobrevuela a mucha altura, aprovechando que nosotros los ornis no podemos volar con este tiempo. Ha sido una gerudo, Lakisa, quien, desobedeciendo la petición de su matriarca, se fue volando con su pelícaro. Ha avistado el arca de Gorontia.

– Está muy lejos, ¿verdad? – Zelda observó el mapa. Estaban en la sala de los comunes, con los altos cargos de cada ejército reunido. Eran los últimos que quedaban en el castillo. El resto había sido conducido a los refugios acondicionados que los ingenieros (entre ellos Leclas) habían localizado. En esos momentos, los soldados de a pie estaban ayudando a la población civil a bajar a los refugios.

– Calculamos que estará aquí en unas tres horas, más o menos – respondió uno de los nobles, un experto en números. Link le llamaba Lord Ábaco –. Por suerte, el otro arca era más veloz, esta es lenta. Se mueve a paso de tortuga.

– Si las tortugas volasen… – Zelda murmuró esto. Recordó a Zant levantando la ciudad, que pudo detenerle entonces, pero escogió salvar al resto de gorons atrapados en la montaña. Link VIII, presente en esta reunión, parecía tener la misma duda. El sabio rey goron miraba con sus ojos azules la maqueta y las figuras, con la preocupación reflejada en ellos.

El rey Link estaba sentado, en una silla un poco elevada para ver toda la maqueta de la ciudad. Estaba mortalmente pálido, más que nunca. Helios, nuevo señor de Rauru, dijo que las murallas ya estaban equipadas con algunos de los cañones, pero no todos los que había fabricado. Los ingenieros trabajaban a toda velocidad, contando incluso con la ayuda de magos y del Sabio del Bosque. Sin embargo, no estarían todos. Había que decidir qué puntos de la ciudad eran prioritarios para cubrir, y qué otros había que dejar sin cañones de luz. Solo soldados de a pie y cañones tradicionales.

Zelda se inclinó, miró a Helios de reojo, y luego se incorporó.

– El desgraciado aprovecha la tormenta. Gorontia tiene fuego interior, estará bien calentito – Zelda se dirigió a los nobles –. Sugiero proteger las puertas del castillo, y concentrar los esfuerzos en las dos avenidas principales. Las callejuelas de esta ciudad son laberínticas, y los soldados son ciudadanos de Rauru. Las conocen muy bien, mejor que Zant y su ejército. Aprovechemos esto. Los soldados deben empujar y atraer a los guardianes a las avenidas principales, y allí, los cañones de luz harán el resto.

Movió las piezas de los cañones de luz hasta situarlos mirando la avenida.

– Pero… ¿No van a entrar por los portones? – preguntó uno de los nobles.

– Si yo tuviera un arca voladora y esos guardianes, volaría sobre la ciudad y los lanzaría dentro de los muros. Sabemos que los guardianes pueden escalar, lo vimos en Pico Nevado, pero seguro que eso nos daría tiempo para contratacar – Zelda se incorporó. Miró a los nobles, y por primera vez no vio a un grupo de hombres que la menospreciaban y ponían en duda su cargo de Primer caballero. En su lugar, vio a gente asustada, padres de familia, preocupados, pero allí estaban. Dando apoyo al rey. Link sonrió un poco y dijo que menos mal que estaba de su lado –. Zant persigue hacer daño, puede que matar al rey. Lo ha intentado, y ahora estará enfadado y con ganas de terminar. Como nosotros. El mejor plan pasa por proteger a la población, al rey, y también quitarle este arca.

– Con la primera, casi no vuelves – dijo Kafei. Hacía un rato, cuando había entrado en la reunión, con grebas y cota de mallas sobre sus ropas de sheik, le pasó a Zelda una nota: su padre estaba con Maple y con Liandra, en los refugios. Radge había proporcionado a los soldados de Rauru semillas de ámbar y luz, las que había logrado cosechar, y les había adiestrado para usarlas. A pesar de que él también quería luchar, había decidido ir a los refugios, por consejo de Sapón. Según el médico, el corazón de Radge estaba débil, no soportaría el esfuerzo físico de una gran pelea.

