La mejor forma de que te rompan el corazón…

…es fingir que no tienes uno


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Capitulo 8

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China - Xi'an- Montañas occidentales

2 de abril 1995

Él luchaba por descubrir esa lúcida hendidura que tiene la malla negra de la oscuridad. Luchaba con fiereza por derruir el gran armazón que se construía poco a poco a su alrededor. Y así, anduvo cientos de horas, miles de minutos, por las montañas, por los bosques, por las dehesas, a través de los ríos y de las murallas hasta que sus agrietados pies le llevaron cerca de aquella ciudad.

Desde el camino cercano al asfalto pudo ver en el horizonte como se alzaban las siluetas de los edificios: una mezcolanza de elevadas construcciones modernas salpicada de tradicionales con grandes techumbres y aleros que se recortaban por encima las grises nubes que lloraban. Aquel día llovía lluvia helada que, gota a gota, llenaba la cáscara rota de la que se componía su corazón. Completaba su pecho con agua, lavando sus sentimientos, arrastrándolos hacia el charco, hacia el fino riachuelo que se perdía bajo el borde de la acera y acompañaba a la carretera. Aquella lluvia helada le trajo ciertos recuerdos. No había pasado tanto tiempo y sin embargo los sentía distantes, lejanos, como de otro universo.

Incluso la lluvia que está a punto de congelarse está más caliente que mi corazón…

Extraviado en el desengaño del tiempo, con cuerpo y alma colmados de cicatrices, entró a duras penas en un establecimiento de mala muerte a pie de la colina donde se situaba aquella ciudad. Escurrió el pelo con ambas manos de su larga melena apretada en una trenza. Desabotonó sin premura la camisa china, la sacó por el cuello y eliminó el exceso de agua de la misma. Palpó el interior de los bolsillos de sus pantalones holgados en busca de monedas y encontró un puñado de yuanes sobre los que cerró el puño.

La pared de aquel antro tenía la pintura amarilla deteriorada, mesas enfrentadas de madera desvencijada con taburetes del mismo material, un calendario sobre una de las paredes y un espejo viejo en otra, lamparillas rojas tradicionales dispuestas en pareja seriadas desde la puerta e incluso una campanilla de metal que sonó en el momento de su entrada. El lugar estaba casi vacío, tan sólo una anciana ocupaba una mesa a pie de una de las ventanas. Tomó asiento cerca de la ventana del otro lado de la puerta, a los pocos segundos, un hombre de mediana edad dejó en sus manos un menú.

En poco tiempo se había vuelto, al igual que la comunidad en la que se encontraba, poco prolijo en palabras. Satisfecho con las expectativas cumplidas de aquel viaje se encontraba como el niño sin amigos que se enfrenta al receso de la escuela. Absolutamente perdido.

Durante meses había caminado como un sonámbulo. Fue demasiado tiempo en Joketzu, meses de aislamiento, días imbuidos en catástrofe. Sonrió con una expresión a medio camino entre la malicia y la tristeza al recordar como una a una aquellas brujas le habían suplicado clemencia. El esfuerzo y el sudor invertido habían valido la pena. Se enorgulleció de ello al retirar de nuevo el agua de su pelo negro cuervo. El agua helada de la lluvia de invierno. Agua y frío en su piel masculina al mismo tiempo.

Un hombre completo.

Sin embargo, a pesar de haberse deshecho de la maldición se sentía aún un ser incompleto, truncado, excluido del mundo donde hacen eco las risas. Un terrible vacío comenzaba a crecer dentro de él succionando todo y llevándolo hacia una oscuridad que desconocía. Hacia una soledad devastadora sin horizonte ni margen. Sentía como si un agujero negro se instaurara en el centro del pecho intentando tragarlo todo sin dejar nada. Había destrozado una aldea de guerreras entera, había cumplido su principal objetivo de volver a ser un hombre completo y a pesar de ello se sentía tan débil como un gusano, sin nada que proteger, sin nada que ganar.

Yo estoy solo. Solía no estar solo y siempre solía ser yo. Pero no ahora… ahora yo… debo sobrevivir.

Se levantó inexpresivo cuando vio el teléfono y preguntó al hombre en su entrenado cantonés permiso para usarlo. Marcó el número de la residencia de su madre en Nerima. Cuando creyó que nadie respondería al otro lado de repente escuchó su voz.

