Lo correcto que hay que hacer
Regina sabía qué sensación era aquella al estar delante de las tumbas. Una inmensa tristeza y un nudo estrangulando la garganta. No temía sentir aquello, pero en su mente intentaba evitar llorar al pensar en ellos vivos. Leopold estaba rodeando con el coche el cementerio para llegar a la zona desde donde solo podía acceder a pie. Llevó a Regina hasta el sitio donde Daniel y los niños habían sido enterrados, pero se encontraron con una silueta delante de las lápidas. Cuando se acercó, vio los cabellos teñidos de un amarillo casi platino y el perfume francés más intenso que el olor de las flores que llevaba en su regazo. Se detuvieron y el chófer la dejó allí, sabiendo de quién era aquella espalda. Quizás la señora no se sintiera a gusto para hablar con él cerca. Mills, en silencio, leyó los nombres de los hijos y suspiró profundamente antes de escuchar la voz de la mujer atravesando el viento helado de aquella tarde nublada de domingo.
‒ Daniel nació un día como este. Nublado, sin perspectiva alguna de sol o calor. Pero la impresión que tengo es que fue mi hijo más amoroso. Él tenía un calor natural, sus manos estaban siempre cálidas y su abrazo era tan cariñoso que nos robaba el aliento. Le gustaban los "abrazos de oso". Era alto, lo sacó del padre. Nunca pensé que se marcharía de este mundo antes que yo y encima fue egoísta al llevarse consigo a mis nietos.
‒ Es gracioso cómo sobreestimamos a aquellos que ya no están con nosotros. Siempre conocí las cualidades de su hijo, Helena, pero ahora es como si él no hubiese tenido defectos y sabemos que tenía‒ dijo Regina, depositando las flores en las lápidas.
‒ Su partida nos enseña que nada es para siempre, solo el amor que sentimos. Quizás las dos hemos descubierto tarde cuánto él odiaba cuando discutíamos. Pero Dani no lo demostraba, sencillamente porque no podía. Peleamos por su amor para finalmente perderlo, las dos ‒ al final se giró y miró a Regina en la silla de ruedas ‒ Supe lo que hiciste. Está en todos los periódicos. Jamás imaginé que te vería donando un poco de lo que conseguiste reunir a quien más lo necesita.
Regina la miró seriamente. Sintió deseos de sonreír y recordó a los pequeños del hospital. También pensó en aquellas personas que se beneficiarían con sus futuras donaciones, porque no pararía solo en el instituto del cáncer infantil.
‒ Si en algún momento dejé ver que no le daría a nadie algo de lo que me sobraba, es porque desconocía los beneficios de la caridad. Deberías conocer a aquellos pequeños algún día. Hay esperanza en sus ojos, la misma esperanza que yo casi estaba perdiendo cuando me vi en esta silla de ruedas tras recobrar los sentidos. Aquellos niños tienen todos los motivos para llorar, sin embargo sonríen con un cuento, con una broma tonta o solo por ir a visitarlos. Merecen la donación y ver lo agradecidos que están me llena de felicidad. El dinero no me hará falta, además que distribuirlo me trae la mejor de las sensaciones.
Helena vio las cicatrices en un lado del rostro de la nuera y la mirada infinitamente más pura que antes. No era la Regina que conocía, la que provocaba y a la que consideraba una rival. La guerra terminó entre ellas, porque quería y también porque la antigua Regina ya no existía. Era mucho más divertido provocar a la mujer de antes que a esta persona tan pacífica.
‒ Veo que el coma te ha convertido en una mujer más receptiva. Estoy profundamente arrepentida de lo que hice. Por favor, perdóname.
‒ Confieso que no me gustó saber que impediste, incluso a Cora, que me visitaran, pero agua pasada no mueve molinos. Siento que ya no soy la que fui antes del accidente, por eso no alimenté esa discusión cuando me enteré. Te perdono tu falta de empatía conmigo en aquel momento.