– Esta vez, sabemos más de las arcas. Tienen un núcleo, que se puede destruir. En el caso de Gorontia, Link VIII y yo vimos dónde está el núcleo. Volaré con Saeta, me acercaré y le dispararé con esto – Zelda enseñó la ballesta que le había fabricado Leclas. Era más pesada que la anterior, y sus flechas eran de hierro, uno ligero. En la punta había cronomio de Gadia, que las hacía más duras, y el compartimento para semillas ámbar. Según el shariano, eso provocaba una explosión tan fuerte que haría volar una casa sola.

– El arca caería sobre Rauru, la ciudad… – dijo uno de los nobles.

– Los ornis y las gerudos me cubrirán, y obligarán al arca a moverse – aclaró Zelda –. Aún así, no puedo asegurar que lo consiga. Puede que destruya parte de la ciudad – esto último lo dijo mirando a Link.

– Los ciudadanos estarán en los refugios, y si salimos de esta, me comprometo a reconstruir como también quiero reconstruir Términa. Adelante – Link se puso en pie –. Caballeros, vamos a defender Rauru, y una vez lo consigamos, iremos a la llanura de Hyrule a terminar con esto. Tengamos fe en las Tres diosas. Adelante.

Los nobles gritaron un "viva el rey, viva el reino" y se marcharon. Helios, Link y Zelda se quedaron solos. El señor de Rauru estaba sereno. Anunció que su hermana Graziella se había unido a las gerudos, y que su hermano Mattia estaba al mando del contingente que vigilaba las catacumbas, para proteger a la población civil. Sandro estaba con los ingenieros y magos. Los príncipes de Gadia, junto al rey Rober, habían movilizado a su ejército y se ocupaban de las murallas donde no habían podido colocar los cañones de luz. Antes de partir, Reizar deseó suerte a Link y a Zelda. No había logrado convencer a Tetra para irse al refugio, decía que si él caía, ella también, y daría igual que estuviera en el refugio o en las murallas.

Los sabios rodearían el castillo, y Link, que también se negaba a meterse en el refugio, iba a permanecer en la Sala de los comunes. Zelda vio que tenía el arco que le regaló, el de los centaleones, el carcaj lleno de flechas blancas que habían hecho para él, y la flauta de la familia real asomando. Entre los pliegues de su ropa, llevaba la Lente de la Verdad, y también la corona. Se había puesto una cota de mallas, con una protección especial en el cuello a petición de Zelda, grebas ligeras, y hombreras de metal.

Antes de partir a buscar a Saeta, Zelda y Link se miraron. Estaban solos, nadie alrededor les observaba. Link le tomó la mano, la acercó a ella y le dijo:

– Ten cuidado, por favor.

– Tú también, alteza. No puedo traerte de la muerte dos veces en un año, es demasiado – Zelda dio un tirón, le hizo perder el equilibrio a propósito, aprovechando que el pobre no era tan ágil con las grebas, aunque fueran ligeras. Le abrazó con fuerza y se dieron un beso, corto y breve. Antes de separarse, le dio un pequeño mordisco en la comisura. Cuando Link se quejó, Zelda le dijo –. Para que no me olvides.

Y le guiñó el ojo.

Puede que fuera una situación de vida y muerte, que hubiera muchas vidas que dependían de sus acciones. Un fallo, y los ciudadanos de Rauru, junto con su ciudad (abarrotada, estrecha, pero que ellos amaban), desaparecerían para siempre. Sin embargo, Zelda no podía evitarlo: sonreía, volando con Saeta muy bajo para controlar los vientos. El brillo apagado rojo que vio resultó ser la torre de Gorontia. Podía verla, a distancia, cruzando los cielos como una llama viva.