—Hola mamá.

—¿Ranma? Oh dios mío, ¡Cuánto me alegro de escuchar tu voz! ¿Te encuentras bien? He ido al templo todos los días a suplicar por tu bienestar, Ranma. La última vez que hablamos no debí de haberte contado lo que hizo Akane… Hijo mío, parecías tan consternado… me arrepiento cada noche de habértelo contado así por teléfono. Debí esperar a que regresaras para hablar con calma contigo. Pero me dolía la posibilidad de que volvieses donde los Tendo encontrándote con semejante noticia.

—Estoy bien mamá —contestó recordando con amargura la conversación un par de semanas atrás—. No hay necesidad de preocuparse. Estoy entrenando, convirtiéndome en un hombre entre todos los hombres. Trabajo de vez en cuando para ganarme comida y un techo. No me va nada mal y la verdad es un alivio haberme liberado de una vez de promesas estúpidas de matrimonio.

—Me alegro de verdad. Estoy segura de que encontrarás muchas jóvenes hermosas dispuestas a hacerte un marido feliz. Akane fue muy impulsiva al romper el compromiso entre las familias. Sin dar si quiera una explicación y huyendo así de Nerima…

—¿Ah sí? —un gesto de dolor se superpuso en su rostro—. Realmente no necesito explicaciones. Ya te he dicho que me he quitado un peso de encima, mamá.

—¿Seguro que estás bien, hijo? ¿No quieres hablar de ello? Sé que Akane era muy importante para ti. Para nosotros también lo era… Pero lamentablemente con sus actos ha conseguido la enemistad de nuestras familias. Soun cayó enfermo poco después de lo de Akane y tu padre ni si quiera ha ido a visitarlo. Ya sabes lo testarudo que es y siente que su honor está mancillado ¡Oh, Ranma! ¡Me da tanta pena que esta bonita amistad se haya perdido para siempre!

Ranma permaneció mudo por un segundo. Su mente intentaba asimilar todo a gran velocidad. Akane, Soun, Genma, Nabiki, Kasumi, Nodoka. Aquellos nombres eran el círculo selecto de personas que estaban dentro de su corazón. Y de la noche a la mañana debía de sacar a más de la mitad. ¿Qué haría con el espacio sobrante? Un ruido producido por interferencias irrumpió al otro lado de la línea telefónica.

—¿Me oyes, Ranma?

La lluvia golpeaba con fuerza los cristales del establecimiento provocando un sordo zumbido. ¿Por qué últimamente siempre llovía? Desde allí Ranma veía las nubes grises y cuánto habían descendido desde cielo. La mano que agarraba el aparato apretó con fuerza el auricular. Sus dedos y sus nudillos se tornaron blancos.

—¿Está bien el señor Tendo?

—No lo sé, hijo —su madre parecía realmente afectada—. Yo también desearía saberlo, pero, ¡mi esposo se niega a querer saber nada al respecto! Después de todo lo que ha hecho el señor Tendo por él...

Ranma escuchó un sollozo lejano a través del auricular. Tardó un segundo en reaccionar.

—Me importa una mierda lo que diga el viejo. Voy a llamar a los Tendo—miró al propietario del local que lo observaba con desconfianza y suspiró—. Aunque me gaste una fortuna en llamadas internacionales.

—¿Estás seguro?

—Independientemente de lo que haya pasado con Akane, siempre estaré en deuda con el señor Tendo, ha sido como un padre para mí. En cuanto pueda te volveré a llamar.

Ranma colgó el teléfono y se apresuró en marcar el número del que había sido su hogar. Sus dedos firmes evitaban temblar mientras que en sus ojos se reflejaba la oscuridad del cielo plomizo. La severa expresión llenaba de sombras su rostro. En su oído sonaron dos toques largos, interminables. El cuarto fue interrumpido por la voz dulce y opacada de una joven.

—Residencia Tendo.

El silencio se hizo a ambos lados de la línea telefónica. La lluvia caía eterna batiendo con fuerza cada superficie. De pronto olvidó por completo el motivo de su llamada.

—¿Sí? —se volvió a escuchar la voz. Una voz imposible de no reconocer.

—Akane.