‒ Gracias‒ dijo Helena, y Regina recordó los ojos de Daniel, aquel brillo exactamente igual al de la madre ‒ Robin me dio tu recado y confieso que no pretendo exigir participar en la empresa. Tienes razón. Es hora de jubilarme. Él ha hecho un trabajo brillante al frente de la empresa.
‒ Se lo agradezco y voy a gratificarlo por la dedicación. Me siento mejor ahora, creo que voy a volver al trabajo cuanto antes‒ informó, y recordó algo que no podía dejar pasar ‒ Helena, esta semana dos detectives estuvieron en mi casa para esclarecer lo sucedido la noche del accidente. Ellos creen que el coche fue saboteado. Yo, sinceramente, no recuerdo nada, solo el ruido del automóvil dando vueltas. Espero que la policía esté equivocada en cuanto a eso, porque no veo la razón para querer mi muerte.
Helena se tensó, incómoda y ofendida. No esperaba ser acusada de esa manera, por más delicada que Regina haya sido al hablarle. Entendió que aquella cuestión era muy seria y que Mills tenía el derecho de creer que era verdad si quería. Sería una maldad atentar contra la vida del hijo y de los nietos solo porque ella no le gustaba. Helena intentó no dejarse llevar por el sentimiento que, en un primer momento, sintió.
‒ Jamás podría tramar algo contra mi hijo y mis nietos. Si alguien ha hecho eso con ustedes no he sido yo. No fue Robin. Lo sabría si hubiera sido él. Sé cuando miente, cuando quiere esconder algo. Así fue cuando recibí la noticia del accidente, él quiso callarlo. No fuimos nosotros. Si alguien lo ha hecho, fue por dinero y sabemos muy bien que mi familia y tú tenemos la misma cuantía en el banco.
‒ Me lo imaginaba. Y para ser sincera no creo que ustedes hayan hecho algo como eso‒ Mills volvió a mirar hacia las sepulturas ‒ Quiero creer que todo fue por casualidad. Es más fácil pensar de esa manera.
‒ Un día descubriremos la causa real de ese accidente. Hasta pronto, querida‒ Helena se puso las gafas oscuras y salió de escena, como lo haría una estrella del cine.
Regina pasó el resto de la tarde delante de los nombres del marido y los hijos. No quería pensar en nada más, quería quedarse allí con los tres, sola. Ya no lloraba, no sentía aquel dolor en la garganta cada vez que se acercaba a ellos. Estaba bien y había prometido no derramar más lágrimas cuanto pensara en los tres.
Emma estaba barriendo las migas del bizcocho de la alfombra. Se había acabado un paquete entero sabor chocolate después del almuerzo, pues se dio el placer de disfrutar del día libre de la mejor manera posible, aunque eso incluyera comer guarrerías. Odiaba limpiar, no el resultado, sino el esfuerzo que debía hacer para que todo quedara como una patena. Prefería limpiar a la gente, bañar a las personas en vez de mancharse las manos con desinfectantes y sentir la aspereza del palo de la escoba. Con el dinero que ganaba de la señora Mills, podría llamar a una limpiadora, pero para eso estaría bien estar en casa, porque esas chicas tenían fama de desordenar todo, dejando las cosas sabe Dios dónde, y después te pasabas un rato llamando a San Cucufato hasta encontrarlos. Intentaba no ser desorganizada. Ensuciaba lo mínimo posible y ante cualquier señal de desorden limpiaba cuanto antes para no acumular.
Cuando recogió lo que había ensuciado y regresó a la sala, estaban pasando un programa de decoración por el canal de variedades. Iba a sentarse a verlo cuando el timbre del apartamento le pegó un susto digno de una comedia romántica. Lo primero que se le vino a la cabeza, o mejor, la persona, fue Belle. Si aquella muchacha había olvidado otra cosa, le diría que ya no la tenía. Pero Belle le había prometido que no volvería a pisar su apartamento, no tenía sentido que apareciera de repente, aunque hubiera peleado con Zelena, cosa bastante probable. Isabelle no era de esas, no solía lamentarse en el hombro de las ex novias, y eso que tenía algunas, pensó Emma.