No estaba sola. Un grupo de ornis, entre ellos Oreili y Vestes, aguardaban planeando. El arca se movía lento, eso era cierto. Tardaba en cruzar la cordillera. No hacía sonido al moverse, entre las nubes de tormenta de nieve. El viento era indomable, y puede que si Medli no hubiera insistido en tocar delante de ellos algo que llamó "bendición de ventisca", no habrían sido capaces de mantenerse. El hechizo duraría solo seis horas, les advirtió Medli. "Más que suficiente" respondió Zelda.

Las órdenes eran claras: no podían salir al encuentro del arca. No sabían las fuerzas que tenía, y Zelda sospechaba que Zant no sería tan tonto de dejar al descubierto el núcleo, sabiendo como ella que vio dónde estaba. Sospechaba que tendría que disparar varias veces, y eso si estaba en condiciones.

El arca empezó a resplandecer, y Vestes susurró un "ya empieza". Ya estaba más cerca. Zelda podía ver, sin necesidad de tener la vista de los ornis, los torreones y las formas de la ciudad de Gorontia, la antigua ciudad goron de otros tiempos lejanos. Alzó la Espada Maestra y gritó la orden de ataque. En ese momento, del arca empezaban a descender unas figuras redondas. Guardianes. Abajo, además, les llegó el sonido de la batalla. En las calles de Rauru había empezado el ataque. Debía de ser el ejército de tierra del enemigo, el que estaría formado por criaturas como goblins, orcos, lizalfos… y centaleones.

Para llegar al arca, Zelda pidió a Saeta que se elevara primero y después, el pelícaro cayó en picado. Cruzaron el espacio, rodeada en una formación en uve por los ornis. Zelda vio entonces un rayo azul y otro rojo, que golpeó a uno de los ornis. Lo desintegró ante sus ojos. Gritó, dio una orden de retroceso y los ornis se dispersaron. Vio a Vestes desaparecer bajo una nube, y su hermano muy cerca.

Los rayos venían de varios cañones, colocados en los torreones. Zelda apuntó con la ballesta, y el primer disparo impactó en la base, cuando ella quería que lo hiciera en el cañón. Sin embargo, el invento de Leclas fue eficaz: la explosión hizo que el cañón cayera. Pero era uno, y en el arca debía de haber cientos. Zelda dio la orden de atacar solo a los cañones, manteniendo la distancia. ¿Serían los arcos de los ornis lo bastante potentes? Se preguntó. La respuesta le llegó al ver rebotar una flecha de ellos contra la superficie dura del arca. No, no lo eran.

Hizo una señal, y los ornis se reunieron con ella en un lugar elevado, alejadas del arca.

– Bajad a la ciudad. Seréis más útiles contra los monstruos de carne y hueso. Dejadme el arca a mí.

– Sola otra vez, ni hablar. Te acompaño – dijo Vestes.

– Ya habéis perdido a compañeros: esos cañones son un poco distintos, no causan daño, directamente os eliminan. Es demasiado peligroso, para vosotros.

– Somos guerreros, Zelda, como tú. Sabemos qué es esto, y estamos dispuestos – Vestes frunció el ceño.

"Ya, pero no quiero cargar con más muertes a la espalda".

– De acuerdo. Link VIII y yo vimos a Zant hundir el núcleo en el centro, por lo que estará en el interior. Necesito que distraigáis los cañones del arca, para que yo pueda llegar dentro. He visto que hay una especie de hueco. Intentaré colarme – Zelda le tendió la mitad de las flechas explosivas ya cargadas con cronomio y semillas de ámbar.

De este modo, se separó del grupo de ornis. Volaron en distintas formaciones, desde puntos distintos, y cada facción se ocupó de eliminar todos los cañones que pudo. El grupo en el que estaba Vestes abrieron un pasillo, y Zelda se coló entre los cañones hasta llegar al hueco. Una vez dentro, Saeta se quedó encogido, mirando a Zelda. Él también era un guerrero, le decía la mirada, pero Zelda no quería que se arriesgara más. Además, le iba a necesitar para la huida.

