Nota: Esta nueva historia tiene advertencias de abuso sexual y violencia contra menores.
Aaron y Erin son adolescentes aquí.
Capítulo 1
Corrió, corrió como nunca lo había hecho, hasta que le dolieron los músculos de las piernas por el esfuerzo y el pecho le ardía cada vez que entraba aire en sus pulmones. Pero no se detuvo hasta llegar al lago, hasta que supo que estaba realmente a salvo. Cuando paró, colocó las manos sobre las rodillas mientras intentaba recuperar el aliento. Se dio cuenta que tenía los ojos llenos de lágrimas, y soltó un sollozo ahogado mientras intentaba recuperarse.
Se dirigió al borde del lago, y con cuidado, se tumbó sobre la hierba. Le dolía todo el cuerpo, pero sobre todo la espalda, a la altura del omóplato izquierdo. Fue donde se golpeó fuertemente cuando su padre lo estrelló contra la pared. Haber aterrizado contra el mueble del televisor no había ayudado a su condición física. Y por supuesto, ya notaba cómo el moratón en su mejilla empezaba a hincharse. Tendría que inventarse una buena excusa.
Hacía varias horas que la noche le había ganado terreno al día, y la luna brillaba alta y redonda en el cielo. El silencio reinaba a su alrededor, solamente roto por los sonidos de los animales nocturnos cercanos al lago. Aaron solía perderse ahí en esos momentos, cuando todo a su alrededor se derrumbaba, cuando todo lo superaba. En ocasiones, pasaba toda la noche en el lago, y sólo volvía a casa al amanecer.
No conseguía recordar cómo había empezado todo, pero ya no recordaba su vida sin golpes, sin gritos y sin vejaciones. Tenía quince años, pero a veces se sentía como si llevara el peso del mundo sobre sus hombros. Tenía (necesitaba) que proteger a Sean, que con ocho años todavía no conocía la ira de su padre. Pero también a su madre, que a su vez lo protegía a él de los malos modos del señor Hotchner.
Aaron intentaba que su padre no descargara su furia contra su madre, ya era lo suficientemente grande y fuerte para enfrentarse a él, pero eso significaba recibir todos los golpes por ella. Más tarde, su madre, al mismo tiempo que le limpiaba las heridas, lo regañaba por su tozudez. El niño solamente la miraba con el ceño fruncido.
En otras ocasiones, no necesitaba defender a nadie, puesto que su padre encontraba cualquier excusa para golpearlo gratuitamente. Aaron no recordaba que su padre alguna vez fuera cariñoso, con él o con cualquier otro ser humano.
Su padre era abogado (uno muy bueno, según su madre), pero su problema era la bebida y la ira. Y normalmente, una llevaba a la otra. De puertas para afuera, era el perfecto ciudadano, un maravilloso marido y un gran padre, pero de puertas para dentro, se transformaba en un verdadero monstruo.
Esa noche, Richard Hotchner estalló porque su hijo mayor decidió ver la televisión después de cenar. No solía hacerlo, pero era Viernes, había hecho todos sus deberes escolares y Paul le había hablado de un nuevo programa musical. Creyó que a sus padres no les importaría, pero estaba equivocado. En el momento en que Richard entró en el salón, su cara cambió. Agarró a Aaron del brazo y lo empujó contra el mueble del televisor, mientras le pegaba un puñetazo en la cara y le gritaba. Muchas veces, Aaron pensó en enfrentarse a él, en devolver los golpes, pero supo que sería una mala idea. El chico escuchó vagamente a su madre intentar que su padre lo dejara, pero el hombre seguía golpeándolo.
En cuanto se pudo zafar, salió corriendo de la casa, y mientras empezaba a correr, escuchó los gritos histéricos de su padre a su espalda.
Ahora, mientras contemplaba la luna e intentaba obviar el dolor en su mejilla, se imaginó cómo sería la vida sin su padre. Cómo sería si él decidía irse (algo que por supuesto no haría), o si el hombre moría de repente (rezaba todas las noches para que eso sucediera) o si él se llenaba de valor y terminaba matándolo (muchas noches esos eran sus sueños). Mientras tanto, debía seguir aguantando.
Erin Strauss temblaba en su cama. Y no porque tuviera frío, ya que las sábanas y las mantas la tapaban entera, sino porque sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Había llegado a distinguir cada ruido, por pequeño que fuera, que ocurriera en su casa, y estaba aterrada.
Todo había comenzado hacía un año, cuando su cuerpo había comenzado a cambiar. Notaba sus miradas, que ya no eran tan fraternales, y los pequeños toques en lugares que antes no importaba tanto porque era una niña, que podrían empezar a considerarse inapropiados si durasen un poco más de lo habitual.