Con un frío extraño en la barriga, abrió la puerta del apartamento y se dio de cara con Killian, su mejor amigo, casi hermano. Estaba vestido de forma cómoda, con un chándal de Sons of Anarchy, que le daba una apariencia de ciclista. Llevaba algo en el bolsillo, pues mantenía la mano dentro de él. Emma sintió un alivio gigante al ver al amigo, tanto que dio un largo suspiro, pero Killian no le dio tiempo para hablar. Él alzó las cejas, dejando ver sus ojos azules.
‒ ¡Hey, gatita! ¿Tienes un momento para hablar?
Cuando hablaba de aquella manera, Emma sabía que era mejor que salieran a dar una vuelta. Ella lo conocía, así como él a ella. Tenían mucho en común, hasta la manera de demostrar miedo. Killian sabía cuando Emma tenía un problema y Emma cuando él estaba en apuros o con una duda royéndole el alma. Ella sería su madrina de boda, decisión tomada hace meses cuando él decidió pedirle la mano a su novia. Y así Emma seguía la historia del amigo que iba ahorrando parte de la nómina para celebrar una gran fiesta y realizar su sueño de comprarle un vestido deslumbrante a Ariel. Ella lo admiraba por ser tan obstinado y no rendirse ante una adversidad como cuando su madre necesitó ayuda con una medicación cara para el corazón, y tuvo que sacrificar algo de ese fondo para la boda.
Adoraban caminar por el parque, por el paseo de árboles que daban nombre a la ciudad. Se dirigieron allí para conversar y saciar las dudas de Killian sobre un regalo inesperado que recibió hacía dos días. Era un tipo tan honesto que no sabía si aceptar sería justo en aquellas circunstancias. Le echaría una bronca a Emma si descubría que ella había metido baza en esa historia. Se pararon en las proximidades del lago que había en el parque, en medio de un puente, apoyándose en la barandilla para observar a algunos patos que paseaban por debajo.
‒ Pues bueno, hermanita, como iba diciendo, ha sucedido algo increíble esta semana y necesito que me ayudes a entender‒ volvió a hablar
‒ Estoy ansiosa por saber, dilo ya‒ dijo Emma, cruzando los brazos.
‒ El miércoles, un camión de la Mills & Colter hizo una entrega en el apartamento de Ariel. Algunos utensilios y muebles que no cabían allí, así que tuve que dejarlos en casa de mi madre. Me dijeron que era un regalo por la boda, pero no sabían quién lo había mandado, solo sabían decir que la dirección de la tienda había ordenado entregarlo a mi nombre. A pesar de parecerme extraño, eso no fue lo más sorprendente. Cuando fui al banco a comprobar mi saldo, descubrí que había 30 mil dólares en mi cuenta, así, de la nada. Pedí hablar con el gerente el viernes y me dijo que aquel dinero había sido transferido de una cuenta a nombre de Regina Mills. Tú estás trabajando para ella. ¿Qué le has dicho sobre mí?
‒ No le he dicho nada‒ Emma se quedó tan perpleja que no le salían las palabras ‒ No sabía nada.
‒ Pues entonces, ¿cómo esa señora supo que quiero casarme y necesitaba dinero? Solo tú puedes haberle hablado de mí. ¿Estás segura de que no has comentado nada, Emma?
‒ Segura. No he dicho nada…Ah, espera, creo que sí puede que haya dicho algo‒ Emma recordó la pregunta que Regina le hizo aquella tarde en que estaba sentada delante del ordenador: "¿Qué habría hecho ella con 15 millones de dólares?" Era eso. Esa fue la pregunta ‒ Hace algunos días me preguntó qué haría yo con 15 millones de dólares y respondí que ayudaría a algunos amigos entre otras cosas. Ella ha hecho una donación esta semana al instituto del cáncer. Creo que ha aprovechado para darte algo de dinero.
‒ ¡Pero si ella ni me conoce!