Esta vez, era distinto. Estaba equipada, con su escudo y su espada, la cota de armas, las hombreras. El sigilo y el cuidado quedaron atrás. Se encontró con unos gorlocks, y los eliminó de su camino, dejándolos malheridos. No sabía por qué, el recuerdo de Olonk, ayudándolas en Arkadia, le impedía acabar con ellos. Con los goblins no tuvo tantos reparos. La piel les brillaba, porque dentro del arca de Gorontia hacía mucho calor. Luchaban agotados, un poco desganados, y Zelda podía entenderlo. El calor era insoportable.

"Parece que estamos en mitad de la Montaña de Fuego… Debí ponerme las prendas ignífugas".

Llegó a unas salas, donde tuvo constancia del motivo del calor: lava. Había grandes baldes de acero, y el vapor se elevaba por el aire, hacía girara unas palas gigantescas y esto hacía avanzar el arca. La otra era más ligera, debía de moverse por el viento o quizá usaba ese ser enorme con forma de gusano de metal para mantenerla. Zelda avanzó, sudando, hacia el centro. La Espada Maestra brillaba, y el calor hacía que el Escudo Espejo estuviera apagado por la condensación.

El núcleo estaba cerca. Lo notaba. Y también, Zant.

Debajo del arca, a muchos kilómetros, la ciudad de Rauru se vio sacudida en sus cimientos. Las criaturas irrumpían sus pacíficas calles. Los guardianes destrozaban paredes, muros, tejados sin ningún cuidado. Sus ojos de vidrio se fijaban en cualquier movimiento, y, al segundo de detectar formas humanas, disparaban sus haces de luz destructores.

Aguantó, resistió, y cuando el haz se dirigió hacia él, Jason Piesdefuego movió el escudo. Tal y como habían practicado, el rayo regresó hacia la criatura llamada guardián, y le dio en el centro del ojo. No se quedó a celebrar. Siguió corriendo, veloz, mientras a su espalda el guardián destrozaba una tienda de relleno de colchones. El aire se llenó de cenizas, fuego y también pequeñas plumas que flotaban en el viciado aire de la ciudad.

Muchos otros soldados seguían esa estrategia. Devolvían los haces de luz, y corrían entre las callejuelas para despistar a los guardianes y llevarlos a las avenidas principales. Jason estaba cerca. A su espalda, correteaban más de esos guardianes, y los acompañaban orcos y goblins. A pesar de su corta edad y que había empezado su formación como soldado hacía poco, Jason estaba descubriendo que era fácil. Solo necesitaba controlar bien la respiración, no pararse, y moverse como le habían enseñado.

No era el único con éxito. Los soldados de Rauru, los de Gadia, los zoras, los goron y los ornis eran increíbles. Los mogumas se movían bajo el suelo, llevaban mensajes, y defendían puntos en concretos con sus bombas. Puede que la ciudad acabara destrozada, eso sí.

Pasó por encima de unos escombros. Ya veía la estatua del Sabio de la Luz, Rauru, en el centro de la avenida principal. Estaba ya, cuando primero escuchó una explosión, y luego, en un pestañeo, vio el mundo bocaabajo. Alguien gritaba cerca, pero no podía oírlo. Era como un murmullo en su oído. Jason pestañeó, y se puso en pie. Estaba tendido sobre un montón de escombros, boca arriba pero con las piernas en la parte superior, como si hubiera tratado de hacer el pino y se hubiera quedado parado a la mitad. No tenía sangre en piernas y brazos, pero no escuchaba nada. La persona a su lado le cogió del hombro y le gritó otra vez. Al mirarle, Jason vio que era un soldado de Gadia. No le veía el rostro por el yelmo, pero sí los labios y supo leer en ellos la palabra "corre".

Así hizo, corrió y corrió, sin armas ni escudo porque los había perdido. Estaba ya en la avenida, y los cañones de luz de las murallas apuntaban hacia los guardianes. Recuperó algo de oído, lo suficiente para escuchar las patas de estos seres y los gruñidos de otras criaturas. Levantó la mirada, y se encontró con un espectáculo que, a falta de sonido, era como un sueño loco. Años después, lo describiría en una posada de Sharia y solo los niños le creerían.