Al mismo tiempo, una ola de robos asoló el pueblo, y su madre, tan empática con todo el mundo, comenzó a preocuparse por su comunidad. También temía que les pasara a ellos, así que su sueño se vio resentido. Su esposo, el respetado médico del pueblo, le recetó unos somníferos suaves, pero lo suficientemente buenos para hacer su trabajo y que durmiera toda la noche. Y ahí empezó el calvario de su hija.
Casi cada noche desde hacía un año (Erin llevaba la cuenta en su cabeza, como un recordatorio del monstruo en que se había convertido su padre), Peter Strauss entraba en el dormitorio de su hija y abusaba sexualmente de ella. Al principio, solamente la tocaba, mientras le susurraba cosas al oído, ignorando las lágrimas y las súplicas de la niña; pero pronto eso no fue suficiente e hizo que ella lo tocara, y la noche que no pudo más y se descargó dentro de ella, fue la noche que Erin encontró una forma de desahogo.
Cogió la pequeña navaja que le habían regalado sus padres un par de años antes (con la promesa de que tuviera cuidado y no se cortara) y se hizo un corte en la cadera, después de una ducha de media hora, de frotar su piel para que se fuera todo su olor y la sensación de suciedad que sentía. La sangre brotó inmediatamente y el picor de la herida calmó el dolor que había en su corazón. Cuando se cortaba, era como si durante un instante, todo su dolor, su angustia, se escapara con el corte. No entendía porqué su padre era capaz de hacerle eso, de convertirse en un monstruo cada noche y ser una persona normal durante el día. Erin era incapaz de estar cerca de él sin sentir ganas de vomitar. Ya no se sentía la misma. Y todo era por culpa del hombre que debería cuidarla y protegerla.
Y esa noche no fue distinta. Su padre entró sigilosamente en su cuarto, y a pesar de sus súplicas, no se fue hasta que quedó satisfecho. Erin esperó unos minutos, luego encendió la lámpara y se limpió las lágrimas. Abrió la mesita de noche, cogió una cajita donde guardaba sus pequeños secretos como sus pendientes, anillos y pulseras favoritos y cogió la navaja, que estaba escondida al fondo. Se levantó un poco la parte de arriba del pijama y se hizo un corte justo al lado de una cicatriz. Cerró los ojos cuando la sangre empezó a brotar y el escozor se hizo más fuerte, pero se sintió mejor. El alivio del dolor fue inmediato, pero nunca duraba lo suficiente. Porque cuando la herida dejaba de sangrar, se limpiaba y la tapaba, todo volvía a ella.
Había empezado a cortarse también en el interior de los muslos y los antebrazos, con cortes más pequeños. Estaban al final de la primavera y todavía lo podía disimular, no quería ni imaginarse cómo lo iba a esconder al llegar el verano. Aunque le daba igual. Todo su mundo se había desmoronado y eso era lo que menos le importaba en ese momento.
El Sábado era el día favorito de Aaron, solían dejarlo a su aire. Por la mañana solía jugar con Sean, tan inocente todavía a sus ocho años. Tanto su madre como él intentaban protegerlo de su padre, que no fuera testigo de sus agresiones, y mucho menos que fuera objeto de ellas. Aunque en ocasiones ya se daba cuenta de lo que pasaba.
Luego estudiaba y hacía sus tareas, y por la tarde pasaba el rato con Paul, su mejor amigo. Siempre lejos de casa. Alguna vez Paul había descubierto sus moratones, o se había dado cuenta de que estaba dolorido, pero Aaron siempre evitaba las preguntas y Paul no insistía. Por eso el chico apreciaba tanto a su amigo, porque respetaba su espacio.
Y al final del día se pasaba por el lago, su refugio. Respiraba aire fresco y se llenaba de energía. Y allí dejaba volar su imaginación, no sólo respecto a su padre, sino también a su futuro. Se imaginaba lejos de allí, irse a la Universidad y no volver nunca.
No solía haber nadie en el lago, y mucho menos a última hora del día, por eso se sorprendió cuando al acercarse, vio a alguien allí sentado. Según se iba acercando más, reconoció a la persona que estaba allí. La chica tenía su pelo rubio trenzado, y miraba embelesada la puesta de sol. Aaron se paró a su lado y habló.
-Hola. Me sorprende verte aquí. Nunca hay nadie y…
La chica se giró hacia él cuando escuchó su voz, y se levantó rápidamente, echando a correr.
-Eh, espera. Sólo quiero hablar…
Pero ella estaba ya demasiado lejos para escucharlo, y Aaron se quedó mirando como su trenza rubia se movía en el aire rebotando en su espalda.
Continuará…