‒ Debe haberlo hecho al saber que eres mi amigo
‒ O porque tú eres su amiga‒ Killian miró con calma a Emma antes de contarle lo que estuvo averiguando ‒ La gente comenta que no vas a volver a trabajar en el hospital después de que esa señora se recupere.
‒ Hey, Kill, te consideraba más listo como para creer en las cosas que las chicas de la tercera planta andan diciendo. Pues claro que voy a volver a trabajar en el hospital. Solo estoy de vacaciones. En esas dichosas vacaciones que todos decían que me tomara. La señora Mills es realmente una buena persona y ha demostrado ser mejor de lo que todos andaban especulando. Ella es diferente, es una persona generosa, pero solo se ha dado cuenta ahora. Lo cobro bien con ella, claro, mucho más que trabajando en el ACH, pero llegará el momento en que ella volverá a caminar y ya no seré necesaria.
‒ No es de eso de lo que estaban hablando, hermanita. Si hubiera un espejo aquí, te podría mostrar cómo te pones al hablar de ella. Úrsula tenía razón.
‒ Ella vino contándome esa tontería de que estoy diferente después de que empecé a trabajar para la señora Mills. Yo, sinceramente, no noto nada.
‒ Bueno, ya que está todo aclarado, ¿cómo hago para darle las gracias a tu señora?
‒ No será muy difícil. Un día a la semana ella va al hospital a contarle cuentos a los niños en tratamiento de la cuarta planta. Cuando la lleve, hago que te llamen.
‒ ¿Estás segura de que no será grosera conmigo?‒ desconfió Killian
‒ Por supuesto que no lo será. Le va a gustar hablar contigo.
Emma encontró gracioso el recelo de Killia, pero entendía que, generalmente, era así como las personas pensaban de Regina. Las personas poderosas solían tener mala fama y Regina no era la excepción. Estaba en el camino para mejorar su imagen, pero, quizás, le iba a costar limpiar esa antigua impresión.
Regina estaba donde siempre estaba cuando quería sentirse bien: el jardín. Estaba observando a Leopold cuidar de las plantas cuando Emma llegó a trabajar a las siete de la mañana del lunes e imaginaba que le iba a preguntar sobre el dinero depositado en la cuenta de Killian Jones. Cuando vio a la rubia, le devolvió una simple sonrisa, admirando la expresión de descanso de Emma tras el día libre. Había muchas cosas que admiraba en Emma sin que ella lo supiera, muchas, de verdad. Podía preguntárselo, pero el misterio de desvendar a aquella muchacha era algo tan divertido que alimentaba la fantasía de poder estar más tiempo intentando descubrir.
Emma se muestra satisfecha en ver a Regina afuera, incluso con más vida que los últimos días, y para ser un lunes. Parece que estaba lista para salir, vistiendo lo que una mujer de negocios vestiría antes de un accidente. Emma imagina que la señora Mills tiene asuntos que resolver fuera y que tiene que ir con ella, pero antes de aclararlo, estaría bien decirle que la encuentra bien.
‒ Buenos días, Regina. Parece estar bien hoy
‒ Buenos días, Emma. Cora me ayudó a arreglarme. Ayer tomé una decisión. Voy a volver a trabajar. De momento iré a la empresa, conversaré con Robin y me traigo lo que tenga que resolver a casa para esta tarde. No se preocupe, no la dejaré plantada en la tienda esperando a que yo acabe con el pesado trabajo.
‒ Esperar a que las personas hagan cosas aburridas a veces forma parte de mi rutina. Pero le agradezco la preocupación. Eso significa que nuestro tiempo juntas está asegurado‒ dijo ella, de buen humor
‒ A salvo, y bien a salvo‒ reforzó Regina
‒ Ahm…Regina, tengo que hablar con usted de una cosa‒ Emma agarró la pesada mochila de la ropa, y se la colocó sobre el hombro derecho.
‒ ¿Sobre?