Del suelo, habían surgido unas enormes negras. Alrededor de ellas, había una nube que olía mal, y allí donde estaban, la luz del día, la vida de las plantas, todo se marchitaba. Sin embargo, las manos no atacaban a los soldados. Iban directas a por los guardianes. Vio como cuatro de estas manos elevaban a un temible centaleón, con el cuerpo cubierto de metal, y lo destrozaban en cuestión de segundos, como destroza un juguete un niño mimado. Otras manos retenían a los guardianes contra el suelo, mientras les arrancaban las patas una a una. El cielo se volvió rojo y negro, y Jason retrocedió, espantado. ¿De dónde habían salido? ¿Eran amigos? Si eso era cierto, ¿por qué les causaba tanto terror mirarlos?

Se encontró con dos soldados, uno de ellos tan malherido que su compañero lo arrastraba como podía. Jason le cogió de un brazo, y le ayudó a llevarlo a un refugio.

Desde las murallas del castillo, Link V Barnerak disparaba con su arco. A pesar de todo el cuidado y protección que habían intentado poner a su alrededor, la batalla había dado un vuelco. Un guardián había derribado parte del muro del castillo, y por él se estaban colando centaleones, goblins y orcos. Todos tenía un propósito: no era tomar el castillo, era buscarle a él y matarle. Los soldados se pusieron a su alrededor, pero Link no iba a permitir que dieran su vida sin hacer nada.

Disparaba las flechas, con toda la puntería que tenía, para dar entre los ojos a sus enemigos. Un centaleón levantó una espada casi tan grande como él y el doble de ancha. Link logró darle en el brazo, pero el animal siguió su camino, dispuesto a partir al rey por la mitad. Escuchó un golpe, y el aurea roja que le rodeó le protegió. Link VIII estaba allí, con él. Usó su poder de Sabio del Fuego para protegerle.

Medli también estaba a su lado. Tocaba el arpa, con una música veloz, y hacía temblar los suelos. De algún lugar, le llegó un murmullo, y le pareció ver a Sombra por allí. La criatura lanzaba sus hechizos desconocidos y oscuros, invocando maestros de sombra (las enormes manos negras que había visto en el pasado), que se llevaban a los más pequeños, y a los grandes les retenía y golpeaba.

– Debéis sacar al rey de aquí – dijo Sombra a Link VIII y Medli.

– No, tengo que luchar – Link disparó otra flecha, a un orco esta vez.

– Si morís, esta batalla será suya – Sombra, con su rostro de niña, se movió hasta situarse cerca de Link –. Ganaremos, pero tienes que estar seguro. No puedo repetir el truco otra vez, no funcionará.

– Esta criatura tiene razón, Link – Medli se colocó al lado de Link VIII. El rey Goron asintió –. Huye, te protegeremos y seguiremos la lucha.

Link quiso gritarles que a dónde esperaba que fuera, si toda la ciudad era un campo de batalla. Desde donde estaban, se veía el combate de las manos grandes contra los guardianes, los cañones suyos, en el cielo los de Gorontia. Llovía fuego, ceniza y escombros por todas partes. Apretó los dientes.

Recordó la sensación que tuvo, la misma que cuando creía que todo estaba perdido, cuando los guardianes le apuntaban todos a la vez a su pecho, Link levantó la mano. El poder dorado que no había vuelto a ver… Karías, Saharasala y Medli hablaban de que para conjurar había que poner los sentimientos que uno tenía, y en aquella ocasión, Link estaba asustado pero también enfadado con él, por ser tan inútil, como siempre.

El pecho le hervía, el corazón latía tan rápido que no lo sentía ya, y la sangre volaba en sus venas. Levantó el arco de los centaleones, apuntó con la flecha y, cuando la soltó, la flecha dejó de ser una común. Era un haz de luz dorada. La flecha cruzó la sala donde se encontraban, en la torre de defensa del muro del norte. Se estrelló contra un guardián, y este se volatizó en el aire, sin dejar nada detrás, ni siquiera una explosión. Medli y Link VIII miraban al rey con sorpresa, pero no tuvieron tiempo de preguntar ni de asombrarse.