Aquello no fue una pregunta, sino una afirmación.

—¿Ran… Ranma?

Una fulminante ira se apoderó de su cuerpo. Sintió que todo él temblaba desde los cabellos a los dedos de los pies. Percibió cómo desaparecían todas las razones, se olvidó del miedo, de la angustia y de la soledad. El calor avanzaba paso a paso por sus venas arrastrando esa oscuridad insondable.

—¿No te habías largado de Nerima? ¿A algún nidito de amor acaso?

Un silencio afilado, amenazante, se estableció en el auricular.

—No tienes derecho a recriminarme nada.

—Nunca me imaginé que harías algo así. Sin dar ninguna explicación, ¿no crees que la merecía, después de todo?, ¿tan horrible te resultaba nuestro estúpido compromiso que no fuiste capaz ni de decírmelo a la cara? —su voz estaba cargada de frustración— ¡Contesta!

—Ranma, para. Por favor, ahora no es el momento.

Aquella súplica no le detuvo y se envalentonó.

—Sinceramente ya me importa una mierda que te hayas deshecho de mí. En realidad, me has quitado un gran peso de encima y, ¿sabes qué? Gracias, Akane.

—De nada, Ranma, ya lo sé que nunca te importó nada. Disfruta de tu libertad —su voz sonó indiferente, lejana. Aquella indiferencia inflamó el odio de Ranma.

—La disfrutaré a tu salud. Es más, ya la estoy disfrutando.

—No tengo duda de ello. Y ahora si me permites tengo cosas más importantes que hacer.

—¿Preparar algún veneno para tu nuevo novio, quizás?

—No, Ranma —musitó ella. Ranma no supo por qué, pero un abismo irreal se abrió bajo sus pies—. Mi nuevo novio me va a ayudar a preparar el velatorio de mi padre. Ahora si me disculpas…

El estridente sonido que escuchó Ranma detuvo su corazón. El auricular, al otro lado, había sido colgado con fuerza.

Seguía lloviendo infinitamente, como si el cielo se desplomara en pedazos.


15 de febrero de 2003

Tokio. Distrito de Shinjuku

3:00 a.m.

—Póngame otra para mí y rellene esa copa vacía de Martini a la señorita del final de la barra.

—¿La del vestido negro que deja poco a la imaginación, señor?

Ranma sonrió al hombre que lo miraba desde el otro lado de la barra.

—Exacto, para aquella señorita que está sola.

El camarero de aquel pub donde el personal de las empresas acudía al nacer la noche comenzó a preparar los tragos. Las luces y la música de aquel antro se conjugaban con discordancia; a igual que su nublado cerebro que agonizaba entre la opacidad del humo de cigarros y el gusto amargo de su lengua seca por el alcohol. Así Ranma se había desabrochado los primeros botones de la camisa, se había deshecho de la corbata y había echado la americana a un hombro a medida que su ebriedad avanzaba trago tras trago. La mujer del vestido negro alzó la copa en un signo de agradecimiento y él le devolvió el gesto.

A la mierda el puto trabajo.

Ranma hacía bien su trabajo, pero como un autómata sin entusiasmo alguno, sin apego, sin pasión. Trabajar para una corporación no iba con él y nunca había ido con él y por eso aquel día había decidido mandarlo a la mierda. Aunque su puesto era de asesor de finanzas, en realidad no evaluaba las necesidades financieras de su compañía o de las microempresas que rentaba su compañía. No poseía estudios, jamás había pisado una universidad, era un simple intermediario del que se sacaba partido gracias a su don de gentes, a su carisma, sus artes de persuasión y su imperiosa habilidad de conseguir todo lo que se le cruzara por delante. Si acaso, hasta el momento nunca había comprendido la raíz de esa habilidad, pero tanto él como los demás habían conseguido aprovecharse de ella. Simplemente se proponía conseguir algo, y en un noventa y nueve por cien lo conseguía. Por eso obtuvo cinco años atrás ese puesto, por eso ahora lo había mandado todo al carajo. Por conseguir casi todo lo que se proponía. Quererlo era tenerlo.

Pero no todo.

No todo

Se sonrió a sí mismo con un regusto de sarcasmo. Precisamente lo que más había querido no lo había conseguido. No había sido capaz de acercarse a ella. Sobre aquel escenario parecía más inalcanzable que nunca, más lejos de lo que había estado siempre. Negó con vehemencia.