‒ Las donaciones que hizo la semana pasada. Ayer me enteré que donó dinero y algunos productos de la Mills & Colter a un amigo mío. ¿Por qué no me dijo nada de eso?
Regina recordó la actitud, recordó que pensó exactamente aquello, en la manera en que Emma iba a preguntarle. Las personas suelen actuar de ese modo cuando un milagro las alcanza, e intuitivamente, Mills sabía de eso como lo puede saber un sabio budista. No hacía falta ir muy lejos para saber que las personas, emocionadas, querían devolver la generosidad. Pero con ella eso no era para nada necesario. Bastaba ver una sonrisa de Emma, imaginarla descubriendo lo que había hecho y que había sido por voluntad propia. Pero entonces, cuando miró de nuevo hacia Emma, vio la duda en su rostro y tuvo miedo de haber ido demasiado lejos.
‒ Supuse que me iba a preguntar sobre eso y sí, le di dinero a su amigo. Quise que fuera una sorpresa tanto para él como para usted, Emma. Sentía que ese amigo es una persona muy querida. No era la primera vez que me hablaba de él. Y al contrario que con Isabelle, su novia, lo considera un hermano. ¿Usted quería ayudarlo, no? Pero él nunca permitiría que usted le ofreciera la mitad de sus ahorros, así que, hice algunas llamadas, hablé con su jefe, conseguí su nombre, llamé a su banco e hice la transferencia. Los productos los mandé entregar en casa de la prometida y puede estar tranquila, tenemos muchos más productos como esos en el almacén de la tienda.
‒ Sé que hay más en el almacén y no le dio tanto, pero, crea, la cuantía que le ha dado va a realizar un sueño. Ha sido muy sorprendente, nunca llegué a pensar que haría eso. Si pensaba que se dedicaría a hacer caridad, ahora tengo la convicción de que ha tomado la decisión correcta sobre lo que hacer con su fortuna. Gracias. Realmente Killian nunca aceptaría mis ahorros‒ Emma sintió un "nudito" incómodo en la garganta mientras le daba las gracias. No sabe explicarlo, es una satisfacción inmensa, pero intenta que no parezca fragilidad.
‒ No iba a perdonarme que le diera a su amigo la misma cantidad que doné al instituto. Por eso fue más fácil darle la cuantía que él iba a necesitar para realizar una hermosa fiesta y regalos para comenzar una vida con su futura esposa, ¿verdad?‒ Regina vio los ojos de Emma brillando en la sombra, donde el sol aún no daba. Sabía que ella quería agradecérselo de una manera bien particular, pero con una mochila pesada a la espalda, era algo difícil darle un abrazo ‒ Emma, escuche bien…Usted me gusta. Es…una persona querida, una persona por encima de la media. Lo que pueda hacer para contentarla, lo hago.
Emma no esperaba aquellas palabras. Extendió la mano y Regina supo qué hacer. Se la apretó y se miraron con ternura. Casi le dice que era suficiente con que ella estuviera bien para verla contenta. Que cada vez que la veía sonriendo, su mundo volvía a tener sentido. Y aunque había preferido quedarse callada, pues quien calla, consiente, su respuesta estaba en la punta de la lengua. Le diría que a ella también le gustaba, que le gustó desde el momento en que se presentó a ella en aquel cuarto de hospital, por más apática que ella estuviese. Sabía que no habían creado un vínculo en vano.
Se soltaron delicadamente, sin dejar de mirarse, y como si aún tuvieran cosas que decirse. Regina sabía que podría ser mal interpretada, pero quién sabe si un día sus palabras tendrían otro sentido para Emma. No tuvo miedo de empezar a revelar sus sensaciones. En cuanto a Emma, veía a Regina cada vez más dispuesta a levantarse de la silla. Sería una victoria tan grande para ella y para Emma que no habría felicidad en el mundo que pudiera superarlo. Era dichoso darse cuenta de que estaba ayudando a una persona a ser mejor de lo que nunca fue. Ellas se intercambiaban caricias en el alma. Ese, al menos, era un plan, el mejor que el destino tenía para ambas.