A Link le sangraba la nariz, y se sostenía en pie a duras penas. Se limpió con la manga de la chaqueta, y volvió a levantar el arco. Había más guardianes. Sombra le tocó el brazo y le gritó que debía marcharse. Le adelantó, y Link VIII usó su esfera de fuego para detener a los demás guardianes. Medli se puso a los pies del rey goron y siguió tocando, y Sombra rodeó al grupo con un círculo oscuro, de donde salieron más manos.

"No, otra vez, tan inútil" pensó Link. Levantó el arco, y disparó no una sino varias flechas de luz. A cada intento, aunque efectivo porque derribaba más enemigos que los otros tres, le iba dejando más débil. No se molestaba ya en limpiarse: la nariz seguía sangrando, y el olor a fuego ahora se unía al de su propia sangre.

En un momento determinado de la lucha, Link vio por el rabillo del ojo una silueta enorme, recortada contra las murallas. Era como un ser humano, pero debía medir más de 200 metros. Golpeaba a los guardianes con un martillo de metal también grande. No sabía que tuvieran un arma así. Tardó en recordar que, tiempo atrás, Leclas dijo que sus poderes de minish no habrían sido útiles, solo en el caso de también aumentar el tamaño. Sonrió, y casi se le escapa una risotada. Este momento de cierta felicidad le dio fuerzas.

Link se adelantó al grupo. Gritó, al centaléon que ya enfilaba contra él:

– ¿Queréis al rey? Pues aquí estoy. Venid, vamos – y levantó la última flecha.

Esta vez, el sentimiento que le embargó fue una mezcla provocada por distintos recuerdos: el grupo, en su viaje a Gadia, bromeando. Cada momento en que falló y también en el que salió victorioso. La derrota de Frod Nonag. La muerte de la reina Estrella, su entrega como sello, la alegría de los días posteriores, la Torre de los Dioses, Lynn, y, sobre todo, el recuerdo de Zelda a su lado, en cada momento.

La flecha fue tan dorada que parecía hecha de oro puro. Allí donde surcó dejó chispas y un reguero de oro, como una línea en el suelo y las paredes. Se clavó en el pecho del centaleón, y este empezó a temblar y brillar, y estalló como una pompa hecha de oro. Los guardianes también, uno a uno, y no quedó en la sala ninguna criatura en pie. Sombra y Medli sostuvieron a Link, cuando las rodillas de este temblaron y le hicieron caer de espaldas.

– Estoy bien… La ciudad, hay que… – trató de sonreír a Medli, para que no le mirara tan preocupada.

Había ruido, de cristales, de pasos. Alguien llegó corriendo, se colocó frente a Link y gritó algo. Unos lazos azules golpearon a Medli y la lanzaron lejos. Link levantó la vista. Esos lazos azules rodeaban a Sombra, y la criatura se debatía con mucho dolor para quitárselos de encima. Link VIII gritó un "atrás", y protegió a Link con el aura de color ámbar.

Quien estaba detrás de los lazos azules, hechos de luz, no se detuvo. Lanzó algo que parecía una esfera en dirección a Link VIII. Link gritó que se cubriera, pero el sabio rey goron solo pudo ponerse un brazo sobre los ojos. La esfera estalló, una oleada de fuego azul derribó a Link VIII y la esfera de ámbar desapareció. Link levantó el arco, un gesto inútil porque había usado ya la última flecha. Miró al atacante.

Era una joven, mayor que él, una hylian de piel oscura. Tenía los ojos almendrados, con una expresión de fiereza en ellos. Las ropas oscuras con tachuelas, y las altas botas. Detrás, vio la silueta de un pelícaro de plumas moradas.

– Así que tú eres Kandra.

La chica no dijo nada. Avanzó dando zancadas, y lo último que vio Link fueron sus manos acercarse a él.