Por ahora tenía un nuevo capricho. Verla lo había inspirado. Volvería a dedicarse por completo a las artes marciales. No es que las hubiese abandonado por completo, seguía entrenando todo lo que podía y lo que su trabajo le permitía. Pero un desafortunado día, muchos años atrás, había comprendido que aquello en su estado permanente de depresión, no podía a ser su fuente de ingresos. Y ahora había cambiado de opinión. Lo volvería a intentar. Dejaría de ser un muñeco roto y enmendaría aquellos errores que cometió una y otra vez en el camino.

—Gracias—dijo de pronto una voz femenina. La mujer se había sentado a su lado con la copa en la mano—. Es mi número tres, la tuya debe ser como la sexta—dijo señalando con sus ojos la copa que Ranma giraba con sus dedos sobre la barra.

—¿Buscas compañía? —continuó ella—. Hoy no creo que sea buena compañía, menos en este lugar, pero de cualquier forma, ¿puedo quedarme al menos un rato aquí?

Ranma asintió con la cabeza y acercó con cadencia el vaso a los labios. Los hielos chocaron entre sí y el líquido amargo y dulzón resbaló dentro de su boca.

—Tengo la sensación de que respiras un aire no muy diferente del que yo respiro, ¿o me equivoco? —preguntó ella.

—Es posible—contestó trascribiendo mentalmente la metáfora y mirando el fondo de su vaso. Perdió su mirada allí como si fuera un pozo sin fondo.

—Dos personas jóvenes en un lugar como este, rodeados de viejos borrachos un lunes a la madrugada. ¿No te parece que somos patéticos?

Ranma asintió y se tomó menos de dos segundos en analizarla: figura delgada, vestido que mostraba unos pálidos muslos, pelo lacio y por debajo de los hombros, un rostro con maquillaje a su opinión exagerado, pendientes largos, muñecas finas con muchas pulseras que tintineaban cuando movía las manos y uñas meticulosamente decoradas. Las pestañas que enmarcaban ojos castaños eran tan largas que era evidente que no eran naturales. Y sin embargo Ranma pensó que debajo de todo ese disfraz ella no debía de estar del todo mal.

—Y si te paras a pensar—continuó ella como adivinando sus pensamientos—, cualquiera que nos mire dirá que valemos la pena. Somos del tipo de personas a los que se les da siempre, sin vacilar, una oportunidad.

—Tienes razón.

—Oye, ¿sabes decir algo más de dos palabras seguidas? —ella torció la boca y aventó el contenido de su copa en su garganta—. Pareces mucho más que una simple cara bonita, así que no me decepciones.

—¿Eso crees? Si no me conoces de nada.

—Esa mirada…—dijo ella— Antes, cuando me miraste en la distancia… yo he visto antes esa mirada.

—Ah, ¿sí? —contestó sin interés y tomó de un solo trago lo que quedaba en el vaso. Con un gesto volvió a llamar al camarero —. Y adivino que no pudiste evitar el impulso irresistible de venir a conocerme.

—Tú me invitaste, ¿recuerdas? —la mujer esbozó una sonrisa antes de adoptar seriedad casi severa—. Esa mirada… Es la mirada de alguien que ha perdido algo muy valioso y no le importa nada... De alguien que no le importa si mañana llueve o hace sol, si mañana vive o muere. Yo conozco esa mirada.

Pasaron un par de segundos en los que ambos miraban hacia un vacío extraño, absortos en algún lugar muy lejos de allí.

— ¿Tengo razón? —ella rompió ella el silencio. Chascó los dedos—. Si vuelves a contestar con dos palabras creeré firmemente que eres un robot.

—Es posible.

Ella comenzó a reír y él torció una las comisuras en un fraudulento intento de sonrisa.

—¿Me dirás al menos tu nombre o qué te trae por aquí?

Ranma asintió. Torció su cabeza para mirarla por un segundo y después inspeccionar a su alrededor.

—Las personas miserables necesitan a veces rodearse de personas más miserables que ellos para ser felices.

Ella de pronto puso su mano sobre el brazo de él.

—Mi nombre es Midori, a la próxima invito yo.