En el arca, Zelda había logrado llegar por fin a lo que parecía el corazón, el lugar donde esperaba encontrar el núcleo.

Se le acababa el tiempo.

Sin ropas protectoras, el calor era insoportable, y eso le dejaba solo unos minutos para salir de allí si no quería acabar reventando como una castaña asada. Para su alivio, a pesar del fuego que le rodeaba, veía algo de refrescante color azul cerca. Era el núcleo, estaba segura. No se parecía al primero, que parecía ligero y fino. Este núcleo no era una esfera, sino una figura geométrica, una de esas con tantos lados que tenían un nombre largo… No era el momento ni el lugar de enfadarse por no tener estudios. No importaba su nombre, solo que iba a destruirla.

Dudó.

Cuando destruyó el otro núcleo, una simple y elegante esfera, había acabado malherida, sin la Espada Maestra y encima lejos de Link. No iba a cometer ese error dos veces. Había pensado que estaría más cerca de la superficie, no tan profundo, por lo que el plan original de disparar a distancia debía de cambiarse. Zelda rebuscó en sus bolsillos, sacó semillas ámbar. Rodeó el núcleo con ellas, y dejó algunas de las flechas clavadas bajo la misma. Actuó deprisa, puede que en su cabeza fuera más lento, pero lo hizo como si se moviera en otro tiempo. Después, dejó un reguero de semillas ámbar hasta el pasillo por donde había entrado. Una vez allí, se alejó unos metros, rezó a las Tres Diosas para que le diera tiempo suficiente de salir y avisar a los ornis, y disparó.

Corrió, a gran velocidad, por los pasillos. Por si necesitaba escapar, había dejado los cuerpos de algunos enemigos en las esquinas, y los usó de guía. Llegó a donde esperaba Saeta. Sin hablar, de un salto, se puso en su lomo. El pelícaro se elevó en el aire, al tiempo que Zelda gritaba sin parar "alejaos, alejaos".

Ya se veía: una onda de fuego que estaba en el mismo interior del arca. Vio con alivio a varios ornis a su alrededor, que la escoltaban. Vestes disparaba aún con su arco, y le escuchó preguntar si alguien había visto a Oreili. El arca brillaba y de ella salía humo y ceniza. Por instinto, miró hacia abajo. Estaban justo sobre la zona de entrenamiento, a las afueras de la ciudad. Aunque aún había tiendas de campaña, imaginaba que todos los soldados estarían en la lucha, y que Sapón y su equipo médico se habría trasladado a las catacumbas de la ciudad. Vio manos oscuras, y también una figura como una persona gigante golpeando a los guardianes, como si estos fueran pelotas. El arca tembló, estalló desde dentro y después fue cayendo hasta chocar contra el suelo. Zelda, antes de celebrar, miró alrededor, y vio a Vestes y Oreili juntos. Al menos, los dos hermanos seguían allí. Sonrió, levantó la Espada Maestra y gritó "victoria".

En ese momento, la Espada empezó a brillar, más que nunca. Zelda miró la superficie, y escuchó una voz que venía de su interior. La misma voz de mujer que había escuchado otras veces. El Espíritu de la Espada.

– Demasiado fácil… ¿verdad? – Zelda azuzó a Saeta para que descendiera hacia el castillo. Los guardianes habían entrado, pero ya no eran una amenaza. Vio restos destruidos, cuerpos de centaleones, orcos, goblins y gorlocks arrojados de cualquier manera. Los soldados seguían luchando. En la torre más alta, la conocida como la de defensa, estarían los líderes y allí esperaba encontrar a Link con la escolta de Medli y Link VIII. Sin embargo, no llegó ni a aterrizar.

Vio cruzar en el aire a un pelícaro de plumas moradas. Subido a él, una figura que se protegía con una capa negra, llevaba un bulto arrojado en el lomo del pelícaro. Incluso a esa distancia, solo viendo el cabello rubio y las ropas azules, Zelda supo el motivo por el que la Espada Maestra la avisaba.

Kandra Valkerion se estaba llevando a Link.